Celibato

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El sacerdocio no es solo una función, es una identificación personal y absoluta con la vida de Cristo. Foto: José Antonio Flores Quiroz/ Cathopic.com
Opinión

Por Pedro Trevijano
El primer principio que se ha de establecer es que la Iglesia y sus representantes han de procurar amar el celibato, en la medida en que lo amó Cristo.
Históricamente el celibato, o por lo menos la continencia temporal, no son realidades específicamente cristianas, pues en muchas religiones hay un nexo entre continencia y culto; lo podemos observar en Israel (cf. Esd 19,15; 1 Sam 21,5), así como en el mundo grecorromano, basándose entonces en la intimidad con el dios, que obliga a abstenerse del amor humano, y en el principio de la pureza cultual.
Recordemos que Cristo fue virgen y permaneció libre para anunciar la palabra de Dios.
Desde los tiempos apostólicos muchas personas han tomado la decisión, aprobada por la Iglesia, de vivir en estado de virginidad “a causa del reino de los cielos” (Mt 19,12), a fin de consagrarse enteramente al Señor (cf. 1 Cor 7,34-36) con una libertad mayor de corazón, de cuerpo y de espíritu. Esta continencia será básica en la espiritualidad de los monjes, ascetas y vírgenes.
En cambio, los apóstoles probablemente estaban todos casados (San Pedro ciertamente, porque tenía suegra: Mt 8,14-15; Mc 1,29-31; Lc 4,40-41). Los textos que nos hablan de la virginidad de San Juan son ya del siglo IV. No sabemos de San Pablo si era viudo o célibe (1 Cor 7,8).
Hasta el siglo II la Iglesia se organiza sobre la base familiar, siendo el jefe de estas iglesias domésticas el pater familiae. El obispo y el diácono deben ser “maridos de una sola mujer” (1 Tim 3,2 y 12; Tit 1,6). Esto significaba, según la interpretación patrística, no sólo la exclusión de la poligamia, sino también de las segundas nupcias. En esta época no hay todavía relación entre celibato y sacerdocio, si bien Tertuliano nos advierte de que muchos clérigos permanecían célibes por amor al Señor.
Se ha afirmado comúnmente que la primera ley sobre continencia de los sacerdotes (todavía no sobre el celibato) se dio en el concilio de Elvira, cerca de Granada, en el año 305, mandando abstenerse de su cónyuge a los clérigos en ministerio (DS 119; D 52 c). Pero hoy se discute sobre si este canon es de esta época o de fines del siglo IV. Lo que sí es cierto es que en este caso la costumbre es más antigua que la ley.
El concilio de Nicea, para no alimentar las tendencias encratitas (herejía que despreciaba el matrimonio), no estableció la obligación del celibato, pero sí impuso la prohibición del matrimonio después de haber recibido las órdenes mayores, regla que rigió en Oriente y Occidente.
A fines del siglo IV el Papa Siricio establece la ley del celibato obligatorio para los clérigos mayores, pero al permitir León I a los clérigos ya casados retener consigo la mujer y vivir con ella como hermano y hermana, la continencia permaneció letra muerta. Hacia el siglo IX se ordenan sólo los hombres célibes, y son depuestos del orden clerical los que se casan después, prohibiéndose a los fieles participar en sus funciones. Solamente en el siglo XII, tras los dos primeros concilios de Letrán (1123 y 1129), se empezó a exigir en Occidente, a partir del subdiaconado, no sólo la abstención del acto conyugal y la cohabitación con mujeres que no sean parientes carnales o estén fuera de toda sospecha (canon 3 del I Concilio de Letrán: DS 711; D 360), sino el celibato propiamente dicho, proclamando inválidos sus matrimonios (cánones 6 y 7 del II Concilio de Letrán).
A partir de esta época los grados mayores del ministerio eclesiástico sólo son accesibles a aquellos que voluntariamente aceptan el celibato “por amor del reino de los cielos”. El celibato es una conquista en la historia de la Iglesia, a pesar de todas las deficiencias que haya podido haber en la vivencia del mismo. Su cumplimiento práctico mejoró notablemente con la institución de los seminarios, que tanto han contribuido a la formación espiritual e intelectual del clero, iniciándose éstos en el siglo XV, pero alcanzando su desarrollo como uno de los frutos de Trento.
En Oriente, el concilio de Trullo en Constantinopla establece en el 692 la siguiente legislación válida aún hoy no sólo en la Iglesia ortodoxa, sino en los orientales unidos a Roma: se impone a los obispos la continencia perpetua, se permite a los clérigos el matrimonio antes de la ordenación y el uso del matrimonio una vez ordenados (excepción hecha de la vigilia de la celebración de la misa).
Volviendo a Occidente, encontramos en el siglo XII la consideración del sacramento del orden no sólo como un ministerio, sino también como fundamento de una espiritualidad evangélica que conecta el celibato por amor del reino con el ministerio sacerdotal, superando el antiguo principio de la pureza cultual. El celibato, libremente vivido como carisma y don particular de Dios, convierte objetivamente la existencia del sacerdote en signo del amor con el que Cristo realiza la obra de la Redención. La concepción bíblica del carisma libremente aceptado se hace presupuesto necesario para la llamada al ministerio. Es decir, la Iglesia, que no obliga a nadie a ser sacerdote, escoge sus ministros entre aquellos que poseen el don del celibato, porque cree que entre el ministerio y el celibato evangélico hay una relación, si no esencial, sí de suma concordancia.
El concilio de Trento afirmó contra los protestantes y los emperadores Fernando II y Maximiliano II (que pedían la abolición de la ley del celibato para los sacerdotes alemanes), que la Iglesia puede exigir el celibato a sus sacerdotes, si bien no es una ley divino-positiva, sino que la obligación surge de la ley eclesiástica o del voto (DS 1809; D 979).
El Vaticano II permitió el acceso al diaconado “a hombres de edad un tanto madura, aunque estén casados” (Lumen Gentium, 29). ¿Se extenderá este permiso al presbiterado? Para San Pablo VI “esta eventualidad produce en Nos graves reservas” y San Juan Pablo II se expresó en contra en varias ocasiones, recogiendo la exhortación pastoral Pastores dabo vobis lo siguiente: “A esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente los motivos de la decisión multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y sigue manteniendo -a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a través de los siglos-, de conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y perpetuo” (nº 29).
En el viaje de vuelta de Tierra Santa a Roma en el 2014, interrogado el Papa Francisco sobre el celibato, ha reiterado la postura de la Iglesia, contestando que no es ningún dogma de fe, sino una norma de vida y un don para la Iglesia.

El celibato sacerdotal no se justifica en su funcionalidad, afirma Marianne Schlosser, sino en la identificación con Cristo. En la imagen, durante una conferencia en el Congreso Eucarístico Internacional de 2021 en Budapest (Hungría).

Marianne Schlosser, la sólida teóloga alemana que reta con argumentos a los enemigos del celibato

Por José M. García Pelegrín– ReligiónEnLibertad.com
Marianne Schlosser es catedrática de Teología de la Espiritualidad en la Facultad Católica de Teología de la Universidad de Viena y premio Ratzinger de Teología en 2018. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional (2014-2019) por nombramiento del Papa Francisco, quien en 2016 la nombró miembro de la Comisión de Estudio sobre el Diaconado de las Mujeres.
Ha sido consultora de la Comisión de Fe de la Conferencia Episcopal Alemana y miembro de la Comisión Teológica de la Conferencia Episcopal Austriaca. Participó en el “camino sinodal alemán” entre 2019 y 2022, pero lo abandonó, junto con otras tres teólogas, por considerar que la Iglesia en Alemania se distancia cada vez más de la Iglesia universal.
En un extenso artículo publicado recientemente por el semanario católico Die Tagespost con el título Celibato: ¿una cuestión de disciplina para el clero o expresión de entrega total?, Marianne Schlosser trata la cuestión del celibato en la Iglesia católica.
“¿Qué daño supondría para la Nueva Alianza que los sacerdotes vivieran en un matrimonio honorable como lo hacían en la Antigua Alianza? Es cierto que Cristo fue virgen y que aconsejó la virginidad a unos pocos que podían comprenderla. ¿De dónde provino entonces este mandato, para que ya no se quedara sólo en consejo?”. Este texto que cita Schlosser data del siglo XIV, pero argumentos similares han surgido en el siglo XIX y en la actualidad.
Se plantean objeciones antropológicas, como la idea de que el celibato puede atrofiar la existencia humana y llevar a “crímenes e infamia”. En última instancia, esto cuestiona la fecundidad de la forma de vida de Jesús y de muchos santos, así como el propósito del consejo evangélico.
A pesar de que no existe una conexión necesaria entre el ministerio sacerdotal y este carisma, el Concilio Vaticano II (Presbiterorum Ordinis 16), afirmó que hay una “correspondencia múltiple” (multiformis convenientia) entre ellos. La raíz del celibato se encuentra en el orden de la redención y extrae su “lógica” de la fe en la encarnación y, más aún, en la resurrección corporal de Cristo.
Como Karl Rahner señaló en 1968, la incomprensión del celibato es, en última instancia, síntoma de una crisis de fe.
¿Qué es, entonces, el celibato?
1. Es testimonio de que Dios es amor
Quien anuncia la Buena Nueva –y ésta es una de las tareas esenciales del sacerdote– debe hablar de la realidad del amor de Dios. Una vida de celibato “por el reino de los cielos” es un fuerte testimonio de que Dios realmente “es amor”, de que sólo Dios es la realización última de la persona humana y que, por tanto, merece la pena renunciar al matrimonio por amor a Él.
2. Es el estilo de vida de Jesús
En el Nuevo Testamento sólo hay un sacerdote: el Señor, Esposo y Cabeza de su Iglesia. El ministerio sacramental de la Nueva Alianza está, por tanto, enraizado en la cristología; sólo existe en dependencia del único Sumo Sacerdote, Cristo, y no puede, por tanto, derivarse del sacerdocio de la Antigua Alianza ni explicarse adecuadamente a partir de otros fenómenos de la historia religiosa.
El estilo de vida sacerdotal es, de hecho, el estilo de vida de Jesús. Quien recibe el sacramento del orden sacerdotal está capacitado para “representar” al Señor de la Iglesia, para hacer visible a Cristo en la Iglesia a través de la predicación, la administración de los sacramentos y el servicio desinteresado a la salvación. 
Según la concepción católica, quien es ordenado sacerdote no asume simplemente un servicio o una tarea, en el sentido de una función necesaria para la comunidad, sino que es llamado al seguimiento especial de Cristo. Lo que tiene que dar es lo que Cristo da y, precisamente, ese dar es lo que le exige como persona. ¿Cómo no podría ser “apropiado” que adapte su forma de vida a la de Jesús, siguiendo los consejos evangélicos?
3. Es una entrega “total” a Jesús
En cuanto al “sacerdocio de primer grado”, el oficio de obispo, esta conveniencia tampoco se discute en las Iglesias orientales. Según el testimonio del Nuevo Testamento, el servicio apostólico implica dejar atrás la vida y los proyectos anteriores, incluso alejarse de la familia natural. Esta vocación plantea una exigencia a toda la vida.
Sin embargo, en la actualidad el debate se intensifica por el cuestionamiento evidente del matrimonio sacramental.
Lo que Romano Guardini expresó en su obra Ética es sorprendentemente cierto: si el matrimonio y la sexualidad se trivializan, también disminuye la comprensión del celibato por el Reino de los Cielos. Precisamente porque el matrimonio, como la comunión única y exclusiva entre un hombre y una mujer, configura y reclama a ambas personas en todas sus dimensiones, el celibato puede entenderse como apropiado para alguien que se pone al servicio totalmente personal de la misión de Cristo.
“Unirse cada día más a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote”, como se dice en la liturgia de la ordenación, no significa una imitación puramente externa. No se trata de algo funcional, como una mayor “disponibilidad”, ni mucho menos de una existencia más cómoda. La vida célibe es expresión de la pertenencia interior a Cristo, de la voluntad de permitir que Él intervenga realmente en la vida cotidiana y personal.
El celibato es una forma muy concreta de entrega a Dios, también tangible en la dimensión de la renuncia, con la esperanza segura en la obra fecunda de Dios, “para la salvación de los hombres”. Al confiarse el carisma a la persona como sujeto libre, el destinatario puede potenciarlo y custodiarlo; pero, al mismo tiempo, puede descuidarlo, dañarlo o dejarlo morir.
4. Es una exigencia de responsabilidad y virtud
Aquí tienen una responsabilidad especial aquellos que se ocupan de la tarea de acompañar e instruir, y quienes han de ayudar a discernir las vocaciones. Haber recibido una vocación no significa estar exento de toda tentación. La vida según los consejos evangélicos no es un paseo tranquilo, sino una excursión de montaña (Dom Dysmas de Lassus, prior de la Gran Cartuja).
La tradición espiritual de Oriente y Occidente era muy realista en este punto: quien no lucha contra la ira, la impaciencia, la pereza espiritual o el hedonismo, o incluso se desentiende temeraria y autosuficientemente de los peligros, corre el riesgo de caer (cf. Juan Casiano, Collatio 12). La vida célibe requiere virtudes que la acompañen; ¿por qué se habla tan poco sobre esto?
5. Es un servicio a la comunidad
Al mismo tiempo, “carisma” nunca significa un don espiritual meramente privado, sino, por el contrario, una capacidad especial en beneficio de la comunidad eclesial. Si la Iglesia abandonara su aprecio públicamente proclamado por la vida célibe de los sacerdotes y dejara este estilo de vida a la discreción personal, la vida célibe de un sacerdote diocesano se convertiría básicamente en su asunto privado, que poco tendría que ver con su ministerio eclesiástico.
Y esto cambiaría también el concepto mismo del sacerdocio. Más bien debería dar que pensar el hecho de que, en la historia de la Iglesia, la renovación espiritual ha ido siempre acompañada de un florecimiento de la vida célibe.

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