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Por Carlos Rodríguez López-Brea
Conde de Chinchón (XIV) y marqués de San Martín de la Vega (I). Cadalso de los Vidrios (Madrid), 22.V.1777– Madrid, 19.III.1823. Teólogo, arzobispo de Toledo, cardenal y regente.
Hijo primogénito del matrimonio morganático entre el infante Luis Antonio de Borbón (hijo de Felipe V y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio) y la joven María Teresa Vallabriga y Rozas, procedente de una familia de rancia hidalguía aragonesa. Que Luis María naciera fuera de Madrid se explica porque su padre había sido expulsado de la Corte en razón de una pragmática de Carlos III, que castigaba los matrimonios desiguales con la pena del destierro. Los hijos nacidos de estas uniones, según proclamaba esa pragmática, no gozarían de los privilegios, títulos u honores de sus padres principales, debiendo utilizar en cambio el apellido del progenitor de menor condición social. No pocos contemporáneos vieron en la pragmática, aprobada coincidiendo con la boda del Infante en 1776, un intento de Carlos III de garantizar la pacífica sucesión en su hijo Carlos IV (que había nacido en Nápoles y no en España, exigencia de la Ley Sálica a los futuros Reyes españoles), frente a los hipotéticos derechos dinásticos que algunos pudieran reclamar para su hermano Luis Antonio y de su descendencia.
Lejos de esas polémicas, Luis María de Vallabriga pasó la mayor parte de su infancia en Arenas de San Pedro (Ávila), donde recibiría una educación ilustrada de la mano de maestros de la talla de Estanislao de Lugo o del músico Luigi Boccherini. Tuvo el matrimonio dos hijas más, María Teresa y María Luisa. Cuando falleció el Infante en 1785, quiso el Rey que sus tres sobrinos se educaran en Toledo bajo la tutela del cardenal Lorenzana y lejos de la madre. Luis María en concreto vivió en el palacio arzobispal de esa ciudad, entregado al estudio de toda clase de materias, desde las ciencias naturales a las lenguas extranjeras.
Inclinado, sin embargo, por las cosas de la Iglesia, recibió la primera tonsura con quince años, edad en la que también, por deseo de Lorenzana, le fue conferido el arcedianato de Talavera, una de las principales dignidades del cabildo de la catedral de Toledo.
En 1794 se doctoró en Cánones y Leyes por la Universidad de Toledo, en el curso de una ceremonia especial.
Ese mismo 1794 pudo el joven suceder en el título y la posesión del condado de Chinchón que había gozado su padre, en este caso gracias a una dispensa personal de Carlos IV a la pragmática de 1776.
El nuevo Rey, que no veía en sus primos amenaza alguna a sus derechos dinásticos, se decidió a rehabilitarlos por completo, ordenando que los hermanos Vallabriga pudieran hacer uso en primer término del apellido Borbón y que recibieran la Grandeza de España de primera clase propia de su alta alcurnia.
No menor papel tuvo en esta rehabilitación el todopoderoso Manuel Godoy, que en 1797 se había casado con María Teresa, la mayor de las hermanas de Luis María. Esta circunstancia favoreció también las ambiciones eclesiásticas de Luis María de Borbón, puesto que el favorito pensó que su joven cuñado podría ser el instrumento perfecto del que se sirviera la Monarquía borbónica para intervenir más directamente en los negocios y las rentas de la Iglesia. Al considerarlo pieza clave en sus objetivos regalistas, la Corte española obtuvo de Roma que, en cuestión de dos años, se nombrase al joven Luis María de Borbón primero arzobispo de Sevilla (a la par que se ordenaba sacerdote, en 1799), luego cardenal de la Santa Iglesia Romana con el título de Santa María de la Scala, y ya, por último, a finales de 1800, arzobispo de la gigantesca diócesis de Toledo (que también incluía Madrid), con el privilegio de retener la mitra de Sevilla en calidad de administrador.
Pocas veces habrá habido en la Iglesia una carrera tan meteórica. Fue creado también marqués de San Martín de la Vega.
Semejantes nombramientos, además, deben entenderse como un deseo de Roma por satisfacer los deseos del Rey español en un momento particularmente delicado para la estabilidad de la Santa Sede. Cardenal y arzobispo de Toledo y de Sevilla a un mismo tiempo, eran éstas curiosamente las mismas dignidades y títulos eclesiásticos que había gozado el infante don Luis durante su niñez y adolescencia, aunque a diferencia de su padre, el joven Luis María sí sentía una sincera vocación religiosa y jamás expresó deseos de renunciar a ella.
Instalado en la cúspide de la Iglesia española, una nueva negociación entre Godoy y la Santa Sede convirtió en 1802 a Luis de Borbón en visitador apostólico de todas las órdenes regulares de España. En esta misión, el cardenal debía coordinar la inspección general de todos los conventos de frailes y monjas, con vistas a una futura reforma o extinción de los menos necesarios. Aunque se hicieron algunas visitas y se elevaron informes parciales, la reforma como tal no se llevó adelante, porque la Corte sólo veía en ella un primer paso hacia otro objetivo más ambicioso, la segregación de los religiosos españoles de sus superiores extranjeros. España logró ese objetivo a medias en la bula Inter Graviores (1804), pues si bien el Papa consintió en que las congregaciones españolas tuvieran un vicario propio, éste habría de estar sometido al general de la Orden correspondiente. Tras conseguir del Papa Inter Graviores, el interés del Gobierno por la visita de regulares bajó de forma considerable; el cardenal, sin embargo, continuó su labor inspectora, con algunas actuaciones sobresalientes en la Merced Calzada y en la Orden Franciscana.
Por el camino, las relaciones entre Borbón y su cuñado Godoy se fueron enfriando a medida que se hacían públicas las infidelidades conyugales del favorito.
El cardenal ya había forjado entonces un pensamiento propio (distinto en parte al de Godoy), que venía a ser una compleja suma de catolicismo ilustrado, episcopalismo y rigorismo moral, no incompatible con la aceptación de algunas novedades políticas y científicas ni, en lo personal, con una mal disimulada pasión por el lujo y la etiqueta. Don Luis, pese a su posición, no se implicó directamente en las tradicionales pugnas entre eclesiásticos progresistas y conservadores, aunque se sentía más próximo a los primeros.
Tras la renuncia de Carlos IV al trono en marzo de 1808 y la entrada de tropas francesas en España, el cardenal creyó más prudente desplazarse a Toledo (alejado de la Corte), en compañía de su hermana María Teresa, separada de Godoy. A mediados de abril, fue testigo de un motín popular en la capital de su diócesis, aparentemente contra la presencia de soldados franceses, pero que adoptó ribetes de revuelta social contra las élites urbanas, y que incluso amenazó la seguridad de su persona, que no pocos seguían identificando con la del aborrecido Godoy.
Esta incontenible violencia popular, unida a la aparente voluntariedad de las renuncias de Bayona, explican que en un primer momento Luis de Borbón aceptara a José Bonaparte como nuevo Rey, y que incluso remitiera un oficio a Napoleón ofreciéndole su “amor, fidelidad y respeto”.
Tras la momentánea retirada de los franceses que significó la batalla de Bailén, el cardenal se pasó al bando nacional, atribuyendo a la violencia de las bayonetas su anterior fidelidad a José I. Presidió la Junta Suprema de Toledo que organizó en esa provincia la resistencia al francés, aunque un nuevo avance de las tropas invasoras en diciembre de 1808 le obligó a retirarse a Sevilla, sede de su segunda diócesis. Al ser el único Borbón que vivía en zona nacional, no pocos vieron en él la persona más adecuada para presidir una regencia, o, en su defecto, un cuerpo político provisional que hiciera las veces del Monarca.
En apariencia ajeno a esos movimientos, el cardenal Borbón dedicó sus esfuerzos a resolver los negocios eclesiásticos que estimaba más urgentes. Cuando se supo que Pío VII era rehén de Napoleón, Borbón se enzarzó en un duro enfrentamiento con el nuncio por cuestiones tales como la confirmación canónica de los obispos, la concesión de dispensas matrimoniales o el gobierno de las congregaciones religiosas, cuyas facultades el nuncio se atribuía como representante papal, y que el cardenal, con algún que otro matiz, prefería que ejerciera el cuerpo episcopal español, o, en su defecto, él mismo en calidad de primado y de visitador apostólico de regulares. Estaba en juego quién podría hacer las veces del Papa en ausencia de éste, con el agravante de que los obispos españoles tendrían que optar por una u otra legitimidad. Por lo general, los gobiernos del bando patriótico se inclinaron por las tesis del cardenal Borbón, ya que participaban del muy extendido propósito de impulsar una Iglesia católica más “españolizada”.
Un nuevo avance francés a comienzos de 1810 forzó al cardenal a establecerse en Cádiz. Cuando en septiembre de ese año se abrieron las Cortes, Luis de Borbón se apresuró a jurar lealtad al nuevo cuerpo soberano, apoyando con este gesto desde la Iglesia la legalidad de principios revolucionarios tales como la soberanía nacional o la división de poderes. Es fácil comprender por eso que el cardenal fuera una figura muy bien considerada en las filas del naciente liberalismo español, que vieron en él un eclesiástico abierto a novedades y un posible colaborador en sus proyectos eclesiásticos.
Al recrudecerse la guerra, Borbón pasó varios meses refugiado en el sur de Portugal. Cuando en mayo de 1812 regresó a Cádiz, reconoció la validez de la nueva Constitución española, en la que dijo no encontrar nada contrario a la religión católica, sino muy por el contrario, un firme sostén de la misma, proclamada religión “única y verdadera” del Reino.
También terció el cardenal durante la formidable controversia que acompañó la publicación del decreto de abolición del Santo Oficio por las Cortes; casi a contracorriente, el primado aprobó y puso en práctica la medida, por no ver en la Inquisición un cuerpo necesario para la conservación de la fe católica. En sustitución de ésta, sin embargo, mandó crear unos polémicos tribunales diocesanos, encargados de juzgar las causas de fe “con arreglo a los cánones y a la Constitución”.
Esta relativa sintonía con el grupo liberal disparó su carrera política: fue elegido consejero de Estado al poco de aprobarse la Constitución, y en medio de la polémica que siguió al asunto de la Inquisición, en febrero de 1813 las Cortes de Cádiz echaron mano del prestigio de su apellido para nombrarle presidente de la Regencia, que era el cuerpo que detentaba el poder ejecutivo. En su nueva misión, no le tembló la mano a la hora de firmar medidas represivas contra el clero anticonstitucional, mandando procesar a varios obispos y a no pocos sacerdotes y frailes; decretó incluso la expulsión de España del nuncio Gravina cuando se supo que éste acaudillaba en secreto la oposición de una parte de la Iglesia a varios decretos de las Cortes.
Todo ello lo hizo en coherencia con su manera de pensar, que consideraba un grave delito oponerse en los púlpitos a un Gobierno legítimo y católico. Esta actitud, como era de esperar, enfrentó al primado con el clero más conservador, que le consideraba un hombre sin criterio manejado por los liberales. En realidad, Borbón patrocinaba un proyecto intermedio que trataba de conciliar el liberalismo político con el mantenimiento de los mayores privilegios posibles para el clero.
En calidad de presidente de la Regencia, Borbón fue el encargado de recibir a Fernando VII cuando volvió a España tras la firma del Tratado de Valençay. El encuentro entre los dos parientes se produjo el 16 de abril de 1814 en Puzol, cerca de Valencia. Borbón besó la mano del Rey en señal de respeto, pero sin la teatral humillación que los publicistas de Fernando quisieron dar a este episodio, interesados en ver en él un traspaso de soberanías.
En cualquier caso, el regreso de Fernando a su trono absoluto fue fatal para el cardenal. Desterrado en Toledo por su ambiguo pasado liberal, perdió el favor del Rey y tuvo que renunciar a la mitra de Sevilla y su cargo de visitador apostólico de regulares. Además, la Santa Sede apoyó la actuación del nuncio Gravina en el pasado conflicto de jurisdicción eclesiástica que había distanciado a ambos personajes. El enfado de Fernando hacia su tío segundo no fue, pese a todo, duradero; a finales de 1816, el cardenal fue autorizado a residir en Madrid, y gracias a la mediación de José de Melgarejo, duque de San Fernando -esposo de su hermana menor, María Luisa, desde 1817-, primado y Rey pudieron reconciliarse en 1818.
Esta reconciliación no fue, sin embargo, ningún impedimento para que los liberales volvieran a echar mano del cardenal Borbón cuando volvieron al poder.
El 9 de marzo de 1820 el cardenal fue elegido presidente de la Junta Provisional Consultiva, un cuerpo híbrido ejecutivo y legislativo que se encargó de la dirección política de España hasta la apertura de las Cortes en julio. Tras abandonar este empeño, se incorporó al Consejo de Estado, del que formó parte hasta su muerte en 1823.
Con ser esto importante, más aún lo fue el tenor de una pastoral suya fechada el 15 de marzo de 1820, en la que saludaba la instauración en España de un sistema constitucional, y amenazaba con sanciones a los sacerdotes que “sembraran cizaña”. Este mismo mensaje lo repitió en otras varias pastorales. Dada la disposición de Borbón de acatar las leyes eclesiásticas emanadas del cuerpo soberano, por polémicas que éstas fueran, no es muy difícil colegir que durante el Trienio Liberal las relaciones entre el cardenal y el poder político fueron por lo general correctas.
Más allá incluso del simple acatamiento, Borbón colaboró decisivamente con los gobernantes en la aplicación de la Ley de regulares de octubre de 1820, que suprimía un amplio número de casas religiosas y sometía los conventos resultantes a la jurisdicción de los obispos. En consonancia con otras leyes y decretos, el cardenal exigió a sus sacerdotes que en los templos se explicara la Constitución, y acogió con generosidad a los frailes que pidieron secularizarse, destinándoles a la atención de parroquias pobres. No se opuso tampoco al cese fulminante de los eclesiásticos que el Gobierno juzgaba “desafectos”, y que en su propia diócesis llegarían a ser más de un centenar.
Esta fluida colaboración con el Estado le costó, sin embargo, algunas duras reprimendas de Roma y del nuncio Giustiniani, cuya estrategia estaba orientada a sabotear las leyes eclesiásticas que emanasen de la autoridad civil.
En otros puntos, todo hay que decirlo, sí hubo roces de cierta envergadura entre Borbón y el régimen liberal, por ejemplo por la pretensión del prelado de que todos los libros publicados en España fueran sometidos a una especie de censura episcopal, lo que las Cortes rechazaron por resultar incompatible con la libre imprenta. Tampoco fue del agrado del cardenal el nuevo sistema de financiación del clero que se diseñó a partir del medio diezmo, y que, mal planteado y peor ejecutado, menguó de forma considerable los ingresos económicos de la Iglesia.
Aunque estas medidas pudieran desagradarle, no se opuso abiertamente a ellas. En cambio, sí hizo saber al Gobierno que no estaba dispuesto a transigir con el proyecto de “arreglo del clero” presentado por un grupo de diputados de las Cortes, y que reducía al mínimo los lazos de comunión entre la Iglesia española y la Santa Sede. El “arreglo” no salió finalmente adelante por los muchos recelos que levantó, incluso en el sector de la Iglesia más proclive a colaborar con los gobernantes; en todo caso, la actitud de Borbón en ese asunto era sintomática del clima de radicalización política que se vivió en España entre 1822 y 1823.
A comienzos de 1823, la salud de don Luis, que siempre había sido muy delicada, empeoró de forma notable. Desde muy joven arrastraba una penosa gota, que en los últimos tiempos no había hecho sino agravarse, y que acabó con su vida el 19 de marzo de 1823, con tan sólo cuarenta y cinco años. Esta muerte le libró sin duda de la formidable represión que se desató en 1823 contra los liberales. Fue distinguido durante su vida con la Orden del Toisón de Oro, con la Gran Cruz de Carlos III, con la Orden americana de Isabel la Católica y con las órdenes italianas de San Genaro y San Fernando de Nápoles. Está enterrado en la sacristía de la catedral de Toledo.
Obras:
“Pastoral del Cardenal Arzobispo a su clero”, en M. de Santander, Retiro espiritual para los sacerdotes o El sacerdote preparado para el juicio de Dios en diez días de ejercicios espirituales, t. 1, Madrid, Imprenta de la Administración del Real Arbitrio de Beneficencia, 1802, págs. XI-XVII;
Carta Pastoral del Emmo. Sr. Arzobispo de Toledo, de 30 de septiembre de 1808, Toledo, Imprenta de Tomás Anguiano, 1808;
Exhortación pastoral del Emmo. Sr. Arzobispo de Toledo, de 27 de octubre de 1808, Toledo, Imprenta de Tomás Anguiano, 1808;
Exhortación Pastoral del cardenal de Borbón, Arzobispo de Toledo y administrador de Sevilla, a todos los fieles de los dos Arzobispados, de 13 de enero de 1813, Cádiz, Imprenta Tormentaria, 1813;
Exhortación pastoral del Eminentísimo Sr. Arzobispo de Toledo, de 23 de enero de 1815, Madrid, Imprenta de Ibarra, 1815; Pastoral de Illmo. Sr. Don ~ al clero y fieles de su Diócesis, de 15 de marzo de 1820, Madrid, Imprenta de la Compañía, 1820;
Pastoral del Emmo. y Excmo. Sr. Don ~ a sus diocesanos, de 29 de abril de 1820, Madrid, Imprenta de la Compañía, 1820;
Pastoral de ~ dirigida al Consejo de la Gobernación, Vicarios Generales, Jueces y Fiscales Eclesiásticos, Curas Párrocos, Ecónomos y Tenientes de mis feligresías, Sacerdotes y diocesanos, de 6 de mayo de 1821, Madrid, Imprenta de la Compañía, 1821.
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