Compartir el pan

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Evangelio según San Juan 6,1-15:
En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos.
Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?» Lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.»
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?»
Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo.»
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie.»
Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido.
La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.»
Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.

Palabras de despedida del Padre Carlos Cardó SJ, en las exequias del Padre Manuel Díaz Mateos SJ:

Convocados por la muerte de Manolo Díaz Mateos sentimos cuánto lo hemos querido y lo seguiremos queriendo y cuánto nos ha ayudado su persona, su pensamiento, su servicio a la Iglesia y a nuestro país.
Sabemos por la fe que la muerte no rompe ni destruye definitivamente las relaciones que constituyen nuestra vida. Ella nos permite más bien poder relacionarnos unos con otros y con Dios de manera perdurable, sin fin. Por eso seguiremos llamando por su nombre al hermano que se nos ha ido y le seguiremos diciendo Manolo, Manolito, ya que, por lo demás, ¿cómo podríamos llamarlo de otro modo a él que no era sino un hombre al que sólo se le puede amar como hermano y querer como amigo entrañable? Ayer, justamente, una persona me escribía dándome el pésame: “Era buenísimo, muchísima gente lo amaba. Se hacía querer, era como un “pan” que la gente encontraba para alimentarse. Se dio a los demás, sin medida”.
Por eso damos gracias a Dios, por su vida y porque le está haciendo gozar ya de su luminosa presencia –La Belleza de nuestro Dios– que buscó en todas las cosas y que nos enseñó a contemplar ya casi al final de su vida -¡maestro hasta el fin!- como su postrera lección, su testamento espiritual, que nos llegó al alma.
Vida intensa, cargada de búsqueda y de estudio, pero también de acogida, encuentros y compartires, de actividad intelectual fecunda, fruto de su meditación y del cuidado que tenía de su propia interioridad. Admiraba la belleza de la creación, cuidaba las plantas, amaba las flores, pero vivía cargado del dolor de los débiles y por eso su palabra y sus escritos, aunque nunca dejaban de hacernos sentir lo bello de la gracia y la belleza de lo humano, nos conmovían con su vivencia testimonial y provocadora del Dios de Jesucristo, “que escucha el grito de las víctimas y se pone radicalmente al lado de ellas, no porque sean buenas o malas, sino porque son débiles y porque él es Dios de gracia, de gratuidad y de ternura” (El grito de los pobres atraviesa las nubes, Eclo 35,9).
Su amor y respeto a toda persona estaba a la base de su afabilidad y bondad. Nadie podía sentirse excluido, su sencillez hacía surgir pronto la empatía, que facilitaba el diálogo y la confidencia. Nadie que hablara con Manolo podía salir después turbado, angustiado o desanimado; todos eran comprendidos, acogidos, alentados. Fue siempre capaz de descubrir “la belleza de esa imagen (de Dios) que es el ser humano”, y por eso supo mantener su actitud de acogida del otro y su búsqueda de lo positivo en él, para alentarlo, su escucha del otro para comprenderlo y respetarlo.
La sacralidad de la persona era un tema recurrente en sus libros y en su conversación y enseñanza. Llevaba grabada en su memoria la frase de Séneca: Res sacra homo y recalcaba que el filósofo pagano la empleó “para censurar y proscribir el uso del ser humano para espectáculos públicos, al enfrentarlo con las fieras o contra otro ser humano en la lucha de gladiadores. Es decir, se afirma la sacralidad de todo ser humano para condenar la brutalidad de la violencia contra la persona humana, la degradación o los abusos contra su dignidad” (Tan humano, solo Dios).
¡Recuperar al ser humano!, parece haber sido el lema de Manolo. Recuperarlo, porque en su servicio nos realizamos y humanizamos, porque es imagen de Dios y en él Dios quiere ser amado y servido, y porque ayudar a vivir, sanar y liberar es lo que corresponde a lo más central y nuclear de la revelación bíblica: la revelación del corazón de Dios, que está puesto en su criatura. Con los sentimientos de su corazón Dios crea al ser humano, lo ama por sí mismo, lo busca, le habla y sólo quiere liberarlo y llevarlo a su misma plenitud de vida. Este amor apasionado de Dios por nosotros es lo que Manuel nos quiso hacer sentir; por eso sus libros tiene títulos tan humanos y humanizadores como: Dios tiene un corazón, El Dios que libera, La Solidaridad de Dios, La Justicia que brota de la Fe, Imágenes de Dios y dignidad humana, Tan humano, sólo Dios.
Repetía muchas veces con dolor: “…a los hombres de hoy se les ha hecho difícil el creer en Dios tal vez por la responsabilidad de los creyentes, ya que no hemos revelado a un Dios que convenza. Y ahí está para probarlo la historia de inhumanidad que hemos vivido, porque las injusticias y el sufrimiento de los inocentes, frente a los que hemos pasado con indiferencia, hacen poco creíble nuestro lenguaje sobre Dios, sobre todo del Dios que se hizo hombre para salvar a la humanidad”. Y añadía: “Por eso hemos podido preguntarnos si es posible hablar de Dios después de Auschwitz o después de Ayacucho”.
Lo humano de Dios se muestra de manera impactante en su búsqueda y defensa del pobre y del excluido. Por eso, Manuel consideraba la opción por los pobres como la consecuencia de una triple fidelidad al Dios de nuestra fe, a la Iglesia que no se cansa de recordarla, y a la realidad misma en que vivimos, de escandalosa pobreza. Sentía verdadero desconcierto al observar cómo, a pesar de los impactos que producían los acontecimientos nacionales y mundiales de fines del siglo XX y comienzos del XXI, la opción preferencial por los pobres se iba diluyendo en ciertos ambientes eclesiásticos, en los que se alude a ciertas posturas radicales de izquierda, venidas abajo con el ocaso de las ideologías, o se arguye frívolamente que ya se ha hablado demasiado de los pobres y que la Iglesia tiene otras opciones igualmente válidas. Lo mismo está pasando con la palabra del Papa Francisco: “Mucha misericordia, mucha misericordia, dicen, hay que hablar también de conversión y arrepentimiento”.
Para Manuel estaba claro que “el fenómeno de la pobreza no es sólo económico, político o estructural, sino sobre todo humano, afectivo y religioso”. Y por eso es que, aunque crezcan los niveles económicos con el incremento de los porcentajes de la producción, seguirá la exclusión y la marginalidad, aparecerán nuevos rostros de pobreza, porque el término pobre “no se asocia ya únicamente a la falta de dinero, sino a todo tipo de discriminación y exclusión, a todo desprecio por el apellido, el color de la piel, el género o el sexo, e incluso la religión”. Pobres son los puestos de lado por la cultura del descarte, de la que habla hoy –con nueva sensibilidad– el Papa Francisco.
De todo esto sacaba Manolo la motivación profunda de su lucha y quehacer diario para que la Iglesia no se aleje –pues sería su muerte– del camino seguido por Jesucristo, quien apartándose de la vía de la ley y de lo sagrado del templo y del sábado, abrió a la humanidad otro acceso a Dios, el camino de la relación con el prójimo, la relación ética vivida como servicio a los demás, y llevada hasta la entrega de uno mismo.
La Iglesia y los creyentes no pueden renunciar a este camino sin traicionarse a sí mismo. Se juega en ello la verdad de la fe en el Dios que escucha el clamor de su pueblo: porque es un Dios justo que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; mientras le corren las lágrimas por las mejillas y el gemido se añade a las lágrimas, sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes; la reclamación del pobre atraviesa las nubes y hasta alcanza a Dios no descansa; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia (Eclo 35, 15-21).
Muchas cosas quisiéramos decirte, Manolo, que no te dijimos. Poco a poco te fuiste alejando de nosotros, recorriendo en la soledad y silencio de tu enfermedad el último tramo que te quedaba para alcanzar tu máxima realización humana sumergiéndote en el abismo de la belleza infinita de Dios. Por eso sólo quiero decirte que nos quedan en el corazón tus grandes amores: amor a las cosas bellas de la vida en las que contemplaste a su Creador, amor apasionado a esa imagen sagrada de Dios que es el ser humano, amor a los pobres a quienes Dios ama con cuidado, protección y ternura, y amor a la Iglesia por la que trabajaste hasta el agotamiento para que sea tan humana como Jesús.

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