Por Alfredo Gildemeister- Lucidez.pe
Relata Santa Catalina Emmerich en el libro “La amarga pasión de Cristo”, libro en el que se inspirara Mel Gibson para su célebre y controversial película “La pasión de Cristo”, lo siguiente: “Jesús, cubierto con la capa colorada, con la corona de espinas sobre la cabeza y el cetro de caña entre las manos atadas, fue conducido de nuevo al palacio de Pilatos. Resultaba irreconocible a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la barba. Su cuerpo era pura llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando Nuestro Señor llegó ante Pilatos, este hombre débil y cruel se echó a temblar de horror y compasión, mientras el populacho y los sacerdotes, en cambio, seguían insultándole y burlándose de Él. Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó a la terraza y sonó la trompeta anunciando que el gobernador quería hablar. Se dirigió al Sumo Sacerdote, a los miembros del Consejo y a todos los presentes y les dijo: ‘Os lo mostraré de nuevo y os vuelvo a decir que no hallo en él ningún crimen’.
Jesús fue conducido junto a Pilatos, para que todo el mundo pudiera ver con sus crueles ojos, el estado en que Jesús se encontraba. Era un espectáculo terrible y lastimoso y una exclamación de horror recorrió la multitud, seguida de un profundo silencio cuando Él levantó su herida cabeza coronada de espinas y paseó su exhausta mirada sobre la excitada muchedumbre. Señalándolo con el dedo, Pilatos exclamó: ‘Ecce homo’ (‘He aquí el Hombre’)”. Santa Catalina Emmerich narra este episodio en base a lo que Dios le mostraba por medio de visiones. Estas visiones de toda la pasión fueron recogidas por el poeta alemán Clemente Bretano, quien permaneció al pie de la cama de la santa transcribiendo todas las visiones que la santa le relataba. Finalmente, la obra fue publicada en 1833, obra que transcribe todas las visiones de Emmerich desde la última cena de Jesucristo hasta su resurrección.
El evangelista San Juan narra también este hecho, cuando un Pilatos acobardado, muestra a la multitud a un Jesús destrozado físicamente luego de la flagelación y la coronación de espinas, diciendo: “Aquí tenéis al hombre”. ¿Pero qué dicen los historiadores y los científicos al respecto? ¿Realmente fue Cristo destrozado físicamente tal como narran los evangelios y Santa Catalina Emmerich? De acuerdo con los estudios científicos realizados sobre el famoso sudario de Turín, esto es, el sudario con el que José de Arimatea, Juan y las santas mujeres envolvieran el cuerpo de Cristo luego de ser descendido de la cruz, y la imagen allí impresa de la cual cada vez existen más pruebas científicas que apuntan que podría ser la imagen de Jesús, los médicos calculan que Jesús debió de ser un hombre alto y fuerte, de una altura aproximada de 1,80. El rostro mostrado por el santo sudario es el de un hombre de raza judía: nariz larga y fina, ojos grandes y hundidos, cabellos abundantes y lacios, peinados con raya en medio y melena larga, bigote y barba partida ligeramente en dos, labios finos, aunque no con exceso. Algo que sorprende del sudario es la grandeza, la serenidad y la majestuosidad del cadáver, pese a observarse que fue martirizado.
Como bien señala en su libro “El sudario de Cristo”, Manuela Corsini de Ordeig: “Todo su cuerpo está cubierto de heridas y golpes, llagas y equimosis y como ‘arado’ por instrumentos hirientes. Las señales de los azotes están repartidas por todo el cuerpo, en forma de diminutos abanicos formados por pequeños hematomas de tres en tres o de dos en dos. Hasta por el vientre y los muslos se encuentran estas señales, demostrando la fuerza del castigo y el enroscamiento de los látigos; únicamente faltan en los antebrazos, que debieron permanecer en alto, atados o tensos y apartados de las zonas flageladas. Se pueden contar 97 golpes de látigo (61 en la espalda y parte dorsal del cuerpo y 36 por el delantero). A estos 97 golpes corresponden seis heridas por cada uno, ya que el “flagrum” o el “flagellum” con que fue azotado constaba de tres, o de dos correas o cuerdas en cuyas puntas había dos bolitas de plomo u otras veces una taba de cordero; las correas eran largas y reunidas en una sola empuñadura. Por el estudio de la dirección de las llagas se ha concluido que fue azotado por dos verdugos de diferente estatura, situados uno a la izquierda y otro a la derecha, castigando cada uno la parte del cuerpo contraria al lado en que se hallaba”. De acuerdo con los historiadores, éste era el estilo romano de flagelación y no el judío. La forma judía constaba de 40 latigazos menos uno. La ley penal romana no fijaba el número de azotes y lo dejaba al arbitrio de los verdugos o a su cansancio. De la pena de flagelación muchos reos no salían vivos y morían allí mismo por los golpes que repercutían en los órganos internos y en la columna vertebral. Las heridas en toda la cabeza demuestran que la corona de espinas fue trenzada por los soldados romanos no en forma de aro sino de casquete puesto que las huellas de sangre más abundantes están precisamente en lo más alto de la cabeza, por lo que debió de ser un aro de juncos en el que se trenzaba todo un entramado de ramas espinosas que formaba un casco.
Para que se tenga una lejana idea de lo que fue pasión, científicamente e históricamente fundamentada, en esas condiciones físicas comenzó Cristo el recorrido hacia el Gólgota o Calvario. A ello hay que agregarle que, como todos los condenados a la muerte de cruz en aquella época, no llevó la cruz completa, sino solamente el palo transversal o “patibulum”, razón por la cual, la espalda y los hombros se encuentran materialmente destrozados, primero por la flagelación y luego por el efecto del roce con un cuerpo áspero y pesado que gravitó sobre ellos, como es el pesado madero transversal de la cruz. Cuenta santa Catalina que mientras Jesús sufría estos insultos, laceraciones, golpes, escupitajos y mil formas más de dolor, Él rezaba por nosotros y perdonaba a sus verdugos.
Que estos simples apuntes nos ayuden en esta semana santa, a meditar lo que Cristo sufrió por nosotros en su pasión, sufriendo cada latigazo, golpe y dolor por cada uno de nosotros. Acompañémoslo en su pasión, así como Juan y las santas mujeres acompañaron a María hasta el Calvario.
Amaterasu (cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia)
Por Ricardo Vásquez Kunze– Político.pe
En la mitología japonesa Amaterasu es la diosa del sol o de la luz, la número uno del panteón de los inmortales. De ella desciende, según la leyenda, la dinastía imperial del Sol Naciente que lleva ininterrumpidamente en el trono del Crisantemo más de 2000 años.
Pese a ser la diosa más poderosa Amaterasu tuvo que pasar por momentos muy difíciles, y su poder se eclipsó brevemente por las maniobras de su hermano Susanoo. Él sumió al mundo en las tinieblas, según cuenta la leyenda nipona, luego de haber sido la luz en los ojos de su hermana. Se rebeló contra ella con éxito, al parecer envidioso con la repartición del cielo, la noche y los océanos que hiciera su padre.
La actitud ofensiva de Susanoo llegó al colmo de arrojar excrementos al palacio de su hermana mientras, embriagado de poder, cegaba los campos de arroz y esparcía las plagas por el mundo. La reacción de Amaterasu fue encerrarse en una cueva y despreciar olímpicamente, si cabe el término, al mundo del que su hermano se había apoderado. Con su autoexilio la luz dejó de brillar sobre la faz de la tierra, y muy pronto las cosechas se marchitaron y los hombres y los dioses empezaron a extrañar el reinado de Amaterasu y a odiar el de Susanoo.
Ante las súplicas, Amaterasu permaneció impasible hasta que un día recibió en la entrada de su cueva un obsequio que atrajo su atención: un espejo. El brillo de su propio reflejo fue tal que la diosa quedó hipnotizada frente a su cueva y, al salir, fue rodeada de dioses y hombres que le rogaron acabar con la oscuridad de la tiranía y corrupción que el gobierno de Susanoo había traído.
Frente a esa solicitud, Amaterasu accedió y encerró a su hermano en la cueva. Entonces reinó nuevamente la paz y brilló la luz en la tierra y el equilibrio se reinstauró con el triunfo de Amaterasu.