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Por Gonzalo Portocarrero– Diario El Comercio
En diciembre, especialmente, en la segunda quincena, se pone en marcha una dinámica muy especial. La vida ordinaria se desconfigura por la intrusión de mandatos que irrumpen sobre lo cotidiano con fuerza incontenible. Llega la temporada festiva en que se celebra el nacimiento de Jesús y, luego, el fin de un año y el comienzo de otro.
Bajo el mandato de la esperanza, se renuevan los vínculos afectivos. La Navidad actualiza la presencia de Jesús, el máximo héroe cultural de Occidente, pues fue quien postuló que el amor es el gran antídoto contra la negatividad de la envidia y del odio, de la tristeza y de la crueldad. Mientras tanto, con el Año Nuevo se nos invita a desprendernos del lastre del pasado y a renovar nuestras ilusiones, pues se abre un tiempo nuevo marcado por el signo de la posibilidad.
Entramos ahora en un período de legítimo disfrute, y somos convocados a vigorizar nuestros deseos. Lo útil y lo productivo son puestos entre paréntesis: las metas de la vida ordinaria pierden su imperio en beneficio de una actitud que busca la complacencia y la alegría, pues ahora se trata de celebrar y agradecer a la vida.
La raíz de este talante festivo, de atenuación de la autoexigencia y de reconciliación con el mundo, lo encontramos en la tradición bíblica. El propio Dios, después de engendrar la creación, y constatar que era “muy bueno cuanto había hecho”, decide descansar “el sétimo día de cuanto hiciera y bendijo al día sétimo y lo santificó porque en él descansó Dios de cuanto había creado y hecho” (Génesis, 2, 1-3).
Dios nos da el ejemplo. No está dominado por una lógica obsesiva de producir cosas útiles. No es un adicto al trabajo. Se siente complacido y orgulloso de manera que reserva el sétimo día para el descanso.
Entonces, los seres humanos, siguiendo la inspiración de Dios mismo, somos llamados a consagrar un día al descanso, a valorar los frutos de nuestro esmero, a realizar actividades que no tienen un fin económico y productivo. Es el momento de la fiesta y del cultivo del amor. Pero este día a la semana se complementa con las dos semanas en que cada año la sociedad nos invita a agradecer con alegría la realidad de estar vivos, de tener a quien amar y, también, la capacidad de soñar, de abandonarnos a las ilusiones que mejoren nuestro futuro.
Desde que la humanidad dejó la vida nómade y se asentó gracias a la agricultura, la fiesta es una institución vigente en todas las sociedades. Expresión de una antiquísima sabiduría que rinde culto a la vida orientándola hacia la complacencia por lo hecho, a la ilusión por el futuro y al fortalecimiento de los vínculos de amor y cariño que fundan la comunidad con nuestros semejantes, pues resulta que no estamos solos, que compartimos nuestras vidas, que jugamos, conversamos, comemos y tomamos juntos. Y hacemos cosas raras, excesivas. Tenemos la licencia para comer y tomar más de la cuenta, pues en ese escaparse de la cuenta es que nos reintegramos con las personas que apreciamos.
El espíritu de la fiesta lo ponen sobre todo los niños. Su alegría sin razón, su cariño sin complicaciones, su inmersión en el presente del aquí y el ahora, todas estas actitudes representan una lección, y un espectáculo edificante, para los adultos. Y para los mismos niños es una experiencia decisiva, pues solo sobre ella podrá cimentarse una vida dichosa, capaz de enfrentar el sufrimiento y la tristeza que inevitablemente nos aguardan.
Pero en el mundo de hoy el espíritu de la fiesta está enfermo, muy debilitado por el avance del capitalismo salvaje y su afán de productivizar la fiesta. Entonces, en vez de ser un tiempo de goce y alegría, la fiesta es entendida como oportunidad para elevar las ganancias gracias al fomento de un consumo insensato al que la publicidad postula, sin embargo, como sinónimo de la felicidad. Entonces, muchos detestan las fiestas, pues las sienten como tiempo perdido, recursos desperdiciados. En vez de la utopía concreta de la fiesta preferirían la continuidad productivista del trabajo. Entonces, se sienten más solos y tristes, incapaces de sumarse a la incontenible deserción de la lógica productivista que es la fiesta.
En diciembre, especialmente, en la segunda quincena, se pone en marcha una dinámica muy especial. La vida ordinaria se desconfigura por la intrusión de mandatos que irrumpen sobre lo cotidiano con fuerza incontenible. Llega la temporada festiva en que se celebra el nacimiento de Jesús y, luego, el fin de un año y el comienzo de otro.
Bajo el mandato de la esperanza, se renuevan los vínculos afectivos. La Navidad actualiza la presencia de Jesús, el máximo héroe cultural de Occidente, pues fue quien postuló que el amor es el gran antídoto contra la negatividad de la envidia y del odio, de la tristeza y de la crueldad. Mientras tanto, con el Año Nuevo se nos invita a desprendernos del lastre del pasado y a renovar nuestras ilusiones, pues se abre un tiempo nuevo marcado por el signo de la posibilidad.
Entramos ahora en un período de legítimo disfrute, y somos convocados a vigorizar nuestros deseos. Lo útil y lo productivo son puestos entre paréntesis: las metas de la vida ordinaria pierden su imperio en beneficio de una actitud que busca la complacencia y la alegría, pues ahora se trata de celebrar y agradecer a la vida.
La raíz de este talante festivo, de atenuación de la autoexigencia y de reconciliación con el mundo, lo encontramos en la tradición bíblica. El propio Dios, después de engendrar la creación, y constatar que era “muy bueno cuanto había hecho”, decide descansar “el sétimo día de cuanto hiciera y bendijo al día sétimo y lo santificó porque en él descansó Dios de cuanto había creado y hecho” (Génesis, 2, 1-3).
Dios nos da el ejemplo. No está dominado por una lógica obsesiva de producir cosas útiles. No es un adicto al trabajo. Se siente complacido y orgulloso de manera que reserva el sétimo día para el descanso.
Entonces, los seres humanos, siguiendo la inspiración de Dios mismo, somos llamados a consagrar un día al descanso, a valorar los frutos de nuestro esmero, a realizar actividades que no tienen un fin económico y productivo. Es el momento de la fiesta y del cultivo del amor. Pero este día a la semana se complementa con las dos semanas en que cada año la sociedad nos invita a agradecer con alegría la realidad de estar vivos, de tener a quien amar y, también, la capacidad de soñar, de abandonarnos a las ilusiones que mejoren nuestro futuro.
Desde que la humanidad dejó la vida nómade y se asentó gracias a la agricultura, la fiesta es una institución vigente en todas las sociedades. Expresión de una antiquísima sabiduría que rinde culto a la vida orientándola hacia la complacencia por lo hecho, a la ilusión por el futuro y al fortalecimiento de los vínculos de amor y cariño que fundan la comunidad con nuestros semejantes, pues resulta que no estamos solos, que compartimos nuestras vidas, que jugamos, conversamos, comemos y tomamos juntos. Y hacemos cosas raras, excesivas. Tenemos la licencia para comer y tomar más de la cuenta, pues en ese escaparse de la cuenta es que nos reintegramos con las personas que apreciamos.
El espíritu de la fiesta lo ponen sobre todo los niños. Su alegría sin razón, su cariño sin complicaciones, su inmersión en el presente del aquí y el ahora, todas estas actitudes representan una lección, y un espectáculo edificante, para los adultos. Y para los mismos niños es una experiencia decisiva, pues solo sobre ella podrá cimentarse una vida dichosa, capaz de enfrentar el sufrimiento y la tristeza que inevitablemente nos aguardan.
Pero en el mundo de hoy el espíritu de la fiesta está enfermo, muy debilitado por el avance del capitalismo salvaje y su afán de productivizar la fiesta. Entonces, en vez de ser un tiempo de goce y alegría, la fiesta es entendida como oportunidad para elevar las ganancias gracias al fomento de un consumo insensato al que la publicidad postula, sin embargo, como sinónimo de la felicidad. Entonces, muchos detestan las fiestas, pues las sienten como tiempo perdido, recursos desperdiciados. En vez de la utopía concreta de la fiesta preferirían la continuidad productivista del trabajo. Entonces, se sienten más solos y tristes, incapaces de sumarse a la incontenible deserción de la lógica productivista que es la fiesta.