Fouad Twal, Patriarca de Jerusalén

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Por Marie-Armelle Beaulieu- www.es.lpj.org
Monseñor Fouad Twal fue entronizado nuevo Patriarca latino de Jerusalén. Formado en la diplomacia vaticana de Roma; llamado, después, a retomar la vida pastoral como arzobispo de Túnez, el Patriarca de Jerusalén quiere poner el acento sobre los fundamentos espirituales de la vida cristiana y, de manera especial, sobre la alegría de vivir en Cristo. Monseñor Twal está convencido de que, ante todo, será la calidad de la vida evangélica la que haga avanzar a la Iglesia de Tierra Santa, evitando quedar inmovilizada bajo el peso de la cruz que le toca soportar.
¿Quién es usted, Monseñor Twal?
Soy el sexto de nueve hermanos de la familia Twal de Jordania. Estudié en el seminario de Beit Jala; más tarde, trabajé cinco años en el Patriarcado como vicario antes de ser enviado a Roma para estudiar Derecho canónico y Derecho internacional en la Universidad Pontifica Lateranense.
La Secretaría de Estado se fijó en mí y pensó que podría realizar un servicio. Pidió al Patriarca Beltritti si estaría dispuesto a desprenderse del joven sacerdote que yo era, para pasar a formar parte de la Pontificia Academia eclesiástica. Me especialicé en ella durante dos años. Era el único árabe de la Academia y todos me miraban de manera un poco “especial”. Un día me preguntaron: “¿Cómo es que ha llegado usted aquí?”. Con humor respondía: “Tal vez pensaron que poseo un pozo petrolero…”
¿A dónde le llevó a usted esta carrera diplomática al servicio de la Santa Sede?
Comencé en Honduras, América Central, como Adjunto. No sabía ni una palabra de español. Y éste era, precisamente, uno de los motivos por el que fui destinado allí: aprender el idioma. Allí pasé seis años. Aunque difícil a veces, fue una bella experiencia. Estaba a mi cargo la nunciatura de Honduras. Al mismo tiempo, Monseñor Pietro Sambi era Adjunto en Nicaragua.
Compaginaba mi trabajo en la nunciatura de Honduras con el trabajo de colaboración en la parroquia más pobre del país, pero realmente bella. Recuerdo mi primera Misa en español: un poco catastrófica en cuanto a la lengua. Al terminarla, viene una señora mayor a verme y me pregunta: “¿Es usted turco?” “No, no, soy árabe”. Efectivamente en América Central, a todos los árabes originarios del Medio Oriente, se les llamaba “los turcos” puesto que habían llegado con documentos otomanos. Acompañé, también, a la comunidad árabe de origen palestino celebrando los Bautismos, Matrimonios, Funerales… A pesar del cargo diplomático, jamás me separé de la vida pastoral. Disfruto relacionándome con la gente.
¿Después de Honduras…?
Fue la vuelta al Vaticano, a la Secretaría de Estado, de 1982 a 1985, en la que se me confiaron los asuntos de 19 países africanos francófonos. La Secretaría de Estado fue para mí una hermosa experiencia de la universalidad de la Iglesia. Allí confluían problemas de todo el mundo. La Santa Sede intentaba dar respuesta y aportar soluciones. Durante estos tres años pude experimentar el saber hacer de la Santa Sede y su paciencia. Nada es urgente. Nada. Los documentos pueden llevar el sello “Urgente” pero todos son estudiados con calma y en profundidad. He podido conocer a muchas personas de todo el mundo, por supuesto, de África y, también de los países árabes. He tenido encuentros con presidentes extranjeros. Supuso para mí una experiencia viva de la dimensión mundial y universal de la Iglesia. De ahí recibí el nombramiento para El Cairo. El Vaticano veía a El Cairo como la capital capaz de unificar el mundo árabe, el continente africano y Europa. Pero, situados en 1985, debido a la visita de Sadat a Israel (en 1977), casi todos los países árabes boicotean, todavía hoy, más o menos a Egipto. Esta situación política no permitió a la nunciatura de El Cairo desempeñar el papel que de ella esperaba la Santa Sede de cara a los países árabes.
¿Regresa usted, así, al mundo árabe?
No, porque, a continuación, fui nombrado para Alemania, en 1980. En este país descubrí una Iglesia fuerte, verdaderamente fuerte, rica y consciente de sus propios valores; al mismo tiempo, una Iglesia muy generosa. Pude ejercitar mis conocimientos del idioma alemán colaborando en la vida pastoral de una pequeña parroquia próxima a la nunciatura. Después de dos años y medio, en 1990, nuevo viaje a América Latina, esta vez con destino a Perú. En Lima había miles y miles de árabes, palestinos de Beit Jala, de Beit Sahour, de Belén. Me sentía feliz como párroco de ellos. Me encantó poder trabajar pastoralmente con ellos; estar junto a ellos tanto en la iglesia como en el “Centro Palestino” en el que se desarrollaban toda clase de actividades deportivas, culturales, etc. He mantenido contacto con muchos de ellos y, cuando vienen a Palestina a visitar a sus familias, pasan a saludarme. El obispo de Lima me decía: “¿Qué va a ser de esta comunidad cuando usted se vaya?” Yo era ya consejero de la nunciatura.
A usted le esperaba un nombramiento de nuncio?
Efectivamente; esa debía ser la siguiente etapa. Pero en 1992 llega esta noticia de Roma: el Santo Padre me nombra obispo de Túnez. Me nombró pero, al mismo tiempo, me pidió mi parecer. Yo no lo entendía. Estaba a punto de ser nombrado nuncio. Mi nombre sonaba para la nunciatura de Kuwait, que debía separarse de la nunciatura de Irak, tras la Guerra del Golfo. No entendía por qué, después de todos esos años en el servicio diplomático, se me hacía retornar al servicio pastoral, pero me dije a mí mismo que mi deber era el de aceptar, no el de entender, y dije que sí. Más tarde entendí el proyecto de la Santa Sede: pastoral y político. Pastoral: había en Túnez una sede vacante desde hacía dos o tres años y una diócesis necesita tener un obispo; político: porque la Santa Sede quería un obispo árabe en una sede en la que se habían sucedido tantos obispos franceses. Además, la Prelatura de Túnez formaba parte de la Iglesia francesa de ultramar, aun habiendo el país conseguido su independencia en 1956. La Santa Sede deseaba nombrar un obispo árabe, que hablase árabe y fuera de la misma tradición cultural. Me habían hablado de una misión de tres o cuatro años y fueron trece. Hice venir a ocho comunidades religiosas que aportaron sangre nueva. Trabajamos mucho en la restauración de la catedral, de todas las iglesias, conventos y casas. Antes de mi salida, el gobierno restituyó, para poder utilizarla al servicio de los fieles, la iglesia de Djerba, de la que se había apoderado durante la guerra de la independencia.
Monseñor, es sabido que el régimen político tunecino no siempre resulta fácil. Durante su episcopado, ¿se hizo presente? ¿Fue significativo?
Fue una presencia fuerte. Pero hay que saber tratar a los regímenes árabes. En el mundo árabe mantenemos relaciones de cercanía y, finalmente, llegué a estar bien visto. Hasta el punto de que media hora antes de dejar Túnez, me telefonearon para decirme: “El presidente Ben Ali quiere verle antes de su salida”. Tuve que cambiar de vuelo para poder verme con él. En Túnez pude darme cuenta de la oposición al terrorismo que existe en los países árabes. Cada seis meses, los Ministros de Interior de los países miembros de la Liga Árabe se reunían en Túnez para coordinar su trabajo y luchar contra el fanatismo. Este trabajo en cuanto a seguridad es, sobre todo, lo que ha permitido a Túnez desarrollar, como lo ha hecho, el turismo. Guardo un buen recuerdo de Túnez y de las autoridades tunecinas.
¿Se encontró usted en Túnez con una comunidad cristiana palestina?
No, ni palestina, ni árabe. Todos nuestros fieles eran extranjeros. Algunos, por motivos de negocios, procedían de Oriente Medio. Pero no podemos hablar de una comunidad cristiana árabe local.
En 2005 llega la noticia de su nombramiento como obispo coadjutor de Jerusalén.
Sí. Ante esta noticia, la única pregunta que se me ocurrió fue: “¿Por qué tan pronto?”. La misión de Monseñor Sabbah debía durar aún dos años y medio. Son mucho tiempo. Pero han sido útiles. Me han servido para un mejor conocimiento de la Iglesia local, de la situación. Se descubren los aspectos fuertes y los puntos débiles, se prepara espiritualmente y pastoralmente en encuentros con sacerdotes, obispos, parroquias…
Usted ha estado mucho tiempo fuera del país y dice que estos dos años y medio han sido útiles para evaluar la situación. ¿Qué ha descubierto usted en la Diócesis de nuevo desde el punto de vista religioso y político?
Desde el punto de vista religioso me ha alegrado descubrir la cantidad de comunidades religiosas: una treintena de religiosos y más de setenta de religiosas. Doce comunidades contemplativas; es algo admirable, suponen una fuerza espiritual en la que me apoyo y me apoyaré fuertemente. Desde el punto de vista pastoral y espiritual suponen una gran riqueza.
Me ha alegrado, también, constatar que los sacerdotes del patriarcado y los franciscanos con cargos parroquiales hacen conjuntamente su retiro mensual. Es algo nuevo. Como se lo he comentado al Custodio, es hermoso que todos los párrocos, comprometidos en la misma pastoral, se unan de esta manera. Así mismo, los sacerdotes del Patriarcado tienen cada año un retiro con los sacerdotes melquitas y maronitas. Es un hermoso testimonio de unidad, en la diversidad de cultos, de la Iglesia.
En cuanto a la situación política, el muro de separación que he visto construir me ha llamado la atención. En mis primeros años de sacerdocio serví en Jordania y también en Ramallah. No existía esta tensión. Es cierto que estaban los judíos por un lado y los árabes por otro, pero no había esta tensión.
No estuve presente durante los dos levantamientos, a los que se llama “Intifada” pero, a mi regreso, veo las consecuencias. Veo también los esfuerzos que se han hecho desde todos los lados. En el Patriarcado he tenido visitas de ciudadanos de los Territorios, así como de autoridades locales, dirigentes políticos…Observo que se pronuncian muchos discursos, se hacen muchas promesas, declaraciones públicas… pero, al mismo tiempo veo que no avanzamos mucho. La situación es, más o menos, la misma.
A propósito de política, Monseñor, ¿Qué dimensión tendrá en vuestra misión?
Ante todo, yo quiero ser obispo. Quiero subrayar el aspecto pastoral y espiritual de nuestro Patriarcado, de nuestras parroquias, de las comunidades religiosas y de los peregrinos que llegan.
También es cierto que no puedo olvidarme de que todo lo que afecta a la persona atañe a la Iglesia. Me concierne la política en la medida en que afecta a la vida de las personas, a su dignidad y seguridad. Pero habré de estar muy atento. Tenemos entre nosotros tres o cuatro grupos de creyentes. Cristianos y no cristianos; judíos y musulmanes. Entre los cristianos, hay cristianos jordanos, cristianos palestinos (los que más sufren), cristianos europeos, que están aquí para colaborar, trabajar, estudiar o peregrinar y hay, también, cristianos israelíes, árabes o de origen judío. Estos grupos no comparten la misma sensibilidad ni tienen el mismo punto de vista sobre el conflicto. Aquí radica la dificultad de decir una palabra adecuada. Porque el obispo es el obispo de todos, absolutamente de todos. O bien queremos que nuestra palabra llegue a todo el mundo, o privilegiamos a un grupo –cosa que, fácilmente, puede ocurrir- o hacemos tantos discursos como grupos, lo cual es imposible. Si queremos llegar juntamente a judíos, musulmanes, cristianos, jordanos, palestinos, chipriotas, europeos…hay que pensarse cada coma. Percibo bien la complejidad de cada intervención, sea un discurso o un sermón.
Y ¿cómo piensa Usted hacer frente a esta dificultad?
Por lo espiritual. Podrá decirse que es lo más fácil, pero la misión de la Iglesia es encaminar a los hombres hacia lo alto.
Pero se va a esperar de usted un mensaje político. Los periodistas no se conforman con lo espiritual…
¡Ah, los periodistas! Cuando era obispo de Túnez me preguntaban sobre el Islam. Un día les dije: “Espero que alguno me pregunte sobre Cristo”. Verdaderamente espero que se me pregunte sobre Cristo, la Iglesia; sobre la esencia de nuestra vida cristiana, sobre nuestra presencia en Tierra Santa. Puede que vaya a decepcionar a los periodistas sobre la política, pero, lo digo una vez más, ella nos atañe en cuanto afecta a la persona. Dicho esto, hay otra dimensión. Todo lo que vivimos, incluidas las dificultades que surgen del conflicto, debe llevarnos al Evangelio. Hemos de tomar el Evangelio a la letra: cuando nos habla de la Cruz, del sufrimiento, cuando vemos a Jesús caer… y levantarse. Hemos de pensar que el discípulo no va a ser mejor tratado de lo que lo fue el Maestro. Le seguimos por el camino que El ha recorrido antes que nosotros. Pero cuando, pese a todo, avanzamos; encontramos, pese a todo, la fuerza y la alegría de vivir, la alegría de predicar, la alegría de anunciar el Evangelio, ello no es debido a las condiciones geopolíticas que nos rodean puesto que, por naturaleza, esas condiciones son cambiantes: un día son favorables, al día siguiente desfavorables; no, esta es una alegría que nos llega desde el Evangelio, desde Aquel que nos ha dicho: “No temáis, Yo estoy con vosotros… “. “Os doy mi paz. Mi paz.” Su paz que es serenidad interior, alegría interior, alegría de vivir, alegría del reencuentro, alegría de acoger a los otros, a todos los otros, tal como son, con sus limitaciones, con mis limitaciones. La razón de nuestra alegría no está en la mejora de la situación. El motivo de nuestra alegría está en el encuentro con Cristo mismo a través de la oración y también en el encuentro solidario con los demás.
Si no son los periodistas, habrá otros que lo buscarán en el campo de la política…
Estoy dispuesto a encontrarme con todo el mundo, a recibir a todo el mundo. No tengo ningún complejo. Le recuerdo que he pasado 18 años en la vida diplomática. Estos años me han enseñado algunas pequeñas cosas… Sobre todo, me han enseñado a abrir el espíritu, el corazón. Y, ni mi fe, ni mi espíritu, ni mi corazón, ni mi caridad, ni mi amor… no están limitados por las fronteras de la Diócesis. Hay que amar a todo el mundo. Todos los ciudadanos incluidos en mi diócesis son ciudadanos míos. En algún sentido, todos los habitantes de Tierra Santa me pertenecen. Ante Dios, ante la Historia me siento responsable de todo el mundo. Y, al mismo tiempo, conozco mis límites al 100%. Sé que no voy a hacer milagros, pero voy a sembrar, voy a trabajar con mis hermanos obispos, con los sacerdotes, los religiosos, los laicos, dejando los resultados en manos del buen Dios… como El quiera, cuando El quiera. En la situación actual, que es tan complicada, es preferible amar más, orar más y hablar menos, aunque esto no satisfaga a nuestros amigos los periodistas.
Habla usted de sembrar… Y ¿qué es lo que usted, Monseñor, va a sembrar?
La alegría de vivir. La alegría de vivir en cristiano. La Tierra Santa es un país que nos enseña a ser pacientes. Le decía que cuando a la Secretaría de Estado Vaticana llegaba un documento con el sello “Urgente”, siempre nos tomábamos nuestro tiempo. La Iglesia no vive en la urgencia, tiene ante ella la eternidad entera. En los servicios diplomáticos se oye, a veces, al reproche de haber hablado demasiado o demasiado pronto…Nunca hay un reproche por haber hecho silencio. También es verdad que un exceso de prudencia podría hacernos correr el riesgo de la parálisis y tampoco quiero eso. Al hablar hay que conjugar la prudencia con la valentía y reconocer los límites. Ante la complejidad de las situaciones, hay que acoger, escuchar, sembrar, conocer los puntos de vista… Sobre todo es necesario confiar todo esto a Dios en la oración y el silencio.
Y, en el campo de la pastoral, ¿qué va a sembrar usted?
Deseo multiplicar los contactos con los sacerdotes, las parroquias, los fieles y las comunidades religiosas. Quiero estar presente en la Diócesis. Como Patriarca de Jerusalén se es muy solicitado desde el exterior para conferencias, celebraciones y toda clase de encuentros. Declinaré muchas invitaciones para poder estar aquí, para cumplir mi tarea de obispo del lugar, para poder estar con mis fieles. Será necesario encontrar el valor de decir que no, agradecer las invitaciones declinándolas y pedir la oración de todos. Decir que no es difícil. Pero las necesidades del momento deben tener la prioridad. Tengo la intención de dedicar tiempo a Jordania lo mismo que a Palestina y a Israel. Jordania es la base del Patriarcado latino: supone las dos terceras partes de nuestros fieles –de los que más de la mitad son de origen palestino- y aporta el 80% de los seminaristas de la Diócesis. No obstante su estabilidad, esta parte de la Diócesis atraviesa una crisis, sobre todo en lo económico, debido a la afluencia de refugiados iraquíes. También la emigración de cristianos comienza a afectar fuertemente a la población jordana; allí como aquí, debemos trabajar infundiendo esperanza, razones para esperar, para seguir siendo cristianos en el Medio Oriente. Por otra parte, es normal conceder una atención particular al miembro más herido de nuestra Diócesis: Palestina. Pero la Diócesis patriarcal de Jerusalén es Palestina, Israel, Chipre y Jordania, y en todas partes existen necesidades. Todos tienen los mismos derechos a nuestras oraciones, a nuestro amor, a nuestros proyectos; por ejemplo, a la construcción de residencias para las parejas jóvenes. En toda la Diócesis, debemos prevenir, cuidar más que curar.
De mis contactos, desde hace dos años y medio, con los sacerdotes y los fieles, surge una necesidad de reformar un poco la administración de la Diócesis. Mi predecesor ha hecho mucho bien. Pero la sangre nueva aportará nuevas ideas. En la Iglesia no existe la clonación. La diversidad es una riqueza.
De beduino sedentario a pastor nómada
Monseñor, hemos podido leer de usted que era un beduino. ¿Es cierto?
Sí y no. Mi tribu era cristiana beduina y, gracias a un misionero italiano, Manfredi, que les acompañó en su travesía del desierto hace unos 120 años, abrazaron el rito latino. Éramos nómadas, después pasamos al seminomadismo. Pero ya para mi nacimiento nos habíamos sedentarizado, de manera que yo nací en una casa con techo. Mi madre, que me vio cambiar de misión y andar de un continente a otro cuando estaba en el servicio diplomático de la Santa Sede, decía: “Este chico nació nómada y nómada seguirá.” Pero ahora he regresado a la gran tienda del Patriarcado que nos cobija a todos.
Sobre las comunidades religiosas
Las comunidades religiosas están, en su mayoría, compuestas por extranjeros. ¿Cree usted que están suficientemente integradas en la Diócesis?
Le he dicho ya cuanto de bueno encuentro en estas comunidades. Aun siendo así, hubiera deseado que fueran más las personas comprometidas con el trabajo pastoral de la Diócesis misma. Hay que reconocer que, en el pasado, muchos han trabajado y sembrado. Pienso, sobre todo, en los Padres de Bétharram, que han constituido el clero del patriarcado antes de que, gracias a su trabajo, surgieran vocaciones diocesanas locales. En sí, tener comunidades compuestas por extranjeros no presenta problemas. Jerusalén es para la Iglesia universal. Aquí están las raíces de todos nosotros, cristianos del mundo entero. Pero hago una llamada a otras comunidades para una integración en la pastoral de la Diócesis.
Jerusalén; Iglesia local e Iglesia universal.
¿Existe una tensión entre la doble realidad de Jerusalén: Iglesia local e Iglesia universal?
Pienso que se trata de una misma realidad. La Iglesia local no es extraña a la Iglesia universal y viceversa, la Iglesia universal se siente muy bien en la Iglesia local, con los miembros que la constituyen, con los miembros del clero extranjero, en el seno de la Custodia y en las demás comunidades religiosas que son parte integrante de la Iglesia local y de la Iglesia universal. No veo antagonismo; al contrario, hay una complementariedad. Es una riqueza. La Iglesia universal se encuentra bien en nosotros y nosotros nos encontramos bien en la Iglesia universal. Así, cuando viajo a Europa o a otros lugares, tampoco me siento extranjero. Y confío en que los demás cuando vienen a verme se sientan en su propia casa, en su Iglesia.
Resulta chocante para los cristianos occidentales oír rezar nuestra fe cristiana en árabe…
Está muy bien que se dé ese choque. Me gusta. Me gustaría que hubiera más choques de estos para que se abran las mentalidades y los corazones. Me parece bonito que llame la atención encontrar un obispo, un patriarca árabe y jordano. Y es bonito que podamos comunicarnos con todo el mundo.
Las relaciones con la Custodia
¿Tiene Usted un mensaje para la Custodia de Tierra Santa?
Quiero, ante todo, expresar mi gratitud a la Custodia y a cada uno de sus miembros por todo lo que hacen. Durante estos dos años, cada vez que he tenido la ocasión de bajar al Santo Sepulcro acompañado de los Franciscanos que me “custodiaban” , que me guardaban, estaba muy contento de conocerlos. Pero me gustaría que hubiera más relación y comunicación todavía. Ya he tenido encuentros con sus responsables. Hacen un trabajo indispensable, que yo admiro; los animo y les agradezco de todo corazón. En verdad, deseo más colaboración e, incluso, una mayor amistad. Me son muy simpáticos los sacerdotes árabes de la Custodia. Me rodean de sus atenciones y yo, a mi vez, los rodeo de mi afecto personal.

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