Francisco Torres García- Diario Ya
El tiempo, que se evapora rápidamente, trae como consecuencia que los lectores impenitentes acabemos amontonando libros que ansiamos devorar, pero que siempre dejamos para mañana. Entre los míos figuraba un texto titulado “La Iglesia y la Guerra Española. De 1936 a 1939”, llevado a los anaqueles de las librerías por la Editorial Actas, y cuyo autor es Blas Piñar. No creo que para muchos este nombre necesite de más introducciones: hijo de un defensor del Alcázar de Toledo, Consejero Nacional del Movimiento designado por Francisco Franco, fundador de Fuerza Nueva, diputado entre 1979 y 1982, notario y notable jurista. Menos conocida, fuera de determinados ámbitos, es su destacable obra teológica, sus trabajos sobre los ángeles y la Virgen María. Pero también un hombre de la Acción Católica, que ocupó puestos importantes y que ha vivido en primera línea los cambios en la Iglesia española de los últimos setenta años. ¿Qué nos puede decir -se preguntarán los más escépticos- Blas Piñar, ese hombre que sigue llamando a la “incivil guerra civil”, a la “contienda fratricida”, Cruzada?
A lo largo de algo más de tres centenares de páginas, preñadas de datos y citas que obligan a la relectura y a la reflexión, en las que el autor ha reducido en mucho sus propias opiniones para dejar que fluyan los testimonios que sustentan de forma impecable su tesis, lo que aflora, en una prosa que recuerdan en mucho los modos de sus discursos -para muchos, independientemente de sus posiciones ideológicas, ha sido el mejor orador político de las últimas décadas-, es el dolor que le causa el olvido y hasta la abjuración de la Cruzada. De ahí que el libro se divida en dos grandes apartados: De guerra civil a la Cruzada y De Cruzada a Guerra Civil.
Naturalmente, Piñar no se esconde. Él mismo se autodefine en la introducción: escribe como “católico practicante”, como “ciudadano de la Hispanidad” y estando “orgulloso de ser español”. No oculta al lector cuál es su intención: “dar testimonio a las nuevas generaciones de lo que fue la Cruzada española de 1936 a 1939” y denunciar “lo que yo llamo el proceso secularizador que ha ido minando y destruyendo todo lo que supuso la Cruzada”. Lo que Piñar hace en su texto, extendiéndose en su análisis más allá de la temporalidad que anuncia la portada del libro, es explicarnos también cómo se produjo la abjuración de la Cruzada, un proceso en el que también intervinieron hombres de la Iglesia.
Es fácil encontrar en cualquier manual, en los libros de texto de los escolares, los referentes a la dimensión internacional de la guerra española, uno de los acontecimientos capitales del siglo XX. El eco de que aquel conflicto superó las barreras geográficas hispanas para adquirir validez universal. Eso sí, presentado, erróneamente, como la lucha del fascismo contra el antifascismo. También para Piñar, la Cruzada tiene un valor universal, especialmente para los católicos, como defensa de la civilización cristiana. Así lo vieron los cardenales Gomá y Pla y Daniel (“Cruzada contra el comunismo para salvar la Religión, la Patria y la familia”).
El término Cruzada.
Es evidente que hoy el término Cruzada no se aplica a la guerra civil. Es más, como anota Piñar, cayó en desuso a principios de los setenta. Ya en las postrimerías del régimen de Franco él era uno de los pocos que continuaban utilizándolo. Hoy sólo encontramos referencias al mismo en los textos y manuales para subrayar que la Iglesia miró la guerra civil con esa consideración; aunque no son pocos los autores que han tratado de reducir al mínimo posible esa vinculación sepultando bajo la hojarasca de las palabras los textos que Piñar exhuma con la precisión del notario. Los ojos del lector recorren las declaraciones de Pío XI, Pío XII o Juan XXIII, las de decenas de miembros de la jerarquía eclesiástica nacional o internacional y de pensadores católicos que hasta los años cincuenta dieron a la guerra civil española, o, mejor dicho, a la lucha sostenida por los ejércitos nacionales el título de Cruzada.
Son muchas las reflexiones que se abren ante el lector y que a buen seguro despertarán la polémica en el seno de la conciencia. Entre ellas estimo que dos resultan altamente sugerentes: primera, ¿por qué la inquina contra la utilización de este término?; segunda, ¿cómo se incardina la polémica, muy posterior, sobre la definición de Cruzada en todo el proceso de deslegitimación de aquellos que en 1936 se sublevaron contra la República del Frente Popular, que ha conducido a la actual mitificación de la II República como el más idílico de los regímenes políticos que ha tenido España? ¿cómo situarla dentro del intento de trocar la victoria de 1939 en una derrota sobre el pasado emprendido por la izquierda, al objeto de mitificarse a sí misma ocultando el reguero de sangre que dejó en España entre 1931 y 1939?
Convendría que muchos tuvieran presente que la definición de una guerra como Cruzada es algo que, salvo para los católicos, carece de toda trascendencia. No es más, traducido a un lenguaje laico, que una condecoración. Ahora bien, no es menos cierto, y ahí es donde radica el problema, que esa definición y el propio término implican una consideración de “causa justa”, cuya sola existencia siembra la duda en el cuadro del discurso oficial de la izquierda sobre la guerra civil que ha sido intentado sacralizar con la denominada Ley de Memoria Histórica salida de los cenáculos ideológicos socialistas.
Quienes desde el orbe católico vivieron en primera persona el tiempo de una guerra civil, iniciada mucho antes de julio de 1936, quienes ya habían sufrido los primeros brotes de la persecución religiosa que se abriría como un torrente sangriento en el verano del treinta y seis, resultante de la política antirreligiosa/anticatólica impulsada por el jacobinismo anticlerical republicano encabezado por Manuel Azaña y por la tensión revolucionaria de socialistas y anarquistas que demandaba la aniquilación de un enemigo ideológico declarando la guerra al mismo Dios, no dudaron a la hora de dar a la sublevación contra la República del Frente Popular, no a la república como forma de gobierno, el carácter de Cruzada. Básicamente por una razón, anota Piñar, por que se trata de una lucha “para liberar territorios que fueron cristianos y de los que se hicieron dueños los enemigos de la fe, destruyendo todo testimonio o vestigio del cristianismo por odium fidei”. Es evidente que eso había sucedido o estaba sucediendo en España. Así lo vieron los Papas registrándolo en Encíclicas como la Divini Redemptoris en marzo de 1937:
“El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, escogiendo precisamente a los que con mayor celo se ocupaban de los obreros y de los pobres, sino que ha hecho un número mucho mayor de víctimas entre los seglares de toda clase, que aún ahora son asesinados cada día, en masa, o por el mero hecho de ser buenos cristianos, o, al menos, contrarios al ateísmo comunista”.
Ante esta situación Pío XI asume la responsabilidad de una “bendición especial a cuantos en España se impusieron la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y la religión”. Uno tras otro registra Piñar los pronunciamientos del episcopado español apoyando el carácter de Cruzada que anida en el ánimo de los nacionales: “No había sido esta Cruzada -anota monseñor Pla y Daniel en 1939- ni ordenada ni convocada por la Iglesia, pero fue reconocida y bendecida como tal por Pío XI el 14 de diciembre de 1936”.
Difícilmente hasta los años setenta este carácter de Cruzada sería criticado o puesto en tela de juicio, salvo por sectores minoritarios. El conocimiento de lo que fue la guerra civil y de la persecución religiosa estaba vivo, porque muchos de los testigos, de los supervivientes, aún formaban parte del clero regular y secular. Seminaristas o jóvenes sacerdotes de 1936 ocuparon durante tres décadas importantes puestos en la Iglesia defendiendo el espíritu de la Cruzada. Otros, de una generación posterior o simplemente inmersos en el progresismo secularizador se dejaron llevar por el “signo de los tiempos”, participaron el “proceso secularizador de la Cruzada” denunciado por Piñar. Parece querer el autor, de algún modo, simbolizarlos, en los ámbitos eclesiásticos, en la persona del cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Un hombre que, hasta 1972, según los textos insertos en el libro, asumió públicamente el “carácter de verdadera Cruzada” de una guerra en la que “nuestros jóvenes empuñaron el fusil con espíritu de verdaderos cruzados de la religión”; pero que después se sumó al grupo de obispos y eclesiásticos que se posicionaron contra el alineamiento de la Iglesia con uno de los dos bandos, lo que suponía la abjuración de la Cruzada.
La Cruzada martirial.
Esta Cruzada no es para Piñar sólo una lucha bélica tiene además una dimensión martirial en las personas, pero también en las cosas. Nadie desconoce el hecho, aunque se trate de rebajar en su significado y cuantificación, de que en la España del Frente Popular se desató la persecución religiosa contra personas, edificios, obras de arte, documentos… Tal magnitud tuvo que Pío XI, en septiembre de 1936, reconoció a las víctimas la consideración de mártires. Pío XII habló de los que “han sellado con su sangre su fe en Jesucristo y su amor a la religión católica. ¡No hay mayor prueba de amor!”.
Que la Iglesia y los Papas otorguen la consideración de mártires a los católicos asesinados por odio a la fe no debiera provocar las “olas de cólera” que hoy se dan. Como sucede con el término Cruzada se trataría de un valor que sólo tendría trascendencia para los católicos. El problema es que la elevación pública a los altares de estos mártires implica el reconocimiento de que fueron asesinados, y en la inmensa mayoría de los casos torturados, deshaciendo de un plumazo la leyenda rosa de la España del Frente Popular; y aunque ellos murieran perdonando nadie puede exonerar de responsabilidad a sus asesinos directos y al poder político de izquierdas, básicamente socialista, que lo permitió.
Piñar subraya como en la abjuración -“secularización” anota el autor- de la Cruzada se produjo, y probablemente en primer lugar, el segundo martirio para estos hombres y mujeres que murieron por miles: “esta calificación de mártires, que merecían quienes lo fueron, fue puesta en entredicho, incluyendo, además, otro segundo, martirio el del silencio y del olvido de los que se habían exaltado como testigos ejemplares de la fe”.
La Iglesia del diálogo cristianismo-marxista, la Iglesia del aggiornamiento, la Iglesia que, por razones políticas, artificialmente deslindadas de la razones de Fe, desde Roma inició un oportunista proceso de desenganche del régimen de Franco en el ocaso del mismo, escogió como víctima propiciatoria la Cruzada. De ahí que los procesos de beatificación fueran paralizados y los sectores progresistas de la Iglesia española pidieran, impidieran o boicotearan, según los tiempos, su continuidad. Y, naturalmente, se produjeron los asombrosos cambios de actitud, fruto del oportunismo, que Piñar, sin juzgar registra.
Quizás sea destacable el del padre José María Llanos S.J., cuyos dos hermanos fueron asesinados por los republicanos, que evolucionó desde su posición como capellán del Frente de Juventudes y perseguidor de películas “inmorales” a miembro destacado del Partido Comunista, de “cura obrero” a “cura rojo” que se decía en la época. Así en 1942 escribía: “primavera de mártires prometedora… vamos sin rebozos ni simulaciones, sin titubeos, a entrar por el camino, largo, empinado y triunfal de la glorificación de los muertos, juventud de España a los altares”. Sin embargo, en 1991 pedía dilatar los procesos y aconsejaba para ellos un silencio discreto. En la misma línea el cardenal Vicente Enrique y Tarancón se sumó a quienes buscaban invalidar los procesos distorsionando la causa necesaria, el martirio por causa de la Fe, estimando que en aquellos asesinatos y torturas “pesaba más el odio a un clero que ellos entendían como protector de los ricos”, aunque cuatro décadas antes pensara lo contrario y, por razón de oportunismo político, prefiriera ignorar los testimonios que en los procesos ocupan miles y miles de páginas.
Queda, como final, el análisis que Piñar hace de las consecuencias de la abjuración de la Cruzada y que podemos sintetizar en la apertura del “proceso de descristianización y paganización de España que se está produciendo con pasos de gigante”, y que, nuevamente, con precisión de notario, trata de poner en evidencia. Lo que, sin duda, para muchos católicos será motivo de reflexión. Queden, como cierre de este breve recorrido por un libro más que notable, unas frases explicativas que comienzan al inicio de la obra y que invitan a introducirse en sus páginas:
“Lo inesperado y sorprendente es que el proceso secularizador de la Cruzada contase con el apoyo decisivo (que en este libro se pone de manifiesto y se comprueba) de hombres de la Iglesia, tanto de la docente como de la discente; apoyo incomprensible, a mi modo de ver, para que ese proyecto prosperase y consiguiese lo que se proponía”.
¿Cruzada o guerra civil?
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