Lo más importante del evangelio de este primer domingo de Cuaresma (Lc 4, 1-13), no son la tentaciones de Jesús sino su decisión de iniciar su ministerio de Mesías. Eso y el Espíritu Santo, que lo acompañó y lo sostuvo en el desierto y lo guió después (Lc 4,1. 14). Ciertamente los sinópticos, sobre todo Mateo (4, 1-11) y Lucas, nos hablan largo y tendido de cómo el diablo tentó a Jesús en el desierto durante cuarenta días, de cuáles fueron las tentaciones y de cómo, acudiendo a la Palabra de Dios, salió airoso y triunfador. La situación es tan tensa, la astucia del tentador es tan grande y las tentaciones que le pone a Jesús son tan parecidas a las nuestras, -placer, poder y parecer o fama- , que nos dejamos atrapar por el relato, y no vemos más allá. Ni la intención última del tentador ni el resultado último de la tentación: apartarnos de Dios, cuando no volvernos contra Él.
En el caso de Jesús lo que el tentador busca, no es tanto hacerle caer en una u otra cosa, sino en desviarlo de su misión, hacer que deje o desnaturalice su Plan de Mesías, Plan que ha venido a orar, reflexionar y decidir con su Padre en el desierto; hacer que acepte la lógica y el estilo de vida del mundo y no los de Dios. No pudo lograrlo, como sí lo pudo con nuestros buenos padres Adán y Eva, cuando comieron del fruto prohibido. Lo malo no estuvo entonces en eso sino en lo que eso implicaba: prescindir de Dios y querer suplantarlo, siendo como Dios. Que es lo que, a menor escala, nos pasa a nosotros cuando caemos en la tentación. Para el espíritu del mal lo que cuenta no es tanto el que caigamos en un pecado u otro, sino el que en cada caída vamos dando un paso hacia fuera del camino de Dios.
“No nos dejes caer en la tentación…”, nos enseñó a rezar Jesús en el padrenuestro. En nuestra carrera hacia Dios en el camino de la perfección, tenemos que mirar siempre las tentaciones como un reto a vencer, como un posible triunfo trofeo para Dios y para nosotros mismos. A veces nos preguntamos ¿por qué cuando me propongo ser mejor, arrecian las tentaciones y se me complican las cosas? Simplemente, porque el diablo se alarma cada vez que alguien se propone ser bueno de verdad. Al diablo no le preocupó Jesús ni en su “vida oculta” (30 años) ni en su salida al Jordán. Le preocupó sí, cuando llegó al desierto para salir y actuar como el Mesías. Que es lo que le fue preocupando cada vez más (Lc 4, 13)
Los 40 días de Jesús en el desierto, superando todos los problemas, son un eco de los 40 años de su pueblo Israel por el desierto, que lo llevaron a la Tierra Prometida. A Jesús lo llevarán al triunfo de su Resurrección, gracias al Espíritu de Dios. Para nosotros deben ser un recordatorio y un estímulo en el camino que habremos de recorrer para realizarnos como personas, ser santos y actuar positivamente entre los nuestros y en la sociedad. Como a atletas de Cristo, la cuaresma nos invita a ponernos en forma…
Cuaresma o 40 días de camino a la Resurrección
La Cuaresma se inicia significativamente el miércoles de ceniza. Significativamente porque en ese día se nos impone la ceniza, con su mensaje de levedad, y porque en ese día nos comprometemos a convertirnos y a creer en el evangelio. Conviértete y cree en el evangelio, nos dirá el sacerdote. Amén, así es y así será, le respondemos nosotros. Y empezamos a transitar, humildes y decididos, por un camino que, en 40 días (es lo que literalmente significa Cuaresma: 40 días), va a llevarnos a la alegría de la Pascua de la Resurrección del Señor.
¿Qué idea tenemos de la Cuaresma? Durante un buen tiempo -y aún hoy, por muchos fieles- , se la consideró como un tiempo litúrgico (40 días) cerrado en sí mismo, es decir, que se inicia mirando a la pasión y muerte del Señor y se cierra o termina cuando el Señor muere en la cruz. Todo es cárdeno, severo, penitencial, doliente, como corresponde en un velorio, en este caso el del Señor. Su resurrección era otra cosa y otro tiempo estanco, el tiempo pascual. Tal visión y práctica litúrgicas de la Cuaresma, hicieron que, sobre todo la religiosidad popular, centrase su mirada en “el Crucificado” y llenase el mundo cristiano de cruces y crucifijos.
Hoy la Cuaresma es vista como un tiempo totalmente abierto a la Resurrección, como “el gran tiempo de preparación a la Pascua de Resurrección”. Tiempo fuerte de espera, como el de invierno cuando el grano de trigo muere, pero para romper y abrirse en un tallo y luego en una espiga con abundante y nuevo trigo, como quiere el Señor (Jn 12,24). Lamentablemente, esta bonita y real comparación -cuaresma=invierno-, es difícilmente captada por el pueblo fiel en el hemisferio sur, donde la Cuaresma cae y se celebra en pleno verano, que invita a la disipación más que a la interiorización.
Desde siempre hemos identificado la cuaresma con la oración, el ayuno y la limosna, y no está mal, pero siempre que no confundamos el fin con los medios. Que no reduzcamos la cuaresma a un tiempo en el que se nos pide rezar algunas oraciones más, privarnos de algunas cositas que nos gustan, y dar unos soles más en la colecta. Está bien hacer todo esto, pero teniendo en cuenta que eso no es la cuaresma. Y que la oración, el ayuno y la limosna tendrán valor y sentido en la medida en que sean expresión de un espíritu y lo lleven a su culminación. Este espíritu se llama y es conversión y renovación según el evangelio.
En expresión feliz del Papa Benedicto XVI, la cuaresma es “una peregrinación interior”, dinámica y generosa, que acompaña a Jesús en su camino al Gólgota (su muerte) y al sepulcro vacío (su resurrección). Es en esta peregrinación donde encajan y cobran todo su sentido la oración, el ayuno y la limosna, como expresión externa del espíritu y el carácter penitencial de la Cuaresma.