El espejo de las almas simples

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Por Blanca Garí- Ediciones Siruela.
En el corazón de París, Place de Grève, el 1 de junio de 1310, las llamas de una hoguera de la Inquisición consumieron el cuerpo vivo de una mujer. Se llamaba Margarita y había escrito un libro que quiso defender hasta las últimas consecuencias. En torno al fuego se había congregado una gran multitud que asistía impresionada a la ejecución de la sentencia. Las crónicas de la época recogen ese momento y hablan de la entereza y la nobleza de ánimo de aquella que iba a morir, a la que llaman «beguina».
Sabemos poco de ella. Para reconstruir su vida hay que acercarse al escenario de su muerte y tirar de un hilo sutil que conduce del cadáver calcinado entre cenizas a la sentencia que le llevó a la hoguera, y de ella al proceso, y de este al libro prohibido y de él a su autora. Pues ese trágico final que quiso cancelar la existencia de la mujer y su obra proporciona los únicos datos que poseemos para saber quién fue, qué escribió, por qué lo hizo.
Es a través de las actas de la Inquisición que sabemos su nombre: «cierta beguina llamada Margarita Porete» reza el documento de la primera consulta a los jueces que habían de condenarla. Las crónicas de la época que comentan el suceso lo repiten con variantes. Lo que había sucedido tenía que ver con el hecho de que esa beguina había escrito un libro. ¿Cuál? Las actas no lo nombran, pero recogen fragmentariamente algunas frases que, extraídas de contexto, habían servido para condenarla. Gracias a esos retales de voz, una estudiosa italiana, Romana Guarnieri, descubrió seis siglos más tarde de qué libro se trataba: era El espejo de las almas simples, un excepcional tratado de mística que circuló por toda Europa antes y después de la muerte de su autora.
La historia del proceso se remonta a antes de 1306, cuando el obispo de Cambrai, Gui de Colmieu, había condenado un libro escrito por Margarita, lo había hecho quemar en la plaza pública de la ciudad de Valenciennes en presencia de la autora y le había prohibido a esta bajo pena de excomunión escribir, difundir o predicar sus ideas. Margarita, sin embargo, persevera. No solo, al parecer, su voz sigue viva después de esa fecha, sino que, convencida de la ortodoxia de sus tesis, busca apoyos entre quienes poseen autoridad en el marco del poder, en la institución eclesiástica. Las actas la acusarán de propagar en esos años su libro entre los simples, y de enviárselo al propio obispo de Châlons-sur-Marne, que actuará como testigo de cargo. Pero silencian algo. Detrás del enorme aparato judicial que se levanta contra Margarita se intuye la sombra de otras opiniones, favorables al libro y a su autora. Conocemos al menos las de tres hombres, pues su explícita aprobación figura en una traducción latina que se ha conservado del Espejo, y en una versión inglesa de esta. Tres personajes de peso. Tres clérigos procedentes de ámbitos de la Iglesia bien diversos: el primero, un representante de las órdenes mendicantes, un misterioso franciscano «de gran renombre vida y santidad», según reza el texto de estas «aprobaciones», llamado Jean (de Querayn, dirá la versión inglesa) del que se ha llegado a insinuar, aunque sin pruebas, que pudiera tratarse del «doctor sutil» Juan Duns Escoto; el segundo, un monje cisterciense, Franc, de la famosa abadía de Villers en Brabante a la que más de un siglo antes Hildegarda de Bingen había escrito hablando de sus visiones; y finalmente el tercero, un teólogo, perteneciente al medio eclesiástico que había de condenar a Margarita, Godefroi de Fontaines, el magister regens de la Universidad de París, titular de una de las más prestigiosas cátedras de teología en la Sorbona, canónigo de París, Lieja y Tournai, cercano, pues, geográficamente tanto a Villers como a Valenciennes. Es muy posible que Margarita acudiera a ellos tras la primera condena; si así fue, Godefroi debió leer y aprobar el Espejo en los primeros años del siglo XIV, a más tardar en otoño de 1306 poco antes de morir. Pero, aunque muerto, contrarrestar su opinión iba a suponer un gran esfuerzo para el cual los inquisidores no habían de escatimar recursos.
Margarita fue detenida a mediados de 1308 por el sucesor de Gui de Colmieu, el nuevo obispo de Cambrai, Philippe de Marigny, que junto a su hermano Enguerrand, guardián del tesoro y chambelán de la corte, jugará un importante papel en el entorno político del rey de Francia, Felipe IV. El obispo la detiene, pero esta vez el sumario de la acusación es transferido a Francia y llega a las manos del inquisidor general del reino, el dominico Guillermo de París, amigo y confesor del rey. Toda la documentación oficial del proceso producida a partir de este momento se halla en manos de los legistas Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plaisians, ambos confidentes del rey y organizadores del sumario contra la Orden del Temple. Es a través de esos legajos que se ha podido reconstruir los avatares entrelazados de ambos procesos. De hecho, cuando en junio de 1308 Margarita llega arrestada al convento dominico de Saint-Jacques en París, el inquisidor general se encuentra empeñado a fondo en ese escabroso asunto de los templarios. Tras la detención en 1307 de los caballeros de la Orden por mandato del rey de Francia, y a pesar de la inicial oposición papal, los interrogatorios se suceden durante el año siguiente, y el proceso se reabre oficialmente con el nombramiento de una comisión apostólica en 1309 conjuntamente con la promesa de una convocatoria de concilio en Vienne para finales de 1310. En ese mismo momento, el 11 de abril de 1309, Guillermo reúne en la iglesia de los Mathurins, sede administrativa de la Universidad, a veintiún teólogos para examinar una lista de artículos extraídos de El espejo de las almas simples, el libro prohibido y quemado tres años antes en Valenciennes, escrito por una beguina ahora detenida y encarcelada en París, pendiente de juicio. Al parecer, en base a esas frases, la asamblea juzgó el libro herético. Margarita, sin embargo, se negó primero a comparecer ante el inquisidor y, cuando por fin lo hizo, se negó a prestar el juramento reglamentario que precedía al interrogatorio. Guillermo de París pronunció entonces contra ella la excomunión mayor y permaneció encarcelada un año. Durante ese tiempo soportó la sentencia sin retractarse, perseverando en su silencio. Mientras tanto Guillermo se ocupa de los templarios y, presionando desde los intereses de la monarquía francesa, contrarresta las intenciones del papado de controlar el proceso. El 10 de mayo de 1310, Philippe de Marigny, que ha sido nombrado arzobispo de Sens, reúne, siguiendo instrucciones del rey, un concilio provincial y condena como herejes relapsos, es decir reincidentes, a cincuenta y cuatro templarios ya juzgados y confesos en 1307, bajo el argumento de estar defendiendo la Orden ante la comisión apostólica; dos días más tarde, casi a escondidas, son llevados fuera de las murallas de París y, cerca de la puerta de St. Antoine, son quemados vivos. Poco antes, en marzo, el inquisidor ha retomado el proceso contra Margarita. Once de los veintiún teólogos que habían examinado el Espejo en abril del año anterior remiten ahora en 1310 el asunto de la beguina a cinco canonistas, especialistas en derecho. Tres testigos dan fe de que tras la condena de Gui de Colmieu la beguina ha seguido propagando sus ideas y su libro: el inquisidor de la Lorena y Philippe de Marigny atestiguan que Margarita reconoció seguir poseyendo el libro, y el obispo de Châlons-sur-Marne, Jean de Chateauvillan, de nuevo un personaje del entorno político del rey, sostiene que la propia autora le envió el libro tras la primera condena. En mayo Margarita es declarada hereje relapsa, es decir, reincidente. La sentencia es pronunciada por el inquisidor general y al día siguiente, 1 de junio, veinte días después de la muerte de los templarios, es entregada al brazo secular y a la hoguera. En el centro de París, frente al Hôtel de Ville, y con gran espectáculo, arden la beguina y su libro. Meses más tarde se abre el concilio de Vienne uno de cuyos objetivos, al menos para la política francesa, era la ratificación de la condena del Temple y la supresión oficial de la Orden; entre las muchas resoluciones de este complejo concilio, dos se entrelazan sutilmente con el juicio de Margarita: la formulación y condena de la herejía del Libre Espíritu en el decreto Ad nostrum y la condena del movimiento religioso de las beguinas en el decreto Cum de quibusdam mulieribus.
Sin duda, el proceso contra Margarita y su libro es insólito. Sorprenden en él muchas cosas, por ejemplo, que una mujer, una beguina de la región de Hainaut, merezca tanta atención por parte de la Iglesia como para que no baste la condena de su obispo. Sorprende que un libro ya condenado preocupe tanto como para necesitar la ratificación de los más grandes expertos del más prestigioso centro universitario de la época. Sorprende asimismo que en el juicio intervengan con energía los funcionarios más allegados a la política del rey Felipe, y que sean los mismos que juegan un papel fundamental en el asunto de los templarios que se desenvuelve además con un ritmo cronológico extrañamente entrelazado con el proceso de la beguina. Sorprende encontrar en Vienne, meses después de la muerte de Margarita, a los mismos teólogos que la juzgaron herética, elaborando desde las tesis extraídas de su libro la herejía del Libre Espíritu y condenando de forma general a las beguinas. Pero sorprende finalmente, y quizás sobre todo, que esa mujer responda durante más de un año a la presión de ese inmenso aparato de poder religioso y político con un ostentoso y digno silencio que emula una frase de su Espejo: «El alma libre -había escrito allí- si no quiere, no responde a nadie que no sea de su linaje; pues un gentilhombre no se dignaría responder a un villano que lo retara o requiriera a batalla; por ello, quien reta a un Alma así no la encuentra, sus enemigos no obtienen respuesta» (Capítulo 88).
Y es que tres historias se entrelazan y convergen en París en torno a Margarita. Tres caminos dibujan su destino. El primero, el juego de intereses políticos del rey de Francia, empeñado en acabar con el Temple y en controlar la política del papado. El segundo, las crecientes reticencias de la institución eclesiástica contra las formas de piedad que destruyen la frontera bien trazada entre clérigos y laicos, especialmente contra esas mujeres que viven una vida religiosa sin haber sido ordenadas a través de los votos y que se conocen con el nombre genérico de beguinas. Desde esos dos caminos algunos historiadores han visto en el proceso contra Margarita una moneda de cambio ofrecida por el rey al papa por la cuestión de los templarios. Sin duda algo de eso estaba en juego, y Margarita se encontró de repente y sin quererlo en el ojo del huracán de la política europea. Pero las pasiones y los miedos de quienes gobernaban Occidente a principios del siglo XIV no pueden velar la grandeza del tercer camino que llevó a la hoguera a Margarita: su propia historia, el trayecto de una vida que en gran parte ignoramos, pero que se intuye en toda su grandeza a través de dos voces simétricamente contrapuestas: el silencio que mantuvo en su proceso y la palabra que nos habla en su texto.
El espejo de las almas simples es la narración, en la lengua materna de su autora, de una experiencia mística. La obra se compone de dos partes y, aunque el contenido y las enseñanzas de fondo son sustancialmente los mismos, ambas partes se construyen de forma muy distinta. El libro, dividido por un canto triunfal del alma en la cúspide de la experiencia unitiva, está construido en forma de un díptico asimétrico, compuesto por dos lados de muy diferente extensión. La primera parte (capítulos 1 al 122) es, desde el punto de vista formal, un diálogo de carácter teológico-filosófico entre personificaciones alegóricas. La segunda parte (capítulos 123 al 139) es en cambio mucho más breve, y está construida en primera persona y casi en su totalidad en forma de monólogo. A través de este díptico, Margarita muestra el camino que lleva al alma al «País de la libertad». Pero mientras que la primera parte nos pone ante el proceso interior de la autora indisociable del propio acto de escritura que plasma en forma de diálogo un pensamiento teológico-filosófico, la segunda se nos descubre no como un relato de experiencias, sino como un verdadero tratado mistagógico que pretende comunicar a otros y otras esa experiencia, y que pretende enseñar desde ella. Para hacerlo, Margarita introduce al lector en una especie de laberinto espiral que le arrastra en una progresión al tiempo ascendente y descendente. Pues el Espejo es una escalera de perfección, pero no es en modo alguno un simple camino lineal y por etapas. El discurso de Margarita, al igual que el camino del alma hacia Dios, no 15 asciende linealmente, sino que progresan ambos a través de un movimiento argumentativo y lingüístico circulares, en un juego espiral de proximidad y distancia. En él la palabra remonta la escalera de caracol de un torreón de conocimiento desde cuyas ventanas, al pasar ante ellas, se contempla siempre el mismo paisaje, pero cada vez desde un nivel distinto, desde una perspectiva sucesivamente renovada y con un horizonte más amplio.
Tras la muerte de Margarita Porete la historia de El espejo de las almas simples y la de su autora se separan. A partir de 1310 la memoria de la mujer y la difusión de su libro recorren caminos distintos durante varios siglos. Mientras las crónicas del siglo XIV hablan de una beguina muy experta en clerecía y, copiándose unas a otras, relatan el triste fin de esa mujer que había «traspasado la divina escritura», su obra recorre Occidente, cruzando barreras lingüísticas como pocos textos místicos en lengua vulgar de su época y circulando tanto en ambientes ortodoxos como heterodoxos.
Que sepamos, entre los siglos XIV y XV, el Espejo se traduce al latín, al italiano y al inglés, y tal vez también a algún dialecto alemán. Múltiples indicios dejan suponer que el número de copias de la obra llegó a ser muy alto. Circulando como texto anónimo, la obra, aunque no siempre vista con buenos ojos, se difundió en el interior de la Iglesia, y de hecho la mayor parte de las copias de las que tenemos noticia se localizan en monasterios y conventos. Una de esas copias anónimas llegó probablemente procedente de un convento femenino a manos de la reina y escritora Margarita de Navarra y su lectura, según nos cuenta ella misma, le impactó profundamente. Como pasó con tantas otras obras de la mística medieval, los siglos XVII al XIX fueron siglos de olvido para el Espejo. Solo en el siglo XX renace de nuevo el interés primero por la obra y después por su autora. El texto aún anónimo se publica en 1927 en una versión parcial y modernizada basada en el manuscrito inglés. Simone Weil queda atónita ante su lectura e impresionada por la grandeza de ese Miroir, se hace eco de él en sus Cahiers d’Amérique y en Écrits de Londres et dernières lettres, sus dos últimas obras, redactada la primera entre mayo y noviembre 16 de 1942, y la segunda, meses antes de morir, en 1943. Tres años más tarde, en 1946, Romana Guarnieri daba la noticia de su feliz descubrimiento que restituiría el libro a su autora. El controvertido anónimo que había circulado en diversas lenguas por toda Europa no era otro que aquel libro pestiferum lleno de herejías y errores, según lo definieron quienes lo condenaron en 1309. Su autora era aquella beguina, procedente de Hainaut, que, después de haber hablado en su libro, permaneció durante un año en las cárceles de la Inquisición en el más profundo silencio. Se llamaba Margarita y ardió viva en el corazón de París, Place de Grève, el 1 de junio de 1310.

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