Donde hay caridad y amor, ahí está Dios (y nosotros, su pueblo)

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Juan XXIII

Cincuenta años del Concilio Vaticano II 
Por Jorge Costadoat Carrasco SJ, Doctor en Teología- Pontificia Universidad Gregoriana, Profesor de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Director del Centro Teológico Manuel Larraín.
Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el “papa bueno” encendió una fogata solo comparable a los Concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).
Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que comenzaban a destacar por esos años. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio salvado, debió considerarse lugar actual de la redención de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.
La Iglesia del Concilio Vaticano II miró el mundo con ojos nuevos. Por los rieles tendidos por el primer Concilio Vaticano (siglo XIX) que había declarado la compatibilidad entre la fe y la razón, este segundo concilio, en vez de condenar los cambios culturales y los resultados de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Y, yendo aún más lejos, en vez de fijarse en los errores de los no cristianos, miró a estos con simpatía y quiso dialogar con ellos.
Fue una revolución teológica que implicó una recomprensión de la Iglesia. Esta tomó mayor conciencia de ser “sacramento” y “pueblo de Dios”. Con lo primero se indicó que la Iglesia debía ser signo e instrumento de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Con lo segundo, ella se ubicó en un plano de humildad, caminando con toda la humanidad hasta el final de la historia.
Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría. Su recepción entre los fieles también ha s ido muy mayoritaria. En cualquiera de los católicos, sin embargo, pueden aflorar actitudes pre-conciliares, dependiendo del asunto de que se trate. Pero cuando ellos deploran el mundo sin más, rechazan lo fundamental del Concilio.
Esta postura se evidencia en ideas intolerantes o sectarias. Así, algunos creen que si la Iglesia posee la verdadera salvación, a los otros -miembros de otras religiones o etnias, los agnósticos o los ateos, modernos o posmodernos- solo les cabe convertirse al cristianismo. Probablemente, muy pocos se identifiquen con esta postura. Pero, en línea con ella, se suele dar una concepción de la relación de la Iglesia con el mundo de tipo unidireccional de enseñanza-aprendizaje que, sin mala voluntad, los católicos traducen en exigencias de comportamientos o en acciones que los no católicos perciben como impositivas. Y, cuando no se trata de imposición sino de defensa, los mismos católicos enfrentan a la Iglesia con la época, como si la Iglesia tuviera a la época delante de ella y no dentro de ella. Los que piensan de este modo no reparan en el alto costo que tiene el repudio de la propia humanidad.

SIN MIRADA CONDENATORIA
La postura conciliar, en cambio, entiende que la Iglesia ha participado de la salvación del mundo. Ella, por tanto, debe discernir en la ambigüedad de las acciones humanas los signos de los tiempos inspirados por Dios o por el Mal. Esto, en el supuesto de que los católicos no tienen “la verdad”. Tienen a Cristo, pero como Evangelio que, vitalizando a la humanidad sin exclusión, obliga a explorar con todos las vías de la conversación y comunión universales.
A cincuenta años de la convocatoria del Vaticano II, hoy cabe discernir nuevos signos de los tiempos: la libertad y el pluralismo, la operación de los medios de comunicación, la informatización del conocimiento, los despliegues de la tecnociencia, la economía del crecimiento, el cambio de paradigma en la moral sexual, las metamorfosis de la religiosidad y la sustentabilidad ecológica de la Tierra.
La aceptación del Concilio exige -a diferencia de la mirada condenatoria- descubrir en estos acontecimientos la voluntad del Creador de unos y otros.
V Conferencia General del Episcopado de América Latina y El Caribe
1. Los obispos reunidos en la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y El Caribe quieren impulsar, con el acontecimiento celebrado junto a Nuestra Señora Aparecida en el espíritu de “un nuevo Pentecostés”, y con el documento final que resume las conclusiones de su diálogo, una renovación de la acción de la Iglesia. Todos sus miembros están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, para que nuestros pueblos tengan vida en Él. En la senda abierta por el Concilio Vaticano II y en continuidad creativa con las anteriores Conferencias de Río de Janeiro, 1955; Medellín, 1968; Puebla, 1979; y Santo Domingo, 1992, han reflexionado sobre el tema Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida. ‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida’ (Jn 14,6), y han procurado trazar en comunión líneas comunes para proseguir la nueva evangelización a nivel regional.
2. Ellos expresan, junto con el Papa Benedicto XVI, que el patrimonio más valioso de la cultura de nuestros pueblos es “la fe en Dios Amor”. Reconocen con humildad las luces y las sombras que hay en la vida cristiana y en la tarea eclesial. Quieren iniciar una nueva etapa pastoral, en las actuales circunstancias históricas, marcada por un fuerte ardor apostólico y un mayor compromiso misionero para proponer el Evangelio de Cristo como camino a la verdadera vida que Dios brinda a los hombres. En diálogo con todos los cristianos y al servicio de todos los hombres, asumen “la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del Pueblo de Dios, y recordar también a los fieles de este Continente que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo” (Benedicto XVI, Discurso Inaugural, 3). Se han propuesto renovar las comunidades eclesiales y estructuras pastorales para encontrar los cauces de la transmisión de la fe en Cristo como fuente de una vida plena y digna para todos, para que la fe, la esperanza y el amor renueven la existencia de las personas y transformen las culturas de los pueblos.
3. En ese contexto y con ese espíritu ofrecen sus conclusiones abiertas en el Documento final. El texto tiene tres grandes partes que sigue el método de reflexión teológico-pastoral “ver, juzgar y actuar”. Así se mira la realidad con ojos iluminados por la fe y un corazón lleno de amor, proclama con alegría el Evangelio de Jesucristo para iluminar la meta y el camino de la vida humana, y busca, mediante un discernimiento comunitario abierto al soplo del Espíritu Santo, líneas comunes de una acción realmente misionera, que ponga a todo el Pueblo de Dios en un estado permanente de misión. Ese esquema tripartito está hilvanado por un hilo conductor en torno a la vida, en especial la Vida en Cristo, y está recorrido transversalmente por las palabras de Jesús, el Buen Pastor: “Yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
4. La primera parte se titula La vida de nuestros pueblos. Allí se considera, brevemente, al sujeto que mira la realidad y que bendice a Dios por todos los dones recibidos, en especial, por la gracia de la fe que lo hace seguidor de Jesús y por el gozo de participar en la misión eclesial. Ese capítulo primero, que tiene el tono de un himno de alabanza y acción de gracia s, se denomina Los discípulos misioneros. Inmediatamente sigue el capítulo segundo, el más largo de esta parte, titulado Mirada de los discípulos misioneros hacia la realidad. Con una mirada teologal y pastoral considera, con cierto detenimiento, los grandes cambios que están sucediendo en nuestro continente y en el mundo, y que interpelan a la evangelización. Se analizan varios procesos históricos complejos y en curso en los niveles sociocultural, económico, sociopolítico, étnico y ecológico, y se disciernen grandes desafíos como la globalización, la injusticia estructural, la crisis en la transmisión de la fe y otros. Allí se plantean muchas realidades que afectan la vida cotidiana de nuestros pueblos. En ese contexto, considera la difícil situación de nuestra Iglesia en esta hora de desafíos, haciendo un balance de signos positivos y negativos.
5. La segunda parte, a partir de la mirada al hoy de América Latina y El Caribe, ingresa en el núcleo del tema. Su título es La Vida de Jesucristo en los discípulos misioneros. Indica la belleza de la fe en Jesucristo como fuente de Vida para los hombres y mujeres que se unen a Él y recorren el camino del discipulado misionero. Aquí, tomando como eje la Vida que Cristo nos ha traído, se tratan, en cuatro capítulos sucesivos, grandes dimensiones interrelacionadas que conciernen a los cristianos en cuanto discípulos misioneros de Cristo: la alegría de ser llamados a anunciar el Evangelio, con todas sus repercusiones como “buena noticia” en la persona y en la sociedad (capítulo tercero); la vocación a la santidad que hemos recibido los que seguimos a Jesús, al ser configurados con Él y estar animados por el Espíritu Santo (capítulo cuarto); la comunión de todo el Pueblo de Dios y de todos en el Pueblo de Dios, contemplando desde la perspectiva discipular y misionera los distintos miembros de la Iglesia con sus vocaciones específicas, y el diálogo ecuménico, el vínculo con el judaísmo y el diálogo interreligioso (capítulo cinco); por fin, se plantea un itinerario para los discípulos misioneros que considera la riqueza espiritual de la piedad popular católica, una espiritualidad trinitaria, cristocéntrica y mariana de estilo comunitario y misionero, y variados procesos formativos, con sus criterios y sus lugares según los diversos fieles cristianos, prestando especial atención a la iniciación cristiana, la catequesis permanente y la formación pastoral (capítulo sexto). Aquí está una de las novedades del Documento que busca revitalizar la vida de los bautizados para que permanezcan y avancen en el seguimiento de Jesús.
6. La tercera parte ingresa plenamente en la misión actual de la Iglesia latinoamericana y caribeña. Conforme al tema se la formula con el título La vida de Jesucristo para nuestros pueblos. Sin perder el discernimiento de la realidad ni los fundamentos teológicos, aquí se consideran las principales acciones pastorales con un dinamismo misionero. En un núcleo decisivo del Documento se presenta La misión de los discípulos misioneros al servicio de la vida plena, considerando la Vida nueva que Cristo nos comunica en el discipulado y nos llama a comunicar en la misión, porque el discipulado y la misión son como las dos caras de una misma medalla. Aquí se desarrolla una gran opción de la Conferencia: convertir a la Iglesia en una comunidad más misionera. Con este fin se fomenta la conversión pastoral y la renovación misionera de las iglesias particulares, las comunidades eclesiales y los organismos pastorales. Aquí se impulsa una misión continental que tendría por agentes a las diócesis y a los episcopados (capítulo siete).
Luego se analizan algunos ámbitos y algunas prioridades que se quieren impulsar en la misión de los discípulos entre nuestros pueblos al alba del tercer milenio. En El Reino de Dios y la promoción de la dignidad humana se confirma la opción preferencial por los pobres y excluidos que se remonta a Medellín, a partir del hecho de que en Cristo Dios se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, se reconocen nuevos rostros de los pobres (vg., los desempleados, migrantes, abandonados, enfermos, y otros) y se promueve la justicia y la solidaridad internacional (capítulo ocho). Bajo el título Familia, personas y vida , a partir del anuncio de la Buena Noticia de la dignidad infinita de todo ser humano, creado a imagen de Dios y recreado como hijo de Dios, se promueve una cultura del amor en el matrimonio y en la familia, y una cultura del respeto a la vida en la sociedad; al mismo tiempo se desea acompañar pastoralmente a las personas en sus diversas condiciones de niños, jóvenes y adultos mayores, de mujeres y varones, y se fomenta el cuidado del medio ambiente como casa común (capítulo nueve).
En el último capítulo, titulado Nuestros pueblos y la cultura, continuando y actualizando las opciones de Puebla y de Santo Domingo por la evangelización de la cultura y la evangelización inculturada, se tratan los desafíos pastorales de la educación y la comunicación, los nuevos areópagos y los centros de decisión, la pastoral de las grandes ciudades, la presencia de cristianos en la vida pública, especialmente el compromiso político de los laicos por una ciudadanía plena en la sociedad democrática, la solidaridad con los pueblos indígenas y afrodescendientes, y una acción evangelizadora que señale caminos de reconciliación, fraternidad e integración entre nuestros pueblos, para formar una comunidad regional de naciones en América Latina y El Caribe (capítulo diez).
7. Con un tono evangélico y pastoral, un lenguaje directo y propositivo, un espíritu interpelante y alentador, un entusiasmo misionero y esperanzado, una búsqueda creativa y realista, el Documento quiere renovar en todos los miembros de la Iglesia, convocados a ser discípulos misioneros de Cristo, “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (EN 80). Llevando las naves y echando las redes mar adentro, desea comunicar el amor del Padre que está en el cielo y la alegría de ser cristianos a todos los bautizados y bautizadas, para que proclamen con audacia a Jesucristo al servicio de una vida en plenitud para nuestros pueblos. Con las palabras de los discípulos de Emaús y con la plegaria del Papa en su Discurso inaugural, el Documento concluye con una oración dirigida a Jesucristo: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24,29).
8. Con todos los miembros del Pueblo de Dios que peregrina por América Latina y El Caribe, los discípulos misioneros encuentran la ternura del amor de Dios reflejada en el rostro de la Virgen María. Nuestra Madre querida, desde el santuario de Guadalupe, hace sentir a sus hijos más pequeños que están cobijados por su manto, y desde aquí, en Aparecida, nos invita a echar las redes para acercar a todos a su Hijo, Jesús, porque Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), sólo Él tiene “palabras de Vida eterna” (Jn 6,68) y Él vino para que todos “tengan Vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Fuente: Revista Mensaje, www.mensaje.cl
La caridad empieza donde termina la justicia
a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas (diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón»: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).
b) La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria, a la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la previsión, la colaboración con otras instituciones similares.
c) Además, la caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. Y, sabe -volviendo a las preguntas de antes- que el desprecio del amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios. En consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia tienen el cometido de reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo que a través de su actuación -así como por su hablar, su silencio, su ejemplo- sean testigos creíbles de Cristo.
Fuente: Benedicto XVI, Deus Caritas Est Nº31.
Matices en la vida religiosa femenina de los EEUU
La vida religiosa entre las mujeres está sufriendo cambios evolutivos enormes que sólo pueden describirse como un cataclismo. La visita apostólica vaticana a diversas congregaciones femeninas en EEUU y la reciente investigación de la Conferencia de Liderazgos de Mujeres Religiosas indican que Roma no está contenta con las llamadas monjas post Vaticano II que se visten con ropas seculares y han abandonado la vida comunitaria tradicional. Las estadísticas actuales muestran una tendencia. En 1965, había cerca de 180,000 religiosas y monjas de claustro en los Estados Unidos. De acuerdo con el Centro de Investigación Aplicada al Apostolado de la Universidad de Georgetown, en 2009 son un poco más de 59,000. Una constante caída en el número de religiosas, junto con el hecho que su promedio de edad es de 75 años, dan la señal que la vida religiosa en los Estados Unidos es una institución moribunda. No obstante, han surgido nuevas comunidades en las cuales las religiosas visten hábito y siguen un esquema diario de oración y servicio. Estas comunidades están atrayendo vocaciones jóvenes y vibrantes. En la superficie, ese pareciera ser el futuro de la vida religiosa.
Aquéllas que han abandonado el hábito religioso y las que lo están usando, marcan dos caminos distintos en la vida religiosa hoy. ¿Qué está sucediendo? ¿Será que la mayoría de las religiosas interpretaron mal los documentos del Concilio Vaticano II? ¿Será que lo que algunos ven como una veta rebelde está teniendo sus consecuencias? ¿Las mujeres están desafiando a la Iglesia? Algunos interpretan los noviciados vacíos y el envejecimiento de las monjas como evidencia de que las religiosas han tomado la opción errónea –la secularización–. Otros sostienen que su intención era vivir su vida religiosa más auténticamente en un mundo que está cambiando.
El abismo entre la vida religiosa tradicional y la progresiva quedó en evidencia en 1992 con la publicación de The Transformation of the American Catholic Sisterhood, de Lora Ann Quiñonez CDP y Mary Daniel Turner SND de N. El libro urgía al Cardenal James Hickey, a la sazón Obispo de Washington DC, a que viajara a Roma a luchar por el establecimiento de una congregación de religiosas que sería más fiel a la Iglesia. De ahí surgió la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosas, y entre los requisitos que exigen está el uso del hábito, la oración comunitaria, la adoración eucarística y fidelidad a la Iglesia. Entretanto, la Conferencia de Liderazgos de Mujeres Religiosas continuó con el espíritu del Vaticano II de apertura ante el mundo, exploración de las avenidas de la teología de la liberación, la teología feminista y la apremiante situación de los pobres, entre otros. A pesar que se buscó el diálogo entre la L.C.W.R. (a la cual aún pertenecen la mayoría de las comunidades religiosas femeninas) y la C.M.S.W.R., este afán de diálogo no era compartido. Roma se ha puesto del lado de la C.M.S.W.R., otorgando a sus miembros posiciones eclesiásticas de alto rango.
Mientras los dos grupos de mujeres parecieran estar en lados opuestos, son parte de lo que Timothy Radcliffe OP, ex Maestro General de los Dominicos, denomina dos teologías diferentes basadas en diferentes interpretaciones del Vaticano II en su libro What is the Point of Christian Life? (¿Cuál es el objeto de la vida cristiana?) Los miembros de la Conferencia de Liderazgo adoptan la modernidad y ven en el trabajo del Concilio la nueva vida que el Espíritu Santo le insufla a la Iglesia. Ellas caen dentro de lo que el Padre Radcliffe identifica como el grupo Concilium, que se centran en la Encarnación como el punto central de renovación. En cambio, los miembros de la Conferencia de Superiores Mayores, católicas Communio, que enfatizan la comunión a través de la proclamación de la fe, una clara identidad católica y la centralidad de la cruz. Concilium y Communio eran los nombres de dos publicaciones periódicas fundadas en la era postconciliar. La primera se centraba en las reformas conciliares; la segunda daba importancia a la continuidad de los documentos del concilio con la comunión de los fieles a través de los siglos. Así, un grupo se basaba en la doxología y adoración (Communio), el otro en la práctica y la experiencia (Concilium). Una ve a Cristo como una reunión de gente en comunidad (Communio); la otra ve a Cristo como uno que cruza fronteras (Concilium) Recientemente el C.M.S.W.R. tuvo su congreso eucarístico bajo el título “El sacrificio del amor eterno”, mientras que la L.C.W.R. sigue trabajando en el cambio sistémico. Las primeras ven la vida religiosa como los esponsales divinos con Cristo; las segundas ven a Cristo solidario con los pobres y buscando justicia para los oprimidos.
Como dice el Padre Radcliffe, este no es un conflicto entre aquellos que son leales al concilio y los que quieren volver a la Iglesia pre-conciliar. Tampoco entre aquellos que son fieles a la tradición y los que han sucumbido al mundo moderno. En vez de ello, el conflicto radica en dos maneras diferentes de interpretar el concilio y de cómo llevar a cabo su trabajo. Si bien entiendo las diferencias planteadas por el Padre Radcliffe, mi propia experiencia con las religiosas me dice que la raíz de las diferencias entre estas dos asociaciones es el miedo al cambio. Digo esto no como un juicio, sino desde mi experiencia personal.
MI VIAJE A UNA NUEVA TEOLOGÍA
Cuando ingresé a la vida religiosa (1984), recién había obtenido un doctorado en farmacología y tenía la oportunidad de una beca de investigación post-doctoral en la Escuela de Medicina Johns Hopkins. Pero había descubierto The Seven Storey Mountain, de Thomas Merton y no podía abandonar mi deseo que renunciar al mundo y vivir para Cristo. Mis conocimientos de teología, la Iglesia y la vida religiosa eran bastante rudimentarios. En los años ’70 yo era una activa científica que publicaba manifiestos sobre la liberación. A pesar que iba a misa regularmente todas las semanas, no me entusiasmaban los cambios litúrgicos del Vaticano II. En vez de ello, añoraba el ritual místico de la misa en latín que conocí de niña, a pesar que jamás entendí una sola palabra de lo que decía el sacerdote. Cuando tomé la decisión de entrar a la vida religiosa, busqué una comunidad austera donde pudiese llevar a cabo el sacrificio de una vida dedicada enteramente a Dios. Usar el hábito era importante para mí porque éste representaba la santidad y la identidad religiosa. Ingresé a un claustro de monjas carmelitas que usaban el hábito largo tradicional y tenían un esquema establecido de oración diaria, silencio, adoración y el rosario.
Mi visión idealizada de la vida religiosa empezó a colapsar en el claustro. Día tras día me di cuenta de cuán lejos estaba yo de cualquier noble aspiración de santidad. Vivía con mujeres que padecían trastornos maníaco-depresivos, venían de familias de alcohólicos o habían enviudado a muy temprana edad. Se compartía poco en lo personal y había escaso contacto con el mundo. El Dios al cual en algún momento me había sentido tan cercana empezó a desvanecerse en la oscuridad. Me pregunté si acaso no había elegido el confinamiento solitario. Pedí una licencia para discernir mi camino y me enviaron a una comunidad Franciscana cerca de una universidad donde pude retomar mi investigación. La comunidad también vestía hábito y tenían un esquema diario similar, pero la apertura de las hermanas hacia el mundo era liberadora. Estudié teología en Fordham University usando el hábito y me sentí separada del resto de mis compañeros. En los días de semana vivía en el Bronx con hermanas Ursulinas.
Mi primera conversión en la vida religiosa se centró en el examen final en un curso sobre el Nuevo Testamento. Yo no tenía un computador o un lugar adonde trabajar hasta que una hermana Ursulina me ofreció su oficina y su computador, y comida casera. La preocupación de la hermana Jeanne por mis necesidades, que incluían esperarme en pie hasta pasada la medianoche, abrió mis ojos al significado de la Encarnación. Por primera vez vi a Dios humildemente presente en jeans y polera. Luego vi a Dios en la frágil hermana Catherine, encargada de las grandes instalaciones de ayuda a los pobres de la comunidad, y la hermana Lucy, cuyos 40 años como misionera en Alaska me brindaron mucho más que la diversión de sus fascinantes historias a la hora de comida. En la simple vida diaria de las hermanas Ursulinas, vi al Dios vivo. Vi al mismo Dios entre las Franciscanas de Allegany, las que me ofrecieron un hogar donde pude hacer mi tesis doctoral. Ellas me sacaron de mi celda de estudiante, me llevaron al parque y me llevaron a comer y escucharon mis penas. Al graduarme ya había vivido en tres diferentes casas generalicias entre hermanas cuyas congregaciones eran miembros de la Conferencia de Liderazgos de Mujeres Religiosas.
A través del estudio de la teología, comencé a reflexionar sobre la Encarnación y las dos formas diferentes de vida religiosa que había vivido. Me di cuenta que Jesús llevaba a cabo costumbres y rituales judíos, que vivió la vida de un humilde carpintero y sintió el llamado de su ministerio cuando tenía alrededor de 30 años, pero no se diferenció de los demás por sus ropas o sus costumbres. Comprometido con las luchas socio-políticas y económicas de su tiempo, se acercó a los pobres y mostró compasión por los enfermos y los moribundos. Jesús proclamó el reino de Dios y dio su vida como testimonio de la fidelidad del amor de Dios. Por ello sufrió públicamente la muerte de un criminal, sin honor ni gloria. Los primeros cristianos que fueron testigos de la elevación del Señor tenían el poder de proclamarlo. Tenía que ser así: hasta la conversión de Constantino, vivir como cristiano era el camino seguro al martirio. También hoy, la vida del evangelio significa dar testimonio de la bondad de Dios en Cristo. En el 2005, Dorothy Stang, de las Hermanas de Notre Dame de Namur, dio su vida como mártir por los pobres del Amazonas.
Los dos grupos contemporáneos de mujeres religiosas –la Conferencia de Superiores Mayores de Mujeres Religiosas y la Conferencia de Liderazgo de Religiosas– testimonian el Evangelio revelado en Jesucristo, pero sus trayectorias difieren. El primer grupo busca desposar a Cristo, su énfasis está en una unión nupcial divina. El segundo grupo principalmente sigue al Cristo liberador, testimoniando a Cristo entre las luchas de la historia. En ambos grupos podemos encontrar ídolos, secretos y disfunciones, así como santos, profetas y místicos. Ambos grupos son pecadores y redimidos. Ambos siguen el derecho canónigo, ambas tiene seguro médico, seguro automotriz, planes de retiro y sepulturas.
LA VISIÓN EVOLUTIVA DE TEILHARD
¿En qué influye la vida religiosa en el mundo? Teilhard de Chardin SJ, dio luz a esta pregunta al comprender el cristianismo dentro de un universo evolutivo. Lo que hagamos y las decisiones históricas que tomemos, dice él, tienen influencia en la génesis de Cristo. Cristo es el objetivo del universo, la nueva creación, el futuro de lo que llegaremos a ser. Los que somos bautizados en Cristo debemos abandonarnos en amor y descender hacia la solidaridad con la tierra. Chardin observó que no hay nada profano en el mundo para aquéllos que saben mirar. El universo es santo porque se basa en la Palabra de Dios. Es Cristo, el que vive, quien llegará a ser.
Durante muchos años me pregunté si las religiosas habrían leído mal los signos de los tiempos. Sin embargo, a medida que he reflexionado sobre el misterio de Dios, he llegado a creer que el universo evolutivo se mueve hacia adelante en parte porque las religiosas están trabajando en las trincheras de la humanidad, entre los pobres, los oprimidos, los marginados. Hoy en día las religiones del mundo están teniendo un rol más activo en la síntesis de una nueva conciencia religiosa. Las mujeres de la L.C.W.R. han arriesgado sus vidas en la consecución de la auténtica Encarnación y han proclamado proféticamente que el amor de Dios no puede exterminarse ni terminarse. Continúan luchando por el cambio de sistema en beneficio de los oprimidos. Las congregaciones podrán desaparecer, pero los caminos inscritos en la historia por las mujeres religiosas del Vaticano II son nada menos que los brotes evolucionarios de un nuevo futuro.
Tal como observó Teilhard, el sufrimiento y el sacrificio son partes del proceso de evolución. Las estructuras aisladas tienen que dar lugar a uniones más complejas. Vivir con un espíritu evolutivo significa renunciar a las viejas estructuras y comprometerse con nuevas estructuras cuando llegue el momento. La tierra y el cielo nuevos prometidos por Dios no vendrán a nosotros si nos aislamos del mundo o formamos guetos católicos. No se desplegará con el triunfo del poder eclesiástico. Llegará cuando sigamos las pisadas del Crucificado descendiendo hacia las oscuridades de la humanidad y elevándose al poder del amor. Este es el camino hacia una nueva creación, simbolizada por Cristo.
Creemos que lo que sucedió entre Dios y el mundo en Cristo apunta hacia el futuro del cosmos. Ese futuro conlleva una transformación radical de realidad creada a través del poder unificador del amor de Dios. Ser un portador de Cristo significa concentrarse en la profundidad interna del amor. Es el amor el que le pone carne a la cara de Dios, es el amor el que hace a Cristo vivir; el amor es el poder del futuro y el despliegue de Cristo. La Historia no recordará lo que Él escribió, dónde vivió o cómo rezó, si como un católico concilium o communio. En el atardecer de la vida seremos juzgados solamente por amor.

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Autora: Ilia Delio OSF, de las Hermanas Franciscanas de Washington, D.C., es profesora y decana del departamento de estudios espirituales en la Washington Theological Union. Publicado en revista America, www.americamagazine.org

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