Por Antonio Elduayen Jiménez CM
Ustedes y yo somos cristianos, discípulos misioneros de Jesucristo. Pero ¿nos hemos detenido alguna vez a pensar en serio lo que eso significa? Jesús se lo dijo al gran gentío que le seguía, tal como lo leemos en el evangelio de hoy (Lc 14, 25-33). Bajo el epígrafe de “lo que cuesta seguir a Jesús”, el evangelio nos dice tres cosas muy importantes y que hemos de tener en cuenta: 1. La grandeza de la propuesta que Jesús nos hace; 2. la opción que hemos de hacer por Él hasta las últimas consecuencias; y 3. la necesidad de sopesar los términos de su propuesta así como el compromiso de cumplirlos exitosamente.
Ante todo la grandeza de la propuesta de Jesús, que es su invitación a ser sus discípulos. Todo un honor y un privilegio. Para Jesús ser su discípulo es seguirle con un amor incondicional y sobre todas las cosas, lo que, aparte de las renuncias que implica, ennoblece y sublima el amor. Lo hace divino. El amor del cristiano a Jesús no excluye otros amores legítimos (padres, familia, etc.), como algunos le hacen decir a Lucas (14,26) y aún más, a Mateo (10,37). Se trata simplemente de aplicar a Jesucristo, puesto que es Dios, lo que nos dice el Primer Mandamiento de la Ley de Dios: que hay que amarlo sobre todas las cosas, sin interferencias de ninguna clase. Digamos también que el amor de entrega a Jesús, al hacernos sus discípulos, nos realiza como personas y como cristianos. Sencillamente, porque siendo Jesús el ser humano más perfecto, imitarlo y seguirlo es realizarnos como hombres y mujeres perfectos.
Añadamos lo que añade Jesús: que la condición sine qua non, indispensable, para ser sus discípulos es llevar la cruz detrás de Él. No queda otra. Como Él tenemos que asumir el destino de nuestras vidas y llevarlas adelante, cueste lo cueste, hasta las últimas consecuencias, que, en Su caso, fue la misma muerte en el patíbulo de la cruz. Esperando que nuestra muerte no tenga un final así, siempre queda en pie lo de cargar nuestra cruz, es decir, asumir esa suma de circunstancias y decisiones, que, a lo largo de la vida, nos irán realizando como personas y discípulos de Jesús. Como vemos, la cruz del discípulo va más allá de las enfermedades, los accidentes, el cese laboral, etc. Y desde luego, más allá de todas esas cruces que nos hacemos para cargarlas en las procesiones.
La tercera cosa que el evangelio nos pide tener en cuenta es objeto de dos parábolas (Lc 14,28-33), que apuntan a lo mismo: a tener un final feliz. No basta tener un buen comienzo (empezar a seguir a Jesús), sino que es necesario terminar bien (seguirle hasta el final). Contra lo que pueda parecer, el objetivo de las dos parábolas no es -ni puede ser- el aceptar o no ser discípulos del Señor o el aceptar o no entrar en el Reino de Dios. El objetivo es advertirnos sobre la necesidad de conocer las exigencias de la propuesta del Señor y, consecuentemente, de nuestra entrega a Él. La necesidad de conocerlas, pero, también y sobre todo, de estar preparados para afrontarlas y superarlas. ¿Nos sentimos sanamente orgullosos de ser cristianos discípulos del Señor?
¿Lo amamos por sobre todas las cosas? ¿Hasta saber cargar la cruz de cada día?
Ayuno y oración
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