Joseph Fouché

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De apóstol de la revolución a ministro del Emperador

Por Antonio Muñiz- Diario ABC de Madrid.
Un hombre pálido, desgarbado y reservado camina los pasillos y refectorios de un monasterio. Es un joven y gris profesor de matemáticas y física de un seminario. Durante diez años vivió una vida de severa austeridad y se inició en la vida religiosa pero sin llegar nunca a tomar los hábitos. Pero quien en 1790 era un modesto maestro de seminario, era 1792 un saqueador de iglesias, en 1793 comunista, cinco años después multimillonario y otros diez años más tarde Duque de Otranto y ministro de policía de Napoleón. Aquel joven lánguido se llamaba Joseph Fouché y fue uno de los mayores intrigantes políticos de la historia.
El escritor austríaco Stefan Zweig (autor de una biografía sobre el personaje titulada «Fouché, un genio tenebroso») escribió que durante aquellos años, en apariencia estériles y «petrificados», Fouché aprendió de la iglesia «la técnica del saber callar, el arte magistral de la autoocultación, el magisterio de la observación de las almas y la psicología humana». El joven Joseph se acercó a la iglesia porque a finales del siglo XVIII, en pleno reinado del absolutismo, era la mejor salida para un ambicioso que se oculta. Fouché nació en mayo de 1759 en la ciudad portuaria de Nantes hijo de familia de una familia de marinos y comerciantes. Y la profesión de la mar parecía su destino natural, pero su debilidad física le negó tal destino. Se mareaba en la mar y 15 minutos de ejercicio físico significaba el agotamiento. La nobleza ocupa todos los cargos de la administración de la monarquía, del ejército y de los tribunales de justicia. A Fouché, hijo de una burguesía que despierta, solo le queda el camino de la iglesia.
Pero en 1790, el oportunista y calculador Fouché percibe que «sobre el país pende una tempestad social» y detecta la existencia de nuevos grupos sociales, políticos y culturales que dominan el mundo. Se interna en el terreno de la política y atisba que el Tercer Estado dominará, la burguesía esta en ascenso. Se introduce en el club de oradores de Nantes donde conoce a un joven abogado Maximilien Robespierre, que más tarde será conocido como «el Incorruptible» y con cuya hermana se casa. Inmediatamente después de convocar las elecciones para la Convención, el antiguo profesor de seminario se presenta como Candidato. Promete a sus electores todo lo que quieren oír: proteger el comercio, defender la propiedad, respetar las leyes…El año 1792 elegido diputado electo para la Convención. Tiene treinta y dos años y Zweig describe así su carácter: «No conoce las pasiones, no le atraen las mujeres ni el juego, no bebe vino, no gusta del despilfarro, no pone sus músculos en acción, viven solo en despachos, entre papeles y expedientes».
«La mort»
El 21 de septiembre de 1792, recién elegida la Convención, entran en la sala de plenos los 750 representantes del pueblo. Se va a decidir la dirección que tomara la revolución. Dos sectores entran en disputa: el «marais» (el pantano), son los representantes de la burguesía, para ellos la revolución ha terminado. En frente, «la montaña», los radicales que buscan derribar los plenamente los viejos poderes del Estado. No basta con eliminar al Rey y lograr la República hay que lograr el ateísmo y el comunismo. Dios y el dinero están en su punto de mira. Marat, Danton y Robespierre son sus caudillos.
Fouche, el cuñado de Robespierre, sopesa los votos. De momento el poder continúa del lado de la moderación. Los Girondinos aún tienen más apoyos y Fouche decide sentarse en su bancada. Pasan los meses y los Jacobinos, la montaña, han movido sus piezas y agitado a las masas. La revolución se intensifica, el 16 de enero de 1793 se decide el futuro de Rey. Los Jacobinos quieren ejecutarlo y nada hace pensar que el cauteloso Fouché vaya a votar en favor de la ejecución. Pero el antiguo profesor de seminario vuelve a calcular la fuerza de cada partido y esta vez se alinea con los radicales: «la mort». Fouche solo tiene un partido, el del más fuerte. 

La rápida reacción de Perú ante la pandemia chocó con un sistema de salud insuficiente

Por Jonathan Castro Cajahuanca- Diario The Washington Post
Seis días después del primer caso de coronavirus detectado en Perú, el presidente Martín Vizcarra declaró la emergencia sanitaria, dictó restricciones a las reuniones de más de 300 personas y el aislamiento domiciliario de las personas que provenían de Italia, España, Francia y China. El anuncio fue horas antes de que la Organización Mundial de la Salud calificara la propagación del COVID-19 como una pandemia. Cuatro días más tarde, el 15 de marzo, Vizcarra ordenó una cuarentena general y el cierre de fronteras peruanas, lo que le ganó los aplausos nacionales e internacionales.
Un mes y medio después de esos anuncios, Perú es el tercer país en Sudamérica con la mayor cantidad de muertes confirmados de COVID-19, la enfermedad ocasionada por el nuevo coronavirus, y el segundo con mayor cantidad de contagios, solo por debajo de Brasil, un país cuya población es seis veces la de Perú.
La situación en el país es crítica y, a pesar de una intervención rápida y estricta del gobierno, es el sistema de salud público, desatendido por décadas, el que ha tenido que lidiar con las consecuencias.
Al inicio de esta pandemia, el país solo contaba con 276 camas de Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) con el equipamiento necesario para atender a pacientes con COVID-19, es decir, menos de una por cada 100,000 personas. El piso del que partíamos era mucho más bajo que el de varios países vecinos de la región.
A lo largo de la emergencia, el gobierno ha ampliado la cantidad de camas de UCI hasta superar las 800, pero la atención para los pacientes que no necesitan ventilación mecánica (más de 6,000 camas) también se está desbordando. Reportes de todo el país pintan una escena común: una vez alcanzada la máxima capacidad en un hospital, los pacientes son atendidos en sillas a la intemperie o simplemente no los reciben. Y aún no se han ocupado todas las camas disponibles a la vez.
La conducción del sector tampoco ha sido clara. El Perú ha cambiado siete veces de ministro de Salud en menos de cuatro años, entre los gobiernos de Pedro Pablo Kuczynski y el de Martín Vizcarra. La estrategia para afrontar el coronavirus se ha montado sobre la marcha, mientras asumía el rol el actual ministro de Salud, Víctor Zamora, en reemplazo de Elizabeth Hinostroza, quien no tenía el conocimiento suficiente en salud pública que el Ejecutivo requería para la ocasión.
En los últimos tres años, si bien hubo un crecimiento del gasto, la ejecución del presupuesto para proyectos del Ministerio de Salud ha sido baja. En 2017, apenas fue de 44%; 57% en 2018; y en 2019, no superó 68%. Mucho antes de ser ministro, Víctor Zamora había diagnosticado que el financiamiento del sector estaba orientado fundamentalmente al cuidado de la enfermedad antes que a la prevención, y a reducir la barrera económica para el acceso a los servicios de salud.
Zamora también señalaba la brecha de recursos humanos que hay en el Perú. Según cálculos oficiales, en octubre de 2019 hacían falta más de 16,000 médicos especialistas en todo el país.
Pero esta gestión tampoco ha podido ir al ritmo de las necesidades de la protección para el escaso personal de salud. Todos los días son muchos los casos de médicos que protestan por no contar con los equipos de protección personal requeridos, teniendo que reusar varias veces las mascarillas, o de aquellos que han dejado de atender por falta de equipos o por caer enfermos (según las cifras del Colegio Médico del Perú, 577 médicos han contraído el virus).
Y aunque la gestión de Vizcarra tuvo reflejos rápidos, también hubo descuidos muy puntuales. Reportes periodísticos dieron cuenta que empresas peruanas exportaron 155 toneladas de mascarillas a China, antes de que el gobierno decretara que estos productos solo se exportaran con licencia del sector salud, el 8 de abril.
También, a falta de capacidad para adquirir y utilizar en grandes cantidades las pruebas moleculares, se han empleado pruebas rápidas. Los resultados de su aplicación no han sido satisfactorios para la atención de pacientes, a los que no se les atendía con urgencia por haber dado falsos negativos. Esto también ha creado una desconfianza en los números oficiales, con varios informes señalando que hay un subregistro por falta de confirmación de pruebas, tal como ha sucedido en otros países.
Algo que también pudo haber sumado al caos es el sistema de salud público fragmentado que existe en el Perú: un grupo de hospitales es administrado por el Ministerio de Salud, otro por el de Trabajo, otro por la sanidad de la Policía y las Fuerzas Armadas, y otros por los gobiernos regionales descentralizados. Esto hace que, en condiciones normales, la burocracia interna dificulte incluso el traslado de una cama de una UCI a otra, requiriendo un papeleo exhaustivo. Sin embargo, el trabajo coordinado para la atención de enfermos y la recolección de datos, junto a las clínicas privadas, en sí mismo ya ha sido una gesta lograda durante la gestión de esta crisis.
Fuera de la capital, Lima, lo que agrava la precariedad en los hospitales es que están bajo la administración de los gobiernos regionales, entidades caracterizadas por su ineficiencia: a un mes de la cuarentena, solo tres de 25 habían gastado más de 50% del presupuesto asignado por el gobierno central para enfrentar el coronavirus. Otros hospitales se han inaugurado sin los equipos necesarios, y algunos están siendo investigados por casos de corrupción, como el Hospital Antonio Lorena, en Cusco, por el Caso Lava Jato.
El brillo inicial de la reacción de Vizcarra se ha opacado, mientras la situación en los hospitales se agrava. Hasta hoy, 5 de mayo, el Ministerio de Salud no había liberado la información sobre la cantidad de camas UCI disponibles por regiones. Los aciertos en la gestión de la crisis no han sido suficientes para parchar las grietas estructurales del sistema de salud, pero sus errores las han visibilizado más. La pronta reactivación económica y la relajación de las medidas de aislamiento social —ya sea por disposición del gobierno o de facto por las necesidades de la población— pondrán más presión sobre un sistema que ya está saturado, y el margen de acción para evitar un peor escenario será bastante estrecho.

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