Cuerpo y sangre para la vida

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Evangelio según San Juan 6,51-58.
Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”.
Los judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”.
Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente”.

Homilía del Padre Paul Voisin CR de la Congregación de la Resurrección:

Hay una historia sobre un grupo de soldados aliados, durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por un pueblo en Francia. Decidieron parar un rato y descansar, antes de continuar. Uno de los soldados se dirigió a la Iglesia Parroquial – o mejor dicho, lo que había sido la Iglesia Parroquia. Las paredes seguían de pie, pero el techo se había caído, como resultado del daño causado por los bombardeos. En el santuario había un nicho, y en el nicho una estatua del Sagrado Corazón de Jesús. Los brazos de la estatua eran así (extendidos hacia adelante), y extendidos más allá del nicho. Cuando el techo cayó en las manos de la estatua había sido cortado. Alguien había escrito debajo de la estatua: “No tengo manos más que las tuyas. No tengo manos más que las tuyas”.
Qué mensaje tan poderoso de Jesús para nosotros: que ahora somos Sus manos, Sus pies, Sus oídos, Su boca y Su corazón. Él vive en nosotros, y se revela a través de nosotros.
En el evangelio de hoy (Juan 6:51-58) fui golpeado por las palabras de Jesús, “el pan que daré es mi carne por la vida del mundo. ¡Por la vida del mundo! Jesús nos ha dado su cuerpo y sangre, el pan de vida y la copa de la salvación “para la vida del mundo”. En nuestra recepción de su cuerpo y sangre, compartiendo su vida, Él trabaja y vive a través de nosotros para traer la salvación al mundo.
El pan y el vino que pronto se presentarán en esta Misa se transformará en cuerpo y sangre de Jesús. El pan y el vino tienen el mismo aspecto y tienen la misma composición molecular, sin embargo, creemos –sabemos– que ahora son el cuerpo y la sangre de Cristo. De la misma manera, cuando recibimos ese cuerpo y sangre de Jesús nos vemos iguales, tenemos la misma composición molecular, y para todos los intentos y propósitos somos la misma persona. Sin embargo, nuestra fe nos dice que NO somos la misma persona. Nosotros también hemos sido transformados, por ese mismo poder de Dios. Renovados y fortalecidos por la gracia que acabamos de recibir estamos más cerca de Cristo, más a imagen de Dios, y más receptivos al Espíritu Santo. Con esa nueva identidad Jesús nos envía – al mundo – para darle a conocer. Y así volvemos a nuestro banco, volvemos a nuestra familia, mañana volvemos a trabajar, en unas semanas volveremos a la escuela – y tenemos una misión – ser las manos de Jesús, los pies de Jesús, los oídos de Jesús, el boca de Jesús, el corazón de Jesús.
Si tan solo fuera tan fácil como acercarse al altar (agarrar las manos, como si fuera a recibir la comunión) y decir “Amén”. Aunque Dios tiene el poder de cambiarnos y transformarnos, ese poder depende de nuestra disposición. No somos robots. No estamos trabajando bajo un control remoto celestial. Tenemos libre albedrío. ¡Nuestra disposición hace la diferencia en el mundo! Podemos pasar por los movimientos – hacer lo “correcto” – pero a menos que nuestro corazón esté unido a Cristo, a menos que nuestras vidas se vivan en armonía con Dios, la plenitud de la gracia y el poder de Dios no se puede revelar. La gracia y el poder de Dios están limitados por nuestra pecaminosidad, insinceridad y pereza espiritual. Por mucho que él quiera transformarnos, no puede, porque estamos trabajando contra su movimiento de gracia dentro de nosotros.
En el evangelio Jesús dice que los que “comen mi carne y beben mi sangre permanecen en mí y yo en él”. Esto muestra la plenitud de lo que debería y puede suceder cuando recibimos el cuerpo y la sangre de Jesús. Jesús entra en nuestras vidas de una manera profunda y vive dentro de nosotros. Esta “habitación” dentro de nosotros no es sólo para nuestra santificación personal, nuestra santidad, sino para ser una fuente de santificación y santidad para otros. Somos las manos de Cristo. Somos los pies de Cristo. Somos los oídos de Cristo. Somos la boca de Cristo. Somos el corazón de Cristo.
Hacemos su voluntad con nuestras manos, cuando cuidamos a los demás, y usamos nuestros dones de acuerdo a la voluntad del dador. Somos los pies de Cristo cuando salimos a hacer su voluntad, cuidando a los demás y sirviéndoles. Somos los oídos de Cristo cuando escuchamos con compasión las palabras de otros y les traemos esperanza y consolación, y nos convertimos en la boca de Cristo compartiendo la vida de Cristo dentro de nosotros. Somos el corazón de Cristo cuando nos abrimos a otro, compartiendo su dolor, vulnerabilidad, confusión o temor y les ayudamos a ver que Jesús está con ellos y que Jesús se preocupa.
Jesús nos ofrece este regalo supremo de sí mismo, el pan de vida. Ojalá estas lecturas nos ayuden, este fin de semana, a reflexionar sobre este regalo, y cómo nos preparamos para no solo recibirlo, sino para recibirlo con una disposición puesta en hacer la voluntad de Dios ante todo. Esto nos ayudará a darnos cuenta del importante papel que tenemos en traer a Cristo al mundo, un papel que Jesús nos encomienda, y que solo nosotros podemos cumplir.

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