Por Sandro Magister- Settimo Cielo Blog L’Espresso.
Quien da la voz de alarma es Alberto Melloni, un historiador de la Iglesia marcadamente progresista y coautor de la más monumental historia del Vaticano II publicada hasta la fecha. Pero no es el único. Dos cardenales de primera magnitud y muy versados en teología, como el alemán Walter Kasper y el canadiense Marc Ouellet, que tampoco son clasificables entre los conservadores, también han llamado la atención sobre el peligro de anular una de las conquistas del Concilio Vaticano II.
El punto en cuestión está en el párrafo en el que “Praedicate Evangelium”, la Constitución apostólica firmada por el papa Francisco que reformó la curia y que entró en vigor el pasado Pentecostés, establece que “cualquier fiel puede presidir un dicasterio u organismo curial” si el Papa le otorga el poder para hacerlo.
Pero esto es precisamente lo que sucedió en la Iglesia durante muchos siglos, cuando se separaron las potestades de orden, es decir, las que derivan del sacramento de la ordenación episcopal, y las potestades de jurisdicción, por ejemplo, atribuyendo a las abadesas una autoridad de gobierno igual a la de un obispo, o asignando una diócesis a un cardenal que no había sido ordenado obispo ni sacerdote.
A lo largo del primer milenio no se conocieron estas “aberraciones”. Y es a la tradición original a la que el Concilio Vaticano II ha querido volver, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, retomando la conciencia de la naturaleza sacramental, antes que jurisdiccional, del episcopado y de los poderes a él vinculados, no sólo los de santificar y enseñar, sino también el de gobernar.
Las votaciones clave sobre estos puntos en el Concilio tuvieron lugar en septiembre de 1964. Y los opositores fueron poco más de 300 respecto a unos 3,000. Pero hoy, con la nueva curia reformada por el Papa Francisco, los que ganan son nuevamente los primeros.
Para ilustrar las nuevas reglas de la curia a los cardenales que las discutirán el 29 y 30 de agosto en el consistorio, está el informe que Marco Mellino –obispo secretario del consejo restringido de cardenales que elaboró la reforma con el Papa– presentó el 9 de mayo pasado a los dirigentes curiales reunidos, publicado el 9 de agosto en “L’Osservatore Romano”.
En ese informe, Mellino escribe sin rodeos que también el Código de Derecho Canónico, en los cánones 129§1 y 274§1, debe interpretarse según las nuevas normas, “según las cuales la potestad de gobierno no se da con el Orden Sagrado, sino por la provisión canónica de un oficio”, por tanto, también a simples bautizados.
Exactamente como ya había explicado el 21 de marzo de 2022 al presentar a la prensa “Praedicate Evangelium” el jesuita Gianfranco Ghirlanda, canonista principal del papa Francisco y ahora nombrado cardenal por él, verdadero autor de toda la reforma:
“Si el prefecto y el secretario de un dicasterio son obispos, esto no debe llevar a pensar que su autoridad proviene del rango jerárquico que han recibido, como si actuaran con un poder propio, y no con el poder vicario que les confiere el Romano Pontífice. El poder vicario para ejercer un oficio es el mismo si se recibe de un obispo, de un presbítero, de un consagrado o de un laico”.
Pero dejemos la palabra a los cardenales Ouellet y Kasper.
Del primero, que es prefecto del Dicasterio para los Obispos, se reproduce a continuación la parte inicial de su ensayo “La reforma de la Curia Romana en el ámbito de los fundamentos del derecho en la Iglesia”, publicado en “L’Osservatore Romano” el 20 de julio de 2022.
Ouellet describe allí claramente el estado de la cuestión, con el nítido contraste entre las grandes escuelas canónicas de Eugenio Corecco y Klaus Mörsdorf, en línea con el Concilio Vaticano II, y la posición anticonciliar y “positivista” del padre Ghirlanda y la escuela jesuita actual.
Pero su ensayo debe ser leído en su totalidad, porque Ouellet desarrolla en él una refinada reflexión “que podría ayudar a desentrañar esta cuestión a la luz de una eclesiología trinitaria y sacramental”, y además llega “sutilmente” a una propuesta para reescribir el controvertido canon 129 del Código de Derecho Canónico.
En cuanto al cardenal Kasper, quien fue presidente del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, el texto que reproducimos aquí es un breve extracto de su prefacio al volumen del canonista Giuseppe Sciacca, ex secretario del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, “Nodi di una giustizia. Problemi aperti del diritto canonico”, publicado por Il Mulino en 2022.
“UNA REVOLUCIÓN COPERNICANA EN EL GOBIERNO DE LA IGLESIA”
Por Marc Ouellet
La reserva de fondo que aflora, al evaluar la Constitución “Praedicate Evangelium”, se refiere a la decisión de integrar a los laicos en el gobierno de la curia, lo que significaría resolver de hecho una muy antigua controversia en la historia de la Iglesia, a saber, si el poder de gobierno está necesariamente vinculado o no al sacramento del Orden.
“Praedicate Evangelium” asumiría implícitamente la opción de no considerar el sacramento del Orden como el origen del “poder de jurisdicción”, sino de atribuirlo exclusivamente a la “missio canonica” otorgada por el Papa, que conferiría así una delegación de sus propios poderes a cualquiera que ejerza una función de gobierno en la curia romana, ya sea un cardenal, un obispo, un diácono o un laico.
Algunos juristas señalan que esta posición representa una revolución copernicana en el gobierno de la Iglesia, que no estaría en continuidad o incluso iría en contra del desarrollo eclesiológico del Concilio Vaticano II. De hecho, éste planteó el tema de la sacramentalidad del episcopado y de la colegialidad, pero sin resolver del todo la cuestión del origen de la “sacra potestas”.
Los expertos en Derecho Canónico debaten desde hace siglos para entender cuál es el origen de esta “sacra potestas” que determina la estructura jerárquica de la Iglesia y su modo de gobernar al pueblo de Dios. ¿Se trata de una voluntad divina (inmediata) inscrita en el sacramento del Orden que funda los poderes para santificar, enseñar y gobernar, o se trata más bien de una determinación de la Iglesia (mediada), conferida al sucesor de Pedro en virtud de su mandato de pastor universal con la asistencia especial del Espíritu Santo?
La historia aporta elementos que pueden interpretarse a favor de una u otra posición. La tendencia a separar las potestades de orden y de jurisdicción se basa en muchas disposiciones papales del pasado, que han avalado actos de gobierno sin la potestad de orden, por ejemplo, el gobierno de algunas abadesas desde la Edad Media hasta los tiempos modernos, algunos obispos que han gobernado diócesis sin haber sido ordenados, o también algunas licencias concedidas por el Papa a simples sacerdotes para ordenar a otros sacerdotes sin ser obispos, etc.; se podría alargar la lista de hechos que muestran cómo la potestad de gobierno no depende intrínsecamente de la potestad de orden, sino de otra fuente, que luego se identifica con la “missio canonica” conferida por el Papa.
La escuela canonista de Eugenio Corecco (1931-1995) y los canonistas de Múnich interpretaron algunos de estos hechos como casos límite o aberraciones (¡obispo no ordenado!) y se esforzaron por demostrar la lenta toma de conciencia por parte de la Iglesia de la naturaleza sacramental del episcopado y de los poderes relacionados con él (“Lumen Gentium”, n. 21). De ahí el esfuerzo del Concilio Vaticano II por arraigar explícitamente las potestades de santificar, enseñar y gobernar en la potestad de orden, dejando abierta a la discusión de los expertos la cuestión del fundamento de la distinción y de la unidad de la potestad de orden y jurisdicción.
¿La nueva constitución iría más allá del canon 129§2 del Código de Derecho Canónico, que dice: “En el ejercicio de la misma potestad [de jurisdicción], los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho”? ¿Cómo se pueden conciliar los acontecimientos históricos con el derecho actual, que refleja la nueva conciencia sacramental de la Iglesia? En un sentido más amplio, ¿cómo explicar teológicamente el fundamento de la unidad de estos dos poderes, reconociendo al mismo tiempo su distinción y complementariedad operativa?
Si se siguen las tesis de Corecco, la posición del padre Gianfranco Ghirlanda y de la actual escuela jesuita sería positivista y no incorporaría los avances del Concilio Vaticano II. Afirmaría la unidad de la “sacra potestas” y, por tanto, la raíz sacramental del “tria munera” de santificar, enseñar y gobernar. ¿Qué agregaría entonces la “missio canonica” a la potestad de orden, si ésta ya contenía el fundamento de la jurisdicción?
La contribución de Klaus Mörsdorf (1909-1989), el gran maestro de la escuela de Múnich, radica en haber afirmado que el sacramento del Orden confiere ya el fundamento de la idoneidad para los “tria munera”, aunque la “missio canonica” le añada la inserción efectiva en el colegio de los obispos mediante el encargo simultáneo de la responsabilidad de una Iglesia particular.
Más que nadie, Mörsdorf ha reflexionado, estudiado y publicado sobre esta cuestión, que en su opinión merece especial atención para evitar derivaciones cismáticas. Se cuida en distinguir sin separar los dos poderes, que están intrínsecamente unidos en la identidad sacramental del obispo dedicado a una comunidad particular. Reconoce, sin embargo, que aún faltan investigaciones multidisciplinares -históricas, dogmáticas, sacramentales, canónicas- para dar cuenta del fundamento de esta múltiple y a la vez única “sacra potestas”.
“CON CONSECUENCIAS NO SIEMPRE FELICES”
Por Walter Kasper
El área principal en la Iglesia y Derecho se encuentran es la naturaleza sacramental de la Iglesia. […] El primer milenio mantuvo el arraigo sacramental del ordenamiento jurídico; sólo en el segundo milenio se verificó una coexistencia y un dualismo entre la autoridad conferida sacramentalmente por la ordenación y la autoridad de dirección o jurisdicción conferida por mandato. Así, el Derecho pudo desligarse de la vida sacramental de la Iglesia y también pudo desarrollarse en una cierta vida propia con consecuencias no siempre felices. […]
El Concilio Vaticano II tiende a reconectar las dos áreas y a unir las dos potestades, “ordo” e “iurisdictio”, en la única “sacra potestas”, la que se confiere, en su plenitud, en la ordenación episcopal, que, naturalmente, sólo puede ejercerse en la comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del colegio episcopal (“Lumen Gentium”, n. 21). La “sacra potestas” no es un fin en sí mismo, sino que está al servicio de la edificación de la Iglesia, del bien de todo el Cuerpo de Cristo y de la cooperación libre y ordenada de todos los miembros (“Lumen Gentium”, n. 18). Este carácter de servicio está ya en “Lumen Gentium” n. 8, establecido cristológica y soteriológicamente, y es reafirmado claramente en los documentos del Concilio.
La “sacra potestas” no tiene que ver con el poder, ni con la justa distribución del poder y la distribución proporcional del mismo. Se trata del ejercicio del triple ministerio de la proclamación, de la celebración y administración de los sacramentos y del ministerio pastoral del gobierno de la Iglesia. Deben hacerse en nombre de Cristo, lo que al mismo tiempo significa a la manera y según el ejemplo de Cristo. Así, la pirámide jerárquica se invierte. La cima está en la base, el oficio jerárquico debe hacerse servicio y el Papa es el siervo de los siervos de Dios (Mc 9, 35; 10, 43; Jn 13, 15 y ss.; 1P 5, 3). Por el contrario, los que aspiran al cargo eclesiástico para compartir el poder cabalgan montados en un caballo muerto.
Praedicate Evangelium
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