China Tudela en Irlanda

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De laberinto en laberinto

Por Carmen McEvoy-Diario El Comercio.
¿Cómo definir la sucesión de intensos días que hemos vivido? ¿Qué imagen podría capturar la sensación de estupor, rabia, sorpresa o cansancio que nos embargó en los previos a una Navidad absolutamente surreal? Pienso en palabras y frases como laberinto, callejón sin salida, nudo gordiano para aproximarme a un escenario regido por la contingencia. Uno en donde todos los implicados –en esa suerte de teatro de lo absurdo que fue la vacancia y el indulto presidencial– extraviaron sus libretos para luego ser absorbidos por las fuerzas que ellos mismos desencadenaron y no lograron controlar.
En medio de esta monumental trifulca, en la cual múltiples eventos coinciden posibilitando el increíble ‘rendezvous’ entre Edmund Burke y Condorito, vino a mi memoria un episodio de una de mis series favoritas de cuando era niña. Se trata de ese de “La dimensión desconocida” en el que una pareja de esposos se pasa de copas y termina en un tren que da vueltas en el mismo lugar, una y otra vez. La escena en la que ambos descubren horrorizados la trampa en la que se encuentran metidos es seguida por otra que me quedó grabada. Un niño, tal vez habitante de otra galaxia, juega con el tren del cual la pareja inútilmente trata de escapar. Una fuerza superior a ellos no solo los controla sino que los hace girar a su absoluta merced.
“La historia me juzgará”, nos dijo el presidente Pedro Pablo Kuczynski cuando horneábamos el pavo para celebrar la noche en que Jesús vino al mundo. El regalo inesperado para millones de peruanos estupefactos fue el del indulto a un ex presidente culpable de delitos bastante conocidos. Es por ello que más que la frase utilizada por Kuczynski que se queda en el cliché, propongo esta de James Joyce: “La historia es una pesadilla de la que estamos intentando despertar”.
Es irónico que en la noche de un parto emblemático regrese el personaje que despierta el odio más profundo o la lealtad más absoluta, quebrando al Perú en dos facciones antagónicas e irreconciliables. El laberinto por el cual hemos venido transitando por 25 años –sembrado de bombas senderistas, corrupción institucionalizada, presidentes presos o fugados– parece terminar donde empezó. El escalamiento de una guerra política cuyo final nadie esperó muestra que, como los pasajeros del tren de “La dimensión desconocida”, seguimos dando vueltas y vueltas sin agencia alguna por controlar nuestro destino, que siempre conduce a un pasado que, por irresuelto, regresa para atormentarnos.
“Hemos perdido una batalla pero no la guerra”, declaró el ‘comandante’ Becerril luego de la estrepitosa derrota de su facción congresal. Ello evidenció que la cultura que nos rige es la que este señor declara a voz en cuello. Y es que la guerra –nuestra marca de fábrica– lleva inevitablemente a la confusión e incertidumbre que vivimos cotidianamente, incluso sin tregua navideña para abrir en paz los regalos.
En “La guerra maldita”, el libro que edité teniendo como sustento medio millar de cartas escritas por Domingo Nieto, aparecen muchos personajes confundidos en la “niebla de la guerra”. Algunos de ellos arrepentidos de lo que hicieron porque ello los llevó al objetivo opuesto que perseguían. El mismo Nieto no entiende cómo la guerra que empezó por una sucesión presidencial culminó en un conflicto trinacional en el que ya nadie recordaba ni su bando ni la razón por la cual peleaba.
¿Será posible sacar alguna lección de esta última batalla por el poder que, como tantas otras, amenaza el bienestar de millones de peruanos atrapados en el fuego cruzado de las facciones en pugna? ¿Será posible construir una sociedad de posguerra e imaginar una tregua bicentenaria que nos lleve a un mundo más calmado y previsible, donde los jóvenes puedan soñar en grande en lugar de marchar por las calles para resolver un pasado del cual no son responsables?
Juan de la Puente señala que el lado oscuro regresó al Perú y yo creo, en cambio, que nunca se fue. Porque hay que lidiar cara a cara con la dictadura y su legado ambivalente, preguntándole al ex presidente indultado por qué renunció por fax y cuándo pagará la reparación que nos adeuda. Pero también conversar con una izquierda que demoró en entender que la democracia es la única alternativa que tenemos como sociedad. Porque algo muy extraño debe estar ocurriendo para que el ex cura Marco Arana, quien abrió la caja de truenos, trate ahora de convencernos de que, con Fujimori libre y la sociedad peruana crispada y dividida, él es el abanderado de la moralidad y el salvador del Perú.
¿De las puertas giratorias, qué puedo decir? Que tendrán que dejar de girar, sí o sí, porque hipotecan el destino de millones de compatriotas que aún esperan por los servicios básicos, además de oportunidades para una vida mejor.
De esta Babel decembrina, que nos tuvo suspendidos en el tiempo, quedan dos palabras que ahora andan circulando y sobre las cuales sería bueno reflexionar detenidamente como sociedad: reconciliación y perdón. Nos han pedido perdón no con la fuerza y el verdadero respeto que merecemos pero el acto ha ocurrido, dos veces, y debe reconocerse. El perdón significa, sin embargo, reconocimiento de la falta y esta –no voy a entrar en detalles– fue gravísima porque nos quebró y nos sigue quebrando como nación y todavía no logramos recuperarnos de ello.
Sobre la reconciliación, ella no es un acto impuesto unilateralmente sino una conversación que debe fluir y respetar los tiempos y el dolor que cada uno lleva a cuestas. Fue una guerra larga y sangrienta que luego trocó en un enfrentamiento brutal que espero haya llegado a su fin o al menos al inicio del final. Por el bien de millones de peruanos que merecemos vivir en paz pero con justicia e igualdad de oportunidades. Que de este faccionalismo perverso donde los intereses personales se anteponen al bien común surja finalmente la república y que cada uno empiece a fortalecerla desde el espacio que le compete.

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