Sentido primaveral de nuestra historia

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Sentido primaveral de nuestra historia, por Juan Luis Cipriani

Por Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne.
El primer servicio que presta la fe a la política es liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos –individualistas y colectivistas–, que constituyen el verdadero peligro de nuestro tiempo. Ser sobrios, honestos y justos nos lleva a realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible.
El grito que reclama grandes hazañas y que emprende con aire de cruzada su intento de  destruir instituciones como el matrimonio y la familia suena fuerte por ser irracional. Hay que humanizar la humanidad. Todo lo que fortalezca la familia tiene la aprobación del pueblo. Todo lo que dañe a la familia tiene la desaprobación del pueblo. 
La persona humana y su esperanza van siempre más allá –trascienden– de la esfera de la acción política. Ni el Estado, ni institución social alguna, constituyen la totalidad de la existencia humana, ni abarcan toda la esperanza que lleva el hombre. El Estado no es la totalidad, como tampoco lo son la empresa y el mercado. El verdadero realismo se encuentra en el humanismo y en el humanismo se encuentra el Dios hecho hombre: ¡Jesucristo!
Por ello, el eje sobre el que debe girar la acción política responsable debe ser el hacer valer en la vida pública el plano moral, el plano de los mandamientos de la ley de Dios. El Creador exige a su criatura respetar la huella que le ha impreso en su corazón en el acto creador, para que, libre y responsablemente, adquiera y desarrolle con su obrar virtuoso la  plenitud de su ser persona. 
Desconocer la dependencia de su ser relacional en el acto creacional lleva consigo la autodestrucción de sí mismo como persona; y genera, por consiguiente, el caos en la organización social. Una auténtica crisis ontológica planetaria.
No es moral el moralismo de la aventura que pretende realizar por sí mismo lo que es de Dios. En cambio, sí es moral la lealtad que acepta las dimensiones de la naturaleza humana y lleva a cabo, dentro de esta medida, las obras de la persona humana. Pero, ojo, porque cuando la fe cristiana decae o traiciona el mensaje de Cristo, resurge el mito y la autosuficiencia del hombre que pretende “corregir a Dios”. La humildad inscrita en la condición humana constituye su mayor grandeza y exige ser puesta en acto en la vida diaria y en cada acto personal.
Resumamos algunas consecuencias de lo expuesto. En primer lugar, la fe desnuda o la pura religión no existen. Cuando la fe, en concreto, le dice al hombre –que es una criatura y no el creador– quién es y cómo debe acometer la empresa de ser hombre, está generando una cultura. Esto significa también que la fe encarnada es, en sí misma, una comunidad que vive en una cultura, a la que nosotros llamamos Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Iglesia Católica.
Podemos decir que la fe misma es cultura, es decir, que la revelación de Cristo en su Iglesia también se expresa en los valores que históricamente  ha desarrollado y caracterizan la vida de una comunidad cristiana, como es el caso de nuestro querido Perú.
Por ello, un cristiano no deja de ser peruano. Vive en su cultura histórica andina inspirada por los valores de la fe, contribuyendo ambas a formar una síntesis –el mestizaje–, que Víctor Andrés Belaunde califica de peruanidad. La fe no es, pues, un camino privado hacia Dios sino una senda que conduce al Pueblo de Dios y a su historia. Dios se ha vinculado a una historia en la persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. 
La Iglesia goza en el Perú, no obstante las debilidades y miserias humanas, de un alto índice de confianza y de credibilidad por parte del pueblo. Verificamos  que el cristianismo es la fe del  94% de los peruanos, del cual el 80% es católico: esa realidad es clave en la lectura del destino del país, para respetar y promover los valores que mayoritariamente conforman la identidad de nuestro pueblo. Bienvenida una sana laicidad, no así un laicismo intolerante.
Reafirmando ese sentido humano y cristiano de la vida de nuestra patria, el 79% de la población opina que si los valores religiosos estuvieran más presentes en el gobierno del país, los peruanos estaríamos mejor; y, además, afirma el 78%, la gente sería más honesta. ¿Cómo no llamar la atención, entonces, sobre la trascendencia de la moral cristiana –la honradez, la veracidad, la justicia, la dignidad de toda vida humana, el respeto al buen nombre y a la honra–  y sobre su presencia iluminadora en nuestro pueblo peruano? 
El destino del Perú es continuar buscando tercamente el bien común dentro de un Estado de derecho, al interior de nuestro país y en las relaciones con nuestros hermanos del continente. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con una persona, Cristo. Ello da un sentido primaveral a nuestra historia.

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