San Pedro de Jesús Maldonado Lucero

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Cabalgata San Pedro de Jesus

«Este mexicano tuvo el corazón en el sagrario y en el cielo. Devoto de Jesús Sacramentado, pasión que difundió en derredor suyo, fue ajusticiado brutalmente por las tropas gubernamentales de su país por su condición sacerdotal».
Por Isabel Orellana Vilches- Agencia de Noticias ZENIT
Hoy, festividad de la Virgen de Lourdes, también se celebra la vida de este gran presbítero. La trayectoria de muchos sacerdotes a quienes segaron la vida los enemigos de la fe siempre ha sido un ejemplo de fidelidad a la vocación que recibieron. Aunque la fortaleza que han exhibido estos testigos de Cristo cuando se enfrentaron a la muerte está alentada por la gracia, no cabe duda de que este don había sido alimentado previamente con una disposición sustentada en la oración, la recepción de los sacramentos, y la silenciosa ofrenda del día a día. Ésta siempre encierra una heroicidad que cada uno y Dios conocen, quedando velada por lo general para los demás. En ella se fragua el abrazo a esa cruz que se mantiene enhiesta apuntando a un cielo único, añorado destino para los seguidores del Redentor.
Pedro era natural de Chihuahua, México, donde nació el 15 de junio de 1892. Mientras estudiaba con los paúles se sintió llamado por Dios, y a los 17 años ingresó en el seminario. Allí germinó esta decisión irrevocable: «He pensado tener mi corazón siempre en el cielo, en el sagrario». Y ciertamente la Eucaristía fue el eje central de su vida y acción apostólica. Eran tiempos agitados porque la ideología política dominante se había propuesto erradicar violentamente todo resquicio espiritual. Al cerrar el seminario, donde todos sus integrantes habían pasado por múltiples penalidades y Pedro salió con un organismo debilitado y expuesto a la enfermedad, regresó a su casa paterna, y allí prosiguió su formación. Inclinado a la música, aprovechó para aprender piano, órgano y violín.
En enero de 1918 fue ordenado sacerdote en El Paso, Texas. Ejerció su labor pastoral en San Nicolás de Carretas, Cusihuiachi y Jiménez. Se ocupó de los indígenas tarahumaras y se afanó en reducir la ingesta de alcohol. Nunca ocultó su predilección por los pobres, a quienes ayudaba en sus necesidades, y llegó a criar y educar a un huérfano indigente. Era bien acogido por los campesinos y las gentes sencillas que le pedían una bendición para librar a sus campos de las temidas plagas de langosta. Muchos atestiguaron cómo había logrado expulsarlas con su oración algunas veces. En el distrito de Jiménez le persiguieron grupos masónicos en distintas ocasiones.
En 1924 fue designado párroco de Santa Isabel. Tenía un don especial para tratar con la gente. Fue significativa su capacidad para formar a niños, jóvenes y adultos, a quienes explicaba la historia de la salvación por medio de la fotografía que se convirtió en fértil instrumento pedagógico. Sus cualidades artísticas y musicales fueron muy útiles en esta labor catequética. Devoto de la Eucaristía puso todo su entusiasmo en difundir el amor a Jesús Sacramentado. Muy significativo fue el desarrollo que bajo su amparo tuvieron la Adoración Perpetua al Santísimo Sacramento, la Adoración Nocturna y las Hijas de María.
Entre 1926 y 1929 la persecución religiosa inundó Chihuahua. Él fue uno de los acosados en medio de hostilidades que desembocaron en la clausura de templos, seminarios y centros de enseñanza católicos, además de la muerte de sacerdotes y creyentes. Este encarnizamiento había tenido ligeros puntos de inflexión con aparentes acuerdos entre el gobierno y la Iglesia. Que no eran tales lo prueba que, a un breve periodo de cierta permisión, le siguiera otro de mayor ferocidad en las prohibiciones. Las de esa franja aludida fueron especialmente virulentas. Pedro pasó esos años como un fugitivo; se hallaba a merced de personas de nobles sentimientos que le abrían las puertas de sus casas. Un frágil impasse le permitió atender a los fieles hasta 1934, mientras las autoridades proseguían con su programa de veto total a la fe. Restricciones y castigos ejemplarizantes contra los que se oponían a las consignas gubernamentales eran caldo de cultivo para los católicos. Ese año de 1934 Pedro fue detenido, sufrió maltrato y amenazas de muerte, aunque en un primer momento lo desterraron a El Paso. Quizá pensaron que amedrentado dejaría a su grey. Pero no fue así.
Regresó a Chihuahua, a la parroquia de Santa Isabel, junto a su pueblo. La fiebre no pudo con su ardor apostólico, y en medio de la enfermedad confirmó a todos en la fe. Dos escenarios últimos de su incansable celo fueron El Pino, un rancho donde tuvo que pasar un año, y Boquilla del Río. En este lugar una familia creyente y valerosa puso su casa a merced de la iglesia para convertirla en un improvisado oratorio en el que el sacerdote daba continuidad a las misas y la celebración de los sacramentos. El 10 de febrero de 1937 había celebrado el miércoles de ceniza y se hallaba confesando. Un grupo de violentos ebrios y portando armas irrumpieron en la casa. Los fieles quisieron protegerle, pero Pedro, a fin de mantener a salvo sus vidas de la brutalidad que preveía se iba a desatar, tomó la Eucaristía consigo y se entregó.
El camino que tuvo que recorrer descalzo y atado con fuertes cuerdas fue un calvario que afrontó rezando el rosario en voz alta. El pistoletazo que recibió en la cabeza fue de tal calibre que afectó de forma irreversible al cráneo. La pérdida de uno de sus ojos que en ese instante se desprendió del rostro, por decirlo suavemente, da idea de la brutalidad del golpe que le asestaron. Previamente, tomaron la Eucaristía que cayó del relicario, y se la ofrecieron sin atisbos de compasión: «¡Cómete esto!». Al día siguiente, entregó su alma a Dios. Fue beatificado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1992, quien lo canonizó el 21 de mayo de 2000.

Beato Luis (Alojzije Viktor) Stepinac

Indudablemente hay una diferencia abismal entre quienes tienden a buscar briznas de flaqueza en la Iglesia –aún considerándose integrantes de la misma– y se complacen en airearlas, y aquellos que la llevan anclada en su corazón. Éstos últimos no se reconocen por su afilada lengua sino por su admirable quehacer que persigue restituir con amor el desamor que otros extienden sobre el legado de Cristo. Luís Stepinac forma parte de la pléyade de heraldos de la fe que no escatimaron esfuerzos para sostener la Iglesia con una conducta heroica, saliendo al paso de quienes buscaban su imposible derrota con los brazos abiertos y una firmeza irrevocable que tuvo la última manifestación en su ofrenda martirial. Así encarnó el aserto evangélico: «No hay mayor amor que el que da la vida por un amigo» (Jn 15, 13).
Nació y creció en el seno de una familia profundamente cristiana de la localidad cróata de Krasic, que había acogido con gozo su llegada a este mundo el 8 de mayo de 1898. Heredó de su madre la devoción a la Virgen María, aunque ello no impidió que aflorase alguna crisis interna, como la que se hizo patente en su juventud, siendo militar, tras ser liberado del cautiverio que le mantuvo recluído en Italia. Tiempo después, aborreciendo su vida disipada y su inconstancia ante distintos proyectos, incluido el fracaso de un acordado matrimonio, la misericordia divina salió a su encuentro a través de un sacerdote amigo que le envió un artículo sobre san Clemente María Hofbauer acompañado de una extensa carta.
El ejemplo del santo redentorista tocó su corazón, y encaminó sus pasos al sacerdocio ingresando en el seminario de Roma. Fue ordenado en octubre de 1930 cuando tenía 32 años. Ya entonces se advirtió su amor por la Iglesia y por el Santo Padre. Regresó a Croacia convertido en doctor en filosofía y teología. Estaba dispuesto a todo por Cristo y renunció a ser párroco rural, que es lo que le agradaba, aceptando las misiones de encargado de la liturgia y notario de la curia del arzobispado: «No sé si permaneceré aquí o no. No importa, pues todos los caminos que están al servicio de Dios llevan al cielo».
En 1934 fue nombrado coadjutor del arzobispado. Tres años más tarde sustituyó a monseñor Bauer como arzobispo de Zagreb, que había fallecido. Su labor en pro de la dignidad humana, que defendió vivamente, y la fidelidad a la Iglesia para la que reclamaba el reconocimiento de sus derechos, unido a la fundación de un periódico católico contrarrestando a la prensa antirreligiosa, le colocaron en el punto de mira. Y tras la invasión de Yugoslavia fue acusado de colaborar con el nazismo. Firme en su determinación a luchar por sus altos ideales, se convirtió en el portavoz de todos los oprimidos y perseguidos. Tuvo la valentía de denunciar los abusos cometidos por los ustachis contra las minorías judía y serbia, amén de condenar toda clase de racismo.
Tras la retirada de las tropas alemanas fue tildado de criminal de guerra siendo encarcelado en 1945. Había ejercitado su caridad con los refugiados, distribuyendo entre ellos vagones de alimentos, ocupándose personalmente de los niños huérfanos, de los prisioneros y de los fugitivos de las montañas. Salvó de la inanición y la muerte a 6700 niños, que en su mayoría eran descendientes de ortodoxos. Toda una hazaña en tiempos tan convulsos. El mariscal Tito fracasó en su intento de que se escindiera de la autoridad de Roma creando una «Iglesia Nacional» bajo la égida comunista. La resistencia de los obispos croatas a su injusta encarcelación quebró la voluntad del gobernante que se vio obligado a liberarlo, si bien la instauración de la brutal dictadura trajo consigo el asesinato de centenares de sacerdotes así como el encarcelamiento y desaparición de otros. El vehículo en el que viajaba fue apedreado y previendo una inminente encarcelación, dejó instrucciones para administrar la Iglesia.
A mediados de diciembre de 1945 dirigió un mensaje al clero que sintetiza su existencia:«Tengo la conciencia limpia y en paz ante Dios, que es el más fidedigno de los testigos y el único juez de nuestros actos, ante la Santa Sede, ante los católicos de este Estado y ante el pueblo croata». Más tarde, añadiría: «Estoy dispuesto a morir en cualquier momento». En septiembre de 1946 la milicia irrumpió en la capilla donde oraba y le apresó de nuevo: «Si estáis sedientos de mi sangre, aquí me tenéis», fueron sus palabras. Era el inicio de un durísimo e injusto proceso que afrontó con entereza y una fortaleza admirable. Su madre fue presionada brutalmente para influir en el beato, pero ella le dijo valerosamente: «Yo, tu madre, te prohibo decir lo que te pidan. Piensa en tu alma y cállate, no digas una sola palabra»Ella misma moriría mártir en un campo de concentración.
Luis fue condenado a dieciséis años de prisión y trabajos forzados «por crímenes contra el pueblo y el Estado». Sufrió toda clase de humillaciones y atropellos que aceptó en silencio convirtiendo la celda en un oratorio. En su diario escribió: «Todo sea para la mayor gloria de Dios; también la cárcel». Estando recluído, a finales de noviembre de 1951 Pío XII lo nombró cardenal. El 5 de diciembre de ese año, cediendo a las presiones internacionales, el gobierno yugoslavo consintió en trasladarlo a Krasic bajo libertad vigilada. Un periodista le preguntó: —«¿Cómo se encuentra?». Respondió: —«Tanto aquí como en Lepoglava, no hago más que cumplir con mi deber». —«¿Y cuál es su deber?». —«Sufrir y trabajar por la Iglesia». Murió el 10 de febrero de 1960 siendo fiel a la Iglesia por la cual fue calumniado, condenado y martirizado lentamente, con indescriptible alevosía, aplicándole rayos X cada noche desde un espacio contiguo a la celda que ocupaba. Su lema fue: «Odiar la injusticia y amar la justicia». Juan Pablo II lo beatificó el 3 de octubre de 1998.

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