Por Antonio Elduayen Jiménez CM
Estamos a dos semanas del final del Año Litúrgico (el 1º.12 será el 1º domingo de Adviento) y la Palabra de Dios (Lc 21, 5-19), nos hace ver ese final como el término de todo, cuando habrá destrucción, guerra y muerte. Un final apocalíptico. Aunque yendo a la intención de Jesús y leyendo entrelíneas no lo parezca tanto, pues nos abre a la esperanza, a Jesucristo Juez de vivos y muertos, y a un mundo nuevo, inédito y maravilloso, regalo de Dios para los suyos. Lo que en definitiva cuenta no es lo que está pasando sino lo que se nos viene. Como en el final del año civil en el que lo que cuenta no es el año viejo que termina sino el año nuevo que llega, lleno de expectativas.
La destrucción del templo de Jerusalem, que Jesús profetiza, les cayó a los apóstoles como un rayo. Era la más increíble noticia que podían imaginar y escuchar. No sólo porque el templo era considerado como una de las 7 maravillas del mundo antiguo sino también y sobre todo, porque era el alma de su historia y la sede de su Dios. Destruir el templo era dejarlos sin piso, era destruirlo todo, incluido el mundo, pues los judíos no concebían el mundo sin su templo. Por eso, a la destrucción del templo, anunciada por Jesús, ellos añadieron por su cuenta que era inminente el final del mundo. La profecía de Jesús sobre la destrucción del templo se cumplió 40 años después, el 9 de agosto del 70 dC., cuando los soldados romanos lo incendiaron y destruyeron la ciudad. Recuerden que una de las acusaciones contra Jesús en su juicio fue la de que había dicho que iba a destruir el templo (Mc 14,58).
El final del mundo y las señales que lo precederán, la vuelta de Jesús y el juicio final, etc. son, en lo humano, como un psicosocial que inquieta a todos, en especial cuando se dan situaciones críticas. Fue así en tiempos de la primera comunidad cristiana. Y lo es en cualquier momento, cuando a algún falso profeta se le ocurre anunciarlo. Recuerden cuánto se habló del fin del mundo en el año 2012, no obstante lo dicho por Jesús (Mt 24,36). Todo esto pertenece al género literario apocalíptico-escatológico -a la futurología, decimos hoy-, y hay que entenderlo desde su cabalística. Lo que a nosotros nos interesa es ver todo eso como señal y aviso, por ejemplo, de que aún lo más bello y consistente es pasajero. De que no hay que dejarse engañar por las apariencias ni por las personas. De que una especial providencia cuida de los que son de Jesús. De que hay que vivir siempre en vigilante espera, seguros de que con nuestra constancia salvaremos nuestras vidas.
A mi entender hay unos versos de Santa Teresa de Jesús que de modo maravilloso resumen y refuerzan todo lo dicho. Sobre todo que brotan de la experiencia de una mujer, andariega y mística, que supo vivir en el mundo sin ser del mundo, como pide el Señor (Jn 17, 11. 16). Vale la pena memorizar estos versos y rezarlos. Dicen así: Nada te turbe, / nada te espante, / todo se pasa, / Dios no se muda;/ la paciencia todo lo alcanza;/ quien a Dios tiene / nada le falta / Sólo Dios basta”.
PREPARÁNDONOS PARA LA FIESTA DE LA MILAGROSA
La cercanía de la Fiesta Patronal de la Parroquia, nos invita a prepararnos para que el acontecimiento no nos tome de sorpresa sino que se convierta en una bendición. Vengan a este altar, dijo la Virgen a su vidente Santa Catalina, y recibirán toda clase de gracias. Este lapso hasta el 27, es un buen tiempo para ir acercándonos al altar del Señor. Para conocer, amar, imitar y comprometernos con la Santísima Virgen María, y para ponernos con ella al servicio de Jesús y del prójimo. Como en las Bodas de Cana, pero ahora dirigiéndose a nosotros, la Madre le dirá al Hijo, no tienen… -(¡nos faltan tantas cosas!)- , y Jesús nos hará el milagro de darnos lo que tanto necesitamos.
Preparémonos reflexionando y orando estos dos puntos: 1. Qué es lo principal que la Señora de la Medalla vino a decirnos a través de sus apariciones; y 2. Qué es lo principal que quiere y espera de nosotros.
En relación con el punto 1, no me cabe la menor duda que lo principal que vino a decirnos es que nos ama mucho. Que nos ama con un amor inmenso, solícito, tierno, hermoso, gratuito. En una palabra, con el amor sumado de todas las madres del mundo y aún más. ¿Vemos así a la Señora de la Medalla, como a una madre amorosa, que nos quiere a cada uno lo indecible y como somos? Me temo que a fuerza de hablar de sus apariciones, de sus asociaciones, de los milagros que hace y nos ha hecho, de cómo tenemos que llevar la medalla, etc., nos olvidamos de cuánto y cómo nos quiere, de cuánto y cómo se nos ha dado. Por amor rompió el silencio en que se había envuelto y bajó del cielo en 1830. Por amor nos hizo el regalo de su retrato, en la forma de una medalla, para que sintamos su cariño (y le correspondamos con un beso de amor).
Podríamos continuar con una larga lista de las cosas que por amor ha hecho en favor nuestro, pero, mejor, veamos un poco el punto 2. Qué es lo principal que la Señora de la Medalla quiere y espera de nosotros. Sin duda y por lo que acabo de decir, lo principal que quiere y espera de nosotros es que la amemos. Con un amor grande, filial y lleno de confianza, ilusionado y agradecido. Quizá nuestra devoción a la Señora de la Medalla Milagrosa es algo superficial e inmediatista: rezar su novena, llevar y difundir la medalla, recibir la capillita domiciliaria, etc. Quizás a nuestra devoción le faltan corazón y alma,
Como en nuestro trato con Jesús, necesitamos de un cambio en nuestro trato con María. Un cambio de mentalidad y de actitudes. Que la veamos ante todo como nuestra Madre. Está bien y le agrada que le recemos y le demos flores, cantos, limosnas para los pobres, etc., pero nada le interesa ni le agrada tanto como nuestra persona y corazón. Es esto lo que la Señora espera de nosotros: que nos demos a nosotros mismos, que nos pongamos como niños en sus manos. ¿¡Cómo podríamos llegar a un encuentro vivo, personal, transformador y transformante con María?! Algo así como una experiencia religiosa, que nos lleve a estar a gusto con la Madre, a sentir como ella, a mirar con sus ojos y amar con su corazón. A hacer las cosas que sabes que le agradan, a preguntarnos frecuentemente ¿qué diría o qué haría en mi lugar la Virgen Milagrosa? Y esforzarnos por decir y hacer lo que Ella diría y haría. Entonces hasta Dios nos sonreirá y bendecirá.
Grandes retornos: Romano Amerio y las variaciones de la Iglesia católica
¿Los cambios de la edad del Concilio han hecho mella o no en la esencia del catolicismo? “L’Osservatore Romano” informa que el gran pensador suizo está en alza. Y el arzobispo Agostino Marchetto destruye las tesis de sus adversarios: la “escuela de Bolonia”, fundada por Dossetti y Alberigo.
Por Sandro Magister
Entre las novedades de “L’Osservatore Romano” dirigido ahora por el profesor Giovanni Maria Vian hay un referida a un pensador de excepcional relevancia en la cultura católica del siglo XX: el suizo Romano Amerio, muerto en Lugano el 1997 a los 92 años de edad.
En el 1985, cuando Amerio publicó su obra maestra titulada “Iota unum. Estudio de las variaciones de la Iglesia católica en el siglo XX”, el diario de la Santa Sede descartó la reseña del libro que fue encargada al entonces prefecto de la Biblioteca Ambrosiana, monseñor Angelo Paredi. La reseña fue considerada demasiado favorable y “L’Osservatore” escogió quedarse callado. También las autoridades vaticanas se pusieron de acuerdo en el intolerante silencio sobre el libro y su autor.
Hoy “L’Osservatore Romano” ha tomado la opción contraria. Ha decidido no callar más sobre Amerio sino hablar de él. Y de hablar bien sobre él.
La ocasión ha sido un congreso sobre Amerio promovido el 9 de noviembre en Ancona por el Centro de Estudios Oriente Occidente, diez años después de la muerte del gran pensador suizo.
La interrogante de fondo puesta por Amerio en “Iota unum” -y en su continuación “Stat Veritas” publicado póstumamente en 1997- es el siguiente:
“Toda la cuestión sobre el presente estado de la Iglesia se encierra en estos términos: ¿está preservada la esencia del catolicismo? ¿Las variaciones introducidas lo hacen perdurar en medio del variar de las circunstancias o lo hacen convertirse en otra cosa? […] Todo nuestro libro es una recolección de pruebas de tal cambio”.
Amerio fue proscrito como emblema de la “reacción anticonciliar”, pero en realidad la cuestión propuesta por él con rigor filológico y filosófico, con rara libertad de espíritu y al mismo tiempo con integra obediencia a la Iglesia es cuestión que no se deja aprisionar ni remover.
El punto de no retorno fue el discurso de Benedicto XVI a la curia romana, el 22 de diciembre del 2005, centrado precisamente sobre la correcta interpretación de las “variaciones” de la Iglesia antes y después del Concilio Vaticano II.
Después de ese importante discurso, ya no era perdonable seguir callando sobre Amerio. Una primera señal de la readmisión del pensador suizo en el “agorà” pública de la Iglesia fue, el pasado abril, una reseña positiva de “La Civiltà Cattolica” -la revista de los jesuitas de Roma impresa con la revisión previa de las autoridades vaticanas- a un libro de su discípulo Enrico Maria Radaellli: “Romano Amerio. De la verdad y del amor”.
Pero ahora es “L’Osservatore Romano” quien rompe definitivamente el silencio. El sábado 10 de noviembre el diario del Papa, aparte de informar del congreso de Ancona, publicó las conclusiones de uno de los relatores y admiradores de Amerio, el arzobispo Agostino Marchetto, con el título: “Para una recta interpretación del Concilio Vaticano II”.
No es lo único. En un comentario firmado por Raffaele Alessandrini, “L’Osservatore Romano” ha admirado en Amerio la crítica visionaria contra el “proceso de secularización en acto también dentro del mundo cristiano” y contra los “riesgos del relativismo que se difunde rápidamente”: critica motivada en nombre del “primado de la verdad sobre el amor”, un baluarte del pensamiento de Amerio cuyo trastorno -escribe Alessandrini- se revela cada vez más como un “sutil engaño”, una confusión que hace iguales a todas las religiones, peor, “un ataque a Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, el Logos”. En fin: “sólo la verdad hace libres, no lo contrario”. Incluso un católico lejano a Amerio como don Lorenzo Milani -sigue Alessandrini- compartía con él el “primado de la verdad sobre el amor”, había entendido que sobre este “orden” se funda la fidelidad de la Iglesia a su esencia originaria.
En el congreso de Ancona discutieron sobre Amerio diferentes estudiosos, desde varios ángulos: su discípulo y editor de las obras Radaelli, los filósofos metafísicos Matteo D’Amico y Dario Sacchi, de la Universidad Católica de Milán, monseñor Antonio Livi de la Pontificia Universidad Lateranense, Pietro De Marco de la Universidad de Florencia, el Padre Pietro Cantoni ex miembro de la Fraternidad de San Pío X y docente en el Estudio Teológico de la diócesis de Toscana.
El único que en su ponencia no citó a Amerio por su nombre fue el arzobispo Agostino Marchetto, por treinta años en la diplomacia pontificia y hoy secretario del pontificio consejo para la pastoral de los inmigrantes e itinerantes. Pero como historiador de la Iglesia, Marchetto es autor de reseñas muy críticas de la exaltación del Concilio Vaticano II como “ruptura y nuevo inicio” hecha por la “escuela de Bolonia” fundada por Giuseppe Dossetti y Giuseppe Alberigo: exaltación a las antípodas del análisis de Amerio sobre la Iglesia católica del siglo XX.
A continuación se reproduce el texto completo de la ponencia de monseñor Marchetto en el congreso de Ancona sobre Romano Amerio, en gran parte dirigida a demoler la interpretación de Alberigo y sus seguidores.
Pero la polémica no terminará aquí. En el próximo número de “Cristianismo en la historia”, su revista oficial, los estudiosos de la “escuela de Bolonia” volverán a defender su propia interpretación del Concilio Vaticano II.
Por anticipaciones filtradas por Joseph A. Komonchak y Alberto Melloni, se adivina que buscarán jalar de su parte a Benedicto XVI, de quien recuerdan la promesa de dejar “su documentación conciliar al instituto de Bolonia”.
Optarán en cambio nuevos caminos contra Marchetto y el cardenal Camillo Ruini. A este último no le perdonan el haber apoyado en público las críticas del primero a la “Historia del Vaticano II” dirigida por Alberigo. Llegando a decir:
“La interpretación del Concilio como ruptura y nuevo inicio esta terminando. Hoy es una interpretación muy débil y sin asidero real en el cuerpo de la Iglesia. Es tiempo que la historiografía produzca una nueva reconstrucción del Vaticano II que sea también finalmente, una historia de verdad”
Aquella verdad a la cual el primado de Romano Amerio ha dedicado toda su vida de estudioso y de católico.
Lecturas hermenéuticas del Concilio Ecuménico Vaticano II
Por Agostino Marchetto
Comenzaré recordando -como premisa- la importancia vital del vínculo profundo entre teología, historia de la Iglesia y derecho. Sobre esa línea he trabajado en los últimos treinta y cinco años, como se evidencia también en mi libro “Iglesia y papado en la historia y en el derecho. 25 años de estudios críticos” (Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2002).
Agrego la consideración fundamental sobre la importancia y sobre el valor doctrinal, espiritual y pastoral del Concilio Ecuménico Vaticano II: es “ícono” del catolicismo, constitucionalmente, comunión también con el pasado, con los origines, identidad en evolución, fidelidad en la renovación. De aquí la necesidad de una correcta exégesis del mismo, de una hermenéutica veraz, es decir de una interpretación fundada y respetuosa de lo que un Concilio Ecuménico es.
El Vaticano II fue “magno”. Sólo los actos oficiales se recogen en 62 gruesos tomos, que forman la base segura para la justa recepción y una correcta hermenéutica. Pero muchos han comenzado a tejer su propia tela interpretativa incluso antes de la publicación de las actas, indispensables, referentes a los órganos directivos conciliares, o sea basándose en escritos particulares (diarios personales), en periódicos de la época y crónicas, a veces ilustres. Pienso en la del Padre Caprile, por ejemplo.
Aquí ya nace la cuestión de su tamiz, de la crítica cruzada, ya que por una simple lectura aparecen discrepancias y variedad de atribuciones y “méritos” (de ciertas posiciones al final “vencedoras”), conocimientos parciales respecto a complejidad de cosas sinodales (tela de reglamentos, “presiones”, movimientos, “batallas” contra el “conservadorismo”, o la curia, o en defensa de la tradición o de la vanguardia, magisterio del Magisterio, o interpretación de dirección pastoral-ecuménica de Juan XXIII).
Con esto no se rechaza naturalmente el aporte de los diarios, como ha hecho por ejemplo E. Mahieu para los conciliares de Congar. Ellos dan, entre otras cosas, sabor, y constituyen “ingredientes” para el todo, pero deben ser sometidos a las actas oficiales sin deslizarse hacia una historia de fragmentos, una crónica o un enciclopedismo, con dispersión, disensión, vivisección o desolladura del mismo Concilio. Recordamos aquí los diarios de Chenu, Edelby, Charue -y los inventarios de las cartas Suenens y De Smedt-, Congar, Prignon, Betti y Philipps, en espera del de Felici. Mencionamos además los libros de S. Schmidt sobre Bea, B. Lai -para Siri- y Ratzinger -con dos “recuerdos” sobre la finalidad del Concilio y sus “fuentes” de la Revelación-, además de -todavía hablando de recuerdos- del cardenal Suenens. Para todo ello véase mi libro “El Concilio Ecuménico Vaticano II. Contrapunto para su historia”, Libreria Editrice Vaticana, 2005, pp. 407.
La problemática subyacente al uso de diarios está, por muchos motivos, ligada al compromiso por disminuir la importancia de los documentos conciliares finales (¡el “espíritu” del Concilio! Pero en cambio es el espíritu de este corpus), síntesis de Tradición y renovación (es decir aggiornamento), para hacer prevalecer una búsqueda “codiciada” antes, que nos ha parecido ideológica desde el inicio. Ella se fija sólo en los aspectos innovadores, en la discontinuidad respecto a la Tradición. El testimonio más sobresaliente lo encontramos en el volumen “El evento y la decisiones. Estudio de las dinámicas del Concilio Vaticano II”, editado por María Teresa Fattori y Alberto Melloni.
Apostar por la discontinuidad es también fruto de la actual tendencia historiográfica general que (después y contra Braduel y Le Annales) privilegia, en la interpretación histórica “del evento”, entendido como discontinuidad y cambio traumático. Ahora bien, en la Iglesia si “evento” no es un hecho tan importante, sino una ruptura, una novedad absoluta, el nacer “in casu” casi de una nueva Iglesia, una revolución copernicana, el pasaje a otro como catolicismo -perdiendo sus características inconfundibles- dicha perspectiva no podrá y deberá ser aceptada precisamente por su especificidad católica. En el citado volumen, en consecuencia, se critican las “hermenéuticas” conciliares de hombres no ciertamente “cerradas” o contrarias al Vaticano II, como Jedin, Kasper, Ratzinger y el mismo Poulat. Así resulta que esa fue una posición extrema, de ultranza (opuesta al “consenso”, en el seno de la mayoría conciliar (había además una extremidad en la minoría, que después se manifestará con el cisma de Monseñor Lefebvre), logró, después del Concilio, casi monopolizar hasta ahora la interpretación, rechazando todo proceder diferente, quizá vituperándolo quizá de anticonciliar (ver G. Dossetti, “El Vaticano II. Fragmentos de una reflexión”).
Es pues necesario volver a llamar la atención (en singular, mientras muchos las separan) de Juan XXIII y de Pablo VI en lo que se refiere al Concilio. Después de una ligera sorpresa inicial (“un embrollo”), Montini en efecto se adhirió con todo el corazón al compromiso conciliar, o sea al aggiornamento. Basta pensar en su carta al cardenal Cicognani para dar unidad a la reflexión sobre la Iglesia ad intra y la Iglesia ad extra. Naturalmente, para ambos era un aggiornamento pastoral, en fidelidad al “depositum”. Para ilustrar esto cito en mi artículo: “Tradición y renovación se abrazaron: el Concilio Vaticano II”, en “Revista de la Diócesis de Vicenza”, 1999 / n.9, pp. 1232-1245, y en “Bailamme”, n. 26 / 4, Junio-Diciembre 2000, pp. 51-64). Estos son sus subtítulos: problemática subyacente, la intención del Papa Juan XXIII y el significado de T(t)radición; la intención de Pablo VI; un ejemplo de abrazo: colegialidad y primado; el diálogo y el consenso, en Concilio, para alcanzar el abrazo entre renovación y Tradición.
Citaré aquí solamente un pasaje, en el que Pablo VI espera que “no estaría pues en lo cierto que pensase que el Concilio Vaticano II representase una separación, una ruptura o una liberalización de las enseñanzas de la Iglesia, o autorice o promueva un conformismos a la mentalidad de nuestro tiempo, en lo que este tiene de efímero y de negativo” (“Enseñanzas de Pablo VI”, vol. IV, 1996, p. 699).
Con este telón de fondo se puede afrontar la situación hermenéutica de los años 90, remitiendo, a quien le interese completar y profundizar, a mi volumen sobre el Concilio.
De todos modos, inmediatamente decimos que para nosotros no es buena tal situación ya que presenta un desequilibrio, una interpretación, una casi monocorde, es decir no en el sentido de aquel abrazo del que hemos hablado antes.
El “grupo de Bolonia”
De hecho aquel grupo de estudiosos de Bolonia -llamémoslo así- guiado por el profesor G. Alberigo, y bien potenciado por una escuadra de afilados autores (también de Lovaina, y no sólo), que se encuentran fundamentalmente en una extensa línea de pensamiento, han llegado, con riqueza de medios, operaciones industriales y amplitud de amistades, a monopolizar e imponer una interpretación -según nosotros- descentrada, gracias especialmente a la publicación de una “Historia del Concilio Vaticano II”, editada por Peeters/Il Mulino, en cinco volúmenes, ya todos publicados en lengua italiana y en vías de conclusión en francés, inglés, español, alemán, portugués, ruso y japonés. La gravedad de las consecuentes situaciones podrá ser revelada por la lectura de mis presentaciones de los volúmenes de las obras en mi ya citada investigación (pp. 93-165). Para ser concreto leo algunas criticas a las “Conclusiones y en las primeras experiencias de recepción” confiadas a G. Alberigo en el V volumen. El autor retoma sus puntos de vista de siempre, muchas veces criticados por nosotros. Me refiero a la contraposición entre Juan XXIII y Pablo VI, a la cuestión de la “modernidad” (¿qué significa?) y al pasaje, indebido, de esta a la “humanidad”. Nos referimos al desplazamiento del centro de gravedad conciliar de la asamblea (y sus Acta Synodalia) a las comisiones (y a los diarios personales), a la tendencia a considerar “nuevos” esquemas que ellos no son, al juicio de asamblea conciliar “acéfala”, a la visión de parte sobre la libertad religiosa.
Queremos ahora referirnos a la inspiración reductiva del Synodus Epsicoporum; a la “disparidad entre las varias actas aprobaban: su grado de elaboración y de correspondencia con las líneas de fondo del Vaticano II es vistosamente desigual” (nos preguntamos: ¿quién juzga al respecto?); a la desvaloración de los votos de los Padres, al envilecimiento del código de derecho canónico, y al contrario, al amor por la “ley provisional”. Otrosí me refiero, con acento crítico, a la referencia a la “semana negra” -que negra no es, sino que fue la de la aclaración-; a la “Nota Explicativa Praevia” (con la que habría querido preconstruir “una norma hermenéutica”); a la pretendida “larga espera” trascurrida desde las decisiones conciliares a su puesta en acto, que habría justificado “espontaneidades tumultuosas”; a la reforma de la curia “en una óptica eclesiológica neo-centralizadora y por tanto incoherente precisamente con el Vaticano II”. Queremos referirnos también al “silencio conciliar” (el concilio se quedó mudo: ¿es de verdad así?) sobre algunos argumentos (fines del matrimonio, procreación responsable y celibato sacerdotal); al “trauma suscitado en todo el mundo cristiano por la encíclica “Humanae vitae”; a la necesidad de un nuevo criterio de interpretación para el Vaticano II; a la reiterada defensa de la canonización conciliar del Papa Juan; a la devaluación de los textos conciliares respecto al evento, y a la crítica a sus ediciones típicas, y por su intermedio, a las Acta Synodalia editadas por Mons. Carbone.
Pero la gran cuestión (“¿transición de época?”), que recibe respuesta afirmativa, está puesta en el capítulo siguiente del mismo Alberigo, siempre en el volumen V de la “Historia”. En él el pensamiento del autor es un poco menos drástico y más limado en la expresión, en algún caso, de cuanto fuese en precedencia (ver por ejemplo la justa afirmación “no han existido un concilio de las mayoría y un concilio de minorías, menos aún un concilio de vencedores y vencidos. El Vaticano II es el resultado de todos los factores que concursaron en él). Con gusto tomamos acción también nosotros, después de tanto escribir, en los volúmenes anteriores, contra una minoría “anticonciliar”.
Sin embargo, también en este último capítulo, Alberigo continua exponiendo su conocidos puntos de vista, para nosotros ampliamente criticables ya que están impugnados de evidente ideología. Dejamos varias cuestiones, incluso importantes, y consideramos que el autor propone el Vaticano II “ante todo como evento” y después también como “corpus de sus decisiones”. Va aquí nuestra oposición a esa prioridad. Si después se entiende “evento” como lo ve hoy la historiografía profana, que hemos ya considerado, es decir en el sentido de ruptura respecto al pasado, no podemos aceptar tal calificativo (véase nuestra nota sobre “El evento y las decisiones” en A.H. C., 1998, pp. 161-142, y en “Apollinaris”, 1998, pp. 326-337).
El evento se presenta después, justamente, con vínculo al aggiornamento” pero pasado a través del filtro de Chenu, y a la “pastoralidad”, pero también aquí con un ulterior recurso al tal teólogo y la mención de una contrariedad a su “actitud de investigar” por parte del finado Monseñor Macarrone.
Pastoral y aggiornamento, para Alberigo, habría puesto “conjuntamente las premisas par la superación de la hegemonía de la teología, entendida como aislamiento de la dimensión doctrinal de la fe y su conceptualización abstracta, como también la del juridismo”, con afirmaciones muy graves: “La fe y la iglesia no parecen más coextensivas con la doctrina, la cual no constituye ni siquiera la dimensión más importante de ella. La adhesión a la doctrina, es sobre todo a una única formulación doctrinal, no puede más ser el criterio último para discernir la pertenencia a la Unam Sanctam”
De todos modos, precisamente el tema del ecumenismo, Alberigo vuelve a sostener que los observadores acatólicos “habían sido sustancialmente miembros, aunque sea sui generis (informales) del concilio” durante el cual hubo una “communicatio in sacris”, aunque sea imperfecta. El autor continua diciendo: “En este modo apareció – aunque sea en filigrana – en el Vaticano II un concepción pastoral-sacramental del cristianismo y de la Iglesia, que tiende a sustituir una anterior concepción doctrinal-disciplinar”. ¿A sustituir? Pregunto sorprendido.
Sigue el capítulo “Fisonomía de la Iglesia y diálogo con el mundo”, con iniciales equívocos de términos y diferenciación, sobre el tema, entre el Papa Juan y Pablo VI. El autor nota la diversidad entre los dos Papas además respecto al Vaticano I: “Así, el Papa Pablo ha insistido sobre la construcción jerárquica hasta introducir la posibilidad de una comunión jerárquica. Se deriva una dificultad de plena sintonía con la eclesiología de la mayoría conciliar, que había preferido no retomar el calificativo de la Iglesia como cuerpo místico, dificultad culminada en la Nota Explicativa Praevia al tercer capítulo de Lumen Gentium”. ¡Cuántos saltos mortales, incluso seguidos, para diferenciar a los dos Papas!
Otro punto que quema es el que se ilustra bajo el título “El Vaticano II y la tradición”. A este propósito, para el autor, en la comparación entre textos preparatorios y finales hay “sustancia de continuidad”, pero también “discontinuidad respecto al catolicismo de los siglos de la cristiandad medieval y del periodo post tridentino. No emergen novedades sustanciales, pero un esfuerzo por reponer la antigua fe en términos comprensibles al hombre contemporáneo”. Sin embargo, inmediatamente después, reaparece la distinción entre Iglesia y Reino de Dios (en modo tal que no se considera que en ella está el germen y el inicio). Poniéndose así “las premisas par una superación del eclesiocentrismo, y por ello, para una relativización de la misma eclesiología, y para volver a centrar la reflexión cristiana”
El Profesor Alberigo introduce por tanto la visión de un “paralelismo de las fuerzas: Episcopado-Papa-curia-opinión pública”. Hay pues indulgencia por un cierto psicologismo (temor, cansancio, apatía, marginalización), usado por conferencias episcopales continentales, que no existen, creación de analogías sin fundamento (con lobby parlamentario, con las “naciones” de los concilios tardo-medievales), reclamo (que valía para todos, y no sólo para el Coetus de los tradicionalistas) de las amonestaciones de Pablo VI contra las organizaciones de grupos dentro del Concilio y del “test de los celos que ha frenado casi todas las comisiones”.
El tratamiento que Alberigo reserva a la curia es también el de siempre. Hubo una “hegemonía” suya en la fase previa a la preparatoria y en la preparatoria”. Fue “un polo de toda la vida del Vaticano II, un polo que tenía una propia visión de la Iglesia, de la que era celosa”, y aquí están los nombres del cardenal Ottaviani, de Monseñor Felici, de los Secretarios de Estado, que “tuvieron un imponente influjo sobre el concilio, tanto directamente como condicionando al Papa”. Y no se da cuenta Alberigo que especialmente los Secretarios de Estado son los más cercanos colaboradores del mismo Papa, su longa manus. “La máxima incidencia – continúa el autor – del condicionamiento curial se tuvo ante todo en el peso que los esquemas preparatorios han ejercitado hasta el final sobre los trabajos conciliares”. Hay aquí una persistencia en el error: los esquemas no eran curiales.
Alberigo retoma, a continuación, sus pensamientos conocidos sobre el “primer plano de la acción del Espíritu y no del Papa o de la Iglesia y de su universo doctrinal” por lo que se refiere al Concilio, sobre la doctrina social de la Iglesia, sobre un Concilio “guiado”, sobre el método y sobre el debate con las ciencias “profanas” y con la reflexión teológica de matriz protestante sobre la “aceptación de la historia”. Se habla de una “relación orgánica entre historia y salvación”, superándose “la dicotomía entre historia profana e historia sacra. […] Así la historia es reconocida como lugar teológico”. Presenta otros pensamientos conocidos acerca del uso riguroso del método histórico-crítico y lo recargado del Vaticano II por un “cierto número de decretos de inspiración pre-conciliar”, aunque concede que el Concilio “en su conjunto ha superado las expectativas”.
Nuestra presentación crítica se refiere también a lo que se afirma como “novedad” de este Concilio si, más allá de lo que se dice de las diversidades legítimas respecto a los anteriores, se quiere significar que los criterios de lo “pastoral” y del “aggiornamento” eran “desde hace tiempo poco comunes – más aún, raros – al catolicismo”, restándole peso el autor, al mismo tiempo, al aspecto jurídico (las decisiones conciliares serían “orientadoras y no preceptivas”)
Siempre en relación al tema institucional, el autor espera también, erróneamente, una “inversión de la prioridad” […] consistente en el abandono de la referencia a las instituciones eclesiásticas, a su autoridad y a su eficiencia como el centro y la medida de la fe y de la Iglesia”. Es una afirmación grave y desequilibrada si se piensa también que, anteriormente, Alberigo había afirmado: “La hegemonía del sistema institucional sobre la vida cristiana había tocado el ápice con la calificación dogmática del primado y de la infalibilidad magisterial del obispo de Roma. […] En cambio son la fe, la comunión y la disponibilidad al servicio las que hacen la Iglesia; son estos valores guía sobre los cuales se mide lo inadecuado al evangelio de la estructura y de los comportamientos de las instituciones”. ¿Pero por qué oponer así las cosas? Me pregunto.
De allí se saca la conclusión que “la recepción del Vaticano II – y quizá su misma comprensión – sean todavía inciertos y estén en estado embrionario”. No seríamos tan radicales y en todo caso Alberigo no debería especialmente citar como fundamento a su posición el Sínodo extraordinario del 1985, que se opuso a hermenéuticas como la suya. ¿Y cómo puede por lo demás el autor condenar un presunto aplanamiento eclesial sobre las instituciones seculares cuando continuamente él propone una democratización de la Iglesia? ¿Podía el Concilio hacer más? Se pregunta él finalmente. “La pregunta es incomoda y la respuesta es pobre”, pero Alberigo la da, revelando sus desilusiones. Sin embargo, el Vaticano II -no ecuménico “strictu (¡sic!) sensu”. ¿Por qué?- “ha dejado una iglesia católica bien distinta de aquella en cuyo seno se había abierto”. A estas alturas el autor llama “a consulta” a Jedin, Rahner, Chenu, Pesch, Vilanova y Dossetti para introducirnos a la “tercera época de la historia de la Iglesia” (según Pesch, que me encuentra muy crítico), y definir el evento Concilio Vaticano II como “cambio de época” y “transición de época”. En efecto “por un lado él constituye punto de llegada y de conclusión del periodo postridentino y controversial, y -quizá- de los largos siglos constantinianos; por otro lado es anticipación y punto de partida de un nuevo ciclo histórico”.
¿Y nosotros qué diremos al respecto? Ante todo, repetiremos que no aceptamos la perspectiva de arrancar evento y decisiones conciliares, y después precisaremos una vez más que ello, para nosotros, es un gran acontecimiento, no una ruptura, una revolución, la creación casi de una nueva Iglesia, la abjuración del grande Concilio tridentino y del Vaticano I, o de cualquier otro Concilio ecuménico precedente. Si hubo un vuelco, pero utilizando una imagen de las calles, no se trata de una vuelta en “U”. En resumen, ha habido un “aggiornamento”, y el término explica bien el evento, la copresencia de “nova et vetera”, de fidelidad y apertura, como demuestran, por lo demás, los textos aprobados en el Concilio, todos los textos.
El evento, pues, es un sínodo ecuménico (ver, de M. Deneken, “L’engagement oecuménique de Jean XXIII”, en Revue des Sciences Religiesuse”, 2001, pp. 82-86), por lo que no se debe considerar prejuicio analizarlo como tal, a partir de lo que él es para la fe católica, aunque con una característica propia, que no puede contradecir lo que otros Concilios ecuménicos han definido. Es un evento de unidad, de consenso. La Iglesia siempre fue amiga de la humanidad, aunque naturalmente ello no significa amistad con la modernidad tout court, además ¿qué sentido tendría? Alberigo se inclina a pensar que “los elementos de continuidad con la tradición conciliar son considerables, pero también los de novedad son relevantes, y quizá más”. Nosotros no hacemos caso de cantidades, sino de calidad, de evolución fiel, no de revolución subversiva. Y será la historia la que nos diga si el Vaticano II será considerado una “transición de época”, un “vuelco de época”. No nos queda sino esperar y obrar, mientras, todos, por una justa, verdadera, auténtica “recepción” de este Concilio, no sólo en sus novedades, sino también en su continuidad con al gran Tradición cristiana, eclesial, católica. Si me he ocupado mucho del Profesor Alberigo, es porque encuentro allí la raíz de tanta hermenéutica equivocada.
Por continuidad de desarrollo del tema, recordaré también aquí el volumen “II Concilio inédito. Fuentes del Vaticano II”, edición cuidada por M. Fagioli y G. Turbante, con dos citaciones significativas. La primera concierne a la “organización del archivo y la publicación oficial de las actas [que] parecen querer poner también prejuicios significativos sobre la autenticidad de las de las posibles interpretaciones del concilio mismo. En efecto, Pablo VI mostró siempre una preocupación y una viva inquietud por las consecuencias que las interpretaciones parciales (¡sic!) de los documentos podrían haber llevado en la disciplina eclesiástica, temiendo que en el proceso de recepción pudiesen prevalecer tendencias radicales y que se pudieran crear serios fenómenos de pérdida de cohesión en la compaginación eclesial”. Y ¿no es una preocupación legítima para un Papa? Los autores lo reconocen sólo en parte ya que “el control de la documentación disponible […] termina por hacer definitiva una imaginación precisa del concilio que a la luz de otras fuentes resulta, en resumen, parcial”. ¿En qué sentido?, nos permitimos preguntar. Ciertamente es la fecha de los documentos oficiales, que dejan abierta las investigaciones de otros aportes (“fuentes diferentes”), pero no en grado de ir en contra de lo que resulta “ex actis et probatis”.La segunda citación, se refiere a una noticia importante en la “Historia del Concilio Vaticano II” dirigida por Alberigo, y es el hecho que “los estudios conducidos hasta ahora han utilizado una parte relativamente reducida de esta masa documentaria”. En una nota se agrega: “Las fuentes poco a poco recogidas por el equipo de colaboradores de la ‘Historia del Concilio’ han sido normalmente puestas a disposición común. Lo que no quita que cada uno de los colaboradores de la ‘Historia’ las haya utilizado más o menos ampliamente, según la propia discreción, recurriendo también a fuentes ulteriores y de diverso tipo”. Es bueno que se sepa, ya que ello confirma nuestro juicio acerca de las opciones “ad usum delphini” de las fuentes. Es una de las grandes debilidades de la ‘Historia’ en palabra, en la que se muestra difícil y forzada la combinación con las fuentes oficiales.
Los volúmenes editados bajo la dirección del Profesor Alberigo han sido preparados también por sendas convenciones y coloquios realizados en varios lugares y terminados en publicaciones específicas, las cuales tienen su significado ya que reafirman las tendencias arriba delineadas. Quien lo desea podrá encontrar amplia representación en mi citado libro. Señalaré por lo demás, en particular, “A la veille du Concile Vatican II. Vota et réactions en Europe et dans le catholicisme oriental” (ed. por M. Lamberigts et Cl. Soetens, Leuven 1992), donde Alberigo (pero lo hace también en otras publicaciones) proporciona sus personales “criterios hermenéuticos” para una historia del Concilio Vaticano II, que yo critico fuertemente. Un encuentro de una cierta importancia ser realizó en Klingenthal (Strasburgo), en el 1999, que dio origen al volumen, en colaboración, de Mons. Doré y A. Melloni con el título “Rostros del final del Concilio”. El mismo recoge “Estudios de historia y teología sobre la conclusión del Vaticano II”.El pensamiento final es expuesto por Mons. Doré, empeñado fundamentalmente en un difícil esfuerzo de síntesis y de ensamblaje de lo que otros separan. También ha aparecido una reseña mía a este libro en “Apollinaris” LXXIV (2001), pp. 789 – 799.
Investigación general sobre le Concilio y la relativa hermenéutica
Es alrededor de 1995 que vuelve a comenzar la ardorosa empresa de investigaciones globales, con síntesis más bien “narrativas”, provisorias, y hechas un poco a prisa, del evento conciliar “as a whole”, en su conjunto. ¿Riesgos? Los autores siguen ligados a su visión conciliar de parte y es difícil la investigación verdaderamente científica con meta hermenéutica que requiere una cierta sedimentación en el tiempo (o sea tomar algo de distancia del evento), un trabajo largo y paciente de asimilación y revisión de las “crónicas” conciliares y de los servicios periodísticos de la momento (que hasta ahora ejercitan un gran y nefasto influjo), a la luz de las “Actas Conciliares” completadas recién en el 1999.
Quedándonos en Italia, encontramos ante todo el volumen XXV/1 y 2 de la “Historia de la Iglesia” iniciada por Fliche-Martin, al cuidado editorial de M. Guasco, E. Guerriero y F. Traniello. Allí el desarrollo del Concilio Vaticano II fue confiado a R. Aubert, muy conocido historiador belga. En la relativa presentación (ver op. cit., pp. 177-196) observaba, ante todo, algún defecto semejante a los encontrados en el “grupo de Bolonia”, pero con una dirección más equilibrada.
De todos modos la consideración final de Aubert, que coloca a Pablo VI “plenamente sobre la línea trazada por Juan XXIII”, dice mucho de su posición contraria respecto a la convicción de Alberigo y de cuentos se remiten a él, incluso entre los belgas. El capítulo VII ilustra las tesis sinodales, cuyo “mérito” teológico, para nosotros, debería ser puesto más en evidencia, también por la reseña esperada por todos, aparte de toda parcialidad. En efecto, a fuerza de subrayar aspectos carentes de los documentos conciliares, nos preguntamos si se deja suficiente espacio a la aceptación de aquel “magisterio doctrinal en una óptica pastoral” que fue característica del Vaticano II. Es una cuestión general y es dificultad de nuestros días, también si, bien entendido, “fuerza y autoridad de los documentos deben ser evaluados según el género literario, los criterios de compromiso y los temas tratados”.
Siempre en argumento de aquella hermenéutica conciliar, que nos interesa aquí mayormente, nos preguntamos también si es justo afirmar – como lo hace Aubert – “el permanecer de numerosas ambigüedades en los textos, en los cuales afirmaciones tradicionales y propuestas innovadoras se encuentran frecuentemente superpuestas más que realmente integradas”. Y sigue: “Tal falta de coherencia produjo frecuentemente divergencias de interpretación, según se insistiese en modo unilateral más sobre ciertas parte que sobre otras. Bajo este aspecto un estudio histórico serenamente conducido puede permitir comprender mejor cuales fueron las intenciones profundas de la gran mayoría de la asamblea, más allá de las preocupaciones de aquel ‘consensus’ más amplio”. Sin embargo nosotros no consideramos que se pueda llegar a pueda llegar al pensamiento conciliar en cuanto tal, prescindiendo de la preocupación de aquel ‘consensus’ que fue precisamente la característica sinodal y que fue buscado no sólo por sí mismo, sino porque expresaba la fidelidad a la Tradición y el deseo de encarnación, de aggiornamento. Además solamente los textos definitivos aprobados por el Concilio, y promulgados por el Supremo Pastor, “hacen texto”, de otro modo cada uno los recibirá, como frecuentemente se hace, a su manera, como pretexto para el propio camino personal o para la propia preferencia teológica o “de escuela”.
El citado historiador belga afronta el mismo argumento en una obra de a tres (R. Aubert, G. Fedalto, D. Quaglioni) titulada “Historia de los Concilios” (San Pablo, Cinisello Balsamo, 1995), y, más recientemente, de a dos, con N. Soetens, en el XIII vol. de la “Histoire du Christianisme” (titulada “Crise et Renouveau, de 1958 à nos jours”) publicado en el 2000, bajo la dirección de Jean-Marie Mayeur (hay también una traducción al italiano). En comparación con el esfuerzo anterior, en gran parte retomado, la colaboración con Soetens no parece que haya ayudado a Aubert.
Un poco aparte de este autor, quizá en dirección positiva, pero no mucho, se sitúa Joseph Thomas, a quien se le confía el desarrollo del Vaticano II en el volumen colectivo “Los Concilios Ecumenicos”, editados por la Queriniana, a cuidado de Antonio Zani, en el 2001, en traducción italiana del fracés del 1989. El ensayo no me parece tampoco suficientemente calibrado y ecuánime.
También Alberigo se cimentó en una empresa de síntesis, con la edición de una “Historia de los Concilios ecuménicos” de varios autores, editada en Brescia en 1990, reservándose para él el desarrollo de los Concilios Vaticanos. Al Vaticano II son dedicadas unas cincuenta páginas. Hicimos una nota y no hay nada que agregar a cuento hemos ampliamente observado más arriba.
Además no podemos dejar de recordar, saliendo de Italia, porque es indicativo de una combinación teológica-sociológica, Vatikanum II und Modernisierung. Historische, theologische und soziologische Perspektiven”, (hrsg. F-X. Kaufmann, A. Zingerle, ed. F. Schoening, Paderborn, 1996). No soy sociólogo y por lo tanto no profundizo en juicio crítico en esa materia, pero muchas cosas también en este caso se deberían decir, al menos cuando se excede en interpretaciones unidimensionales y para nosotros arbitrarias sobre el Concilio mismo. Es el caso del profesor Klinger y, menos, del Pottmeyer, pero en otro contexto. A propósito de la sociología refutamos que ella sea “señora” de la teología y tomamos marcadamente distancia de su llamado “giro” sociológico. Nos parece justo y cosa consolidada. Por otra parte “montanismo” o “neomontanismo” (del que puede derivar -como allí se señala- un “ghetto”) con conceptos histórico-teológicos, sobre los que el historiador y el teólogo deben también decir alguna cosa, como en el caso, por ejemplo, de “hierocracia”. Con ello no queremos minusvalorar un “proyecto interdisciplinario” como fue la obra en mención, aun reconociéndole los riesgos subyacentes.
Para una correcta interpretación del Concilio
De frente a un esfuerzo tan amplio de hermenéutica -y podríamos habernos prolongado más-, aunque fundamentalmente unidimensional, en la línea interpretativa que encuentra el favor del público, podríamos sentirnos quizá un poco solos, teniendo una posición bien diferente, aunque consolados por cuando sucedió también por el Concilio de Trento, y pensamos en la exégesis de Sarpi, después finalmente superada. De todos modos estamos convencidos que la historia, los documentos, los futuros juicios “ex actis et probatis”, harán justicia hermenéutica, con el tiempo. Se requiere de paciencia mientras tanto, pero también trabajo, compromiso, medios.
Sin embargo, la nueva fase ha aparecido -nos parece- en la última década, y recordamos aquí, como inicio, el volumen del finado Profesor L. Scheffczyk (creado después cardenal) titulado “La Iglesia. Aspectos de la crisis postconciliar y correcta interpretación del Vaticano II” (Jaca Book, Como, 1998, con presentación de Joseph Ratzinger), en la que se espera una recuperación del sentido “católico” de la realidad de la Iglesia, después de la crisis postconciliar en referencia a ello. El autor puso el dedo sobre la llaga de la actual hermenéutica, con estas precisas palabras: “Cada interprete o cada grupo aprehende solo lo que corresponde a sus preconceptos”, también a los de la “mayoría” (conciliar).
De todos modos se escapa de esta plaga precisamente el que ha sido custodio y editor de las “Acta”, recogidas en el Archivo del Concilio Vaticano II, querido con extraordinaria y providente previsión por Pablo VI. Me refiero a Monseñor V. Carbone. No señalaré aquí sus varios estudios de aclaración, en temas claves de hermenéutica conciliar, sino solamente un volumen pequeño, sencillo de apariencia, sin embargo excepcionalmente importante, “El Concilio Vaticano II, preparación de la Iglesia para el Tercer Milenio”, Ciudad del Vaticano, 1998. La obra recoge los artículos publicados por el autor, acerca del magno concilio, en “L’Osservatore Romano”.
Todavía en una línea positiva, siempre en el campo de las investigaciones conciliares globales, está la obra de A. Zambarbieri “Los Concilios del Vaticano” (San Pablo, Cinisello Balsamo, 1995). Se trata, más bien, para nosotros, de la mejor síntesis hasta ahora publicada, en lengua italiana, también por el sentido histórico que la inunda. Hay de todos modos, a veces, una cierta indulgencia por posiciones creadas por el remolino ideológico del “grupo de Bolonia”, mientras la laguna más grave se revela precisamente en la presentación de la “Nota Explicativa Praevia”. Pero es -lo repetimos con placer- buena investigación, con un rápido barrido de la bibliografía. El discurso es plano y los juicios calibrados, casi siempre, lejos del estilo periodístico, confiando a la guía segura del Padre Caprile, en hechos de crónica, y puntales referencias en concreto a las “Acta” a cuidado de Monseñor Carbone.
Me parecería, en fin, injusto no citar aquí, en contexto positivo, los volúmenes titulados “Paolo VI y la relación Iglesia-mundo en el Concilio”, y “Pablo VI y los problemas eclesiológicos en el Concilio”, ambas publicaciones del Instituto Pablo VI de Brescia. Ellos concluyen la “trilogía” de coloquios internacionales de estudio precisamente sobre las intervenciones de Pablo VI en el Concilio, de gran importancia también para nosotros.
Pero no podemos ir más allá porque entraríamos, con la bibliografía sobre el Papa Montini, en un campo muy vasto, también se ello concierne además su tarea conciliar y de exégesis postconciliar. Por lo demás, ni siquiera nos es permitido aquí afrontar el sector hermenéutico, por cuanto se refiere al primado pontificio y la relación primado-colegialidad, binomio eminentemente sinodal que ha dado entrada a varias interpretaciones y diferentes acentos.
Por otra parte hago tres excepciones, para recordar, ante todo, la publicación de las “Actas” del importante simposio teológico desarrollado en el Vaticano en diciembre de 1996 sobre el primado del sucesor de Pedro y después un estudio completo sobre R. Tillard sobre “L’Eglise locale. Ecclesiologie de communion et catholicité”. Cito esa obra porque indica donde se puede agregar, en dirección de la “localidad”, aun partiendo del Vaticano II, en el péndulo del reloj teológico, quizá a balancear el exceso precedente de “universalidad” casi desencarnada.
Pero siempre se trata de excesos. La tercera excepción se refiere a la obra de J. Pottmeyer “Le rôle de la papauté au troisième millénaire. Une relecture du Vatican I et du Vatican II”, publicada en París en el 2001, pero aparecida antes en lengua inglesa. A nosotros nos interesa especialmente por su exégesis del Vaticano II, de la que resulta un “primado (papal) de la comunión”. Al Papa le corresponde “representar y mantener la unidad de la comunión universal de la Iglesia”. Pero la parte de la opera que nosotros encontramos “progresista” precisamente a ultranza, con juicios bastante duros, es la última.
No queremos terminar mi intervención sin referirme a tres acontecimientos positivos relativamente recientes, que hacen esperar un cambio de tono, en general, en la hermenéutica conciliar futura. Concluyo en tal modo no porque quiera respetar a toda costa el dicho “dulcis in fundo”, sino porque de verdad hay motivo.
Me refiero a que hace no mucho tiempo nació un nuevo centro de investigaciones sobre el Concilio Vaticano II en la Universidad Lateranense. El mismo organizó el 2000 un interesante congreso internacional de estudio sobre “La Universidad del Laterano y la preparación del Concilio Vaticano II”, y a continuación ha repetido el esfuerzo científico con otro congreso sobre el tema “Juan XXIII y Pablo VI, los dos Papas del Concilio”. El título habla ya del interés de no poner como alternativas, en oposición, a los dos grandes pontífices. Es significativo, independientemente del desarrollo de las intervenciones en el congreso.
Todavía más “dulce” fue para nosotros el congreso internacional sobre la actuación del Concilio Vaticano II, desarrollado en el Vaticano a fines del 2000, iniciado con ocasión del Gran Jubileo. Finalmente hemos encontrado atención a tantas de nuestras preocupaciones hermenéuticas. Bastará leer, para comprenderme, el discurso pontificio publicado por “L’Osservatore Romano” del 28-29 de febrero del 2000, pp. 6-7. Citaré de él sólo el siguiente pasaje: “La Iglesia desde siempre reconoce las reglas para una recta hermenéutica de los contenidos del dogma. Son reglas que se ponen dentro del tejido de la fe y no fuera de él. Leer el Concilio suponiendo que ello comporta una ruptura con el pasado, mientras en realidad ello se pone en la línea de la fe de siempre, lleva decisivamente al desvío.
Ha sonado dulcísimo a nuestros oídos el discurso a la Curia Romana, el 22 de diciembre del 2005, del Papa Benedicto XVI, en el que indicaba la correcta hermenéutica conciliar, no de ruptura. Los aliento a leerlo con atención (ver “L’Osservatore Romano” del 23 de diciembre 2005, pp. 4-6).
Ahora el Magisterio nos ha indicado claramente el correcto camino hermenéutico del Concilio Ecuménico Vaticano II. Les estamos profundamente agradecidos al Señor y al Papa.