Mesianismo en América Hispana
Por Luis Millones
INTRODUCCIÓN
Milenarismo, mesianismo o quiliasmo y una docena de otros nombres han sido usados para denominar a estos movimientos sociales que esperan un signo divino para que se transforme el universo en que viven al que sienten injusto. Si se les llama milenarismos es porque al momento en que Cristo reinará en persona sobre la tierra y el diablo será impotente: “Vi a todos los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no habían recibido su marca en la frente o en la mano. Volvieron a la vida y reinaron mil años con el Mesías” (Apocalipsis 20: 4). Quiliasmo viene del griego chiloi, que significa millar y equivale a lo dicho arriba y, en ambos casos, se refiere a las creencias surgidas en los primeros cien años del cristianismo que pensaban que el regreso de Cristo era inminente.
El concepto de mesianismo engloba otra serie de consideraciones. La idea central es que la divinidad, cumplidos ciertos requisitos por sus seguidores, enviará un mesías para redimirlos. En el caso judío tenía que ser descendiente del rey David, vendría a liberar a Israel de la dominación extranjera y a conducir a su pueblo otra vez a Palestina, donde reconstruirá un reino ideal cuya capital será Jerusalén, modelo de pureza religiosa y justicia social.
El término se extendió a muchas religiones del mundo en cuyo discurso existían, antes o después de Cristo, elementos semejantes que eran vigentes o que podían ser actualizados en momentos de crisis. Lo que hizo posible esta divulgación fue la secuencia del movimiento que se repetía, con algunas variantes, en contextos sociales y épocas muy diferentes. En primer lugar, la sociedad en que iría a insertarse el mesías viviría la expectativa de su llegada ante una situación de crisis económica, social o sicológica, o la suma de todas ellas. La insatisfacción generalizada parecería no tener una solución al alcance de los miembros de la comunidad. Lo que podría explicarse por la invasión y colonización desde el exterior, o por fenómenos naturales –sismos o inundaciones-, o bien por problemas internos como luchas por el poder o tiranía de un sector específico. Ante esta situación el refugio en lo sobrenatural es la respuesta obligada, tanto más si en el propio sistema de creencias existía la idea de un redentor que acudirá en momentos de dolor colectivo.
La llegada de este personaje suele estar precedida por un anunciador o profeta -del griego: que habla en nombre de- quien proclama la voluntad de dios de solucionar la crisis mediante su enviado. Sin embargo, su presencia no es gratuita, el pueblo deberá organizarse para cumplir o modificar su ritual de tal manera que lo haga aceptable a la divinidad. Como premio a este esfuerzo llegará el mesías que liderará el movimiento militar, político o místico de rechazo a las condiciones actuales. La idea detrás de estas acciones es instaurar una comunidad sin injusticias y de satisfacciones plenas. Esto generalmente significa un regreso al tiempo de los orígenes, que se ha corrompido por los pecados de la propia gente o bien por la presión de seres foráneos o catástrofes naturales. Esta búsqueda del pasado glorioso, tema común en las religiones, está ligada generalmente al mito de creación, aquel momento en que los dioses interactuaban con los seres humanos. El regreso a la utopía -“lugar que no existe”- es un camino que no terminará en la construcción de Tomás Moro, sino en un espacio concreto como Aztlán que los mexicas reconocieron en las islas del lago Texcoco mucho antes de la invasión europea.
No es extraño que los movimientos mesiánicos acaben con la destrucción de sus seguidores, especialmente de quienes los lideran, incluido el mesías. Entre los años 1560 y 1565 los mayas de Sotuta y Maní (Yucatán) fueron reprimidos dos veces: finalmente Pablo Be, jefe indígena del pueblo de Kini, que era intérprete del dios Hunab Ku o Verdadera Fe, y Baltazar Ceh, batab o líder de Tecoh que dirigía el movimiento, fueron capturados y ejecutados sin que se volviera a tener noticias de ellos (Barabas 1989: 113-115).
Pero con la caída del mesías, del profeta, o cualquiera de sus dirigentes -o todos- no desparece la aspiración de bienestar del total de la comunidad, poco a poco se restablece la expectativa mesiánica que culminará nuevamente con la llegada del profeta. El ciclo se repite hasta que se cumplen las demandas o el pueblo asume la religión de la sociedad o grupo dominante, sea que éste migre o desaparezca.
En el ejemplo anterior, el mesianismo maya de 1560 fue reprimido duramente tanto que se consigna la cifra de 12,000 entre los torturados, logrando que los indígenas denuncien su propia participación en el movimiento. A los dos años se reanudó la esperanza de liberarse de los europeos y los rituales nativos renacieron hasta que fueron derrotados, tal como se dijo anteriormente, tres años más tarde en 1565.
Aunque la Iglesia Católica fue la primera institución que se preocupó por la existencia de la reviviscencia de las religiones prehispánicas es fácil adivinar que su propia doctrina contenía aquellos elementos que podían dinamizar las tendencias mesiánicas existentes, o no, en los cultos precolombinos. No es extraño, entonces, que muchos de estos profetas o mesías americanos hayan reclamado su condición de verdaderos cristianos, usando incluso nombres tomados de la Biblia y fragmentos del dogma católico para validar su palabra.
La situación no fue diferente en las colonias portuguesas y, como en América hispana, el poder político acudió en auxilio de la Iglesia cuando el movimiento amenazaba con desbordarse. La independencia no cambió esta situación hasta mediados del siglo XX; en el siglo anterior, el magnífico texto de Euclides da Cunha Os Sertôes da cuenta de la prédica de Antonio Conselheiro, a pesar de la expresa prohibición del Arzobispo de Bahía en 1882. Canudos, el centro del movimiento, fue finalmente aniquilado por el ejército y sus líderes murieron en la brega (Da Cunha 1963: 138).
Si nos centramos en los países andinos la presencia de los movimientos está registrada solo a partir del siglo XVI y todos ellos corresponden a la reacción indígena frente a la colonización europea o a los gobiernos republicanos que continuaron apoyando a la Iglesia Católica y a sus prejuicios contra los indígenas hasta mediados del siglo pasado. Son escasas las referencias a movimientos mesiánicos en la época incaica, así por ejemplo se mencionan ciertos grupos de guaraníes que llegaron al Tahuantinsuyo en busca de una “tierra sin males”, o la rebelión del líder del Collao llamado Zapana. Estos son fragmentos de información que nos habla de la resonancia de los Incas en regiones lejanas del Cuzco. En un caso, depositando las esperanzas de encontrar la tierra prometida en el centro del imperio; en el otro, reaccionando frente a la dominación y exigencias de trabajo por parte de los gobernantes cuzqueños. Pero las noticias son escasas y no alcanzan a crear un cuadro completo de las acciones. Tenemos que centrarnos en lo que está consignado en los documentos coloniales.
A pesar de lo dicho, aun reduciendo nuestro foco de atención, es posible descubrir que una vez producida la expectativa mesiánica, su fervor despierta elementos religiosos que no solo pertenecían a la etapa inmediata anterior. La ansiedad por el cambio debió arrastrar reflejos de un pasado remoto, incluso anterior a los incas, que aunque convivía con ellos mantenía cierta oscuridad. Al caer el Cuzco en manos de los españoles y descubrir en ellos un poder más implacable que el de los gobernantes incaicos, la construcción de un ideario mesiánico desenterró o revitalizó rituales en desuso por la persecución de los sacerdotes incaicos y su culto oficial.
En América hispana se puede observar la paradoja de la persecución de las imágenes por parte de una sociedad que las rechazaba como ídolos falsos pero que en la práctica las reemplazaba por otras que se convertían de inmediato en personajes sagrados. La sutileza para explicar que se trataba de una representación y no de un objeto de culto no fue percibida ni siquiera en España. El resultado es que las imágenes construidas en materiales físicos o con palabras y los rituales de procedencia diversa (en tiempo u origen étnico) van a constituir los soportes ideológicos del mesianismo andino. A lo largo de los siglos siguientes sus líderes invocarán los nombres de los Incas como ancestros o como reencarnaciones para legitimar su liderazgo. A ello agregarán elementos cristianos para apoyarse en la divulgación de una prédica constante aunque de forma desorganizada.
Un ejemplo claro de esta situación es el movimiento de Juan Santos Atahualpa, nombre que tomó un mestizo, probablemente nacido en Ayacucho y afincado entre las tribus asháninkas de la Amazonía. En su prédica inicial aceptaba la evangelización de unas órdenes religiosas y rechazaba otras y su propio apelativo proclama la necesidad de usar la influencia del prestigio del Tahuantinsuyo y de la Iglesia Católica. Lo interesante de este caso es que utilice ambas resonancias en un territorio ajeno a ellas. Algo parecido sucedió en territorio calchaquí donde un andaluz se hizo proclamar Inca y consiguió la adhesión de los curacas locales.
En todo caso, el primer movimiento con características mesiánicas del que tenemos noticia es el que se autodenominó taki onqoy, a él dedicaremos las páginas que siguen.
MUERTE Y RESURRECCIÓN DE LOS DIOSES
No todas las religiones pintan a sus deidades con el halo de omnisciencia e inmortalidad que otorga el Cristianismo. Si bien los dioses mesopotámicos (3,000 años antes de Cristo) eran invisibles a los ojos humanos, eran antropomorfos, y también tenían necesidades humanas, como lo indican sus representaciones. Ellos habitaban este mundo mucho antes que los seres humanos e inventaron la agricultura y los sistemas de riego para cubrir sus urgencias. Tuvieron entonces que trabajar en la construcción y mantenimiento de los canales de agua, en la siembra y en la cosecha de sus productos. Salvo los dioses principales -que no pasaban de cuatro-, todas las divinidades cumplieron tales tareas. La humanidad, entonces, fue creada para servirlos y evitarles la rudeza del trabajo (Cohn 2001: 36).
Esta percepción de lo divino es tan ajena al Cristianismo como podía serlo la del área andina. No es una manera desusada de comprender el universo y lo sobrenatural, en cierta forma India y Egipto no fueron muy diferentes a lo que acabamos de enunciar. Desde una perspectiva como ésta, humanidad y divinidad no eran categorías insalvables, al menos para la clase dirigente. Un conquistador extranjero hubiera podido ser aceptado como gobernante divino o semidivino si en la relación con sus súbditos manejaba, al menos, los elementos simbólicos que habían usado sus predecesores. En Egipto funcionaron como faraones el persa Cambises y Alejandro Magno (Cohn 2001: 18), es posible que también esto explique la relativa facilidad con que el poder fue tomado por los europeos en México y los Andes. Ni aztecas ni incas -al menos ni mexicas, ni cuzqueños- comprendieron en un principio que la distancia entre españoles e indígenas era insalvable, ni pudieron entender que los conquistadores eran también misioneros de una fe que los hacía, incluso a ellos mismos, pecadores por el solo hecho de haber nacido. Eso fue y es siempre difícil de comprender. No había salvación terrena o divina fuera de la Iglesia Católica y, en principio, todos los indígenas militaban en las filas de los enemigos de Dios por el solo hecho de haber nacido o vivido antes de la llegada de Colón. Vacío de la única fe posible, este era un continente donde la relación con el mundo y sus semejantes convertía al hombre en culpable: desde su nacimiento hasta el momento de la muerte, desde buscar a la pareja hasta engendrar un hijo.
El Cristianismo español no hizo concesiones y apoyó sin reparos la construcción de un estado, convirtiéndose en su sostén ideológico. Los espacios de respiro a las religiones no cristianas solo existieron cuando la magnitud del territorio y el volumen incluso decreciente de los indígenas hacían imposible que se cumpliese la compulsiva labor misionera. El comportamiento de los oficiales de la iglesia cristiana se nutría también de varios factores: el más visible era la condición de ser parte de la hueste conquistadora y tener, por lo tanto, derecho a imponer condiciones. Había también razones jurídicas: una bula papal daba legalidad al ejército de ocupación e imponía como condición la conversión al catolicismo de los reyes derrotados y de todos sus súbditos. Esta convicción de ajustarse a la ley hizo pensar, incluso a los historiadores modernos, que el lenguaje jurídico era expresión de la realidad; por eso tenemos millares de publicaciones que describen la jurisprudencia como correlato preciso del funcionamiento de instituciones y personas.
Las panacas (familias nobles descendientes de los Incas) cuzqueñas vacilaron entre una adaptación humillante, pero conveniente, y una revolución libertadora que restaurase sus privilegios. Es interesante observar que desde 1569 los nietos de los Incas reclamaban sus derechos siguiendo las reglas de la legalidad europea. Fue así que “se presentaron ante el Licenciado Juan de Ayllón para solicitar que se recibiera una información probando su ascendencia real y las conquistas de Tupac Yupanqui” (Rowe 2003: 79).
Estos nobles habían asumido su condición de soberanos en desgracia y reclamaban, al menos, parte de las ventajas que se otorgaban a los nobles de España en situaciones parecidas. Para hacerlo debieron descartar su propio universo religioso, por lo menos en lo que se refiere a la vida pública, y dar muestras de ser buenos cristianos. Esto significó importantes donativos a las iglesias locales e inclusive retratos suyos y de su familia adorando a los dioses extranjeros. Manifestaciones como estas existieron no solo entre quienes se sabían miembros de las panacas reales, muchos curacas locales surgidos de las “guerras civiles” fabricaron genealogías, a la manera hispana, para solicitar reconocimientos de verdaderos o fraudulentos derechos adquiridos por su lealtad.
No fue esta una actitud unánime. Como lo mencionamos páginas atrás, Manco Inca, hijo de Huayna Capac y Mama Runtu, permaneció en la mítica Vilcabamba (ubicada en lo que hoy es Espíritu Pampa por algunos estudiosos) hasta su muerte en 1554. Sus hijos más notorios, Sayri Tupac, Tupac Amaru y Titu Cusi Yupanqui, ocuparon su lugar en muy distintos momentos liderando lo que se ha llamado resistencia incaica. No sabemos mucho acerca de la vida al interior de Vilcabamba, incluso su ubicación exacta todavía es debatida. En verdad las estrategias de los Incas mencionados variaron notablemente, desde la confrontación abierta hasta varios acuerdos con las autoridades de la Colonia medianamente cumplidos. Todo acabó cuando el virrey Toledo ordenó el exterminio de lo que consideró un foco de subversión, más por lo que podía representar frente a los antiguos seguidores de los Incas que por la amenaza concreta que significaban. Lo importante es que al mismo tiempo que la nobleza vencida asumía la rebeldía como bandera, otro grupo -no menos visible en su liderazgo- prefería jugar la carta de la legalidad europea y por lo tanto renunciaba a sus dioses para obtener magros pero reales beneficios.
Estos eran los caminos de los descendientes de las panacas reales, nacidos en su mayoría en el Cuzco. Muchos de ellos fueron conscientes del poder de la escritura (la legal y la sagrada), tuvieron no pocos alfabetos, y casi siempre se rodearon de traductores y asesores, incluso españoles, para medir y acrecentar sus bienes y sus ambiciones. Esto sucedió incluso con los rebeldes: Manco Inca acogió por un tiempo a ciertos españoles que después lo asesinaron y trató de familiarizarse con las novedades que habían llegado de Europa, en especial con las armas y los animales de guerra. Dos de sus sucesores se relacionaron con las autoridades coloniales, Titu Cusi Yupanqui incluso nos dejó una crónica escrita de manera casi teatral, con largos parlamentos intercalados en un relato dictado y traducido al español por el mestizo Martín de Pando en 1570. Titu Cusi proclamaba ser “el hijo legítimo, digo el primero y mayorazgo que mi padre Mango Inga Yupanqui dejó entre otros muchos” (Legnani 2005: 74) y más adelante llama “tíos” a Huáscar y Atahualpa (Legnani 2005: 79). Todo esto nos indica que los rebeldes, o sumisos, de la clase dirigente incaica ya eran conscientes de que la presencia europea era inevitable y aun en rebeldía había que pactar con ella. La opción de los profetas del taki onqoy era impensable desde esta perspectiva. Si en algún momento se presumió que Vilcabamba y los nuevos líderes religiosos ayacuchanos podrían estar de acuerdo, la idea solo pudo ser parte de una generalización de conveniencia política, desde el punto de vista de los colonizadores. Para ellos, tanto los peticionarios de mercedes como los seguidores de Manco Inca podían ser cómplices del delito de conspirar contra España.
El virrey Toledo cambió esta línea de negociaciones al invadir Vilcabamba y redujo a los incas sumisos a la lista de los muchos -españoles, criollos, mestizos o indígenas- que clamaban mercedes por méritos a la Corona. Ninguno de estos esfuerzos o gestos militares o cortesanos eran accesibles a los tributarios. Sus jefes locales o curacas vivían tratando de mantener el complicado equilibrio de ser funcionarios coloniales y esquilmar a su propia gente al tiempo que los protegían escondiendo a un grupo de ellos y declarando cifras falsas de tributarios y contribuciones. El juego era peligroso, ni el corregidor de indios ni el doctrinero confiaban en él y en ocasiones las nacientes autoridades indígenas paralelas a su mando, como envarados y alcaldes, le hicieron la vida imposible. A veces los propios indígenas delataban su siempre compleja red de arreglos ilegales.
Luego de la Conquista, ser curaca fue invariablemente el resultado de una negociación. Quebrado el orden impuesto por la pax incaica, la guerra de los encomenderos aceleró las migraciones internas: mitimaes y yanaconas debieron optar por volver a sus lugares de origen o permanecer en donde residían, pero sobre la base de necesidades inmediatas o premuras bélicas. Sobre esta complicada e impredecible movilidad espacial era muy difícil constituir una autoridad que negociase con los invasores, si esto se lograba poco importaba si su poder tenía el sustento incaico o colonial o era el fruto de una improvisación afortunada. La supervivencia no dejaba espacio a reflexiones elaboradas.
Había que crear o reforzar lealtades. Como las bases en que se movía la ética o moral de los europeos -cuyas actitudes tropezaban abiertamente con su prédica- eran incomprensibles, las alianzas entre los curacas y sus súbditos tenían que asentarse en lo que aún hoy se llama “la costumbre”; es decir, la milenaria escala de valores andinos que bajo la presión de las circunstancias iba construyendo lo que en un par de siglos más -hacia el final del virreinato- sería el eje de la religión andina contemporánea.
No fue un proceso uniforme, las actitudes fueron tan desiguales como aquellas de los líderes cuzqueños. No fueron pocos los que se resignaron a sufrir las arbitrariedades de encomenderos como Oré, no menos los que se refugiaron en el entorno de las parroquias tratando de sobrevivir a la sombra del sacerdote. Otros tantos huyeron a zonas de difícil acceso, casi siempre de baja productividad agrícola, llamadas “regiones de refugio” en México. Aunque en términos globales la sumisión política fue inevitable, el combate interior duró muchos años. El documento de Huarochirí está ejemplificado por la fe del indígena Cristóbal Choquecaxa quien vaciló entre la huaca Llocllayhuancu y la Virgen María (Ávila 1966: 117-119). Las calamidades terrenas se hicieron indistinguibles de las divinas, por lo tanto la esperanza de redención nacería teñida por la ocupación.
En tiempos de crisis preeuropea las ceremonias de purificación incluían un baile, o bien la danza denunciaba la necesidad de los ritos para calmar la crisis. No son claros los documentos, en todo caso se llamaba taki onqoy o sara onqoy, según lo recuerda Polo de Ondegardo (1916: 196) quien agrega que estaba ligado a los confesores indígenas, llamados para calmar la enfermedad (onqoy) cuya mención sonaba a paroxismo nervioso. Mucho más cauta resulta la Doctrina Christiana de 1558 (1985: 258) cuando refiere que: En algunas partes les da una enfermedad de baile que le llaman taki onqoy, o sara onqoy: para cuya cura llaman los hechiceros, o van a ellos, y hacen mil supersticiones, y hechicerías, donde también hay idolatría, y confesarse con los hechiceros, y otras ceremonias diferentes.
El taki onqoy como enfermedad también es mencionado por Fray Martín de Murúa (1964:119): “Suélese dar una enfermedad de bailar, que llaman taquioncoy. Para curar de ella llaman a los hechiceros, y se curaban con ellos millones de supersticiones, y confesábanse entonces con los hechiceros”. El texto recordó a Tomoeda (comunicación personal) el frecuente comentario recogido en Caraybamba (Chalhuanca, Apurímac) en 1981, cuando luego de un festival los comuneros locales decían que en sus cabezas seguía resonando la música, los bailes y canciones ocurridos durante los días de algarabía. La curación de este mal, que no se puede confundir con los estragos de la bebida, debe hacerlo un hampi kamayoq (o yachaq en Ayacucho) quien mediante una ceremonia simple -Tomoeda vio que se centraba en frotar en direcciones específicas el cráneo del quejoso- lograba que el ruido del festival (uma hampi) dejase de atormentar al paciente.
Fiesta, baile y canto están ligados también a la expiación o limpieza a partir de lo que en la Colonia se vio como actividad de “confesores” indígenas y quizá en lo que hoy es todavía materia a ser tratada por un maestro curandero. El taki onqoy como actividad terapéutica debió preceder al movimiento y, tal vez, pervive como tal.
La hipótesis de Curatola con respecto al origen del culto de crisis, cuya propuesta mesiánica nos interesa, resulta de mucho fundamento ya que el movimiento “no pudo surgir de la nada, creando ex novo mitos, símbolos actos y gestos rituales” (1997: 142). Si la plegaria fue la base de donde se disparó el ritual es algo que no se puede documentar pero la posibilidad existe. En tiempos de suprema necesidad, producida por esta u otra carencia general, la sociedad andina tenía un ritual de respuesta que unía a las poblaciones en una plegaria común donde compartir el dolor y daba fuerzas para seguir viviendo.
LOS MALES DEL ALMA Y LOS MALES DEL CUERPO
Las epidemias volvieron a mostrar su fea cara en la década de 1580, especialmente cuando se “redujo” a conglomerados semiurbanos a los indígenas cuyo patrón habitacional era disperso de acuerdo a las exigencias de la agricultura o ganadería (Cook 2005: 136-137). Pero esta vez en los Andes peruanos la enfermedad ya contaba con una explicación racionalizada que acusaba a los europeos, y en especial al culto católico, de ser los causantes de los males. En 1585 predicadores indígenas sermoneaban a su arrepentida audiencia acerca del abandono del ritual que sufrían las huacas, nombre genérico con que se denominaba a toda manifestación religiosa indígena y sobre todo a los dioses prehispánicos. Las huacas exigían la recomposición de su culto y el olvido de su ritual explicaba la presencia de estos males. Es interesante que las voces se alzaran en lugares de importancia precolombina, al menos dos de ellos tienen antecedentes de cultos no cristianos: Huaquirca (Antabamba, Apurímac), zona cubierta de andenes que recuerdan a Pisac, no muy lejos de la cueva de Alhuanzo decorada con dibujos rupestres. El otro espacio de predicación fue Vilcashuamán cuya importancia no necesita mayor explicación; no en vano los incas lo usaron como nuevo centro administrativo, eran tierras que habían pertenecido al dominio Huari y a los chancas.
Los documentos llaman moro oncoy (muru onqoy) a la epidemia que debió mostrar manchas sobre la piel de los enfermos, calificada en términos generales como “viruelas” por los europeos. No fue esta la primera plaga que azotó a los nativos, víctimas del contagio europeo desde los tiempos de Huayna Capac, pero es importante resaltar que esta vez se la explicaba por la presencia de los invasores. Incluso el ritual comprendía ofrendas a una deidad andina, lo que indicaba la vigencia de antiguos ceremoniales, y al mismo tiempo -también como ofrendas- objetos del culto católico como parte del rechazo o asimilación del adoctrinamiento cristiano (Curatola 1978: 182-184).
Las fechas de la reacción indígena por el muru onqoy nos hablan de su conexión ideológica con el movimiento mesiánico del taki onqoy y, al mismo tiempo, reflejan el carácter mestizo de ambas conductas. Si este último tenía sus raíces indígenas en un ritual preestablecido ante la amenaza de las plagas es algo que tiene sentido, aunque nos falte documentación para probarlo. Lo importante es que en 1565, cuando se descubrió el movimiento, la expectativa mesiánica había rebasado los límites del ritual de curación. Los predicadores y conversos habían elaborado un cuidadoso discurso que explicaba la relación de Cristo y España contra la que se alzaban victoriosos los Dioses Andinos y los Taqui Ongos, como los llaman las crónicas y otros documentos.
A inicios de la década de 1560 la situación era similar en la Nueva España: los mayas del estado de Yucatán llevaron a cabo un levantamiento que tuvo como protagonistas a indígenas que ya habían sido educados en parroquias católicas. Su líder, Pablo Be, atacaba a la Iglesia Católica en sus bases negando la validez del bautismo y, en general, la prédica misionera. El verdadero dios Hunab Ku se comunicaba con él en éxtasis shamánicos de los que regresaba para incitar la rebelión contra los cristianos (Barabas 1989: 113). Al norte de México otros movimientos anunciaron el retorno de sus antepasados, sus profetas: Tenamaxtle, conocido como Diego el zacateco, y Francisco Aguilar, cacique de Nochistlán, llevaron a cabo una rebelión anticristiana. Anunciaban a sus seguidores que renunciando a las enseñanzas de los sacerdotes católicos y siguiéndolos a ellos volverían a ser jóvenes y tendrían varias esposas, no solamente una, y además que si llegaban a envejecer volverían a procrear. El dios Tecoroli (o Tlatol) viajaría a donde hubiese cristianos para matarlos a todos (Graziano 1999: 109-110). La historiografía mexicana conoce estos sucesos como la guerra de Mixtón (1539-1540), la cual terminó con la batalla de Coyna donde se calcula que murieron más de 6.000 indígenas combatiendo por sus dioses (Barabas 1989: 142).
Dado que el volumen de trabajo archivístico peruano es bastante menor al realizado en México, no es extraño que tengamos pocas noticias de sublevaciones indígenas tempranas. Con respecto al taki onqoy, sin embargo, hay una relación sintética pero bastante completa en la crónica de Cristóbal de Molina. A partir de ella se puede inferir que, a diferencia de los mencionados movimientos de la Nueva España, el taki onqoy no llegó a pasar de la expectativa mesiánica y la prédica de sus profetas a las acciones armadas. Los andinos quedaron a la espera de una señal divina que les dijera que efectivamente: todas las huacas del reino, cuantas habían los cristianos derrotado y quemado, habían resucitado, y de ellas se habían hecho dos partes: las unas se habían juntado con la huaca de Pachacamac, y las otras con la huaca de Titicaca; que todas andaban por el aire, ordenando el dar batalla a Dios, y vencerle; y que ya le traían de vencida; y que cuando el marqués (Francisco Pizarro) entró en esta tierra, había Dios vencido a las huacas, y los españoles a los indios; empero que, ahora daba la vuelta el mundo; y que Dios y los españoles quedaban vencidos de esta vez, y todos los españoles muertos, y las ciudades dellos anegadas; y que la mar había de crecer, y los había de ahogar, por que de ellos no hubiese memoria (Molina 1943: 79-80).
No se conserva la prédica en quechua o aymara de los profetas andinos; sin embargo, en la versión hispana la frase “daba la vuelta al mundo”, pudo ser la traducción aproximada de pachakuti, concepto de significado complejo que fue traducido por González Holguín como “El fin del mundo, o grande destrucción, pestilencia, ruina, o pérdida, o daño común” (1989: 270). En aymara tenemos una traducción similar: “Tiempo de guerra. Y también ágora lo toman para significar el juicio final” (Bertonio 1984: 241).
La referencia a pachakuti era indispensable. Toda nueva religión, y el taki onqoy aspiraba a serlo, necesita inaugurar un tiempo nuevo. Por más que se inspirase en dioses del pasado la prédica no sería eficaz si repitiese los dogmas precristianos. El mundo se había trastornado y había que admitirlo, del universo sobrenatural habían surgido seres -hombres, animales, armas, etc.- no imaginables y estaban destruyendo todo lo conocido. El mal ya no era remediable, se necesitaba otro pachakuti para recrear el universo que tampoco sería copia del prehispánico sino el producto de una destrucción. Con los restos de todo lo existente, lo antiguo y lo moderno, lo indígena y lo europeo, habría que construir una nueva sociedad.
La guerra a la que alude la traducción de Bertonio había desatado todo su furor y los escuadrones andinos, comandados por Pachacamac y Titicaca, estaban derrotando al dios cristiano. No es la primera vez que en el surgimiento de una religión se alude a la figura simbólica de un combate. En el Euma elish de los babilonios Marduk, el nuevo campeón de los dioses derrota a la diosa Tiamat luego de obligarla a mantener abierta sus fauces para acabarla de un flechazo. De los fluidos de Tiamat se alimentarán, posteriormente, los ríos y canales de Mesopotamia (Cohn 2001: 46-47). La imagen bélica también está presente en el Apocalipsis (12: 7-10), al respecto: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él.
Producto o no de la evangelización, el libro sagrado de los mayas o Popol Vuh recrea los combates y el juego ritual de la pelota como esfuerzos para construir el mundo que conocemos (Tedlock: 1996). La historia comienza con el nacimiento de una pareja de mellizos, hijos de los creadores, quienes al ser mayores son llamados a Xibalbá -el mundo interior- para ser castigados por el ruido perturbador que causaba el juego de la pelota. Allí son sacrificados quedando inactivos hasta que la cabeza de uno de ellos, que ha tomado la forma de un fruto, embaraza con su saliva a la hija de uno de los señores de Xibalbá. La doncella da a luz mellizos, los héroes Hunahpú y Xbalanqué, que hacen el mismo recorrido que su padre -ahora convertido en cráneo- y su tío pero derrotan a los señores de Xibalbá. Más tarde se autosacrifican y son transformados en el sol y la luna, cuya presencia en el cielo hace posible la vida humana (Coe 2000: 202).
La batalla de las huacas descrita por Molina tampoco es una novedad en el panteón andino. Huatiacuri, el héroe del manuscrito de Huarochirí, compite con su cuñado en una serie de desafíos que culminan con la muerte de su rival y su esposa. En el taki onqoy la guerra se explicaba como la revancha de una derrota anterior, se enfrentaban nuevamente los dioses creadores de ambos bandos: los resucitados comandados por Pachacamac, el dios oracular del valle de Lurín y en general de la costa del Pacífico, y Titicaca, la pacarina u origen de los seres vivientes ubicada en el Collao, en la sierra sur del Perú y Bolivia. Al frente estaba el dios cristiano “que había hecho a los españoles, Castilla, a los animales y mantenimientos de Castilla” (Molina 1943: 80). Esta confrontación olímpica equivale a las que mencionamos anteriormente y se preveía el resultado, dado que las huacas habían recobrado sus fuerzas gracias a la renovación del ritual. Como en casi todas las religiones la energía de los dioses se sustentaba en la constancia con que los fieles mantenían la vida ceremonial en su honor. El ritual es el alimento divino. Puede ser sangre humana -como lo creyeron mayas y aztecas- o el humo que consume las plantas o animales en su honor -como se pensaba en Mesopotamia- o las entrañas de las llamas -como razonaban los andinos- o el sacrificio de la Misa -como piensan los católicos- pero la eficacia de las deidades depende de la continuidad de cualquiera de las formas sacrificiales que se adopten. Cuando se persigue a los creyentes o -por cualquier otra razón- estos dejan de practicar el ritual, en la mayoría de las religiones se percibe a los dioses como hambrientos o faltos de poder y, por lo tanto, enojados y agresivos contra sus criaturas y sus perseguidores. Molina (1943: 80) recoge la versión andina de este fenómeno: “las huacas andaban por el aire, secas y muertas de hambre; por que los indios no le sacrificaban ya, ni derramaban chicha”. Pero su falta no concluía en este abandono, iba más allá pues los indios se habían bautizado entregándose al ritual católico.
La venganza no se haría esperar. Las huacas “habían sembrado muchas chacras de gusanos, para plantarlos en los corazones de los españoles, ganados de Castilla y los caballos y de los indios que permanecen en el cristianismo”. Para evitar tamaña desgracia había que renunciar a todo lo aprendido en la doctrina, solo así “vivirían en prosperidad, gracia y salud” (Molina 1943: 80).
No olvidemos la ‘inundación marítima’ con la que empezaba este discurso, pues los europeos habían venido por el mar. El mismo océano, la Mamacocha de los andinos, ahogaría con sus aguas a los individuos y a sus cultivos para lavar de la faz de los Andes su enfermiza presencia. Pero el castigo y la redención comenzaban por el cuerpo: los gusanos, es decir la condición de podredumbre, atacarían al motor de la vida y receptáculo de lo espiritual, el sonqo de los quechua hablantes -“conciencia, juicio, razón, memoria” en palabras de González Holguín. La preciada ofrenda que se arrancaba de las llamas, que en los Andes reemplazaba a los seres humanos en la mayoría de los sacrificios, se convertiría en un cuerpo putrefacto por los gusanos enviados por los dioses resurrectos. Como veremos más adelante la salvación también estaba en el cuerpo de los creyentes, llegaría con la posesión del mismo por las propias huacas.
El camino de la salvación comenzaba con repetir fórmulas conocidas en los antiguos rituales prehispánicos: ayuno de varios días que implicaba no comer sal, ají ni maíz de colores y no tener relaciones sexuales. Además convenía evitar todo trato con la parroquia, no comer alimentos de origen europeo, ni vestir ropas ajenas a su tradición -“camisa, sombrero, alpargatas”-, desoír el llamado de los sacerdotes católicos ausentándose de la Misa, olvidar el nombre de bautismo y, por supuesto, no practicar ninguno de los sacramentos. Molina relaciona estas actitudes con la divulgada creencia, que el cronista fecha en 1571, según la cual los indígenas se retraían del trato de los europeos pensando que los matarían para robarles el “unto” o grasa del cuerpo. Esto probablemente sea el origen remoto de las modernas versiones de lik’eri o kharisiri entre los aymaras y de los pishtacos o ñacaq entre los quechua hablantes. Se trata de seres fantasmales, ajenos a las comunidades, que trafican con la grasa del cuerpo de quienes son sorprendidos en parajes alejados de su pueblo. El producto, extraído mágicamente del cuerpo es vendido para su uso industrial; de acuerdo a los relatos recogidos hace un siglo el unto hacía sonar mejor las campanas de las iglesias, años después se suponía que eran parte de la tecnología que permitía el vuelo de los satélites (Rivière 1991: 23-40; Kato 2005: 99-126).
Los relatos que copiara Molina transpiran en esta parte el rechazo absoluto a la presencia extranjera. El nombre del movimiento y en general todo su discurso califican de enfermedad a todo lo que había arribado con Pizarro; no debe sorprendernos que las ceremonias de adhesión al taki onqoy hubiesen sido concebidas como una curación del mal que, llegado desde un mundo exterior, azotaba a la población.
El primer paso era recuperar lo que quedaba de los primeros treinta años de extirpación de imágenes sagradas. Concebidas como representación del demonio, los misioneros no vacilaron en quebrar o incinerar todas las pinturas, esculturas o murales donde se hubiese dibujado o esculpido dioses andinos.
[Los] taqui ongos […] pedían en los pueblos, si había alguna de las huacas quemadas, y como trajese algún pedazo de piedra de ellos, se cubrían la cabeza delante del pueblo con una manta y encima de la piedra derramaban chicha, y la fregaban con harina de maíz blanco; y luego daban voces, invocando la huaca, y luego se levantaban, con la piedra, y decían al pueblo: Veis aquí vuestro amparo, y veis al que os hizo, y da salud, hijos y chacra, ponedle en su lugar, en donde estuvo en tiempo del Inca (Molina 1943: 81).
Nótese que el uso del concepto Inca no se refiere a ninguno de los monarcas en particular, mucho menos al refugio de Vilcabamba. Se habla del “tiempo del Inca”, como mita o turno, o período correspondiente a una época y lugar idealizados. Se trata de restaurar una era de felicidad, evocada como el gobierno autónomo anterior a los españoles. Quienes se expresan de esta manera no son cuzqueños, son gente de muy distinto origen ubicadas en territorio chanca y que finalmente habían encontrado una fórmula convocatoria que no excluía a ninguna de las etnias. Idealizando el pasado incaico se puede suprimir sin dificultad a todos los europeos y a quienes han aceptado su cultura. Al hacer esta racionalización no participan de lo que pudo ser la aspiración imperial de Manco Inca y sus sucesores, en la mirada de los taqui ongos Sayri Tupac y Titu Cusi no dejarían de ser traidores.
Las características de esta expectativa mesiánica son novedosas si se repasa lo que sabemos de los incas. Los predicadores de la nueva fe proclaman claramente que se trata de un giro diferente en la tradición andina; las huacas sin templos, ni ceremoniales públicos se refugian ahora en el cuerpo de los creyentes: “no se metían ya en las piedras, ni en las nubes, ni en las fuentes para hablar, si no que se incorporaban ya en los indios, y los hacían ya hablar; y que tuvieran sus casas barridas y aderezadas, para si alguna de las huacas quisiese posar en ella” (Molina 1943: 80).
Años después, Cristóbal de Albornoz trató de explicar el éxtasis de los creyentes y predicadores del taki onqoy a partir de la ingestión de maca (Lepidium meyenii Walp), herbácea perteneciente a la familia de las crucíferas, rica en proteínas. Según el extirpador, cuando los “mensajeros de las dichas huacas” encontraban resistencia entre su audiencia: trían una confección de maca, que con tanta cantidad como tocar la uña y la tocase a cualquier bebida, los hacían loquear a bailar y darse con las cabezas en las paredes. Y con hacer esto con algunos…y cortesías de que bebiesen todos los demás, obedecían a lo que decían y predicaban y en esto hacían gran suma de ceremonias en sus ritos antiguos (Duviols 1967: 36).
La versión de Albornoz carece de fundamento y se suma a los mitos de la brujería europea afincada en América y atribuida, sin vacilar, a los indígenas. El reciente uso industrial de la maca, como el conocimiento de las virtudes de la planta, ha sido puesto en evidencia por los antropólogos desde hace más de medio siglo (Matos 1979: 3-10).
Producido el éxtasis iniciático en los conversos, descrito como que: “temblaban y se revolcaban por el suelo; y otros tiraban de pedradas como endemoniados, haciendo visajes y luego reposaban”, los profetas del taki onqoy les pedían que explicasen lo que habían sentido. La respuesta usual era que una huaca determinada “se le había entrado en el cuerpo”, a continuación “se lo tomaba en brazos, y lo llevaban a un lugar diputado y allí le hacían un aposento con pajas y mantas. Y luego lo embijaban” -pintaban de color rojo, generalmente con una tintura preparada con semillas de achiote- para constituirse en recipientes de la huaca que los había poseído. El dios, ahora presente, recibía las ofrendas del pueblo a que pertenecía el iniciado: carneros [es decir camélidos], molle [Schimus molle], chicha, llipta [mazamorra de maíz o ceniza endurecida para el uso de la coca], mullu [conchas marinas] y otras cosas; y hacían fiesta todo el pueblo, de dos o tres días, bailando y bebiendo, e invocando a la huaca que aquel representaba y decía tener en el cuerpo, y velando de noche sin dormir (Molina 1943: 81).
Si volvemos a las crónicas del siglo XVI o principios del XVII la posesión o éxtasis que toma el cuerpo del creyente pudo estar reservada a los sacerdotes andinos, antes y después de la Conquista. No era tampoco una forma usual de comunicación con lo divino en el apogeo incaico, cuya administración eclesiástica debió ser reticente a que los dioses o huacas se manifestasen fuera de los canales regulados por el dogma establecido. Esta situación debió funcionar para todas las religiones oficiales o ligadas al poder estatal. Era difícil controlar el éxtasis de un poseso o místico que estaba convencido de hablar en nombre de la divinidad, situación que la Iglesia Católica manejaba a través de la Santa Inquisición. Los taqui ongos habían nacido en la clandestinidad y sabían que su prédica sería condenada de inmediato, por ello la posesión o éxtasis les daba un poder incontrolable e impredecible. Los atacados por la enfermedad -onqoy- eran incorporados a sus filas para participar del proceso de curación que los libraría de la otra enfermedad: la presencia hispánica.
No se trata de un baile o coreografía conocida por los poseídos, de hecho takiy significa cantar (tusuy=bailar), aunque en más de un diccionario se amplía su significado a “cantar solo sin bailar o cantando bailar”, frase con la que González Holguín (1989: 338) traduce las palabras quechuas taquini o taquicuni. Los éxtasis descritos por Molina o Álvarez no permiten relacionarlos con los bailes descritos por las crónicas del siglo XVI o, en general, con los del período colonial.
EL TAKI ONQOY A TRAVÉS DE LOS TESTIGOS DE CRISTÓBAL DE ALBORNOZ
Empeñado en obtener el reconocimiento por su labor evangelizadora Cristóbal de Albornoz llevó a cabo cuatro informaciones de servicios que conocemos (1569, 1570, 1577, 1584), tres de las cuales contienen diversas versiones que amplían considerablemente, a través de numerosos testigos, la noticia de Cristóbal de Molina. Como se sabe, los documentos de Albornoz fueron descubiertos en 1963 y al año siguiente se dio noticia de los mismos en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. En 1964 se publicó el primer artículo sobre el tema en la revista peruana Cultura 3 (Lima), el que precedió a otros seis artículos de divulgación y numerosas conferencias en distintos foros. Finalmente en 1971 (CIDOC, México), Iván Ilich tuvo la gentileza de incluir la documentación de Albornoz en la Colección Sondeos (Millones 1971), la reedición de los mismos, completada con información adicional, una serie de ensayos y una renovada versión paleográfica, fue posible gracias al Instituto de Estudios Peruanos y la Sociedad Peruana de Psicoanálisis y se realizó en 1990 (Millones 1990). Ambas ediciones están agotadas desde hace tiempo.
Albornoz, por boca de sus testigos, se atribuyó el descubrimiento de la “idolatría”, información que contradice a Cristóbal de Molina quien adjudicó este mérito a Luis de Olvera, cura del repartimiento de Parinacochas. Esta localidad se ubica al SE de Huamanga, en la frontera de lo que hoy es el departamento de Arequipa. Llamado a declarar en favor de Albornoz en 1584, el padre Molina es muy cuidadoso al momento de elogiar “la solicitud, trabajo y cuidado” del extirpador pero no dice que sea el descubridor de la “secta”, como se calificó en ese tiempo al taki onqoy.
En 1570 otro testigo, Amador de Cabrera, descubridor de las minas de azogue de Huancavelica -antes parte de Huamanga- había nombrado a los repartimientos de Chocorbos, Soras y Lucanas como los de mayor concentración de idólatras (folio 13r); sin embargo, no menciona que la prédica subversiva comenzase allí. En 1577 es llamado a declarar el propio Luis de Olvera, clérigo presbítero que entonces ya era cura de la iglesia del Cuzco y secretario de su cabildo eclesiástico. Olvera recordó que, cuando Albornoz visitó Huamanga, él era el vicario y cura de Parinacochas pero atribuyó a don Cristóbal el descubrimiento del taki onqoy. Además declara que para esa fecha: “la nueva secta estaba sembrada por toda la tierra entre los indios y naturales de ella”. No da señales de que su parroquia hubiese sido el punto de partida del movimiento (folio 5r). La que más se puede aproximar en este tema es la afirmación de Pedro del Prado, quien en 1570 declaró que Albornoz inició su vista a partir del repartimiento de Pedro Díaz de Rojas (reducciones de indios quinuas y cabinas: La natividad de Quinua, La visitación de Chinchos y San Juan de Guaychat; Puente Brunke 1992: 391) y que allí, por primera vez, castigó a ciento cincuenta hechiceros (folio 59r).
A la luz de estos datos no es posible concluir el lugar de origen del movimiento. Cuando llega Albornoz ya estaba extendido por la mayoría de las encomiendas de Huamanga y, en parte, en las vecinas. Tampoco es posible hablar de un descubridor del taki onqoy en el sentido de los méritos que se adjudicaba Albornoz, lo más probable es que los párrocos encargados de cristianizar a los indios de las encomiendas mencionadas tuvieran noticia de los profetas pero recién con la visita de don Cristóbal tomaron conciencia de su importancia. Al sacar a la luz la “idolatría” observaron que abarcaba más de una doctrina y pudieron pensar que la magnitud del movimiento no era local. La relación más detallada de la extensión del movimiento puede ser la que nos ofrece la declaración de Bartolomé Berrocal, notario de la Audiencia Eclesiástica (Huamanga 1570) quien refiere que: [el] “taki onqoy estaba sembrado en el repartimiento de Yauyos del capitán Francisco de Cárdenas, del pueblo de Allauca, de Antonio de Oré, Pedro Ordóñez Peñaloza y del pueblo de Guacras de los Lucanas y en las provincias de Laramati y Hatun Lucanas, que están a la cabeza de Su Magestad, y la provincia de Apcara y Andamarcas de la encomienda de Juan Velásquez Vela Núñez, y en la provincia de Soras, y en el repartimiento de Juan de Mañueco, y en los pueblos del repartimiento de Juan de Mañueco (sic) y Pedro de Ribera, en todos los cuales dichos pueblos y provincias de suso nombradas vido este testigo que la dicha apostasía entre los naturales la dicha apostasía se había sembrado y cundido” (folio 20v).
El número de pueblos comprometidos y la extensión del taki onqoy ha sido objeto de la preocupación moderna de Rafael Varón (1990) y de Ranulfo Cavero (2001), quien ha interpretado las zonas de divulgación, e incluso la ubicación de predicadores y creyentes con mapas y diagramas a partir de los documentos de Albornoz (Cavero 2001: 54 y 73). El detalle de sus conclusiones puede encontrarse en la obra citada en la bibliografía de este ensayo pero los límites del taki onqoy se amplían a partir de la publicación del memorial de Bartolomé Álvarez (1998 [1588]) ya que lo ubica en Oruro, veinte años después de que supuestamente había desaparecido debido al celo de Albornoz.
Se puede trazar la hipótesis de que el movimiento se sumergió cuando se hicieron notorias las campañas de Albornoz y la activación de la represión por los doctrineros ante la presencia del visitador. Hay que advertir que la relación de las encomiendas de Huamanga con el sur del Virreinato estaba asegurada por las remesas de trabajadores enviados a las minas de Potosí. Pero, además de eso, estaba el hecho de que las etnias soras de Huamanga eran parte de la gran etnia boliviana del mismo nombre, ambas aymara hablantes. Hoy en Perú, Soras es el nombre de uno de los distritos de la provincia de Sucre, departamento de Ayacucho en el límite con Apurímac (ver Cavero 2001: 217-246). La ubicación originaria de los soras está todavía en debate, lo más probable es que sea el resultado de una doble migración iniciada en épocas preincaicas: primero de norte a sur si pensamos “que la lengua aymara se configuró en la cuenca del río Pampas, para luego expandirse al Cuzco” y después hacia el Collao. Rápidamente los aymaras fueron presionando a los habitantes de habla puquina y uruquilla de los Andes del sur hasta llegar a la región atacameña para luego retornar con una nueva invasión al Collao. El argumento lingüístico es de Alfredo Torero (1987: 329-405) pero ha sido validado por la documentación histórica de María Mercedes del Río (2005: 47-48). Recuérdese que en el siglo XVI la región de Huamanga era por lo menos bilingüe y que las Relaciones Geográficas de Indias mencionan que en la mayor parte de los repartimientos se hablaba quechua y aymara. A esto hay que agregar que la distribución de esta numerosa etnia había sufrido los embates de la administración incaica que precedió al sistema de repartimientos y encomiendas de los españoles. Tal habría sido el caso de los soras de Paria cuya antigua pucara o fortaleza pudo ser el centro preincaico, situado en el altiplano de Oruro. En su reemplazo, los incas elevaron la importancia del Tambo de Paria, en Pariamarca, al costado del camino imperial, al norte del río Jacha Uma (del Río 2005: 78-81).
En 1565, cuando el taki onqoy es intervenido, los soras de Huamanga pertenecían a una de las encomiendas más ricas del Perú, en manos de Melchor Palomino. En las Informaciones de Cristóbal de Albornoz se los recuerda como los indígenas más comprometidos ya que, de acuerdo con el testimonio de Gerónimo Martín (1570), se descubrió en su territorio “mil y ciento y tantas huacas […] las cuales los dichos naturales tenían por sus dioses criadores y les adoraban y ofrecían oro, plata, ovejas, aves, cuyes y muchas otras cosas” (folio 45r). La cifra es importante porque al hablar de sus méritos, al inicio de esta Información, Albornoz recuerda como número total de huacas descubiertas a más de seis mil. Si tomamos esta cifra como real, los soras tuvieron el privilegio -o cometieron el delito de acuerdo a la época- de mantener el culto a un número considerable de las imágenes o fragmentos de ellas.
Además, entre las deidades que aparecen con el movimiento figura de manera prominente Carhuarazo (Qarwaraso), la montaña sagrada o Apu de los soras, ubicada en el distrito de Huacaña, hoy provincia de Sucre. En la relación de Bartolomé Berrocal (1570, folio 45r), Carhuarazo figura en la lista de huacas notables que se conjuran contra el dios cristiano, al lado de Titicaca, Tiaguanaco, Chimborazo, Pachacamac y algunas más. Esto nos dice que, de varias formas, los soras habían asumido un serio compromiso con el movimiento, lo que abona en favor de su presencia en Oruro más tarde.
Los soras no son sino una de las etnias comprometidas; hay que tener en cuenta que Albornoz tiene señalados los límites de la visita que, por imprecisos que fueran, se relacionaban con la extensión de sus recursos y de sus fuerzas, dado que se trata de terrenos en los que hoy es difícil desplazarse. No podemos confundir la extensión de la visita con la extensión del movimiento.
En 1570 don Cristóbal reclama que usó dinero de su propio peculio para perseguir a los creyentes y “no ha tenido ni se le ha dado salario alguno por la dicha visita”. A continuación, señala que ha “llevado consigo lenguas y oficiales de crédito e confianza para ello” (folio 5r). Aunque no lo dice expresamente, esta es la mitad de la verdad pues el cargo de visitador le daba poder para juzgar el rendimiento de los párrocos en la jurisdicción, muy vasta, que le tocó examinar. Años más tarde se estableció más precisamente que todo visitador era en principio “un juez eclesiástico que dirige la encuesta, instruye las causas y hace cumplir las sentencias” (Duviols 1977: 250), lo que significaba que tenía todo el apoyo legal y material de las doctrinas que visitaba. A esto agregó “oficiales y lenguas de confianza”, siendo su colaborador principal el padre Gerónimo Martín, clérigo presbítero que era cura y vicario del repartimiento de Diego Gavilán, uno de los compañeros de Pizarro en el asalto de Cajamarca, cuya encomienda era la de Parija (Huanta; Puente Brunke 1992: 391). En 1577 Albornoz contrató a Martín por “cierta cantidad de pesos de oro que no tiene este testigo (Gerónimo Martín) memoria de cuántos fueron” (folio 44r). El olvidadizo cura recordó, sin embargo, que don Cristóbal visitó a los clérigos de las doctrinas y “a los que habían delinquido los castigó y quitó las doctrinas y puso otros clérigos y los que halló que habían hecho bien su oficio, los honró como era razón” (folio 45v).
Martín hablaba quechua, su capacidad en el manejo de la lengua es reconocida por otros testigos y muy apreciada por el Visitador. A él se sumaban los miembros del equipo, indígenas o mestizos, cuyo número no se precisa pero que debieron ser suficientes como para imponer la autoridad de Albornoz en cualquier circunstancia. No se menciona a Felipe Guamán Poma de Ayala como parte de la visita, el testimonio de su participación descansa en la Nueva Corónica…, pero no quedan dudas de que fue parte de aquella aventura por el detalle con que describe la situación y los personajes. Don Felipe dibuja a Albornoz de forma aproximada a la de Alonso de Mesa quien en 1584 lo describe con minuciosidad: “hombre muy recogido [bajo de estatura], maduro, cano” (folio 7v). Además, Poma de Ayala nos agrega el nombre de otro de los auxiliares, Juan Cocha Quispe, ‘indio bajo de Quichiua’, que se habría beneficiado con la visita, quedando como curaca de su grupo étnico” (1980: 638).
No siempre nuestro Visitador se tomó el trabajo de recorrer todas las distancias ni de perseguir a los acusados. En más de una ocasión delegó sus funciones, tal es el caso citado por Vicente Lorenzo Brabo, clérigo presbítero, quien en 1570 por mandato de Albornoz: “descubrió en el repartimiento de don Luis de Pimentel, vecino de esta ciudad doscientas y cincuenta y tantas huacas, las cuales este testigo hizo quemar y quebrar y castigar a los culpables” (folio 52r) aunque don Cristóbal, nos aclara Vicente Lorenzo, se reservó el derecho de aplicar las penas una vez que fueron acusados.
La actividad al interior de una doctrina intervenida tuvo un comportamiento muy preciso. El cura encargado daba cuenta a Albornoz y a su equipo inmediato del estado de la evangelización, lo que podía incluir el sacramento de la confesión del doctrinero, teniendo al Visitador como confesor, y el escrutinio administrativo de lo sucedido desde que había asumido su labor o desde la última visita. Luego se activaba la vida ceremonial de la comunidad: haciendo procesiones generales con todos ellos y diciéndoles sus misas con toda diligencia y predicándolas y dándoles a entender el oficio de su venida y como era por su bien y quietud y remedio de sus ánimas y conciencias y que haciendo ellos [los indígenas] de su parte lo que en sí era e acusándose de sus culpas, que él [Albornoz] les venía a reformar y dar penitencia saludable con caridad, porque de otra manera serían muy castigados (Albornoz 1570, folio 4v en Millones 1990).
Nuestro extirpador reclama haber hallado 8,000 naturales convertidos al taki onqoy y, como se dijo antes, 6,000 objetos de culto a los que llama huacas. La relación de las mismas figuran en los anexos de la información de 1584, así como la de los curacas e indios castigados en las visitas, por ser miembros de la “secta” o por otras faltas como, por ejemplo, estar amancebados. En 1570 uno de sus testigos, Bartolomé Berrocal, reafirma la cifra de dichos “apóstatas” y elogia el papel desempeñado por Gerónimo Martín, algo que otros repiten: clérigo presbítero que es una de las mejores y más principales lenguas de este Reyno, en quien concurre toda bondad y cristiandad, con el cual todos los días cuatro veces al día les dio a entender su perdición y horror en que estaban, predicándoles la palabra de Dios y cosas tocantes a nuestra santa fe católica, y ellos vinieron por lo mucho que se les predicaba a conocer el yerro que habían hecho y en que estaban llorando y postrados por tierra (folio 21r).
Cualquiera que haya sido la habilidad oratoria de don Cristóbal, al que Poma de Ayala elogia por otras cualidades, no cabe duda que los discursos en quechua del padre Martín causaron un formidable efecto en la audiencia indígena. Berrocal llega a afirmar que de regreso a Huamanga los nativos de los pueblos visitados no cesaron de ir al encuentro de Albornoz para confesar sus pecados y denunciar a otros “idólatras” (folio 21v).
Este mismo testigo es, en especial Romaní, uno de los que ofrece versiones de la ideología del movimiento que pueden competir con las que aparecen en la crónica de Cristóbal de Molina: la secta y apostasía que entre los dichos naturales se guardaba que es la Aira Taqui ongo, que era que muchos de los dichos naturales predicaban y publicaban y decían que no creyesen en Dios ni en sus santos mandamientos, ni entrasen en las iglesias, y que se confesasen con ellos y no con clérigos ni padres, y que ayunasen cinco días en sus formas como lo tenían de costumbre en tiempo del inca, no comiendo sal, ni ají, ni maíz, ni teniendo cópula con sus mujeres si no sólo beber una bebida de azua destemplada sin fuerza, y mandándoles adorasen y ofreciesen de las cosas suyas naturales como son carneros, aves, tocto, chimbo, lampaca y carapa y mollos [¿mullu?] y plata y cantidad de comida y otras cosas, y que ellos eran mensajeros de las huacas Titicaca, Tiaguanaco, Chimborazo, Pachacamac, Tambotoco, Caruavilca, Carrhuarazo y otros más de sesenta o setenta huacas que en nombre de ellas les predicaba, las cuales dichas huacas decían los dichos apóstatas que estaban peleando con el dios de los cristianos y que presto sería de vencida y que se acabaría su mita de mandar (folio 20v.).
El texto agrega varias novedades a lo escrito por Molina. En primer lugar da el nombre de varias de las huacas -cerros, apus o huamanis- o divinidades comprometidas con los profetas del taki onqoy. Algunas de ellas como Titicaca y Pachacamac son imprescindibles dada la enorme convocatoria que tenían en las regiones donde se encontraban sus santuarios, sin mencionar sus zonas de influencia. Recuérdese que el lago que hoy es fronterizo entre Bolivia y el Perú fue reconocido como la pacarina (de paqariy= aparecer, crearse, originarse) o lugar de origen de la pareja fundadora del estado incaico (De la Vega 1991: I, 41). Una vez conquistados los reinos lacustres, los incas hicieron que la fiesta de Copacabana -península hoy ubicada en la costa boliviana- fuera una de las ceremonias más cosmopolitas del Tahuantinsuyo. Algo parecido ocurrió con Pachacamac, culto que excedía largamente el valle de Lurín, donde todavía pueden verse las ruinas de su santuario principal. Es posible que el reino de Chincha haya llevado su veneración donde se extendieron las redes de su culto. Similitudes arquitectónicas entre los recintos de Pacatmanú y Sicán nos están sugiriendo el auge de este dios que superó los días del estado Huari y solo parece haber caído con la llegada de los señores del Cuzco. Aun así, los incas no se atrevieron a destruir su santuario (Shimada 1991: LIV). Otras presencias no son tan obvias, Tambotoco podría aludir a la versión de la “Fábula del origen de los incas del Cuzco” narrada por Sarmiento de Gamboa (1942: 42) como el lugar donde brotan las cuatro parejas fundadoras del estado incaico. Según el cronista “es un cerro con tres ventanas” a seis leguas del Cuzco, además de los hermanos Ayar que surgieron de una de las “ventanas”, de las otras dos aparecieron las etnias maras y tambos que poblaron la naciente capital del imperio. Pese a todo el peso mítico que le otorga Sarmiento, la documentación de la época que conocemos no le otorga valencias sagradas semejantes a las anteriores. Lo mismo podríamos decir de Tiaguanaco, o Tiwanaku, cuyos restos monumentales todavía nos llenan de admiración, o Tampotoco (Tamputoqo), centro de sacralidad importante para el sur del Perú y Bolivia. El R. P. Cobo nos dice que su nombre en aymara fue Taypicala “que quiere decir la piedra del medio, porque tenían por opinión los indios del Collao que este pueblo estaba en el medio del mundo y que de él salieron después del Diluvio los que los tornaron a poblar” (1964: 195). El cronista llega a afirmar que “los moradores del Collao están divididos en dos pareceres: los unos afirman haber sido hecha la creación en Tiaguanaco y los otros en la isla Titicaca” (1964: 150). En opinión de Cobo, su importancia solo cedía ante el Coricancha del Cuzco, Pachacamac y Copacabana.
Hasta ahora solo hemos buscado correspondencias entre las deidades invocadas por los taqui ongos y las que gozaban de reverencia más o menos amplia en el momento de la Conquista; pero Berrocal nos habla de “sesenta o setenta” huacas que concurren en una especie de federación sacra que se ponen de acuerdo para combatir al dios cristiano. Alguna otra huaca como Carhuarazo (Qarwaraso) nos da la pista de que las huestes contra el cristianismo aceptaban la participación de dioses que podríamos llamar menores, o más bien divinidades o huacas con una audiencia reducida por límites étnicos como es el caso ya referido de la divinidad de los soras. Sin embargo, no será tan fácil explicar la presencia de Chimborazo, volcán de lo que hoy es Ecuador, en el mesianismo ayacuchano aunque las razones pueden estar escondidas en el juego de mitimaes emprendido por los cuzqueños en el cenit de su imperio.
Las informaciones de Albornoz repiten en varias ocasiones textos similares al de Berrocal. A veces presentan algunos detalles interesantes, como el caso de Diego de Romaní quien en 1570 dice haber sido testigo de la presencia de seis o siete jóvenes indios “que andaban como tontos y gente que había perdido el juicio”, lo cual es una manera de ver el éxtasis a que conducía el frenesí de la danza (folio 24r). Además, en sus declaraciones Romaní también menciona a “ciertas indias que se hacían santas y se nombraban Santa María y la Magdalena y otros nombres de santas”.
El dato es importante porque revela la penetración del culto católico en el sistema de creencias construido contra el cristianismo. El prestigio de los nombres invocados en el proceso de evangelización, a treinta años de la llegada de Francisco Pizarro, ya tenía la suficiente fortaleza como para ser parte de las religiones en formación en el siglo XVI.
El otro personaje con nombre propio es Juan Chono o Juan Chocne que en las Informaciones aparece como predicador del taki onqoy. En la declaración realizada en 1570 por el sacerdote español Pedro Barriga Corro, residente en Huamanga, se adjudica haber descubierto casualmente a Chocne mientras ponía en evidencia una huaca en Laramati -hoy Laramate, distrito de la provincia de Lucanas. Dice el padre Barriga que el taqui ongo fue capturado al huir de él (folio 53v). Cristóbal de Molina completa la información en 1577 expresando que “los más principales docmatizadores, que eran dos hombres y una mujer, envió [Albornoz] presos a esta ciudad del Cuzco” (folio 6r). Si Chocne fue uno de los culpables, ¿quién sería el otro?, ¿alguna de las mencionadas por Romaní sería la mujer enviada al Cuzco? No tenemos respuestas seguras para esas preguntas, aunque en artículos de difusión escritos tiempo atrás hemos arriesgado hipótesis posibles. En todo caso, no hay otros nombres o seudónimos aplicados directamente a los creyentes en calidad de líderes, o en situación especial. Los nombres de las listas de castigados no parecen revelar la condición de dirigentes del movimiento, por lo menos no a la altura de las mujeres que tomaron el nombre de María y María Magdalena. El caso de Chocne es diferente, no hay duda de que tuvo un papel importante pero Albornoz no se preocupó en analizar la estructura de la “secta”.