Por Anselm Grün OSB y Meinrad Dufner.
Introducción
En la historia de la espiritualidad se pueden distinguir dos corrientes clasificatorias. Hay una espiritualidad desde arriba, que parte de los principios de arriba y desciende a las realidades de abajo. Y hay otra espiritualidad desde abajo, que parte de las realidades de abajo para elevarse a Dios. La espiritualidad desde abajo afirma que Dios habla en la Biblia y por la Iglesia pero también nos habla por nosotros mismos a través de nuestros pensamientos y sentimientos, por nuestro cuerpo, por nuestros sueños, hasta por nuestras mismas heridas y presuntas flaquezas. La espiritualidad desde abajo ha sido practicada principalmente dentro del monacato. Los monjes antiguos comenzaron a estudiar la posibilidad de llegar al conocimiento y trato con Dios partiendo del análisis de las propias pasiones y del autoconocimiento. Evagrio Póntico logró definir esta espiritualidad de abajo con una formulación ya clásica: si deseas conocer a Dios aprende primero a conocerte a ti mismo. El ascenso a Dios pasa por el descenso a la propia realidad, hasta lo más profundo del inconsciente. La espiritualidad de abajo contempla el camino hacia Dios no como una vía de dirección única que lleva directamente a Dios. El camino hacia Dios pasa generalmente por muchos cruces de errores, curvas y rodeos, pasa por fracasos y desengaños. Pero resulta que no son precisamente mis virtudes las que más me abren a Dios sino mis flaquezas, mi incapacidad, incluso mis pecados.
La espiritualidad desde arriba parte de las cumbres de un ideal prefijado. Arranca del ideal bien perfilado de un fin que el sujeto debería alcanzar mediante la oración y las prácticas espirituales. El ideal se diseña partiendo del estudio de la Sagrada Escritura, del magisterio de la Iglesia en materia moral y del autoconcepto. Las preguntas fundamentales de la espiritualidad de arriba son éstas: ¿Cómo tiene que ser un cristiano?, ¿Qué debe hacer?, ¿Qué tipo de conducta debería encarnar?
La espiritualidad de arriba brota de la aspiración humana a ser mejor, a superarse, a acercarse cada vez más a Dios. Esta espiritualidad tuvo su representación principal en las corrientes de la teología moral de los tres últimos siglos y en la ascética más común enseñada desde la Ilustración. La psicología moderna se muestra muy escéptica frente a esta forma de espiritualidad por considerarla como un peligro de desintegración interior del sujeto. El que se identifica con su ideal prescinde frecuentemente de su propia realidad si ésta no se acopla a aquél. El resultado es un sujeto interiormente dividido y enfermo. La psicología en cambio apoya una espiritualidad de abajo tal como la practicaron los antiguos monjes. Para la psicología es incuestionablemente claro que el hombre no puede llegar a su propia verdad si no es por el propio conocimiento.
En la espiritualidad desde abajo no se trata sólo de prestar atención a la voz de Dios que me habla por mis pensamientos, sentimientos, inclinaciones y enfermedades para llegar por su medio al descubrimiento de la imagen que Dios se ha formado de mí. Tampoco se trata sólo de la elevación a Dios por el descenso a mi realidad. En la espiritualidad desde abajo se trata sobre todo de conseguir abrirse a las relaciones personales con Dios en el punto preciso en que se agotan y cierran todas las posibilidades humanas. La auténtica oración, dicen los monjes, brota de las profundidades de nuestras miserias y no de las cumbres de nuestras virtudes. Jean Lafrance describe la auténtica oración cristiana como una oración que brota de lo profundo, pero él mismo necesitó largos años de fracasos para llegar a esta clase de oración. Escribe: “Los esfuerzos que hacemos en la oración y ejercicios ascéticos para llegar a la posesión de Dios van en dirección equivocada. Nos parecemos a Prometeo en su vano intento de robar el fuego del cielo. Tiene suma importancia comprobar en qué medida induce este esquema de perfección a entrar por un camino contrario al enseñado por Jesús en el evangelio. Jesús no puso una escala de perfección por la que se sube peldaño tras peldaño hasta llegar a Dios. No, Jesús enseñó un camino de descenso a los fondos de la humildad. Al encontrarnos en el cruce debemos, por tanto, elegir para ir a Dios entre el camino que sube y el que baja. Según mis experiencias desearía adelantar algo ya desde ahora: Si para ir a Dios elige usted el camino del heroísmo en la práctica de las virtudes, eso es cosa suya, tiene usted todo el derecho de hacerlo. Pero quisiera prevenirle del peligro de darse contra la pared. Si, por el contrario, prefiere usted el camino de la humildad, debe usted ser sincero en su deseo y no tiene por qué tener miedo de las profundidades de sus miserias”.
La espiritualidad desde abajo intenta responder a la pregunta sobre qué se debe hacer cuando parece que todo sale torcido y cómo se deben colocar los fragmentos de nuestra vida rota para formar con ellos una figura nueva.
La espiritualidad desde abajo prefiere el camino de la humildad aunque esta palabra nos resulte hoy un tanto incómoda. La humildad descrita por San Benito en su regla como el camino espiritual del monje, es evaluada por Drewermann como un típico ejemplo de imposición desde fuera. Sin embargo, si damos un repaso a la literatura espiritual del cristianismo y de otras religiones, constatamos que en todas ellas se considera la humildad como la actitud fundamental de toda auténtica religiosidad. Pero la humildad no debe entenderse como una virtud que el hombre consigue por el mero hecho de humillarse y hacerse pequeño ante los demás. La humildad no es fundamentalmente una virtud social sino religiosa. La palabra latina de humildad, humilitas, se relaciona con la palabra humus, tierra. La humildad es reconciliación con nuestra terrenalidad, con el lastre de lo terrenal, con el mundo de nuestros impulsos, con todo cuanto de negativo existe en nosotros. Humildad es valor para aceptar la propia verdad. Los griegos distinguen entre tapeinosis, disminución, envilecimiento, pobreza; y tapeinophrosyne, descripción de los comportamientos de los pobres, actitud de humildad y pobreza espiritual. La humildad designa nuestra conducta ante Dios y es virtud religiosa. Es en todas las religiones criterio de toda auténtica espiritualidad. Es el lugar profundo donde puedo encontrarme con el verdadero Dios y donde pueden comenzar a dejarse oír los gemidos de la verdadera oración.
En este libro desearíamos describir los dos polos de la espiritualidad de abajo: por una parte, el camino hacia nuestro yo y hacia Dios descendiendo a nuestra propia verdad y, por otra, la experiencia de impotencia y fracaso considera dos como lugar de oración auténtica y como oportunidad de crear un nuevo estilo de relaciones personales con Dios. La espiritualidad desde abajo describe los procedimientos terapéuticos que debe seguir el hombre hasta llegar al encuentro con la esencia de sí mismo. Es el camino religioso que lleva a la oración, al “grito desde lo profundo” y a la experiencia íntima de Dios a través de las experiencias de fracaso.
Espiritualidad desde arriba
No pretendemos establecer una oposición total entre la espiritualidad de abajo y la de arriba. Los exclusivismos nunca son positivos, pero existe una positiva tensión entre estos dos enunciados espirituales. La espiritualidad desde arriba nos pone ante la vista los ideales con los que debemos entusiasmarnos para finalmente realizarlos. Todo ideal libera en el hombre una especial energía. Sobre todo los jóvenes necesitan ideales para su vida. Sin ideales se limitarían a girar en torno a sí mismos sin llegar nunca a desarrollar todas las posibilidades que llevan ocultas. Tampoco podrían ponerse en contacto con esa energía que debe ser liberada. Los ideales sacan a los jóvenes de sí mismos hasta hacerles superarse para identificarse con el modelo, a controlarse y a descubrir nuevas posibilidades. Sin la fuerza provocativa de esos ideales muchos vivirían al borde de las propias posibilidades sin percatarse de ellas. Para poder crecer necesito modelos. La propia imagen se desarrolla mejor junto a otra imagen. Los santos pueden servir de modelo para los jóvenes a los que provocan, estimulan a trabajar y a descubrir la vocación propia. Lo que no podemos hacer es copiar. La contemplación de los santos no se orienta a crear remordimientos de con ciencia al descubrir que no somos tan grandes como ellos; lo que pretende es estimular a no infravalorarnos, a descubrir la vocación personal y a reconocer en nosotros la imagen única que Dios se ha formado de cada uno.
Nuestro abad ha dado a la comunidad esta consigna: “En ti hay muchas más posibilidades de lo que tú piensas, por no hablar de las posibilidades que tenéis Dios y tú juntos”. Los ideales ayudan precisamente a descubrir las posibilidades que existen en cada uno. La juventud ha tenido siempre una enorme capacidad de entusiasmo. Necesita elevados ideales para entusiasmarse. El entusiasmo es una fuerza que permite a uno superarse desarrollando y potenciando las aptitudes naturales. Cuando ya no existen ideales capaces de provocar entusiasmo, la juventud cae enferma y necesita otras cosas para sentir gusto por la vida; necesita destrozar violentamente algo para tener sensación de fuerza y crecimiento. Si se abusa de esa capacidad de entusiasmo en la juventud, como sucedió en el Tercer Reich alemán, todo puede terminar en catástrofe. En este campo, la Iglesia dispone de una inapreciable oportunidad de proponer de manera creíble los ideales del cristianismo, tal como han sido vividos por las grandes figuras de la Biblia y por los grandes santos de la Iglesia. Pero más importante que proponer ideales es vivirlos. Cuando los jóvenes se entusiasman con modelos, logran poner orden en su caos interior y organizar todas sus energías en torno al ideal encarnado en un personaje histórico que es el santo. Los modelos facilitan a los jóvenes estabilidad y orientación. Además les ponen en contacto con las energías y recursos que Dios ha depositado en ellos.
No podemos, por tanto, prescindir de la espiritualidad de arriba. Ejerce la función positiva de despertar vida en nosotros. Sólo actúa negativamente produciendo enfermedad cuando los idea les pierden contacto con nuestra realidad. Hay quienes se proponen unos ideales tan elevados que resultan inasequibles. Y para no renunciar a esos ideales prescinden de la propia realidad para poder identificarse con ellos. El resultado es una personalidad desdoblada. Cierran los ojos a la propia realidad, por ejemplo, a la agresividad que puede esconderse en sus devociones religiosas. La tensión producida por el desdoblamiento de la personalidad puede desembocar en una vida a dos niveles sin contacto de uno con otro y a la proyección sobre los demás de los instintos reprimidos. Para mantener erguido el ideal de perfección se desplazan los defectos propios proyectándolos sobre los demás contra los que se chilla y se maldice. El desplazamiento del mal del propio corazón lleva a inconsideración con los demás a los que se anatematiza y trata brutalmente en nombre de Dios. La espiritualidad de arriba se practica generalmente al comienzo del camino espiritual. Pero llega un momento en el que el individuo necesita poner en contacto la espiritualidad de arriba con la espiritualidad de abajo si desea subsistir en una vida normal. De no hacerlo así se originan tensiones internas y el sujeto enferma. Es entonces cuando debe tomar muy en serio la propia realidad y conectarla con el ideal. Es la única manera de lograr la trasformación. Más que de ideales bíblicos preferimos hablar de las promesas del Señor. Dios nos manifiesta en la Biblia de qué somos capaces si nos abrimos al Espíritu. Estas promesas son, por ejemplo, los ideales propuestos en el sermón del monte. La única manera de intentar hacer realidad esas promesas presupone una experiencia existencial de ser hijos e hijas de Dios. Si lo con seguimos, esas promesas nos introducen en un mundo libre y dilatado donde nos sentimos cómodos y esto nos hace mucho bien. Pero si en el sermón del monte vemos únicamente unos ideales que tenemos que realizar a toda costa, entonces nace la tensión interior al constatar que no siempre vamos a ser capaces de conseguirlo. El sermón del monte describe un modo de conducta a tono con la experiencia de la salvación en Jesucristo. Es, por lo tanto, un buen criterio para discernir si hemos comprendido o no la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo.
El peligro de la espiritualidad desde arriba consiste en hacerse a la idea de que se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lafrance define este falso concepto de perfección con estas palabras: “Los hombres han imaginado en general la perfección como un continuo crecimiento o como un proceso de ascensión con más o menos dificultades, pero como un logro del esfuerzo humano. En consecuencia elaboran una determinada ascética o técnicas de oración que luego ofrecen a la magnanimidad espiritual de los otros como medio para ayudarlos a escalar los peldaños de la perfección. Si un dirigido habla con su director espiritual de la imposibilidad de lograr ese objetivo recibe muchas veces esta respuesta: basta con intentarlo. En el último peldaño de esta subida se trasforma automáticamente este intento en flor de libertad”.
Pero no. No podemos llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lo paradójico consiste en que todo esfuerzo nos lleva a constatar que con él, solo nadie puede ni hacerse mejor ni llegar a Dios. No podemos lograr solos el ideal que amamos. En un momento dado llegamos a tocar techo en nuestras posibilidades y a comprobar allí que solos fracasaremos irremediablemente y que únicamente la gracia de Dios puede cambiarnos.
Justificación de una espiritualidad desde abajo.
Modelos bíblicos
Los modelos de fe que nos ofrece la Biblia no son nunca tipos humanamente perfectos, sin defectos. Son, por el contrario, hombres con terribles taras de graves culpas a la espalda y que han tenido que clamar a Dios desde lo más profundo del corazón. Por ejemplo Abrahán. En Egipto niega que Sara sea su esposa y la hace pasar por hermana para librarse de conflictos. Entonces el Faraón la mete en su harén. Y tiene que intervenir Dios para librar al “padre de la fe” de las consecuencias de su mentira (Génesis 12, 10-20). Así sucede también con Moisés, liberador de Israel de la cautividad de Egipto. Moisés es un asesino. Mató a un egipcio en un arrebato de cólera. Tiene que ser enfrentado a su ineptitud, reflejada en el signo de la zarza ardiendo, antes de ser aceptado como un fracasado al servicio de Dios. Luego viene David, el modélico rey de Israel y espejo de los reyes posteriores. David carga sobre su conciencia la grave culpa de acostarse con la mujer de Urías. Y cuando se entera de que está embarazada, da orden de dejar solo al hitita Urías en lo más fragoroso de la batalla para que muera. Las grandes figuras del Antiguo Testamento han necesitado primero pasar por la vaguada de la humillación ante sus faltas e insuficiencia para aprender de una vez a poner la confianza sólo en Dios y dejarse trasformar por él en personas ejemplares, modelos de obediencia y fe.
En el Nuevo Testamento elige Jesús a Simón como roca sólida para fundamento de su iglesia.
Pedro no comprende a Jesús. Desearía evitarle su camino a Jerusalén hacia una muerte segura. Jesús le llama Satanás y le ordena severamente apartarse de él (Mt 16, 23). Pedro termina por negar a Jesús en el prendimiento habiendo asegurado poco antes, camino del monte de los olivos: “Aunque fuera necesario morir por ti, nunca te negaré” (Mt 26, 35). Tiene que comprobar con amarga experiencia que no es capaz de cumplir nada de lo que tan fanfarronamente promete. Después de haber finalmente traicionado a Jesús se marchó a llorar amargamente a solas (Mt 26, 75). Los evangelistas no han disimulado la traición de Pedro. Evidentemente era muy importante para ellos dejar crudamente claro que Jesús no eligió para apóstoles a sujetos piadosos e impecables, sino a hombres con defectos y pecados. Fundó su iglesia exactamente sobre el fundamento de esos hombres. Con sus faltas eran sin duda testigos apropiados y argumentos concluyentes de la misericordia de Dios tal como la enseñó Jesús y la atestiguó con su muerte. La fragilidad de Pedro se convirtió en robustez de roca para los demás. Porque comprobó que la roca sólida no era él sino la fe a la que debía agarrarse para permanecer fiel a Cristo en medio de la adversidad.
Pablo, el fariseo, es un típico representante de la espiritualidad desde arriba. Afirma de sí mismo: “Hacía carrera en el judaísmo más que muchos compañeros de mi generación, por ser mucho más fanático de mis tradiciones ancestrales” (Gal. 1, 14). Valoraba mucho los ideales fariseos, había cumplido minuciosamente todos los preceptos y prescripciones de la ley pensando cumplir con ello la voluntad de Dios. Sin embargo, camino de Damasco cae a tierra y con la caída se derrumba al mismo tiempo todo el edificio de su vida. Es en esa postura yacente, caído en tierra, cuando se ve en confrontación con la espiritualidad de abajo. Yace en tierra solo e impotente. En esa situación cae en la cuenta de que es Cristo mismo el que está actuando sobre él y transformándolo. Su posterior doctrina sobre la justificación como obra exclusiva de la fe es un testimonio de esta experiencia. Demuestra la incapacidad de llegar a Dios por la práctica de las virtudes y el entrenamiento de la ascética; sólo se llega por el sincero reconocimiento de la propia impotencia. En esa impotencia llega a la experiencia de la gracia. Incluso después de su conversión no es Pablo un hombre totalmente nuevo, completamente sanado y trasformado. Padece una enfermedad que evidentemente le humilla y de la que dice: «Para que no me engría por mis revelaciones, me han metido una espina en la carne, un emisario de Satanás que me abofetea» (2 Cor. 12,7). Sin embargo, esta enfermedad no impide a Pablo anunciar el mensaje. El peso del dolor que tiene que soportar es, según la interpretación más común, una enfermedad que le humilla en su persona y le debilita en su dinamismo (Schókel). O tal vez se trate de una estructura neurótica que no desapareció con la conversión y de la cual Dios se sirvió para anunciar la doctrina de la liberación y salvación. Pablo, en efecto, se gloría en sus debilidades porque sabe que le basta la gracia de Dios. La humillación de su manifiesta y dolorosa enfermedad sirve para abrirse a la gracia de Dios, lo único de que se trata. El anuncia la salvación liberadora en Cristo como nadie lo ha hecho. Por eso no le libró Dios de esa enfermedad limitándose a responderle: «Te basta mi gracia; ella demuestra mejor su fuerza en la debilidad» (2 Cor. 12, 9).
Cuanto mayor sea la debilidad humana más queda de manifiesto la eficacia de la gracia. Nuestros deseos consisten y tienden a hacernos fuertes en Dios, ser más útiles a los hombres, crecer en perfección moral por el ejercicio de una vida según el Espíritu. Sin embargo y por extraña paradoja, es en medio de la desorientación de nuestras debilidades, en los momentos en que Satanás nos acosa y no sabemos qué determinación tomar, cuando más abiertos estamos a Dios y a los influjos de su gracia. Por eso acepta Pablo sus debilidades y flaqueza. Porque «cuando soy débil entonces soy fuerte». (2 Cor 12, 10). Cuando es consciente de su debilidad se siente más libre de orgullo y de pensar poder llegar a Dios por sus propias fuerzas. Entonces se pone en manos de Dios, seguro de ser sostenido y dirigido por su gracia.
Si consideramos la manera de hablar y proceder de Jesús, descubrimos siempre una espiritualidad desde abajo. Jesús se dirige intencionadamente a los pecadores y publicanos porque los encuentra abiertos a! amor de Dios. Por el contrario, los que se tienen por justos, reducen frecuentemente sus intentos de perfección a un monorrítmico girar en torno a sí mismos. Vemos a un Jesús tierno y misericordioso con los débiles y pecadores pero aceradamente duro en su crítica contra los fariseos. Estos, efectivamente, encarnan típicamente la espiritualidad desde arriba. Tienen indudablemente aspectos buenos y quieren agradar a Dios en todo lo que hacen: pero no caen en la cuenta de que en su intento por observar todos los preceptos se están buscando en realidad a sí mismos y no a Dios. Son voluntaristas, creen poder hacerlo todo y solos. Les importa mucho menos encontrarse con el amor de Dios que con el cumplimiento literal de la ley. Quieren hacerlo todo por Dios pero piensan que no necesitan de Dios. Lo único verdaderamente importante es el cumplimiento de los ideales y normas que se han prefijado. De tanto mirar a la letra de los preceptos se olvidan de la voluntad de Dios que en ellos se contiene. Dos veces se lo echa en cara Jesús en el evangelio de San Mateo: «Misericordia quiero y no sacrificios» (9, 13). Luego, en la parábola del fariseo y publicano, enseña Jesús que no quiere una espiritualidad de arriba sino de abajo porque ésta es la que abre los corazones de los hombres a Dios. El corazón contrito y roto es un corazón abierto. El publicano reconoce sus pecados, es perfectamente consciente de que no puede poner en orden todo el desorden causado. Por eso se golpea contrito el pecho mientras, en su perplejidad, se acoge a la misericordia de Dios. El comportamiento de un pecador así es lo que le justifica ante Dios (Lc 18, 9-14).
La espiritualidad desde abajo se pone de manifiesto principalmente en las parábolas de Jesús. Una vez habla Jesús, por ejemplo, de un tesoro escondido en un campo. Ese tesoro es nuestro propio yo, la imagen que Dios mismo se ha formado de nosotros y puede ser encontrada en el campo, bajo la suciedad de a tierra (Mt 13, 44 ss). Hay que cavar hondo y mancharse las manos si se quiere descubrir el tesoro bajo la tierra del corazón.
Otro aspecto de la espiritualidad de abajo se descubre en la parábola de la perla preciosa. La perla es signo de la presencia de Cristo en nosotros. La perla se forma en las llagas del molusco. Imposible descubrir el tesoro sin poner los dedos en nuestras heridas. Pero la herida es mucho más que el punto de contacto con algo nuestro. La herida, límite de nuestras posibilidades y momento final en que ya no queda más remedio que rendirse, es el punto y momento en que puede nacer una nueva relación con Cristo y sentir nuestra total dependencia de él. En ese momento surge la nostalgia del Salvador, se da la posibilidad de acercarnos al que puede tocar y curar nuestras heridas. Cristo es la verdadera realidad, dracma perdida en el desorden interior de nuestra propia casa donde debemos poner los muebles patas arriba para buscar hasta encontrarla (Lc. 15, 8ss). De nada sirve haberse instalado bien en el propio yo. Dios mismo provoca una crisis que revuelve todo nuestro interior para hacernos buscar la dracma perdida por falta de atención.
Jesús justifica la espiritualidad de abajo también con la parábola de la cizaña entre el trigo (Mt 13, 24-30). La espiritualidad desde arriba se afana por alcanzar los ideales distinguiendo bien y separando la cizaña que crece entre el trigo en el campo del corazón humano. El ideal es aquí el hombre puro y santo, sin defectos ni debilidades. Esto mismo se puede aplicar a la Iglesia. Pero este punto de vista lleva directamente a un rigorismo tal que excluiría de la Iglesia a todos los débiles y pecadores. Probablemente escribió Mateo esta parábola contra los rigoristas de su comunidad, pero se la puede leer con aplicación espiritual a las sombras e imperfecciones en el campo espiritual del corazón. En ella se prohíbe el rigorismo violento y drástico de uno consigo mismo. Jesús compara nuestra vida con un campo en el que Dios ha sembrado buena semilla de trigo. Llega de noche astutamente el enemigo y siembra cizaña. Los criados que preguntan si deben arrancar inmediatamente la cizaña son los idealistas rigurosos que desearían arrancar pronto y de raíz toda clase de imperfecciones. Pero el dueño responde: «No, no sea que al arrancar la cizaña arranquéis también el trigo. Dejad que crezca todo junto hasta el tiempo de la siega» (Mt 12, 28). La cizaña tiene raíces y están tan entrecruzadas con las del trigo que no se podrían erradicar unas sin arrancar al mismo tiempo las otras.
El que aspira a ser impecable arranca con sus pasiones todo su dinamismo, se vacía simultáneamente de su debilidad y de su fuerza. El que aspira a una corrección impecable y a cualquier precio no verá crecer en el campo de su corazón más que raquítico trigo. Muchos idealistas viven tan concentrados sobre la cizaña espiritual de sus faltas y sobre la manera y métodos de erradicar la que viven de hecho una vida incompleta. A fuerza de buscar perfección se vacían de dinamismo, de vitalidad, de cordialidad. La cizaña puede ser nuestras propias sombras, todo lo negativo con lo que hemos eliminado lo que nos resultaba incómodo y no rimaba con nuestros ideales prefijados. Así de sencillo.
La cizaña se sembró “durante la noche”, es decir, en la oscuridad del inconsciente. Podemos estar en vela todo el día prevenidos contra lo negativo y defectuoso y venir el enemigo a hacer su siembra de cizaña en la noche. Si logramos reconciliarnos, con la cizaña podrá crecer el buen trigo en el campo de nuestra vida. Al tiempo de la siega, con la muerte, vendrá Dios a hacer la separación para arrojar la cizaña al fuego. A nosotros no nos está permitido quemarla antes de tiempo porque anularíamos también una parte de nuestra vida.
En varios pasajes y con diversas comparaciones enseña Jesús que él ha preferido lo débil y pobre. A los ricos y poderosos les va bien en la vida y pueden permitírselo todo, pero serán excluidos del festín de bodas en el reino de los cielos. En cambio recibirán invitación los pobres, cojos, lisiados y ciegos (Lc. 14, 12 ss). El rico Epulón, el yo todopoderoso, que dispone de todo lo que quiere, es víctima de su hybris, de su inmoderación y caprichos, de una desmesurada autoestima que le lleva al infierno. El pobre Lázaro representa todo lo despreciado, herido, enfermizo, hambriento y sediento que hay en la persona. Lázaro va al cielo. Dios acepta lo perdido y marginado. Igual podríamos decir respecto a la parábola de la oveja y el hijo perdido. Porque cuando el hombre se encuentra sin nada, es cuando más necesidad siente de abrir se para llenarse de los dones de la gracia divina.
Jesús llama bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y sedientos de justicia, a los que lloran, a los que no pueden pensar en construir sobre sí mismos y sobre lo que tienen y, en consecuencia, se ponen confiadamente en manos de Dios. Estos reciben el reino como herencia, tienen un especial sexto sentido para las cosas del reino de Dios.
Ya la encarnación del Hijo de Dios es un ejemplo de espiritualidad desde abajo. Jesús escoge para nacer un establo y no un palacio, en Belén y no en la capital del imperio. Es decir, quiere nacer en el corazón de los pobres y en la pobreza del corazón. C. G. Jung no se cansa de repetir que no somos más que el establo en el que Dios nace. Espiritualmente estamos tan sucios como un establo. Nada tenemos presentable al Señor pera él quiere habitar precisamente en nuestra pobreza.
Este mismo motivo se encuentra en el bautismo de Jesús. El cielo se abre sobre él mientras se encuentra metido en la corriente del Jordán. El agua está contaminada con los pecados de los hombres bautizados por Juan. Mientras está Jesús en medio de las culpas de los hombres se abre el cielo sobre él y se deja oír la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo querido, en ti hallo mis complacencias» (Mc 1, 11).
Esto mismo sucederá en nosotros. Sólo cuando estemos dispuestos como Jesús a introducirnos en las aguas del Jordán y a hacer pie en medio de nuestras faltas, podrá abrirse el cielo y podrá pronunciar Dios sobre nosotros la palabra de su absoluta presencia habilitadora: tú eres mi hijo querido, mi hija querida; en ti tengo mis complacencias.
Después de morir en cruz, desciende Jesús al reino de la muerte. La Iglesia primitiva vio en este descenso de Jesús a las regiones inferiores una especie de prototipo de la redención. La Iglesia celebra el sábado santo este descenso a las regiones inferiores de la tierra. El infierno es el lugar al que ha ido a parar la persona aislada de toda comunicación, solitaria sin poder hacer nada. Y sin embargo, allí tiene lugar la conversión. Jesús toma a esa gente de la mano y emerge nuevamente a la vida. Desde los tiempos de Orígenes, el descenso al mundo inferior es una imagen del descenso de Cristo a las sombrías profundidades del alma. Macario el Grande escribe: “El abismo está en tu corazón, el infierno es tu alma”. El descenso de Cristo al reino de las profundidades del alma es para los Padres de la Iglesia un evento salvífico. Con él quedan iluminadas las sombrías regiones del alma y todo lo desplazado queda tocado por Cristo y es devuelto a la vida. Descenso y ascenso son imágenes que se encuentran en todas las religiones y en todas describen la trasformación operada en el hombre por obra de Dios.
Sirviéndose de estas dos palabras, «descenso» y «ascenso», puede Juan describir bien en su evangelio el misterio de la salvación en Cristo: “Nadie ha ascendido al cielo excepto aquel que ha descendido del cielo, el Hijo del hombre” (3, 13). Si queremos ascender al Padre con Cristo, debemos descender primero con él a la tierra, a lo terrenal, a nuestra propia terrenalidad. Así lo entiende también la carta a los Efesios citada en este sentido por la liturgia en la fiesta de la Ascensión: “Ese «subió» supone necesariamente que había bajado antes a lo profundo de la tierra; y fue el mismo que bajó quien subió por encima de los cielos para llenar el universo” (4, 9).
La clásica expresión de esta espiritualidad desde abajo es el antiquísimo himno citado por Pablo en la carta a los Filipenses: “Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se abajó, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo encumbró sobre todo” (2, 6-9).
En el descenso a nuestra condición humana y en el ascenso por encima de todos los cielos, vieron los primeros cristianos la esencia de la redención. Con expresiones de nuevos símbolos glorificaban la bajada de Dios a los hombres, su humillación en forma de esclavo. Y veían en ello la expresión del amor divino de manera irrepresentable en la imaginación humana en tiempos anteriores a Cristo. El descenso de Cristo, su kénosis o anonadamiento, alteró en nuestra mente todos los conceptos anteriores sobre Dios y sobre el hombre. Al mismo tiempo quedó fijado como prototipo ejemplar de nuestra vida. Pablo nos exhorta a llevar una vida tal como ejemplarmente se nos presenta en el descenso de Cristo: «Entre vosotros tened la misma actitud del Mesías Jesús» (Fil. 2, 5).
Tradición monástica
El camino hacia Dios de los antiguos monjes pasaba por la propia realidad. Encontrar a Dios suponía haberse encontrado previamente a sí mismos. Antes de aprender el monje a orar sin dividirse y a identificarse con Dios en la contemplación, necesita familiarizarse con sus propios sentimientos. Tiene que bajar primero a su propia realidad para subir después a Dios. Así lo expresa un viejo aforismo del abad Pimen.
“Vino una vez un famoso ermitaño a visitar al viejo abad Pimen, uno de los más renombrados padres del desierto en el siglo cuarto. Un monje se encargó de presentarle al abad diciendo:
– Es un hombre extraordinario, estimado y querido en todo este contorno. Yo le hablé una vez de ti y ahora ha venido personalmente a verte.
El anciano le recibió muy amable, se saludaron, se sentaron y el visitante inició la conversación disertando sobre la Escritura, sobre temas espirituales y celestiales. El abad volvió bruscamente a otra parte la cabeza sin responder palabra. Cuando el anacoreta se percató de que el anciano no le hacía caso se levantó y se fue decepcionado y triste. Luego dijo al monje que le había presentado:
– He hecho un largo viaje inútil. Vine a ver al ermitaño y, ya ves, no se ha dignado hablarme.
Entonces volvió el monje intermediario al abad Pimen y le dijo:
– Padre, ese hombre extraordinario y con enorme prestigio en toda esta comarca ha venido única y expresamente para verte. ¿Por qué no le has querido hablar?
Él respondió:
– Ese hombre vive sobre las nubes y habla de las nubes, yo en cambio vivo en la tierra y hablo de cosas de la tierra. Si hubiera hablado de las aspiraciones del alma le hubiera respondido con mucho gusto. Pero si habla de cosas intelectuales no lo entiendo.
El monje salió y dijo al ermitaño:
– Al padre no le gusta discutir sobre la Escritura, pero si alguien viene a hablar con él de las aspiraciones del alma responde y habla gustosamente cuanto sea necesario.
El otro reflexionó, volvió y comenzó preguntando:
– ¿Qué tengo que hacer cuando siento que me empiezan a dominar las pasiones?
Él le escuchó con atención y dijo:
– Ahora sí que empiezas bien. Abre la boca sobre estos temas y yo te la llenaré de bienes.
El huésped aprendió mucho en aquella conversación y dijo: sí, ciertamente éste es el camino.
Y regresó a su tierra dando gracias a Dios por el honor de haber tenido una entrevista con un santo”.
Sólo en diálogo abierto consigo y con las aspiraciones del corazón se llega a Dios en cuyo espíritu se unifica todo. Un sincero diálogo sobre la propia realidad desemboca en Dios como experiencia inmediata. Las aspiraciones del alma ponen en contacto con Dios porque ponen primero en contacto con la realidad de uno mismo. Pimen es representante de una espiritualidad desde abajo. Parte de las aspiraciones, sentimientos y necesidades deben ser analizados previamente si se quiere llegar a la verdad de Dios. De no hacerlo así lo que se encuentra no es Dios sino una subjetiva proyección de Dios. La vía espiritual de la contemplación y unión con Dios pasa por el análisis de nuestros pensamientos y deseos.
La conciencia de los pecados propios es un método para deducir la propia incapacidad de mejorarse a sí mismo. Las lágrimas por los pecados eran para los antiguos monjes expresión de una profunda experiencia de Dios. En este sentido escribe Isaac, el Sirio: “El que es capaz de reconocer sus pecados es más grande que el que por su oración resucita a un muerto; el que durante una hora es capaz de lamentarse y llorar los errores de su vida es más grande que el que imparte sabias lecciones sobre el universo; el que reconoce sus debilidades es mayor que el que tiene visiones de ángeles; el que sigue a Jesús en soledad y compunción es más admirable que el que provoca incendios de entusiasmo con su palabra en las iglesias”.
El starez Silvano del monte Athos, donde vivió con fama de santo según la tradición del monacato antiguo y donde murió en 1938, cuenta que una noche, mientras luchaba en vano contra los demonios, oraba así a Dios: “Los orgullosos sufren constante acoso de los demonios. Señor, tú eres misericordioso; dime qué debo hacer para conseguir la humildad del alma. Y el Señor respondió: piensa constantemente en el infierno sin desesperar”.
Con esta respuesta quedó Silvano purificado en el espíritu y con el alma en paz. ¿Pero qué puede significar este pensar constantemente en el infierno sin desesperar? El infierno es la absoluta separación de Dios, significa desgarramiento interior, endurecimiento, vacío. Ese infierno existe en nuestro interior. Si no nos evadimos de él con el pensamiento, si no borramos del pensamiento la imagen de este abismo del alma y lo hacemos sin desesperar, podemos comprender que solamente Dios puede librarnos de ese infierno, que la conversión tiene lugar en las profundidades interiores y que la salvación de Cristo nos llega en los momentos que nos parece de mayor necesidad y abandono. Olivier Clément vivió en su propio cuerpo la experiencia de Silvano. Vio claro que la salvación de Cristo llega hasta el infierno, tal como lo celebra la liturgia pascual: “A partir de hoy todo se llena de luz, el cielo, la tierra y el mismo infierno”. Tener conciencia de haber sido salvados del infierno, saber que la única elección posible consiste en identificarse con el mal ladrón o con el bueno, pero siempre ladrón, significa la entrada en una atmósfera de profunda humildad y de constante proceso de conversión, liberación de las cadenas que nos tienen cautivos en el mundo y abandono definitivo del culto al propio yo.
El abad Antonio habla inequívocamente de la espiritualidad desde abajo: Si alguna vez observas que un monje joven intenta subir al cielo poniendo él mismo la escalera, agárrale fuerte de los pies y tírale abajo porque lo que intenta es una cosa inútil. Son los jóvenes los que más peligro tienen de entusiasmarse con elevados ideales y de dedicar tiempos interminables a la oración para adquirir rápido el estado y condición de hombres de espíritu. Contra esas ansias de volar protesta Antonio: Es precisamente el joven el que más necesita ponerse primero en contacto consigo y con su realidad para llegar a Dios tomando la propia realidad como punto de partida. Si no lo hace así será un objeto volador sobre las nubes, como Ícaro en la fábula, y caerá precipitadamente por que sus alas son de cera. Es necesario pisar tierra firme para dar el salto a Dios.
John Wellwood americano maestro de meditación, habla del bypassing espiritual, es decir, de atajos en los recorridos del espíritu. Con este neologismo describe el intento de aplicar técnicas espirituales para eliminar o superar rápida mente las exigencias elementales de la naturaleza humana, sus sentimientos o naturales procesos de desarrollo. La espiritualidad desde abajo exige ante todo situarse en el propio camino espiritual partiendo siempre de la propia realidad; incluyendo necesariamente en ella la vitalidad y la sexualidad. Lo contrario significaría saltar por encima de lo negativo en el sujeto, utilizando el bypassing espiritual para llegar más rápidamente a Dios. Pero lo que se encuentra entonces no es el verdadero Dios sino una proyección de Dios.
Se atribuye a Isaac de Nínive este consejo: “Esfuérzate por penetrar en la sala de los tesoros de tu interior y te encontrarás en los salones del cielo. Aquélla y éstos son una misma cosa. Una sola entrada permite ver la una y los otros. La escala del cielo está oculta en el interior de tu alma. Salta desde el pecado para bucear en lo más profundo de tu alma y encontrarás una escalera para ascender. El camino hacia Dios es aquí bajada a la propia realidad. El salto para bucear en las profundidades se da desde el trampolín del pecado. Es él precisamente el que me puede lanzar al abandono de los ideales del espíritu forjados por mí mismo y lanzarme a las profundidades del alma. Allí están juntos mi corazón y Dios. Allí está también la escalera para ascender a él”.
La espiritualidad desde abajo se detecta también en unas palabras del abad Doroteo de Gaza: «Tu caída, dice el profeta, (Jer. 2, 19) se convertirá en tu educador». Exactamente la caída, la falta, el pecado, puede convertirse en pedagogo que enseña el camino hacia Dios. Doroteo cree que todas las dificultades con que tropezamos e incluso las mismas faltas y fracasos están siempre llenos de sentido. Dios sabía que todo eso podía ser positivo para mi alma. Por eso sucedió así. Nada de lo que Dios permite carece de sentido. Al contrario, todo tiene necesariamente un sentido y está ordenado a un fin. Por lo tanto, no hay razón alguna para dejarse deprimir y hundirse ante los graves errores cometidos porque todo sucede bajo la mirada providente de Dios como elemento cooperante de sus santos proyectos. Todos los dichos de los antiguos monjes sobre la humildad prueban igualmente que su espiritualidad era una espiritualidad de abajo: la espiritualidad que señala el camino hacia Dios partiendo de la realidad de sí mismo e incluyendo en esa realidad las faltas y fracasos.
La regla de San Benito
San Benito describe la espiritualidad desde abajo en el capítulo más extenso de su regla. Es el capítulo siete en que trata de la humildad. Probablemente el número siete no es aquí puramente fortuito. Este número significa simbólicamente la trasformación del hombre por Dios. Así, por ejemplo, hay siete sacramentos y siete son los dones del Espíritu Santo: todos penetran en el hombre y lo trasforman.
Muchas fricciones tuvieron los monjes al encontrarse frente a este capítulo porque la palabra humildad tiene connotaciones negativas en nuestros oídos. En la tradición bíblica lo mismo que en los santos padres, no se entiende nunca la humildad en sentido de virtud moral o social, sino como actitud religiosa. El capítulo sobre la humildad no describe, por tanto, el camino de las virtudes del monje sino sencillamente el camino espiritual, interior, el camino de la madurez humana, de la contemplación y de una creciente experiencia de Dios. Este camino de la humildad sube hasta Dios bajando hasta la terrenalidad y humanidad del hombre. Subida por la bajada, subir bajando, tal es la paradoja de la espiritualidad de abajo en la concepción benedictina. El pensamiento de Benito sobre la humildad se mueve dentro de la tradición de los Padres y del monacato primitivo. Basilio sintetiza el objetivo de la humildad en esta expresión lapidaria: conócete a ti mismo. Para Orígenes la humildad es la virtud por antonomasia, ella incluye en sí las demás virtudes y es en sí misma un don inapreciable hecho por Cristo a la humanidad y, por tanto, es también la auténtica fuente de energía de todos los cristianos. Sólo ella puede capacitar para la auténtica contemplación. Según Gregorio de Nisa el hombre sólo puede imitar a Dios en su humildad. Por lo tanto, es la humildad el único camino para asemejarse a Dios. Juan Crisóstomo contempla la humildad y la dignidad humana unidas y previene contra el peligro de una humildad mal entendida.
Agustín es el que ha desarrollado con más precisión la doctrina de la humildad. Según él, la humildad es valoración de la propia medida y conocimiento de uno mismo. En la humildad conoce la persona sus medidas, sus limitaciones inherentes a su esencia de criatura y no de Dios: “Dios se hizo hombre. Tú, hombre, reconoce que lo eres. Tu humildad consiste en aceptar lo que eres”. Pero nuestra humildad es también deseo de imitación de la humildad de Cristo, de su anonadamiento en su muerte que se convierte en vida nuestra. La humillación de Cristo (su humildad) es en primer lugar «acción salvífica de Dios». Por lo tanto, la humildad no es en primer lugar una virtud moral sino una actitud religiosa que une al hombre con Cristo. Agustín llega incluso a decir que el pecado con humildad es mejor que la virtud sin humildad. La humildad abre a Dios y es precisamente el pecado lo que puede obligarme a capitular. Yo no puedo dar garantías de nada sobre mí. No puedo dar garantías de no pecar más. Sé que dependo en todo de Dios. La virtud puede llevarnos a la falsa convicción de pensar que podemos llegar a Dios por el propio esfuerzo. El que quiere hacer solo el camino de la virtud para ir a Dios se dará de cabeza contra la pared. No será capaz de dar con la puerta de acceso porque esa puerta es la humildad o confesión de la incapacidad de llegar por propio esfuerzo a ser devoto y santo.
El filósofo O.E. Bollnow confirma la interpretación benedictina de la humildad como comportamiento religioso: “La humildad no hace relación en absoluto a una persona ante la que otra se siente inferior o superior; se refiere exclusivamente a la relación de distinta naturaleza entre la persona y a divinidad ante la cual ésta reconoce su insuficiencia inevitable.
La humildad se fundamenta en la conciencia de la limitación humana, no sólo en el sentido de la limitación de todas sus energías sino más profunda mente aún en el sentido de su total nulidad”.
La humildad, por lo tanto, brota de una experiencia de Dios, es inalcanzable por métodos humanos, viene como consecuencia de la experiencia de Dios en cuanto misterio infinito comparado con la experiencia que uno tiene de sí mismo como criatura limitada, creación humana del creador divino. En el capítulo sobre la humildad, por tanto, se hace una descripción de una experiencia creciente de Dios y de un conocimiento de sí mismo cada vez más claro. Benito señala la manera como puede el monje acercarse progresivamente a Dios y por el amoroso y curativo acercamiento a Dios transformarse a sí mismo más y más. La humildad no es para Benito una virtud alcanzable por el hombre sino una progresiva experiencia, es condición para la experiencia de Dios, es la experiencia de sí mismo dentro de la experiencia de Dios. Cuanto más me acerco a Dios tanto más dura descubro mi propia verdad; cuanto más conozco mi verdad en el fracaso tanto más me abro a la verdad de Dios. Bernardo de Claraval define la humildad como el más auténtico conocimiento que de sí mismo pueda tenerse (PL, 182, 942). Ese conocimiento nos llega en el encuentro con el verdadero Dios.
Para Benito la humildad es imitación de «Cristo que se vació de sí mismo y se hizo semejante a los hombres» (Fil. 2, 6). En la humildad profundizamos en el pensamiento de Cristo.
«Él no se aferró a sí y a su divinidad, al contrario se humilló y se hizo obediente hasta la muerte». La humildad es para los Padres de la Iglesia también una condición previa para la contemplación, para entrar en el camino espiritual. Benito ve en la práctica de la humildad una vía para llegar al amor perfecto y a la unión, en la contemplación. Este amor perfecto (caritas) va marcado por el amor a Cristo (amore Christi = el apasionado amor a Cristo, la íntima y personal relación con él) y por el gusto de las virtudes (delectatione virtutum), sin que deba entenderse la virtud en sentido moral sino como una fuerza dada por Dios al hombre. La humildad lleva por tanto al hombre a sentir gusto en su vitalidad, en su dinamismo, en su vida modelada según el espíritu divino. El término del camino de la humildad no es la humillación del hombre sino su exaltación, su trasformación por el espíritu de Dios que le impregna, y el gusto de la nueva calidad de su vida.
Nunca cita Benito tantos textos de la Escritura como en el capítulo sobre la humildad. Con ello está aconsejando a los monjes que asimilen con humildad las actitudes fundamentales expresadas en la Biblia y contrasten en ella todo cuanto Dios ha revelado como camino hacia la vida. Comienza el capítulo sobre la humildad con estas palabras: «Hermanos, la Sagrada Escritura nos grita: El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será enaltecido (Lc 12, 14)». Trata por tanto Benito en este capítulo del cumplimiento de la palabra de Jesús y de la asimilación creciente de su espíritu. No debemos entender la expresión «humillarse a sí mismo» en sentido moralizante como si tuviéramos que empequeñecernos y pensar bajamente de nosotros. La interpretación correcta tiene sentido psicológico, es decir, el que se identifica con ideales elevados o se eleva juntamente con ellos tendrá que verse confrontado inevitablemente con su propia pequeñez, se verá obligado a situarse ante la realidad de sus limitaciones, a su terrenalidad, a su humus. Se verá humillado, se caerá de bruces por elevarse demasiado. Los sueños con caídas nos hacer ver muchas veces hasta qué altura nos habíamos elevado. Un sueño en el que caigo y caigo me está exigiendo un descenso, una reconciliación con mi condición humana. El que se abaja, dice Jesús, será enaltecido. El que desciende hasta su propia realidad, al abismo de su inconsciente, a la oscuridad de sus sombras, hasta tocar la impotencia de sus propios esfuerzos, el que llega a ponerse en contacto con su humanidad y terrenalidad, se elevará y llegará hasta el verdadero Dios. La ascensión a Dios es el objetivo de toda espiritualidad y método espiritual. Desde los tiempos de Platón se expresa la primigenia aspiración de los humanos en conceptos y símbolos de ascensión a Dios. Lo paradójico de la espiritualidad de abajo, tal como la describe Benito en su capítulo sobre la humildad, consiste en que, por el descenso a nuestra realidad humana, ascendemos hasta Dios.
El fariseo que pone toda la confianza en sí y en sus logros morales es humillado por Dios, no ha comprendido nada. El fariseo instrumentaliza a Dios para acrecentar el sentimiento de complacencia en la contemplación de su propia imagen. En lugar de servir a Dios da culto a los ídolos. Necesita confrontarse primero con su propia indigencia antes de capitular ante Dios.
El publicano pone toda su confianza en Dios por que se conoce en humildad, se confía a la misericordia divina y queda ensalzado y justificado. Sabe bien que él ni puede mejorarse ni garantizar nada. Deposita toda su confianza en Dios, único capaz de infundirle ánimo y hacerle justo.
Benito compara el camino de los doce grados de humildad con la escala que vio Jacob en sueños. Por la escala de Jacob subían y bajaban los ángeles y en ella vieron los Padres de la Iglesia un símbolo de la contemplación en la que el cielo se nos abre. Para Agustín, Jesucristo es scala nostra, nuestra escalera. Cristo bajó hasta nosotros para que nosotros subamos por él como por una escalera. Los dos largueros significan para los Padres los dos Testamentos o el doble precepto del amor a Dios y al prójimo. Para Benito significan el cuerpo y el alma. Con ellos ha formado Dios una escalera para subir hasta él bajando primero a lo más profundo de nuestra humildad. Según Benito, el camino hacia Dios pasa por la tensión de alma y cuerpo. No es espiritualidad pura. Es un camino en el que se toma tan en serio el cuerpo como el alma y en el ascenso por él a Dios no es lícito saltar por encima de nada, hay que subir peldaño tras peldaño.
Jacob ve la escala por la que subían y bajaban los ángeles de Dios mientras dormía, es decir, en sueños (Génesis 28, 10 ss). El sueño abre su mirada a la realidad de Dios presente en medio de la vida. Jacob va de huida, se encuentra en situación de depresión profunda, de fracaso, en la que todos sus planes han quedado rotos. En esa situación se le da Dios a conocer. En el sueño le dice que el lugar que pisa es santo y le garantiza su asistencia y acompañamiento a lo largo de todos sus caminos hasta que se hayan cumplido todas sus promesas. El sueño le señala la meta de un camino que tiene que pasar primero por la decepción en casa de Labán. Tiene sentido compensatorio. Mirando hacia fuera, todo es desesperación. Pero en el sueño trasforma Dios la situación y hace comprender a Jacob que el momento en que se encuentra agotado, al borde de sus fuerzas y posibilidades, es el momento de la intervención de Dios para hacerse él mismo cargo del asunto. Jacob, en lugar de huir delante de Dios, se vuelve directamente hacía él. La piedra, en su camino por el desierto, en la que podría tropezar se convierte en lápida de recuerdo de la fidelidad y misericordia de Dios.
Si leemos la descripción de los doce grados de humildad de Benito a través del prisma de la escala de Jacob nos encontramos como en un callejón sin salida en el cual Dios se da necesariamente a conocer, o como en un embudo que nos abre por su salida necesariamente a Dios, o como ante piedras peligrosas del camino que se trasforman en piedras santas para formar un altar, signo de la presencia del Señor. Los doce grados de humildad son grados de contemplación, de maduración interior, de ascenso a Dios. El número doce es número de plenitud. Significa la llegada a la perfección individual lo mismo que podría significarla el número diez. Pero además es número de comunidad. Doce fueron las tribus de Israel y los apóstoles. Por los doce grados de la humildad llega el monje a su perfección dentro de la comunidad de sus hermanos. En esa comunidad se hace visible el reino de Dios.
El análisis de los doce grados de humildad necesitaría un estudio amplio dedicado a cada uno como trabajo especial. Ahora nos basta simplemente constatar que la espiritualidad de Benito es una espiritualidad desde abajo, que eleva a Dios descendiendo a las profundidades del hombre. Los doce grados o peldaños describen la progresiva transformación de todo el hombre:
— la transformación de su voluntad (peldaños 1-4);
— de sus pensamientos y afectos (5-8);
— del cuerpo (9-12).
El hombre entero y en su totalidad debe pasar por el embudo para abrirse a Dios.
Todos los afectos, aspiraciones, energías y representaciones de la imaginación deben ofrecerse a Dios para que las trasforme. Trasformación quiere decir apertura de nuestros pensamientos y deseos ante Dios al que manifiestan siempre en sus últimas consecuencias. El medio curativo de nuestros pensamientos y deseos es la presencia de Dios. Todo cuanto pensamos o sentimos sucede en su presencia y él mira complaciente las raíces de donde brota. Ante Dios y en Dios reconocemos que, en definitiva, es él en quien pensamos y a quien deseamos porque él es el único capaz de colmar nuestras aspiraciones más profundas.
En el primer grado de humildad nos remite Benito a nuestras relaciones con Dios. Los psicólogos diagnostican la carencia de relaciones como la enfermedad central de nuestro tiempo. La curación y la trasformación se dan solamente cuando relacionamos todo lo que nos pasa con Dios lleno de amor, que con su mirada amo rosa nos encamina a la verdad. La trasformación de la voluntad, de la que se habla en el segundo grado, no significa quebrantamiento de esa voluntad. Nuestra voluntad propia, nuestra terquedad se relaciona tal vez con nuestra estructura fundamental desarrollada desde niños como reacción a las primeras heridas. Esta estructura fundamental se convierte en recurso de supervivencia, es necesaria para sobrevivir. Pero reacciona negativamente ante otros impulsos vitales. Trasformación de la voluntad significa liberación de esta estrecha estructura funda mental para permitir el desarrollo de otros impulsos vitales.
En el pensamiento de Benito la trasformación de la voluntad se orienta a su purificación por el fuego, como la de Cristo, para crecer cada vez más en la identificación con él hasta el perfecto cumplimiento de los ideales de perfección expresados en el sermón de la montaña (4° grado). La trasformación de los afectos tiene lugar cuando se trata con el director espiritual de los pensamientos y afectos que nos mueven. En esa comunicación se ilumina nuestro pensar y sentir. La trasformación de los afectos no es represión ni evasión sino comunicación y análisis con un hermano experimentado. Si yo los comunico ya no me apartan de Dios. Lo único que hacen es descubrir las más profundas aspiraciones de mi corazón (5° grado).
Otro método de transformación pasa por la confrontación con la propia realidad. No puedo disimular mis debilidades e impotencias pero sí debo reconciliarme con mis apatías y vacíos presentándoselos a Dios en oración con el salmista: “Yo era un necio e ignorante, yo era un animal ante ti” (73, 23). Debo tener valor de mirar de frente a mi realidad renunciando a hacerme el interesante, a tenerme por un pequeño prodigio y a la inclinación de ocupar siempre el centro de las atenciones. No puedo negarme a mí mismo negando mi realidad. Por eso no pretende Benito en los grados 6° y 8° llegar a un buen acuerdo con mi realidad interior sino a una confrontación con ella. En el grado 7° me reconcilio con mis fracasos y hago este interesante descubrimiento: son los fallos vergonzantes y hasta las mismas faltas las que me ayudan a abrirme a Dios y a entrar por el buen camino. Entonces puedo confesar: «Me estuvo bien sufrir, así aprendí tus mandamientos» (Sal. 119, 71).
Los síntomas de la trasformación del cuerpo se advierten, según Benito, en los ademanes y compostura. Por el lenguaje del cuerpo se puede expresar si estamos abiertos a Dios o replegados sobre nosotros, si nos fiamos de nosotros o nos ponemos en sus manos; si nos hacemos permeables o permanecemos blindados a Dios y sólo aferrados a nosotros. La trasformación del cuerpo se relaciona mucho con nuestra manera de hablar, hasta con la propia voz (10° grado). La voz delata si la relación con Dios va bien, si somos permeables o si sólo pretendemos que se nos oiga. Se incluye también la risa (11° grado). Hay risas liberadoras y alegres, risas sinceras de los que se sienten seguros. Hay también risas cínicas que acusan complejos de superioridad cuando la realidad es tratada sin respeto y cuando ya no existe ni se considera nada sagrado. A una actitud así opone Benito el sentido de la presencia de Dios como medicina liberadora. La atención a la presencia de Dios se manifiesta en la compostura del cuerpo, en los gestos, en la moderación de los movimientos. La presencia de Dios debería dejarse sentir hasta en el interior del cuerpo (12° grado). Con la trasformación del cuerpo y sus ademanes, de la voz y de la risa, llega a su fin el camino de la trasformación que obra la humildad. Con ello se demuestra que todo el hombre, alma y cuerpo, está impregnado del Espíritu de Dios y se ha hecho permeable a su amor.
La meta de nuestro camino interior, tal como lo describe Benito en su capítulo sobre la humildad, es la plenitud del amor que expulsa todo temor. El camino de la pureza de corazón y de la plenitud del amor pasa por el descenso a las profundidades de a realidad en pensamientos y afectos, de las pasiones y energías, del cuerpo y del inconsciente. La espiritualidad benedictina arranca desde abajo, desde la verdad del hombre con sus aspiraciones, heridas y traumas, desde las adversidades de cada día y lleva en dirección ascensional a Dios, a la plenitud del amor. Con amor perfecto ya no se vive en espíritu de temor, ya no hay peligro de ser manipula dos desde fuera ni por las expectativas de los hombres ni por las imposiciones del superyo. Se llega a vivir en paz y armonía con lo más auténtico de lo que por naturaleza somos. El amor perfecto purifica el corazón para que vea a Dios. Benito describe el amor perfecto con tres expresiones:
— Amor Christi, el amor de Cristo, y significa el amor a Cristo apasionado y tierno, la relación personal con él en la que el monje actualmente vive.
— Consuetudo ipsa bona, la buena costumbre. Quiere decir que la observancia de los mandamientos ya no se considera como imposición desde fuera sino como exigencia interior del amor que hace crecer al monje identifica do con la voluntad de Dios y desde esa disposición interior vive y cumple lo que Dios quiere de él, lo que más se adapta a su verdadero ser.
— Dilectio virtutum, el amor a las virtudes. Describe el placer interior experimentado ante la fortaleza que Dios comunica. La naturaleza trasformada es un reflejo de la imagen que Dios se ha formado de nosotros y esa trasformación es obra de la acción permanente del Espíritu. El Espíritu Santo nos con vierte en un escaparate del amor de Dios. El nos acompaña en el descenso a las profundidades de nuestra humanidad, de nuestra terrenalidad, para transformarla toda desde sus cimientos y convertirla en exhibición suya.
Aspectos psicológicos de la espiritualidad desde abajo
C.G. Jung nos recuerda constantemente que el camino para una verdadera «hominización» pasa por las regiones inferiores del mundo interior y llega al inconsciente. En una ocasión llega a citar a Ef. 4, 9: «Si subió, supone necesariamente que había bajado antes a lo profundo de la tierra». Cree que la psicología, contra la que tanto despotrican muchos cristianos, tiene exactamente los mismos objetivos que el texto aludido. Se pinta la psicología con colores tan intensamente negros porque, en consenso total con la afirmación del símbolo cristiano, enseña que nadie puede subir si no ha bajado antes (t. 18, I 733). Jung admite el hecho de que Cristo fue ejecutado entre dos malhechores por ser un renovador. Nosotros no podemos asimilar la novedad de su mensaje si no estamos dispuestos a ser contados alguna vez, como él, entre los malhechores, si no nos reconciliamos con los malhechores existentes en nuestro interior. El camino a Dios va, según Jung, por el descenso a las oscuridades del sujeto, al inconsciente, al reino de las sombras en el Hades. Desde allí puede emerger nuevamente el yo ampliamente enriquecido, de la misma manera que Rosamaría en la fábula de La señora Holle. Rosamaría se cae a un pozo y al bucear en el fondo encuentra allí unos tesoros que recoge y sube a la superficie. Para Jung se trata de una ley de vida: no podemos encontrarnos con nuestro yo y con Dios si no tenemos la osadía de bajar a la región sombría de nuestras faltas y a las oscuridades del inconsciente.
Jung habla de la ampulosidad de los orgullosos hinchados de elevados ideales e identificados con modelos arquetípicos, por ejemplo con el modelo de un mártir, de un profeta o de un santo. La identificación con ese modelo arquetípico hace ciegos a la propia realidad. Humildad es para Jung el valor de mirar de frente a las propias sombras. El autoconocimiento exige amargas prácticas de humildad. Sin humildad se eliminan de la propia imagen los defectos y aspectos sombríos, pero sólo el reconocimiento de las debilidades propias puede proteger contra los mecanismos excluso nos de los que nos servimos para disimular nuestras sombras. Se necesita una gran dosis de humildad, según Jung, en relación con el inconsciente. El que pretende desentenderse del inconsciente queda ridículamente hinchado. El orgulloso identificado con símbolos arquetípicos, tiene como único medio de curación que el modelo le caiga en las narices, o sufrir un descalabro moral o sucumbir al pecado.
La humildad es para Jung condición previa para desarrollar sentimientos de confianza y aceptación en los otros. El orgullo, por el contrario, actúa como aislante, nos desconecta de la comunicación humana y del contacto con los hombres: “Parecen pecados contra la naturaleza tanto encubrir los defectos como vivir exclusivamente en un complejo de inferioridad. Parece existir algo así como una conciencia de humanidad, un saberse humano, que sanciona en sus sentimientos al que no renuncia alguna vez y en algún lugar al orgullo-virtud de la autoafirmación y del auto afianzamiento del propio yo y se niega a aceptar su condición humana defectuosa. Sin esta confesión de humildad queda el sujeto aislado, separado por un muro insuperable del sentimiento vivo de ser humano entre los humanos” (Jung, t. 16, 63).
Sólo me es posible vivir en comunidad con los demás humanos cuando estoy dispuesto a asociarme a ellos aceptándome como soy, con mis debilidades y limitaciones. Mientras persista en el intento de encubrir mis puntos débiles, mis sombras, lo negativo, jamás podré establecer con los otros más que contactos superficiales. El corazón quedará intacto. Por eso piensa Jung que la humildad es una condición previa e indispensable para las relaciones comunitarias humanas. A uno que le solícita una entrevista inaplazable escribe: “Si usted se siente aislado se debe a que usted mismo se aísla. Tenga un poco de humildad y sencillez y verá cómo nunca tendrá que lamentar su soledad. No hay cosa que más nos aísle y distancie de los demás que presentarnos ante ellos con ostentación de poder y prestigio. Intente usted inclinarse un poco, aprender un poco de sencillez y nunca estará solo” (Jung, Cartas III, 93).
Medard Boss, también psicólogo suizo, es de esta misma opinión: el camino ascensional a Dios se inicia con el descenso a las profundidades de uno mismo: “Mi experiencia personal, apoyada por la de otros psicoterapeutas, me demuestra que nuestros pacientes con deseos de llegar a tener experiencias de Dios, necesitan primero experiencias sensoriales, corporalmente sensoriales. De hecho, compruebo en muchos de mis clientes enfermos y en alumnos que analizan conmigo sus métodos de aprendizaje, que si aceptan ensayar nuevos métodos en el ámbito de lo sensorial, de lo natural o de lo animal, y esto de manera concreta hasta llegar incluso hasta lo sucio y fangoso, tienen de súbito experiencias de algo totalmente nuevo y diferente. Es el antimundo del espíritu, el reverso de lo religioso, que se les abre espontáneamente sin ninguna intervención mía”.
Espiritualidad desde abajo
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¡Gracias por permitirme conocer tanto! Llega al alma conocer el Hijo de Dios y que podemos llegar a esa felicidad de su lado.