YO NO ME LLAMO JAVIER

Daniel Parodi Revoredo

En 1993 coincidí en una reunión con Javier Diez Canseco; entonces me le acerqué y le dije que, a pesar de nuestras diferencias ideológicas, yo lo respetaba mucho porque él era un fiscalizador auténtico. Años después, en 1999 si mal no recuerdo, me topé con Javier Valle-Riestra en la calle, en la zona del golf de San Isidro, y le pregunté por el paradero de su vocación democrática; esto a poco de haber concluido su premierato fujimorista. Esa vez le dije que yo había sido su admirador y que me encontraba decepcionado por las contradicciones de su actuación política.

¿Es que no queda nadie que actúe por principios?

Con esta introducción quiero ratificarme en la premisa que esta nota defiende: la denuncia de la corrupción no puede hacerse de acuerdo con la camiseta que lleva puesta el corrupto, quien tampoco dejará de serlo por provenir de mi tienda política o tener coincidencias de intereses conmigo. Y es desde esta premisa que le reclamo a Javier Diez-Canseco la total inconsecuencia que ha mostrado al sumarse al blindaje que la comisión permanente del congreso ha tendido sobre Omar Chehade, quien claramente ha canjeado su vicepresidencia por la inmunidad (impunidad) parlamentaria.

Diez-Canseco ha presentado dos argumentos para defenderse: el primero es un descanso médico de dos días debido a una lesión en el tobillo; el segundo es la afirmación de que, de haber asistido, hubiese recusado la acusación constitucional por no existir las pruebas necesarias para encausar al ex vicepresidente. Yo no soy jurista, pero creo poseer, como la mayoría de peruanos, el sentido común suficiente como para saber que la acusación constitucional no es una sentencia; es, más bien, una decisión que permite el desafuero y el encausamiento del reo por la fiscalía. Sobre la lesión al tobillo, me pregunto si ésta hubiese sido razón suficiente para que Diez-Canseco se ausentase del hemiciclo si el encausado, en lugar de Chehade, hubiese sido Alan García Pérez o el último gobierno aprista.

Pero lo sustancial de este asunto, más allá de disquisiciones jurídicas que no me competen, es comprender a quién ha blindado Diez-Canseco oponiéndose a la acusación constitucional. Pues nada menos que a un personaje que, por encargo del grupo Wong, se reunió con importantes generales de la policía presuntamente para coordinar el desalojo de habitantes, accionistas cooperativos y trabajadores de la azucarera Andahuasi.

Establecer quien lleva la razón jurídica en lo de Andahuasi es sin duda complejo, pero la presunta matonada de los Wong en alianza con Omar Chehade ¿no es expresión de la manera como los grupos de poder influyen en las autoridades del Estado para maximizar sus beneficios, defender sus intereses y atropellar a todo el que se les pone al frente?. Es por ello que el tema me duele en lo personal, pues hasta hace poco he tenido de Javier Diez- Canseco el concepto de un político principista, de alguien a quien, como el mismo dijo alguna vez, le indigna el abuso del poder.

Así y todo, la decepción que he tenido con Javier no me desanima por completo, creo que existen mucho peruanos que actúan por convicción y de acuerdo a sus principios éticos e ideológicos. Lo que pasa es que no optan por la política o son engullidos por ella. Este es el caso de Javier, que ya tiene demasiado tiempo lidiando en sus arenas. Pienso, asimismo, que es hora de que nuevas generaciones salgan a la luz y cambien nuestra política informal, mediocre, caudillista y corrupta por otra más partidarizada, profesional, programática e institucional.

Las últimas palabras que le dije a mi padre, Ezio, cuando su vida se apagaba, es que yo en mis clases hablaba bien de Velasco; él ya no podía responderme con su voz, pero me sonrió y sus ojos le brillaron con ese brillo ingenuo tan suyo y que me regaló por última vez horas antes del final. Equivocado o no, él se fue sin desdecirse, consecuente con los principios que siempre había defendido. Quizás por ello me resulta tan chocante que el Javier del que he hablado en esta nota ya no sea tan digno de llamarse tal.

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