La muerte de la democracia

 Daniel Parodi Revoredo

                                                            “America Latina ha encontrado un caudillo autoritario que le brinda la seguridad que la democracia no pudo”

Cuando en 1992, el destacado analista político norteamericano Francis Fukuyama escribió El Fin de La Historia y el Nuevo Hombre no hubiese podido imaginar que treinta años después asistiríamos, impávidos e indiferentes, a la muerte de la democracia. El ensayo de Fukuyama consistía en una oda desmesurada al triunfal neoliberalismo noventero, pero también ofrecía la exaltación del liberalismo político y su marco constitucional. Ambos, en un solo esfuerzo, se habían tumbado el muro de Berlín en 1989 y, con él, al totalitarismo socialista, enemigo por antonomasia de las libertades humanas.

La fiesta duró diez años pero luego notamos que el neoliberalismo vació a la democracia y al republicanismo de sus valores más esenciales. El mundo se había convertido en un frívolo agente de bolsa global, en una gobernanza que nos obligaba a atenernos a las reglas del mercado sin rechistar, en un ciberespacio tecnológico donde los viejos apotegmas del siglo XX habían sido asesinados por el robótico soldado de un videojuego. Ese mismo que se desplaza brutal e implacable, con un mini uzi entre manos, por los misteriosos pasadizos de un universo distópico, disparando a mansalva, buscando la dorada llave de la felicidad.

Al perder los valores democráticos, perdimos al siglo XX, lo dejamos ir, total, ya se había ido y era normal que un nuevo paradigma se abra paso. Los teóricos de la posmodernidad nos plantearon una realidad fragmentada y un mundo sin ideologías. 30 años después, se ha constituido un nuevo patrón político que, en una primera etapa, consistió en ideologías fragmentadas, o en fragmentos ideológicos específicos: feminismos, animalismos, ecologismos, nacionalismos, los provida, los políticamente correctos y tantos otros. En una segunda etapa, la dispersión tendió a generar dos grandes tendencias mundiales, con sus propias particularidades según cada región del planeta: la derecha conservadora y el progresismo radical.

Ambos extremos utilizan la cancelación mediática y otras prácticas deplorables como medios de lucha por ello tienen en común su vocación totalitaria. También su aversión al diálogo, a la tolerancia y a todo lo que pudiese evocar los tiempos en los que la democracia, con todos sus defectos, propiciaba el debate político-ideológico de posiciones que, al final del camino, se veían obligadas a buscar consensos.

Nayib Bukele acaba de triunfar en El Salvador, ha obtenido casi el 90% de los votos, un récord probablemente absoluto en elecciones supuestamente libres, aunque ya no lo sean las instituciones del Estado. La vieja paradoja latinoamericana tiene nuevo y barbado rostro. Las masas, a través de las formas de la democracia, votan eufóricas la renuncia a sus libertades y depositan la soberanía popular en el caudillo carismático y autoritario. Necesitamos ser guiados.

Lo sucedido en El Salvador me recuerda el Demócratas Precarios de Eduardo Dargent. El politólogo cuestiona la discutible vocación democrática de los peruanos, que aplica a toda América Latina y plantea que la alternancia democrática-autoritaria constituye el sistema político real. No es uno u otro, solo los dos, turnándose en la administración del Estado. A estas alturas, no me preocupa tanto el acierto de Dargent, si no que a América Latina se le estén acabando las ganas de seguir persiguiendo la utopía republicana que hemos tentado sin éxito desde nuestras independencias de España, al amanecer del siglo XIX.

Ya hemos detectado lo evidente: no hay centro político en la región, este se bate en retirada inclusive en los países desarrollados. Lo que aún nos resistimos a aceptar es que la muerte del centro político es también la muerte de la democracia. La democracia y el constitucionalismo ofrecieron, desde el siglo XVIII, un marco de actuación y referencia para la deliberación y el ejercicio del poder.  Se podía ser de izquierda o de derecha pero dentro de sus cauces, conforme con los derechos fundamentales. Hoy todo eso ha desaparecido y las masas celebran eufóricas su deceso. Ahora buscan caudillos en el extremo,  buscan seguridad en el extremo, porque el extremo se disfraza de verdad, el extremo te dice cuál es el bien y cuál el mal, el extremo no discute, entonces te protege de la incertidumbre porque te otorga un credo, un dogma, una agarradera a la cual aferrarte.

La historia de la humanidad se caracteriza por el cambio. Como decía Hegel, una época suplanta dialécticamente a la otra y así ad-infinitum. Por eso es hora de preguntarse si la democracia no será acaso un paradigma superado, un objeto de arqueología o de investigación histórica. Muchos, entre los cuales me encuentro, luchamos por volver a tiempos que no volverán jamás, evocamos el pasado mejor de Jorge Manrique pero tal vez sea momento de aceptar que la historia nos ha dejado atrás, que somos los viejos del cuento, aquellos de los que se ríen a carcajadas los jóvenes, siempre rebeldes y soberbios, mirando de frente el mundo que tienen por conquistar. Somos los boomers.

El orden, la tradición y la corrección política están en plena efervescencia. En América Latina, la lucha es sin cuartel pero parece que van ganando los dos primeros. Por lo pronto, ya han encontrado un caudillo carismático, y un sistema funcional, que les brinda la seguridad que la democracia no pudo, perdida en el árido desierto de la incertidumbre, qué importa cargársela entonces: se llama Nayid Bukele.

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