EL REGRESO DE LA OLIGARQUÍA

A propósito de los bonos de la reforma agraria

Daniel Parodi Revoredo

En su clásico Las Revoluciones Burguesas, el célebre historiador británico Eric Hobsbawm nos habla de los resultados humanos de la revolución industrial y cuestiona las tesis que celebran el proceso por sus cifras de crecimiento económico. Para Hobsbawm, estos números soslayan las duras condiciones de vida que atravesaron los ejércitos de trabajadores industriales que dotaron de mano de obra a los talleres textiles de Londres y de Manchester a lo largo del siglo XIX.

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Gamonalismo serrano no debe regresar

La particular mirada de Hobsbawm al proceso industrial británico me trae a colación el actual debate nacional acerca de la sentencia del TC que ordena el pago de los bonos de la Reforma Agraria. Ciertamente, si pasamos revista a la historia de la propiedad territorial en el Perú republicano veremos cuan teñida está de abuso, exclusión explotación e ilegitimidad.

El relato comienza con la Independencia cuando los decretos bolivarianos de 1826 -que perseguían la finalidad de hacer del Perú una república de pequeños propietarios de la tierra- fueron bastardeados hasta convertirlos en terreno fértil para el despojo de cientos de comunidades y miles de familias campesinas propietarias de pequeñas parcelas. Ante la retracción del Estado como resultado de la crisis del Perú auroral, se consolidaron poderes locales de naturaleza feudal que incluso administraron privadamente la impartición de la justicia, lo que no hizo sino empeorar la explotación de la que el campesino peruano venía siendo objeto desde los tiempos coloniales.

Por su parte, el impulso de las haciendas agroexportadoras de la costa norte del país, a mediados de la década de 1850, tiene también un origen discutible. Remite a la abolición de la esclavitud por parte de Ramón Castilla en 1854, que no supuso simplemente la liberación de los afrodescendientes. Por el contrario, el Estado los compró a sus antiguos propietarios. El tema se ha explicado con el argumento de evitar el colapso de la agricultura norteña, pero aquello no elude que en dicho proceso, como señala el historiador Carlos Aguirre en su texto Agentes de su propia libertad, se manumitió a miles de esclavos inexistentes y que, por los que en efecto había, se pagó 300 pesos, el precio más alto del mercado, lo cual sólo correspondía para aquellos que tuvieren entre 20 y 30 años de edad. Al fraude del que hablamos se le sumó la simultánea importación de chinos culíes, quienes fueron traídos en base a engaños para reemplazar a los esclavos, y sometidos a condiciones de vida y trabajo similares a las de aquellos.

Cabe señalar que por eso años el Estado pagó otros bonos en condiciones curiosamente similares a las de la deuda agraria. Se trató de la deuda interna que el Perú mantenía con particulares que apoyaron al bando patriota en la Guerra de Independencia. Dicha deuda fue calculada en un millón de pesos, pero luego se disparó a cuatro millones de pesos y después a veintitrés millones de pesos. Fue tal el escándalo que Jorge Basadre denuncia en su Historia de la República que se crearon “fabricas de falsificación de bonos” por lo que el entonces Presidente José Rufino Echenique, fue depuesto por Ramón Castilla en enero de 1854. Sin embargo, la susodicha deuda se pagó y el grupo beneficiado –especuladores de los bonos igual que ahora- invirtieron esos caudales en el guano, en medio de décadas de boato y despilfarro, hasta que el contrato Dreyfus los despojó de tan pingüe negocio en 1869, otra vez en medio de grandes controversias y denuncias de corrupción por doble facturación en la extracción del abono, entre otros fraudes.

La Guerra del Pacífico golpeó mucho a los llamados “salidos del guano”, tanto como a sus pares agrícolas los “barones del azúcar” de la costa norte y los gamonales terratenientes serranos. No obstante, un pacto entre los tres sectores permitió el advenimiento de la República Aristocrática entre 1895 y 1919, periodo en los que la feudalidad y exclusión social fueron las mayores de todo el periodo independiente, como lo demuestran Alberto Flores Galindo y Manuel Burga en su clásico Apogeo y Crisis de la República Aristocrática. Esta obra difunde crudos testimonios de cómo los hacendados costeños más poderosos controlaban las bocatomas de agua para “matar de sed” a los pequeños propietarios y despojarlos de sus tierras, entre muchos más ejemplos de absoluta inequidad.

Más allá de todos estos elementos vinculados a la tenencia de la tierra en el Perú Republicano, no podemos obviar el retraso que la acción de la oligarquía terrateniente, en tanto que clase dominante, supuso en los niveles social y político. Para el primer caso, basta referir su tenaz resistencia a la repartición de la tierra en un contexto de vertiginosa transición demográfica, y para el segundo, a su pérfida y retardataria alianza con las fuerzas armadas para reprimir cualquier intento de democratización, extensión de los derechos ciudadanos y ampliación de la participación popular.

Todo ese contexto, explica la reforma agraria de Velasco, la que, a pesar de sus discutibles resultados económicos, liberó tensiones sociales en un país en el que el feudalismo, lo he dicho cientos de veces, ya no podía subsistir en tiempos en los que el hombre había llegado a la luna, en los que Carlos Santana se presentaba en Woodstock y Oswaldo “Cachito” Ramírez clasificaba al Perú al Mundial de México 70 con sus goles a Argentina en la Bombonera de Boca Juniors. Las guerrillas y tensiones sociales del Perú de entonces así lo demuestran y no dejo de preguntarme qué hubiese pasado si los grupos terroristas de los años ochentas hubiesen encontrado vigentes aquellas obsoletas estructuras señoriales.

Estoy al tanto de que los bonos de la deuda agraria hoy los poseen grupos bancarios como el BCP, tanto peor. Sólo por las formas, a mí la sentencia del TC ya me parece teñida de ilegitimidad pues se ha logrado con el voto dirimente de su presidente Oscar Urviola, antiguo funcionario de aquella entidad financiera, quien no solo no tuvo la decencia de abstenerse, sino que tuvo el desparpajo de forzar la votación la víspera de la elección de nuevos magistrados para dicha institución.

Para terminar vuelvo al maestro Eric Hobsbawm, quien seguro sostendría que la deuda que no se puede cuantificar, ni pagar, es la deuda del estado peruano no sólo con los campesinos, sino con la civilización andina en su conjunto. Cuantos proyectos de inclusión en el marco de la multiculturalidad y el respeto de la diversidad podrían financiarse con mil, cuatro mil quinientos u ocho mil millones de dólares (la última cifra es más o menos el 15% de nuestras reservas, y sigue subiendo…)  En el Perú, sin embargo, seguimos más preocupados en hacer más ricos a los ricos y estamos a punto de transferirles, una vez más, buena parte del tesoro público, cuando aun no hemos logrado derrotar la pobreza, ni mejorar la calidad de la educación, ni promover la igualdad de oportunidades. Tal vez sea legal, pero me resulta inaceptable.

Publicado el 17 de julio en La Mula

 

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