EL ARTIFICE Y EL HISTORIADOR
Dialogando con Félix Oliva


Félix Oliva

Visitar la muestra retrospectiva de Félix Oliva en la sala de exposiciones del IPNA de Miraflores fue para mí una experiencia tan nueva como intensa. Confieso que son pocas las exposiciones de arte que he visitado salvo aquellos enormes museos europeos que es de obligación visitar para no pecar de ignorante y tener con qué responder las trilladas preguntas de las amistades. Pero admito también que en aquellas pocas ocasiones experimenté intensamente lo que Pablo Neruda llamó alguna vez placer estético; esa sensación agradable que trasmiten la estética y la belleza cuando vienen juntas.

Confieso además, que a pesar de haber conocido personalmente a Félix Oliva, quien fuera padre de entrañables amigos de la escuela, no conocía su obra, a no ser por una lejana visita a su taller cuando cursábamos uno de los primeros años de aquella tan larga estancia en la primaria franco-peruana. Por todo ello, no sabía que en la muestra iba a toparme con la historia del Perú, incrustada en el corazón de cada cuadro y atravesada en el alma del artífice.

Al comenzar nos abruma un sol que llora y palidece, como el último paisaje de una historia que está a punto de empezar a contarse. Es así como El INTI palidece como presagiando un futuro inmediato de guerras y conquistas; y se ruboriza o sangra de sus penas venideras.

Luego nos presenta al pueblo serrano que lo arrulla y acongoja a la vez; en una interminable marcha procesional de hombres sin rostro, igualados en el chullo rojo y en la tristeza de una expresión que apenas se esboza. También de rojo sangran los andes y aunque florecen los blancos cartuchos al poniente, acaso sí atenúan el dolor que todo lo abarca. De espaldas a la escena, el único que disfruta un pedacito de cielo azul es la dignidad eclesiástica, indiferente a los sollozos de su entorno.

Ya en la costa, la multitud de los sin rostro se cubre la cabeza con anchos sombreros de paja, blancos y acopados; esa multitud que hace siglos dejó de representar el conjunto de los individuos y de la que escapa vergonzosa una mujer sencilla, de cara descubierta y que busca la muchedumbre para una vez más, perderse en el anonimato.

Pero de pronto se yergue un aponchado gamonal costeño de en medio de la multitud, quien desde lo alto de su caballo que “dulce gobierna el freno con solo cintas de seda” funge de siniestro picador taurino y punza su lanza, una y otra vez, en la masa inerme de los sombreros de paja.

Aparecen de pronto las cruces del camino a marcar la senda del tiempo, la primera ha trastocado la disposición natural de sus elementos, el sol y la luna andinos la resguardan en lo alto y debajo se despliegan las suertes de los dados españoles y los metálicos utensilios de la opresión. La siguiente cruz recupera a Cristo en su lugar central, es un Cristo incorpóreo que apenas dibuja su mirada a través de una T inexpresiva de tanto expresar y que resume el dolor de sus hijos; mientras que las aves y frutos multicolores le devuelven al paisaje un ápice de esperanza.

La peregrina procesión de los sin rostro nos conduce ahora al templo donde mora el Señor de Qoyllurity, en lo alto del nevado de Qolqepuncco. Allí dormita el sincretismo religioso gestado en siglos de evangelización y extirpaciones; allí se contrastan el esplendor del blanco de la nieve, el azul de los hielos y los marrones de la tierra. Recibe el nevado la larga y colorida peregrinación de colores fuertes y luminosos, coronada por personajes carnavalescos.

Vuelve el artífice a los tiempos de la conquista y sus caballos puros adoptan la fisonomía de galeras que traen consigo a los protagonistas de la colonización española, los conquistadores, las autoridades virreinales, las eclesiásticas, el cañón y los ángeles, junto con la muerte cadavérica y el demonio ultramarino.

Reivindicativo, captura el artífice la conquista y a los conquistadores en un cuadro, los suspende en el tiempo y atraca la Santa María en un enorme tonel de madera, neutralizando su poder de destrucción. Rodean la barca y el tonel la frondosa vegetación del Caribe. Pero rompe la conquista el cerco del artista e inexorable se produce el desembarco español con caballos azules y mitras rojas: en simultáneo, entre la tupida vegetación de las islas caribeñas, observan ojos curiosos, diminutas y alejadas, las temibles carabelas.

Luego en sus retablos, Félix Oliva nos anima a dar un salto hacia el pasado reciente y posa su retina en lo contemporáneo. Siete palomas, grisáceas, muertas y flácidas, son las tiernas víctimas de la polución. Asimismo, la secular fractura socioeconómica del país se traslada a la capital, la que confronta la modernidad de sus rascacielos altos con la marginalidad de los de abajo

A su turno, Alfonso Barrantes Lingán se encumbra en su propio altar dedicado a la honestidad, mientras que la “Nueva Izquierda” en la que tanto creyese Félix, languidece sometida a los altos sueldos de las ONGs.

Finalmente, resplandecen tres andenerías solas, en el morado limbo entre el atardecer y la noche, disfrutando la paz que le es esquiva a los suyos y que el artista, en sus honduras, hubiese querido devolverles.

Nota 1: agradecemos a Pedro Oliva, hijo de Félix y amigo entrañable, la compañía en la visita a la exposición de su padre, así como sus comentarios mientras observábamos las obras, los que inspiraron muchos de los míos.

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Ate. Daniel Parodi Revoredo

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