Estimados lectores:
Comparto este interesante análisis de Gustavo Faverón acerca del nacionalismo. Sus conclusiones se aplican al caso del negacionismo chileno frente a los excesos de la Guerra del Pacífico.
Cordialmente
Daniel Parodi Revoredo
Cuando estudiaba el doctorado tomé un curso sobre las nociones de memoria, historia y trauma en relación con la literatura (ficcional o no) escrita acerca del holocausto. Más de una vez, sin embargo, leímos cosas relacionadas con otros hechos traumáticos y su representación en las artes o las letras. Hiroshima, por ejemplo.
Gustavo Faverón
El profesor, Dominick LaCapra, una eminencia en el área, incidía en la idea de que los grandes hechos traumáticos, incluso los experimentados colectivamente, son irrepresentables mientras el trauma dure: precisamente, la conversión del hecho traumático en narración es la seña de que el trauma empieza a ser superado, porque la narración implica un intento de racionalización, mientras que el trauma es más bien un espiral, o un círculo perpetuo.
En una clase en la que, de quince estudiantes, sólo dos éramos extranjeros, una chica francesa y yo, mientras que todos los demás eran norteamericanos, me resultó particularmente llamativo que sólo mi compañera y yo habláramos del silencio habitual que Hiroshima ha merecido en la literatura americana. El profesor y los demás estudiantes se referían al bombardeo atómico como un evento cuyos únicos actores hubieran sido los habitantes de una ciudad (o dos ciudades) y una bomba que les hubiera caído del cielo, ex machina.
En Estados Unidos hay que estar radicalmente a la izquierda, tan a la izquierda como para estar ya muy a la izquierda del ala más liberal del Partido Demócrata, para pensar, o al menos para decir, que Hiroshima fue un crimen contra la humanidad, cosa que a mí, en cambio, me parece transparente e indudable.
No creo, sin embargo, que la incapacidad de los americanos para hablar sobre Hiroshima asumiendo la responsabilidad de una masacre indiscriminada tenga nada que ver con la imposibilidad de salir del trauma. No creo que haya trauma alguno (lo que es muy triste, claro). Pienso que lo que hay es negación de la culpa, autorrepresión; pero una negación de un tipo que no es nada infrecuente y que todos hemos sufrido alguna vez: la que proviene de la ceguera patriótica.
El nacionalismo funciona de esa manera, como inhibiendo la capacidad crítica de las personas cuando se trata de juzgar los actos de su nación que implican una relación hostil con otras naciones. En esas circunstancias, estamos dispuestos a creer las teorías más absurdas y a comprar sin retaceos ni suspicacias cualquier cosa que nuestros gobiernos nos digan, no importa si se trata de gobiernos a los cuales odiamos y a los que no les creemos nada en materia de política interna.
A los americanos, incluso a los que tienen muy presentes los principios de los derechos humanos e incluso a los que se definen a sí mismos en función de su pacifismo, su respeto a la vida ajena, etc., no les cuesta mucho, aparentemente, creer que Hiroshima y Nagasaki fueron necesidades históricas.
Los mismos argentinos que se enfurecían de rabia ante la criminal opresión de las juntas militares de los setentas y ochentas, asumieron como verdad indiscutida la causa de las Malvinas, que esos mismos gobernantes criminales les pusieron en frente como aliciente para la unidad nacionalista.
Eso que se percibe como irreconciliable en el conflicto palestino-israelí tiene su origen en el hecho de que, en ambos pueblos, incluso aquellos individuos que creen que la solución es la convivencia de los dos estados, estén inclinados a considerar la existencia de su estado como más justa que la otra. Y no es sólo por un deseo de supervivencia o un instinto de conservación: es también por una aceptación casi cerval de la verdad de sus gobernantes como verdad última.
Pero no tengo que poner sólo ejemplos ajenos. Yo a Fujimori nunca le creí nada, pero no tuve ningún problema en emocionarme patrióticamente con sus embustes cuando esos embustes tenían que ver con Ecuador en tiempos de guerra, y, por el otro lado, hubo al menos media decena de presidentes ecuatorianos que supieron que, si las cosas se ponían mal en el frente interno, una escaramuza o una batalla o una guerra con el Perú les devolverían el cariño popular.
Nuestra inclinación a creer en las verdades de la tribu como verdades absolutas, aunque a la persona que nos dicta esas verdades la consideremos, en otras circunstancias, poco menos que el demonio mismo, se impone fácilmente a nuestra razón individual. Acaso sea que los conflictos internos de una sociedad son ya suficientes para copar y rebalsar nuestra capacidad de razonamiento justo, y preferimos que, transpuesta la frontera nacional, el mundo tenga la simplicidad de las consignas y los lemas estentóreos.
Pero entonces descubrimos que, en muchas circunstancias, cuando la verdad oficial nos ofrece un cómodo margen de simplificación y desprobematización de la realidad, incluso para el caso de conflictos internos, elegimos creer en la sencillez de esas verdades y esos maniqueísmos.
Entonces es cuando trazamos, dentro del mapa del país, fronteras aun más arbitrarias que las que nos dividen de los otros países: pensamos, por ejemplo, en un Perú progresista y otro retardatario, en un Perú emprendedor y otro estacionario y pesado como un lastre, en un Perú orientado al futuro y otro empantanado en el pasado, y queremos creer que en verdad esos dos países existen y que por culpa de un hado maligno están obligados a convivir y que la solución para salvar al primero es destruir al segundo.
Y sencillamente asociamos al segundo Perú con cualquier cosa que encontremos en la realidad que nos resulte alarmante, negativa o repulsiva. Un ejemplo: la fastidiosa y ridícula repetición de que Sendero Luminoso era algo así como un movimiento indigenista, que reivindicaba al Perú andino y quería destruir al Perú costeño y “occidental”, una tonta cantaleta que todos hemos escuchado alguna vez y que no deja de repetirse ni siquiera cuando los estudios y las cifras demuestran que Sendero Luminoso ha sido la única entidad política en el Perú republicano que específicamente emprendió una lucha violenta para aniquilar la cultura andina, asesinando a decenas de miles de peruanos indígenas en el camino (y que arrasó, por ejemplo, con un escalofriante 10% de la población asháninka del país).
Y esa frontera es la que permite a muchos peruanos creer que la violencia de estado se justifica, porque en su visión del Perú existe un otro sobredeterminado al que, a veces inconscientemente, se asocia con todas las culpas, incluso cuando ese otro es la primera y más prominente de las víctimas. La guerra aniquiladora se vuelve “un mal necesario”. Como Hiroshima o Nagasaki, donde también murieron como culpables los inocentes. Incluso peor: donde la inocencia de los inocentes se volvió irrelevante, porque se aceptó ciegamente un discurso que silenciosamente lo declaraba.
Publicado hoy en LaMula
16 abril, 2012 at 10:30 pm
Estimado Daniel
Antes que nada agradezco mucho sus respuestas mesuradas y educadas,me imagino que este tipo de Blog en donde se sugiere la revisión histórica y la comprensión del otro, siempre levanta comentarios chouvinistas y xenofobos. Efectivamente, leyendo sus artículos y los que usted comparte tengo que admitir que es posible que simplemente nosotros (chilenos) no vemos (quizás por nacionalismo o no) lo que significó para Peru perder la guerra del pacifico. Digo esto, porque también es necesario que se entienda lo que significó para Chile ganar dicha guerra, es decir ¿como se sentiría el ciudadano peruano (culpable?) y/o chileno si Peru hubiera ganado la guerra?, en fin, creo que a través de este tipo de esfuerzos es posible generar lazos de comprensión lentos pero mas seguros, que esfuerzos desde las cúpulas.
17 abril, 2012 at 6:02 pm
Estimado Ignacio:
Carmen Mc Evoy en su libro Armas de Persuación Masiva habla de como para Chile la guerra significó la partida de sus hijos a luchar lejos, al norte y narra el drama de la repatriación de los cuerpos desde las zonas ocupadas a Chile y las pompas funebres en los pueblos y el duelo de las madres. Esta imagen me mostró por primera vez el sufrimiento del otro -en este caso Chile- en la guerra.
Creo que el primer paso para reconciliarnos con nuestro pasado es tener la capacidad de "bajar los cañones" y ver al otro, lo que no implica darle la razón, más sí reconocerlo. Ud y yo lo hemos hecho.
Un fuerte abrazo desde Lima
Daniel Parodi Revoredo
27 abril, 2012 at 4:26 pm
Me parece muy sintomatico, que el señor Faveron, chilenos el; hable de Hiroshima y Nagasaki, de Fujimori, de Sendero Luminoso, (en lo cual tiene toda la razon) ,de La Malvinas….y silencie todo lo referido e la Guerra de Chile contra Peru y Bolivia, y los horrendos estragos que causo en el Peru: la cantidad de pueblos incendiados, de oficiales peruanos fusilados despues de una Batalla (Huamachuco), la guerrra de conquista, el asqueo de bienes culturales de Lima (Biblioteca Nacional) , archivos peruanos historicos llevados por Vicuña Mackenna a Chile (Archivo Nacional de Chile), los monum,entos de Lima que se halllan en Chile. Los "malones" contra los indigenas en la sierra del Peru, con muertos e incendios. Si la guerra no fue peor (que ua gue muy traumatizante) es porque no habia todavia las armas del siglo XX con inmenso oder destructivo. ¿que hay del trauma y de la memoria chilenas , inexiatentes? Una respuesta del señor Faveron seria interesante.
28 abril, 2012 at 10:35 am
Estimado Dr. de Althaus:
Qué bueno bueno tenerlo de nuevo por estos lares. Me parece que Gustavo Faverón sencillamente ha escrito sobre otra cosa. No me parece que por tratar otros temas esté omitiendo versar sobre la problemática peruano-chilena. En todo caso, colgué su artículo para que nos sirva de materia prima para nuestra discusión.
Saludos cordiales
Daniel Parodi Revoredo
28 abril, 2012 at 1:12 pm
p.d. Hasta donde sé Gustavo Faverón es peruano, estudió conmigo en la PUCP.
Ate.
DPR
1 mayo, 2012 at 10:26 am
No sabia que el señor Gustavo Faveron era peruano, con lo que se netiende mejor el contenido sde su articulo. Mil disculpas al señor Faveron por haberlo tildado de chileno, pero segun mi peculiar lectura de su articulo, o la pressentacion del mismo, pense erradamente que era chileno.
Atentamente,
Miguel de Althaus
1 mayo, 2012 at 11:57 am
Además ser chileno no es per sé peyorativo,
Ate.
DPR