El fin de la “farra roja”

Foto: Mundiario

Por Daniel Parodi

Cuando en 1999 Hugo Chávez asumió el poder en Venezuela, se le comparó con la dupla Al­berto Fujimori-Vladimiro Mon­tesinos. De hecho, aquel acogió al segun­do y aprendió mucho de sus lecciones sobre cómo controlar el Estado como a un ramillete de flores para con esas mismas flores barrer las instituciones democráticas. Entonces estaba claro que Chávez no era más que un gorila finisecular, típico dictador latinoame­ricano, antecedido por otros como Pé­rez Jiménez, Pinochet, Videla y, entre los nuestros, Fujimori, Odría, Sánchez Cerro y Leguía.

Pero estos autócratas siempre han necesitado un discurso legitimador aso­ciado con el culto a la personalidad: a Leguía le decían ‘Viracocha’, a Odría ‘General de la Alegría’. A Chávez, en cambio, le pareció más ‘nice’ vestir­se de rojo, disfrazarse de socialista y reciclar la desfasada diatriba esa que presenta a la izquierda como a la bue­na del cuento, que está con el pueblo y lo defiende de los malos ricachones, aliados obsecuentes de la explotación transnacional. Y es así como el ‘Co­mandante Chávez’, hoy encarnado en un pajarico canturrero, se presentó al mundo como el padre del socialismo del siglo XXI.

Mientras solo fue un burdo imita­dor de Fujimori, todos condenamos a la dictadura venezolana, pero cuando Chávez se puso la camiseta roja, la iz­quierda peruana rompió sorpresiva­mente en estruendosos aplausos pi­diendo a gritos sus politos rojos para lucirlos con orgullo. No importaba que el dictador Chávez hubiese echado por la borda el constitucionalismo de la hermana Venezuela: ¡era rojo! con lo cual la democracia, tan defendida con­tra Fujimori, volvió a convertirse en un lujo burgués, frívolo y prescindible.

Lo que no le dio la gana de compren­der a nuestra izquierda es que Chávez jamás fue socialista y que lo que ins­tauró fue un carnavalesco asistencia­lismo autoritario financiado por el exu­berante precio del barril de petróleo. Daba para tanto la farra, que “El Co­mandante” se dio el lujo de financiar parrandas análogas en otros países de la región, aunque nunca tan orgiásti­cas como la suya. Total, Versalles es Versalles.

La farra roja terminó tan pronto cayó el precio del petróleo. Hace pocos días Marisa Glave finalmente condenó el chavismo, pero Verónika Mendoza aún mira hacia el costado. Más que una condena, a nuestra izquierda le hace falta un mea culpa, a ver si así termi­na de comprender que el socialismo del siglo XXI es cosa de demócratas y no de gorilas vestidos de carmesí.

Publicado en Exitosa el Domingo 30 de octubre

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