Las cartas de Cáceres

“Solo podemos lamentar el flagrante robo de las epístolas de Cáceres de la Biblioteca Nacional”
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Por Daniel Parodi

Podemos discutir mucho sobre An­drés Avelino Cáceres. Yo lo ad­miro; no solo me parece el mili­tar más cerebral que tuvimos en la Guerra del Salitre (1879-1883) sino también un personaje culturalmente mestizo; el hijo de hacendados ayacu­chanos que habla quechua y español, y cuya exitosa resistencia al invasor ra­dicó precisamente en su capacidad de discurrir por ambos espacios cultura­les y geográficos, como Arguedas y Ciro Alegría en el campo literario.

Luego podremos discutir si fue o no de­masiado autoritario cuando ejerció la pre­sidencia del Perú. Seguro que sí, Cáceres es un caudillo militar característico del si­glo XIX. De hecho, es el último de su es­tirpe, antes de él están Gamarra, Casti­lla, Echenique, etc.

Pero lo que no está en discusión es el valor patrimonial del epistolario del ven­cedor de Tarapacá, consistente en 3000 cartas de su puño y letra que nos acercan a los avatares de nuestra historia política y militar del último tercio del siglo XIX y que se introduce en el XX. Recordemos que Cáceres muere en 1923 y que su par­tido, el Constitucional, fue protagonista de la República Aristocrática hasta 1919.

Por eso solo podemos lamentar el fla­grante robo de sus epístolas de la Biblio­teca Nacional, que se efectuó a través de la obscena modalidad de colocarlas en los tachos de basura para, de esa manera, sa­carlas de aquella y comercializarlas en el mercado negro.

Ramón Mújica, el director de la referi­da biblioteca, acaba de denunciar que es­tamos a punto de perder todos los juicios en el Poder Judicial contra los emplea­dos responsables de estos robos bajo el increíble argumento de que las cartas se encontraban “a la intemperie” y que cual­quiera pudo sustraerlas.

Hace algunos años revisé el epistola­rio de Lizardo Montero, quien fuera pre­sidente del Perú (en Arequipa) durante la Guerra del Salitre. Fue en la BNP, en el se­gundo piso, y puedo dar fe de que dichos documentos no estaban “a la intemperie”. Tras consultar el catálogo había que es­perar que un funcionario acudiese a una zona reservada a traer los documentos solicitados. Tal era el celo entonces, que tuve que microfilmar las cartas que re­quería, pues fotocopiar estaba prohibi­do precisamente para preservar la inte­gridad de las epístolas.

Nuestro país tiene historia, vaya que la tiene, por lo que queda esperar que el Poder Judicial siente un claro preceden­te de que a él también le interesa preser­var el patrimonio de todos los peruanos.

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