LOS CAUDILLOS DEL XIX SE LEGITIMABAN CON UN CONGRESO DESPUÉS DEL GOLPE. FUJIMORI TAMBIÉN.
CAUDILLISTAS POR NATURALEZA II
En una nota anterior expuse una serie de razones que explica que nuestra república inicial haya carecido de una clase política civil capaz de liderar el flamante país que se erigió sobre los escombros del antiguo virreinato. Estas causas fueron la expulsión de la elite española por Monteagudo -el lugarteniente de San Martín-; la compleja situación económica en la que quedaron los comerciantes limeños y, como telón de fondo, las férreas estructuras de una sociedad organizada estamentalmente como si fuesen dos: indios y españoles. Luego está el mestizaje, pero del conflicto entre estos dos sectores, decididamente opuestos desde la rebelión de Túpac Amaru II, se deriva que nuestra república inicial no construyese un discurso del mestizaje. Más bien, las diferencias primaron en la narrativa republicana y también en la ley.
El vacío político resultante fue copado por los generales victoriosos de la Independencia, como La Mar, Gamarra, Salaverry, Orbegoso y San Román, quienes crearon una versión sui generis de República. En ella, el poder lo ostentaba el caudillo que acababa de vencer en batalla a otro caudillo, pero la nota de legitimidad se instituía luego a través de una elección indirecta; es decir, brotaba de una asamblea de representantes que no hacía más que ratificar y “democratizar” al susodicho vencedor. Sin embargo, en otros casos el aval legitimador requería de un instrumento más poderoso: una nueva Constitución.
El 5 de abril de 1992, hace apenas 22 años, Alberto Fujimori, un caudillo civil, pero respaldado por los militares, lideró un golpe de Estado que le permitió penetrar y corromper las instituciones republicanas. Paso seguido, convocó a un Congreso Constituyente para revestirse de legitimidad y, finalmente, promulgó una nueva constitución a su medida. No nos equivoquemos, el esquema es el mismo, no lo hemos superado. Apostaría, contra mis propios ideales y utopías, que ocurrirá de nuevo.
La segunda parte de esta nota trata de Ramón Castilla. Para Carmen Mc Evoy, en las décadas de 1840 y 1850, Castilla instauró en el Perú las formas del Estado patrimonialista. Es decir, la burocracia que entiende el ejercicio de la función pública cómo la ocasión del beneficio personal a costas de las arcas del Estado. La manera: redes de relaciones, de gente que se conoce, o que conoce al que conoce. El precio: favores, recomendaciones y coimas.
De esta manera, el uso de la institucionalidad republicana como elemento de legitimación de proyectos autoritarios y la representación del Estado como banquete ofrecido a los allegados continúan siendo, al día de hoy, los signos distintivos de nuestra política. Por eso, en estas líneas voy a insistir, una vez más, en nuestro gran ausente: el partido. Partido entendido como institución que formaliza la política y como ente descentralizado a nivel nacional en cuyas canteras se forma profesionalmente la administración pública del mañana.
Hoy el Perú se duele del fracaso de una ley de regionalización que lo único que ha logrado es financiar, desde el poder central, a las sucursales provinciales de las redes que he descrito, las que de este modo han obtenido autonomía. Entonces ya no se trata de los 5 o 6 caudillos de los tiempos de la Independencia. Ahora son decenas de reyezuelos independientes, cada uno con una red también independiente que básicamente reproduce prácticas similares a las de sus pares de los años fundacionales y a las que incorporó, poco después, Ramón Castilla. Así pues, nos dirigimos hacia un nuevo feudalismo, distinto del que destruyó Velasco, pero sin duda más pernicioso. Por ello la disyuntiva es sencilla: caudillismo-sicario o partidocracia.
Al concluir estas líneas vuelvo a preguntarme por quienes piensan al país, porque si no hay proyectos serios para construir lo que no tenemos, entonces la disgregación es el escenario del futuro. Y no me refiero a una descentralización política, bueno fuera, me refiero a zonas liberadas por redes de corrupción financiadas por el Estado, nada menos.
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