¿Hay lugar para el APRA en el siglo XXI?
Pensar al APRA en el siglo XXI es situar a los partidos políticos en las primeras décadas del nuevo milenio. Moisés Naím en El Fin del Poder (2013) ubica su pérdida de preponderancia en un mundo global cuya revolución de las comunicaciones explica grandes movilizaciones ciudadanas canalizadas desde el twitter o el whatsapp antes que a través de las pancartas de las organizaciones políticas. Del mismo modo, el ciudadano no es el mismo que aquel de hace 30 o 40 años, quien luchaba por grandes utopías. Entonces las cosas parecían más claras, se era de derecha o de izquierda, eventualmente socialdemócrata o socialcristiano, por lo que las ideologías eran la condición sine qua non del vínculo entre partido y militante. Hoy, tras el derrumbe de los grandes paradigmas ideológicos, se ha debilitado la capacidad que antes tenían las organizaciones políticas de vincular a la sociedad con el estado.
La antipolítica fujimorista y Alan García.
En el Perú, la caída del muro y el fin del mundo “de las ideologías” (1990) no solo coincidieron con la década fujimorista, sino que fueron sinérgicos con ella: el neoliberalismo quería estados débiles y partidos políticos también débiles, y resulta que Alberto Fujimori buscaba exactamente lo mismo para consolidar su proyecto caudillista-clientelar. El experimento de Cambio 90 refundó la cultura política nacional cimentándola sobre nuevos actores sociales emergentes del Perú de la transición demográfica que por primera vez se vinculaban asistencialistamente con el Estado. Esa amalgama de motivos, sumada a la satanización de los partidos políticos, cumplió a cabalidad el objetivo de divorciarlos de la sociedad.
Parece paradójico pero este esquema le vino como anillo al dedo a Alan García cuando volvió del exilio en 2001. García se erigió como líder indiscutido del aprismo desde que fuese elegido Secretario General del PAP en 1983, debido a una capacidad de arrastre popular espectacular que lo hizo, en 1985, alcanzar la presidencia de la república con más del 50% de los votos, superando con largueza el tradicional tercio que obtuviese su mentor Víctor Raúl en 1931, 1962 y 1963.
Desde que asumiera la conducción del APRA, a García no se le hacía amable la estructura de un partido sólidamente organizado y difícil de controlar; él prefería, más que instancias de gobierno internas, a un grupo de operadores absolutamente obsecuentes y leales que pudiesen movilizar la maquinaria del partido cuando a él le resultase conveniente. En 2001 Alan quería correr por libre y tener al APRA como comparsa. En la plaza San Martín, tras 10 años de ausencia, demostró que mantenía intactos sus dotes de orador: “y a mí me parece súbitamente un sueño estar aquí frente a ustedes esta noche, y a mí me parece súbitamente una añoranza cumplida estar frente a ustedes, y a mí me parece que quizás he muerto y estoy aquí frente a ustedes”.
En 2001, García encontró un ambiente político más propicio al caudillo que al partido. Cualquiera que sintonizase con las demandas populares podía ser presidente y en efecto pronto llegaría Alejandro Toledo y después Ollanta Humala. El tema es que entonces Alan seguía conectado a las masas y en un contexto caudillista; el PAP; por su parte, en tanto que partido político, ansiaba llegar al poder y por eso se reprodujo el pacto tácito entre caudillo y organización, y el APRA fue gobierno por segunda vez desde el 28 de julio de 2006.
Alan fuera de la era de los caudillos
Pero la reproducción contemporánea del viejo caudillismo militar de los inicios republicanos tiene en la volatilidad un límite que pocos pueden superar. Por eso, entre 1825 y 1845 el Perú tuvo 20 presidentes, todos militares. En USA, en el partidor de la carrera presidencial, se sabe que el ganador será demócrata o republicano y cada cuatro años Florida, cual calco de la elección anterior, se decanta voto a voto para saber quién será el nuevo “Mr. President”. En cambio, en nuestro país cualquiera puede ganar la partida y el electorado, súbitamente, puede darte su respaldo y quitártelo. Pregúntele a Alejandro Toledo como fue acogido en 2001 y abandonado en 2011, a mitad de camino.
Eso es exactamente lo que le pasó a Alan García en 2016, quien no se avalanzó nunca hacia las masas, no enganchó jamás con ellas o, sencillamente, el Charlot de Candilejas había perdido la capacidad de hacer reír a su público. Alan sin las masas es un personaje extraño para sí mismo y es posible que anhele interiormente un nuevo baño de multitudes que lo lleve de regreso a Palacio, multitudes que probablemente nunca volverán; el problema es que lo que queda del APRA no desaparezca en el intento. Ya queda poco de la mística, de la flama prendida; en el aula de clase no vale preguntar por el aprista, sino por el abuelito o abuelita aprista; por los contemporáneos de Víctor Raúl que siguen en pie; esos no son golondrinos, esos morirán con la estrella en el pecho, esos son del Compañero Jefe pero de esos ya quedan muy pocos.
Y es en este punto que está trabada el APRA de hoy, cuyo aparato partidario parece secuestrado por una directiva caduca que aún responde a la voluntad de García. A esta se le opone Enrique Cornejo, golpeado por acusaciones que no se han dirigido a él pero sí a sus principales colaboradores mientras fuera titular de Transportes. Cornejo aparece como el único con la fuerza y la organicidad para desplazar una cúpula férreamente enquistada e iniciar la reorganización del APRA desde abajo, por lo que es deseable que su situación no se complique.
Víctor Raúl al final del túnel
La izquierda no deja de criticar la trayectoria de Haya de la Torre por sus supuestos virajes ideológicos; el último es Antonio Zapata con “El APRA: historia de un zigzag (2016)”, a pesar de que trabajos como el de Imelda Vega Centeno (1991); Hugo Vallenas (1992) y Hugo Neira (1996); claman por desarrollar otros aspectos de la experiencia aprista, como la relación del líder con las masas; la comprensión de Haya como un político de realidades o la experiencia del exilio como explicación de la identidad aprista, a lo que yo añadiría el estudio del movimiento aprista como protagonista del complejo proceso de democratización de la sociedad peruana a lo largo del siglo XX.
Haya de la Torre diagnosticó temprano (1921) la ausencia de una ciudadanía democrática en el Perú y por eso se dio a crearla; de allí las Universidades Populares, el Partido Escuela y la alucinante capacidad de formar un ejército civil conducido por líderes morales intachables que predicasen con el ejemplo. La izquierda comunista se equivocó con Haya, el tema con él es más construir la democracia que ceñirse a la ortodoxia marxista; es más la revolución moral que la insurrección armada; es más el servicio público que la lucha de clases.
Hoy, el círculo abierto por La APRA fundacional puede cerrarse exitosamente porque un ejército de ciudadanos que ejerza la función pública con probidad es lo que piden a gritos las entrañas del país. ¿Tendrá el PAP al menos un millar de trabajadores/as manuales e intelectuales con la suficiente determinación para acabar con el secuestro de la propia organización y redireccionar a su partido por los austeros y probos caminos de Haya de la Torre? El APRA necesita salir de Alan y volver a Víctor Raúl, así se lo pide el Perú contemporáneo.
Publicado en Ideele #261
p.s. Este artículo se publicó en fecha anterior a la renuncia de Enrique Cornejo al PAP.
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