Archivo por meses: julio 2012

El monstruo de Huarumarca (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Cayó la noche en Huarumarca. La gente del pueblo, aunque remecida por el fatal desenlace, salió silenciosa de sus casas hasta el hogar de Higinio, donde velaba a Rodrigo. Siguiendo aquella rara costumbre de sus padres, Tomás se apareció por allí cerca de la medianoche.

Al entrar en la casa hecha de adobe, vio a los hombres sentados en silencio y las mujeres paradas rezando el rosario y otras letanías. Higinio no dejaba de consolar a su mujer, la que siguió llorando sobre el hombro de su esposo. Tomás avanzó hasta ambos y los abrazó con mucha sobriedad.

“Señora, compadre, les doy mi pésame”, dijo Tomás algo entrecortado. Higinio agradeció el gesto y lo acompañó hasta donde velaban al pequeño. El ataúd se veía iluminado por algunos cirios y velas prendidos. “Mañana es el entierro y sé que cuento contigo”, dijo resignado el padre.

Tomás asintió y le dio un apretón de manos. Se quedó unos minutos más observando a Rodrigo, mientras reflexionó en su mente si ese destino le hubiera pasado a uno de sus hijos. Se despidió de Tomás y su esposa y se dirigió a la salida. Uno de los recién llegados al velorio lo miró fijamente.

Al salir, este hombre lo siguió y lo agarró por el brazo. “¿Qué haces Alberto? ¿No que estás enfermo?”, le respondió Tomás algo molesto. “Lo sé, pero tenía que advertirle a Higinio: este no es un lobo común”, afirmó Alberto con un halo de misterio.

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Secretos de audio (capítulo diez)

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(viene del capítulo anterior)

La sensación de agobio en Octavio Ávila era impresionante: sentado sobre su sillón, el nerviosismo era evidente en su cara mientras llama a sus poderosos contactos, sus antiguos amigos de conveniencia, de los que sólo escucha excusas y silencios.

“Tenemos que irnos señor”, le señala su secretario, tan nervioso como su jefe, al abrir la puerta de su despacho. El otrora influyente miembro del directorio de la empresa editorial, responsable de la impresión del diario donde laboró Pepe, ahora escapa bajando raudamente por las escaleras.

Logra llegar hasta su auto de lunas polarizadas. Su secretario, y además chofer, conduce hacia su casa pero, a pocas cuadras de su destino, apaga el motor y abandona el auto a toda prisa. “¿Qué carajos pasa aquí?”, se pregunta con prepotencia al bajar del auto.

Unas cuatro patrullas lo cercan y los policías le apuntan con sus armas. Ávila sube sus brazos para evitar un tiroteo. Finalmente se acerca un oficial y lo coge por las manos. “Octavio Ávila, alias ‘Manchego’, queda usted detenido”, proclama el oficial mientras lo lleva esposado hacia su patrulla.

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El muchacho de la noche (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Cansada por la resaca, Mica no tardó en quedarse dormida. Llegada la noche, la brisa fría la despertó con susurrándole al oído. Una atrayente sensación la motivó a levantarse y mirar por la ventana: José estaba parado sobre el jardín exterior de la casa.

“¿Cómo me encontraste?”, le preguntó la joven, sorprendida y emocionada a la vez por su aparición. Él le dijo que fue a buscar a Katy y ella le dio su dirección. Mica le agradeció su gesto pero poco después se puso a llorar.

“¿Qué es lo que pasó, Mica?”, le preguntó el muchacho de la noche al no comprender su llanto. Ella le contó la discusión con su padre y el castigo que él le había impuesto. “Sé que va a sonar un poco extraño”, inició José su inaudita respuesta, “pero quiero que cumplas tu castigo y yo te buscaré al final de la semana para que salgamos juntos”.

Efectivamente, a Mica no le pareció la condición de José pero, animada con su promesa, se apresuró en darle un “sí, lo haré” al muchacho de la noche, quien esbozó una gran sonrisa. “Recuérdalo: al final de la semana”, le repitió José y se alejó de la casa.

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El monstruo de Huarumarca (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Los demás trataron de seguir sus pasos, pero Higinio les sacó buena ventaja. Luego de un rato, Tomás y los demás hombres llegaron hasta un claro. Higinio, sentado en el piso, abrazó el cuerpo ya sin vida de su hijo. Sus lágrimas de tristeza caían abundantes sobre la cara fría del pequeño. “Ya estás con papá, ya estás con papá”, se repetía Higinio en su dolor para no volverse loco.

Los demás hombres también empezaron a llorar lágrimas de indignación ante lo ocurrido, pero nadie se le acercó. Alrededor de una hora después, Tomás se adelantó y puso su mano sobre el hombro de Higinio. “Compadre, ya no hay nada que hacer aquí, volvamos al pueblo”, dijo en tono triste pero cálido.

Higinio no le dijo nada pero se levantó y, cargando a Rodrigo en brazos, se puso a caminar en dirección al pueblo. Los demás lo siguieron, avanzando lento monte abajo. Cuando llegaron, algunos de ellos tuvieron que contener a la esposa de Higinio, quien se desmayó al percatarse que su pequeño ya no estaba vivo.

Tomás y los demás hombres volvieron cada uno a sus casas para cambiarse de ropa. Una vez que se bañó y se vistió se encontró con sus hijos. En la puerta del cuarto, Lila lloraba desconsoladamente mientras Juanito no comprendía lo que sucedía. “¿Es verdad que encontraron a Rodrigo?”, preguntó el niño.

– Sí, Juanito, lo encontramos.
– ¿Y podré volver a jugar con él?

“Me temo que no”, le respondió su papá, lo abrazó con fuerza y rompió a llorar.

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Secretos de audio (capítulo nueve)

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(viene del capítulo anterior)

Una vez que se sintió menos adolorido, Pepe se levantó y caminó hacia la pista, tomó un taxi y se dirigió a su casa. Llamó de su teléfono a Diego y le pidió que fuera urgente. Mientras llegaba, aprovechó para limpiarse las heridas y curárselas.

Diego tocó la puerta de la casa. “Entra”, le dijo su amigo al reconocer su voz. Diego constató los golpes que había recibido su amigo y terminó de ayudarlo a vendarse. Le preguntó quién le había propinado esa paliza. “Fueron los esbirros de Manchego, me acerqué demasiado”, respondió Pepe con voz cansada.

Diego le propuso a su amigo ir donde la policía a denunciar el secuestro. “No Diego, no sabemos el poder de influencia de Manchego”, dijo Pepe en tono reflexivo, “es mejor que sigamos indagando, pero con sutileza”.

Al día siguiente, ambos periodistas llegaron juntos a la oficina a del diario. Pepe, quien cubría su rostro con unas gafas oscuras, y Diego entraron en la redacción y fueron directamente al despacho de Jordán. Cerraron la puerta y una fuerte discusión comenzó a los pocos minutos.

Pepe abrió la puerta del despacho de Jordán y se alejó caminando rápido por en medio de la redacción. Uno de los colegas le preguntó a Diego por la reacción de su amigo. “Jordán lo acaba de despedir”, respondió muy triste y el comentario se esparció por la oficina.

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El muchacho de la noche (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Luego de darse un duchazo, Mica salió de la casa de su amiga y se dirigió a la suya. Su padre abrió la puerta apenas ella tocó la puerta. “Hola papá”, le saludó la joven muy temerosa. “Sube a tu cuarto ya”, dijo el hombre con tono decepcionado.

Mica no dijo nada y subió a su habitación sin protestar. Sentada en su cama, la esperaba su madre. Su padre cerró la puerta apenas entró en el cuarto. La charla familiar no tuvo un buen ambiente. Rápidamente se tornó incómoda por los cuestionamientos de ambos padres hacia Mica.

Y Mica también se quedó intransigente en su posición. “Ya estoy grande: ustedes no saben qué es bueno o no para mí”, se cerró la joven en dicho argumento. “¿Y acaso tú sí?”, le preguntó su padre ya exasperado y siguió, “¿Acaso es bueno escaparse de casa? ¿Lo es? ¿O es bueno volver toda borracha?”.

“Ya basta”, le reclamó Mica tapándose las orejas con las manos. “No, tú ya basta: te quedas castigada toda esta semana, sólo saldrás para la escuela”, advirtió tajante su padre, señalándole con el dedo. Los dos padres salieron del cuarto, mientras su hija se recostaba a llorar sobre la almohada de su cama.

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El monstruo de Huarumarca (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

La preocupación de Tomás se debía, justamente, a la desaparición de un niño. Se trataba de Rodrigo, el hijo de su compadre Higinio quien, junto con otros hombres del pueblo, había buscado al menor por los montes cercanos al pueblo, sin suerte.

A quien sí sintieron cerca, fue a un lobo que merodeaba por allí: oyeron sus aullidos, les pareció verlo entre las ramas, e incluso pisadas palparon luego que lo asustaron con sendos escopetazos. “Son frescas”, dijo Higinio al revisarlas, “hay que seguirlas, quizá me lleven hasta mi niño”.

Pero no tuvieron suerte: las huellas se desvanecieron con la lluvia que empezó a caer. Aquella misma noche, luego que el aguacero amainó, apareció la luna radiante y entera, iluminando con su faz el pueblo entero.

A la mañana siguiente, salieron muy temprano los hombres, con Higinio y Tomás a la cabeza, para seguir buscando en el monte. No habían caminado mucho, cuando un rastro de sangre fue visto por unos árboles. Se acercó Higinio y esto lo desesperó. “Hay que seguir el rastro, mi niño está herido”, enfatizó el padre mientras corría monte arriba.

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Secretos de audio (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

Pepe dobló la esquina y siguió corriendo a todo lo que pudieron sus piernas, pero los esbirros lo persiguieron en un auto. Dos hombres con lentes negros se bajaron, lo sometieron y lo llevaron dentro del auto.

El periodista perdió la noción del tiempo mientras sus ojos nublados no le dejaban ver el exterior. Luego de un largo rato, en que incluso el día se convirtió en noche, el auto paró y los dos hombres lo sacaron a rastras. Aunque ensangrentado por los golpes recibidos, Pepe pudo percibir el olor de la brisa marina.

Los esbirros lo golpearon un rato más y finalmente uno de ellos le apuntó con una pistola. “Te estamos vigilando: esta es una advertencia, la próxima estás muerto”, dijo y disparó dos balas hacia la playa. Los esbirros se retiraron y el periodista, adolorido, se quedó echado sobre la arena durante varias horas.

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El muchacho de la noche (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

“Gracias”, dijo Mica con tono cansado y preguntó en su borrachera, “¿quién eres?”. “José, un amigo de la noche”, dijo en tono amable. “Yo soy Mica… y no me siento muy bien”, habló la chica pero no pudo hablar más. El mareo le ganó y sus ojos se cerraron.

Para cuando volvió a abrirlos, miró a Katy contenta de que despertara. “¿Dónde estoy?”, preguntó Mica agarrándose la cabeza de inmediato por el dolor. “No, no… no te levantes. Estás bien, en mi casa”, respondió su amiga muy atenta y emocionada.

Mica le preguntó por José. Katy le respondió que, ni bien se desmayó, José le pidió que parara un taxi y se las llevó a la casa. “Cuando llegamos no se despegó de ti, te acostó y se quedó mirándote”, le narró entusiasmada.

Mica le preguntó a dónde se fue. “No lo sé, a eso de las cinco se fue sin ninguna explicación”, respondió Katy haciendo una mueca de extrañeza. Mica sintió que debía volver a verlo, al menos sólo para agradecérselo. “Olvídalo amiga, ni su celular dejó”, comentó Katy mientras ayuda a su amiga a pararse de la cama.

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El monstruo de Huarumarca

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La lluvia se ha desatado en el monte. El comunero, prevenido, se tapa la cabeza con la cobija mientras avanza por el camino cada vez más resbaloso. Cansado pero contento, llega a su casa y toca la puerta. “¡Ofelia!”, le grita a su mujer para que le abra lo más pronto posible.

La esposa hace entrar a su marido. Lo sienta en una silla y le pone una taza enfrente. Coge unas hierbas, las coloca dentro de la taza y echa dentro el agua hervida y caliente de la tetera. Tomás bebe unos sorbos y se va a su cuarto para cambiarse la ropa mojada.

Una vez seco, Tomás va hacia la habitación de sus hijos. A excepción del pequeño de tres años, los otros dos están despiertos. Lila, de siete años, y Juanito, de cinco, están dentro de sus camas pero miran con sus ojos abiertos hacia la puerta.

“Papá, ¡ya llegaste!”, dicen los dos niños, abriendo las sábanas y corriendo hacia Tomás. El comunero los abrazó con mucha alegría. “Mis niños, ¿qué hacen aún despiertos? ¿No saben que el lobo se lleva a los niños que aún están despiertos de noche?”, los resondró cariñosamente.

“Te esperábamos papá”, dijo Juanito con ternura. “Sí papá”, lo reafirmó Lila. “Gracias mis niños”, los abrazó de nuevo Tomás. Los acostó en sus camas y se quedó viéndolos hasta que se quedaron dormidos. Caminó hacia la puerta y la cerró tras de sí.

Se sentó en la mesa y cogiendo la taza, bebió con tranquilidad la ya tibia infusión. “¿Lo encontraron?”, preguntó Ofelia con muchas ansias. “No mujer, todavía no”, respondió Tomás y se bebió un gran sorbo.

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