Archivo por meses: abril 2011

Los tiempos de Joel (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Parado, mirando hacia el paradero, se encontraba Joel. Sobrio y sonriendo. Pero no era la visión de alguien de su edad, no: era el mismo Joel, tan joven como aquel día que lo dejó. “No puede ser”, se repitió Sofía mientras intentaba cruzar la pista.

Con mucho cuidado, dio los pasos necesarios para llegar al otro lado de la calle pero, cuando apenas los separaban un par de metros, Joel desapareció súbitamente, como si se hubiera esfumado en un recuerdo. Desconcertada, miró hacia uno y otro lado.

Sin saber qué hacer, las emociones la empezaron a dominar. Los latidos que golpeaban su corazón eran demasiado fuertes para ignorarlos, y entonces… Lo primero que vio al abrir sus ojos fue a un paramédico chequeando sus signos vitales al costado de una ambulancia. “Reaccionó rápido”, le dijo al verla levantarse.

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La noticia inesperada (capítulo trece)

[Visto: 858 veces]

(viene del capítulo anterior)

Han pasado cuatro días desde que Rodríguez decidió aumentar la dosis para Darío. Los resultados han sido los esperados: en las mañanas ya no ve sombras, en las noches ya no siente luces encendidas. Y su tío se muestra muy feliz por ello.

Aunque el joven aún duda de la mejoría. ¿Será que de verdad el mitigante funciona o es solo el efecto adormecedor del mismo el que lo hace verse mejor? Levantarse por la mañana casi le parece un fastidio y acostarse es un tema recurrente.

Aquella cuarta noche lo único importante para él era abrigarse con la frazada, debido al enorme sueño que sentía, y no tardó en quedarse dormido. Luego de unas horas, empezó a escuchar unos susurros, como si le hablasen al oído.

“Despierta, despierta”, la insistente voz le repite sin cesar. “¿Qué pasa tío?”, responde el joven algo molesto. “No, soy Luis”, escucha decir a la infantil voz que, como resorte, lo levanta.

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El hombre en la capucha: Que Dios te perdone, Ciudad Tejeda (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

Las luces de la ciudad permiten una mayor visibilidad al avión que ya llegó al valle. El piloto llama por radio esperando confirmación de la orden. “Afirmativo”, responden del otro lado sin un ápice de duda. “Que Dios te perdone, Ciudad Tejeda”, atina a reflexionar el copiloto mientras sale hacia la parte posterior del avión.

En tierra, la procesión se ha desenvuelto con normal lentitud al paso sereno de los fieles. Algunos, sin embargo, creen observar, en medio de la noche, una mancha que cae rápidamente. Un estallido ocurre a pocas cuadras de allí, luego un inusitado temblor en el suelo, luego gritos de pánico, luego el fuego…

Unos kilómetros alejados de la ciudad, Jano, Mirella y Neto contemplan entristecidos la desolación del ataque. “No hay esperanza”, Neto rompe el silencio con pesar. Entonces, Jano recordó a su compañero caído: “Quinto decía que siempre que existiera un encapuchado, habrá esperanza”. Luego, volvió a caminar hacia fuera del valle, mientras murmuraba: “No te defraudaré”.
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Los tiempos de Joel (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Sofía arregla unas rosas blancas en el florero. No lo hace con naturalidad, sino de forma casi mecánica. “Veinticinco años”, se dice para sí, y rompe a llorar. Veinticinco años, el tiempo que ha pasado desde que se casó enamorada de Manuel.

Un casamiento que creyó sería eterno, pero que poco a poco la relación se estancó en tontas discusiones y decayó en su fortaleza. Aún en el verano, las noches le eran frías. Sí, Manuel estaba en su cama, pero es una total indiferencia.

Si tenía la iniciativa para emprender proyectos, allí estaba él para recalcarle sinrazones. Una vida vacía, odiosa. Una vida que sólo llenaba con lo único bueno que le dio su casi ex esposo, sus dos hijos: Fernando, de veintidós, y Alexia, de veinte.

Sofía miró el reloj en su muñeca: son las diez de la mañana de otro jueves cualquiera. “Hora de ir a comprar”, recordó mientras elaboraba mentalmente la lista de cosas que necesita para el almuerzo. Coge las llaves y el monedero, saliendo presurosa.

Luego de una media hora casi eterna, finalmente pasa el último producto por la máquina registradora y paga la compra. Cruza la calle y llega al paradero. Está mirando hacia los ómnibus que vienen cuando, de pronto, su mirada se desvía al otro lado de la avenida. “No puede ser”, ella se sorprende y deja caer las bolsas.

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La noticia inesperada (capítulo doce)

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(viene del capítulo anterior)

Rodríguez recibe con afecto a Darío, a lo que el joven corresponde con algo de desconcierto. Se sientan y el doctor empieza a preguntar por los síntomas. “He tenido visiones”, empieza Darío muy seguro de sus palabras, “un niño negro que deambula por mi casa, que me habla”.

– Hablarte, ¿qué te dice?
– Que no soy real.
– ¿Qué no eres real? ¿Por qué lo diría?
– No lo sé, pero cuando quise preguntarle más, desaparece.

“Mi sobrino me contó que se metió en un cuarto, pero allí no había nadie”, intervino el tío para comentar el suceso. Luego preguntó para saber si iba a recetarle algo más. En ese momento, la mirada de José se tornó fija y penetrante hacia Rodríguez. “Doblaré la dosis”, señaló el médico, incómodo por la mirada.

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El hombre en la capucha: Que Dios te perdone, Ciudad Tejeda (capítulo once)

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(viene del capítulo anterior)

El encapuchado no se movió y uno de los sicarios se apresuró en revelar su rostro: no era Jano. Ninguno de ellos sabía explicarse cómo un joven cualquiera había sido confundido con su mayor enemigo. “Lo perdimos”, comunicó otro por radio.

“Prepárense para el plan total”, ordenó la voz al otro lado. Algo alejado de ahí, Jano y sus amigos llegaban al inicio de la Ruta de las Lágrimas. “Tengo que volver”, dijo Quinto. En su rostro se veía la mirada de quien ya no va a regresar.

Se despidió por última vez de su viejo compañero de aventuras y volvió hacia la ciudad. Los tres empezaron a avanzar por el camino, cuando Mirella se percató de un ruido en el aire. “Aviones”, murmuró Neto al ver hacia el cielo. “Corran”, les advirtió Jano ante el inminente peligro.

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La noticia inesperada (capítulo once)

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(viene del capítulo anterior)

“¿Cuál niño?”, preguntó José con extrañeza. “Aquella sombra en la lavandería… y ahora en el baño”, se explicó Darío entusiasmado, “vamos”. Darío caminó con su tío hasta el baño. Le señaló que el niño había estado allí y que luego se dirigió a un cuarto.

Lo llevó a José hasta el cuarto a oscuras y prendió la luz. Nada. Tan sólo una cama tendida y sin ninguna perturbación. “Pero… entró aquí”, señaló Darío con su índice hacia dentro del cuarto. Su tío, incrédulo, le recriminó: “parece que la pastilla aún no te hace efecto”.

A la mañana siguiente, Rodríguez está sentado en su escritorio. Apenas si ha dejado sus cosas y empieza a sonar el teléfono en su consultorio. Levanta de forma rutinaria el auricular y pregunta desganado el repetitivo “¿aló?”. La expresión de su rostro se asusta al saber que José y Darío van a verlo.

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El hombre en la capucha: Que Dios te perdone, Ciudad Tejeda (capítulo diez)

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(viene del capítulo anterior)

Diez para las doce, el hombre de la capucha negra sale del bar y se dirige hacia la procesión. El espía que cauto esperó desde la azotea de un hotel, se puso en alerta. “Síganlo”, se escucha que ordena por medio de su transmisor.

Al instante, hombres comunes entran en escena y se empiezan a camuflar con el gentío, siguiendo discretamente al encapuchado. Los feligreses avanzan hacia la zona sur de la ciudad, dando muestras de fervor a su paso.

Luego de unos minutos de andar el recorrido de la gente, el encapuchado salió de la manifestación y empezó a caminar hacia el este por una calle. En ese momento, los sicarios de El Mecenas se acercan al objetivo para no dejarlo escapar. Formaron un círculo alrededor de él y sacan sus revólveres. “¡Quieto ahí!”, lo conminaron a pararse.

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Los tiempos de Joel (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Joel rompió a llorar. En verdad, nunca había imaginado un cambio de actitud tan decidido en ella. Del mismo modo que no había estado consciente del cambio emocional que había ocurrido en su corazón. Y es que le dolía, le dolía demasiado.

Se dirigió tambaleándose hacia el balcón de su depa. La noche, tan clara y serena como no la experimentó antes, dejaba ver un cielo salpicado de estrellas. Él se sentó sobre el piso del balcón, al extremo izquierdo del barandal.

Con sus ojos contemplaba aquella hermosa vista cuando, de pronto, observó a un punto en particular. Divisó una estrella fugaz moviéndose de oriente a occidente. En su alcoholismo, se acordó del mito que rodea a estos celestiales objetos. “¡Quiero ser joven por siempre!”, exclamó Joel antes de derrumbarse.

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