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(viene de parte cinco)
Al clarear el nuevo día, Jerzó, jefe de la guardia real, ordenó a sus hombres dirigirse al bosque de Galden. Cabalgando entre el ejército de a pie, aún no salía de su extrañeza al recordar las palabras de Rolando. “Causa el mayor número de bajas en los rebeldes”, hizo un pequeño mutis el rey para luego añadir, “y no te preocupes por Sérvulo, es probable que también esté muerto”. Al llegar al límite de aquel infierno verde, Jerzó ordenó a los arqueros disparar las flechas llameantes contra las copas de los árboles.
Los rebeldes empezaron a caer, muertos y quemados, desde lo alto y los que escapaban por tierra eran alcanzados por las fieras espadas. Con el factor sorpresa ejecutado, Jerzó y su guardia se internaron bosque adentro sin encontrar resistencia. Así fue como finalmente llegó al claro donde aquella nefasta noche tuvo lugar la muerte de Legardo. El jefe de la guardia se sorprendió de no encontrar rastro de los caídos en el terreno. Temeroso de haber sido emboscado, emprendió la retirada. En ese momento, una flecha silbó desde la espesura.
Parado frente al ventanal del aposento, el rey Rolando dirige su mirada hacia el horizonte. Uno de sus servidores le avisa, “acaba de llegar un mensajero”. El rey asiente con la cabeza, callado y sombrío, su cabeza gira lentamente para ver a aquel que la noticia viene a dar. “Está hecho, mi señor. El rebelde ha sido vencido”. Tras unos momentos de desolación sobre las sábanas de su cama, mojadas de la tristeza, el rey Rolando cambia de túnica y ordena al soldado: “llévame donde está el cuerpo”.
Tras dos horas de viaje, el grupo se detiene. Cuerpos degollados, alcanzados por lanzas o flechas, nutren el campo de batalla. El mensajero lo guía hasta el cuerpo del líder rebelde, que envuelto está en túnicas negras. Constató el rey Rolando la identidad de su enemigo, y señaló al mensajero, “caven en la tierra”. A los demás ordenó: “Busquen una piedra, lisa y rectangular, que guarde su memoria”. Encontraron una piedra como la descrita en una cantera cercana, la pulieron apenas, y la entregaron al rey. Éste escribió un epitafio que siempre habría de recordar:
Sérvulo, Sérvulo,
he reservado para ti
el premio ansiado,
la dádiva perfecta.
La he adornado
con ocasión del triunfo
tuyo, imperecedero,
constante y memorable.
Ay Sérvulo,
lo has rechazado
como el mar a las olas,
como el sol a la noche.
Has dejado que se imponga
tu sinrazón y malicia,
que oscura refleja
la rebelde escoria.
Sérvulo, al exilio
hoy te tienes que marchar,
fuera de mi dicha y mi lumbre,
de mi vida y mi hogar.
“Déjenme solo”, ordenó el rey. Tocó la piedra, y no pudo evitar llorar de nuevo. Fue entonces que, en el pasto de la tumba, una silueta humana se proyectó.
(continúa en parte final) Sigue leyendo →