Archivo por meses: octubre 2010

Proyecciones macabras (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

“¡Qué payaso!”, criticó Eduardo con dureza a Guillermo al abrir la puerta del salón. Había quedado como un tonto ante lo que consideraba, a pesar del elemento sobrenatural, una situación grave. “Hay un asesino suelto y él, puxa, se mofa”, terminó de mostrar su enfado sentándose en la banca. Susana se le acercó pero se quedó parada.

“No te lo tomes tan a pecho”, le dijo ella, “sólo fue para joderte un toque”. Sí, debería entenderlo así, pero el recuerdo de aquella pesadilla había envuelto a Eduardo en un manto de paranoia. Sin deseos de hablar, sólo se despide de ella con un beso en la mejilla. Ya en su casa, sólo atina a tirarse sobre la cama mirando fijamente hacia el techo.

“Esa caída, si simplemente no me caía”, recordó con alguna indiferencia aquel episodio: había luna llena en la noche. Caminaba despreocupado por la vereda del parque cuando sintió una respiración acercándose detrás suyo. Al voltear, miró un lobo que venía en su dirección. Rápidamente, tomó conciencia del peligro y empezó a correr.

A poco del término del parque, y ya cuando el lobo lo estaba alcanzando, inesperadamente tropezó con una piedra. El golpe fue durísimo; sin embargo, decidió no hacer ningún sonido. El animal comenzó a examinarlo. Lo olfateó y, luego de unos segundos, se alejó del lugar. Una vez que se sintió seguro, Eduardo se levantó con alguna dificultad.

“Eduardo, Eduardo”, escuchó una voz familiar. Era Guillermo. Pasaba por el parque y había visto al tropezado. Fue a auxiliarlo, pero no lo reconoció sino recién cuando estuvo en el sitio. “¿Viste al lobo?”, le preguntó el caído. “¿Cuál?”, le respondió el otro, “Que yo sepa, aquí no hay animales”…

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El hombre en la capucha: La revelación de Jano (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Llegados al segundo piso, abandonado a su suerte, Melvin y Jano ingresaron en los cuartos buscando armas y municiones. Jano abrió uno del los cajones del mueble: dos pistolas y suficientes balas. Salió al pasadizo central, encontrándose con su amigo. “Listo”, afirmó él. Melvin consintió del mismo modo: cada una de sus manos sostenía sendos revólveres.

“Silencio”, señaló Jano. Oyeron claramente unas pisadas sobre los escombros de la explosión en el primer piso. Ellos se miraron: “Avanza”, ordenó Jano, y Melvin corrió por la escalera hacia la azotea. Los hombres subieron la escalera al segundo piso. Entonces, Jano disparó a matar mientras empezaban a subir.

Terminada la primera ronda, subió también a la azotea en medio de un fuego graneado de los refuerzos que ingresaban. Alcanzado su objetivo, Melvin le indicó que se ocultara detrás de un pequeño cuarto que había allí, al tiempo que él mismo tomaba posición detrás de la entrada. Cinco maleantes aparecieron, avanzando en grupo cerrado para no verse sorprendidos.

Dieron unos cuantos pasos antes que una granada viniera desde el aire y estallara sin haber caído al piso. “Corre”, gritó Melvin, quien había lanzado el artefacto, acelerando su ritmo hasta el final del techo. Jano lo siguió al verlo saltar hacia la azotea contigua…

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Proyecciones macabras (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

“Y no tenía a dónde huir, a dónde escapar. Aterrada, entre la espada y la pared, se aferró hacia las puertas encadenadas. Entonces sintió un dolor intenso en el abdomen. Malherida, miró a la sombra que la apuñaló, esa sombra que se desvaneció mientras su vida se apagaba”, terminó Guillermo su relato en medio de unos tibios aplausos del profesor Sotomayor.

A continuación, preguntó a los alumnos quién sería el siguiente en exponer su composición. “Raro”, le comentó Eduardo a Susana en voz baja, “Guillermo ha contado con tal intensidad el asesinato, que es como si lo hubiera vivido”. “Dedícate a leer el periódico”, le respondió el aludido, dejándole un ejemplar del diario de ayer.

Se sorprendió de ver el título de la noticia: “Mujer muere a la salida de un callejón”. Los detalles narrados eran muy fieles a su visión del sobrenatural crimen. “Sin testigos, arma homicida ni rastros de ADN, la policía no puede concluir el caso”, reza la última línea del sombrío párrafo. “No puede ser”, exclamó indignado. “¿Qué es lo que no puede ser?”, lo escuchó el profesor.

– Nada.
– Con que nada, ¿eh? A ver, presente su composición.
– Lo siento. No la tengo.
– ¿No la tiene o no la hizo?

“A lo mejor no la tiene, profe, quizá se la llevó ‘la sombra’”, se burló Guillermo de él, provocando atronadoras carcajadas en el salón…

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El hombre en la capucha: La revelación de Jano (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Luego de unos segundos, Jano abrió los ojos. Se encontraba sentado frente a una calle, que era la entrada a un barrio que se le hacía muy familiar. Recordó entonces que tenía el manto, pero no lo sentía en sus manos. “¿Dónde está…?”, se preguntaba hasta que se tocó el pecho y lo descubrió: la tela del manto ahora lo cubría en forma de un abrigo con capucha.

Estaba en ese trance cuando empezó un tiroteo. Sólo atinó a tirarse al piso para evitar las balas, cuando una voz detrás suyo lo conminó a salir de ahí: “Levántate”, le dijo mientras lo agarraba del brazo, alzándolo y corriendo hacia una de las aceras. Los dos se lanzaron hacia la puerta entreabierta de una casa.

Una explosión les reventó cerca, haciendo que cayeran extenuados sobre el piso. Jano, algo aturdido, miró al costado para ver quién lo había salvado. Grande fue su sorpresa al descubrir que se trataba de Melvin, su amigo muerto hace cinco años en su primera incursión al barrio de Los Llanos.

“¿Acaso estoy muerto?”, se preguntó mirando hacia sus manos. Era todo tan real, a pesar que se sabía desangrando en la cama de algún hospital. Le respondió Melvin al empezar a subir por la escalera al segundo piso: “Si no me sigues, lo estarás muy pronto”…

(continuará)
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El faro del abismo (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

Apenas terminó de oír su relato, Artemio miró extrañado a su padre. Anselmo le pidió que acercara su oreja a sus labios y le susurró una frase que el enfermero que lo atendía no pudo escuchar. “¿Estás seguro que eso quieres?”, le preguntó compungido. “Sí”, afirmó el viejo marino como si le costara pasar su aliento.

Artemio, entonces, levantó a su padre del lugar en que estaba recostado y, sosteniéndolo en sus brazos, lo sacó de la estancia. El encargado de la casa trató de detener al hijo del marino: “¿Se ha vuelto loco? ¡Es mejor que su padre descanse!”, exclamó tratando vanamente de convencerlo. “No puedo”, respondió lacónico el hijo, “él ya escogió su lugar de descanso”.

El encargado calló. Seguro porque comprendía bien el significado de aquellas palabras. Artemio llevó a su padre hasta la orilla desértica de aquel mar sinuoso, bajo la sombra pálida del faro del abismo. “Llegamos padre”, le indicó el joven. Otra vez, la luz del faro apuntó al mar, las aguas se separaron y dejaron al descubierto el infinito abismo.

Anselmo se incorporó y caminó mar adentro. A unos metros de la caída final, volteó hacia Artemio y lo miró por última vez. “Adiós, hijo mío”, se despidió el viejo marino. “Adiós, padre mío”, dijo Artemio, hincándose sobre la arena y derramando algunas lágrimas. Anselmo volvió hacia su ruta. “Volvemos a encontrarnos, mi señor”, fueron sus últimas palabras mientras desaparecía bajo el mar.
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Proyecciones macabras (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

Eduardo llegó hasta la puerta cerrada de su salón. Sabía bien que el profesor Gutiérrez no quería interrupciones de los tardones, así que obvió tocar. Cinco minutos más tarde, aparecía corriendo Susana con la mochila sobre el hombro. De sólo verla, el día pareció alegrársele de pronto: le gustaba y mucho, pero no había tenido las agallas para declarársele.

“Hola”, le saludó ella. “Hola”, le respondió él, casi como desmayado y tratando de aparentar serenidad. Susana le preguntó cuánto tiempo llevaba esperando. “Algo de cinco minutos”, respondió él, “¿te invito un café?”. Ella aceptó, así que ambos caminaron hacia la cafetería mientras esperaban que abrieran la puerta.

“¿Y sigues soñando esas pesadillas?”, le inquirió Susana en una parte de la conversación. Y era natural que lo dijera, porque él le contaba sus experiencias. “Sigo igual”, y a continuación pasó a detallarle cada dato de su última mala noche, incluido su cabeceo en el ómnibus. “Lo peor de todo es escuchar su voz diciéndome ‘Estuviste allí’”, se quejó con cara de preocupación. El relato dejó un poco atónita a Susana, quien consultó su reloj para despejar su mente.

“Vámonos, ¡ya termina el break!”, lo alertó a Eduardo al tiempo que cogían sus cosas y corrían hacia el salón. Vieron la puerta cerrarse justo cuando doblaban la esquina. “Esperen”, gritó Eduardo. La puerta quedó entreabierta con alguien sujetándola por dentro. “Sí que tienen suerte”, comentó Guillermo, dándoles paso a la clase, “han llegado preciso para mi exposición”…

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El hombre en la capucha: La revelación de Jano (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

Abriste los párpados, y una sensación de ahogo se apoderó de ti. Tosiste unos segundos intentado entender por qué aún respiras. Ves a tu alrededor. Estás sentado sobre el asiento verde de un ómnibus. De hecho, no parece haber nadie más aparte, salvo el conductor. Miras por la ventana. “¿Dónde estoy?”, te preguntas mientras el transporte avanza por calles estrechas.

“Paradero final”, escuchas decir al tiempo que el ómnibus para en una esquina solitaria. “¿Dónde estoy?”, preguntas esta vez al conductor antes de bajar por la salida. “Eso sólo a ti te toca descubrirlo”, responde con una sonrisa amable. Desconcertado, sólo atinas a devolverle la sonrisa cuando mueves tus piernas por los escalones.

Empiezas a caminar hacia el norte esperando encontrar gente. Oyes un sonido muy particular. “Una banda”, reconoces la melodía y corres hacia donde proviene. En efecto, la banda está tocando mientras un gentío acude a una procesión. Avanzas entre la multitud, intentando llegar entre los primeros porque la imagen ya está entrando a su santuario.

Entras con el primer grupo de fieles, el que retornó al Cristo sobre sus hombros. Lo han colocado sobre el piso de la iglesia. Luego, le han quitado el pesado manto negro que en sus espadas descansaba. Uno de ellos se lleva el manto en sus brazos. Se acerca a ti, y lo deposita en los tuyos. “Te toca cuidarlo”, te dice con confianza mientras una sorprendente luz ilumina el santuario…

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El hombre en la capucha: La revelación de Jano

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Un helado frío recorre tu cuerpo. Sientes que finalmente te estás yendo, que estás muriendo. Las voces son casi inaudibles, y las imágenes son poco menos que borrosas. Ni siquiera eres capaz de seguir el movimiento que pareces experimentar sobre una superficie lisa. “¿Acaso es una camilla?”, te preguntas mientras atraviesas unas puertas.

Piensas para ti que ya es hora de dejar esto, por entero y por eterno. Siempre te perseguirán, no te dejarán tranquilo: si sigues aquí, continuarás luchando contra aquellos que hicieron tu vida miserable. Menos aún, sabiendo que no estás solo, que Mirella está a tu lado, que ella también será acosada.

Entonces, vuelves de pronto a humanizarte. “No, Mirella, no. No quiero volver a dejarte”. Pero el tiempo se acabó, ya es tarde. Tus ojos han perdido su brillo, tu alma ya no está en su lugar. Ves tu cuerpo contrayéndose bajo choques eléctricos. “¿Qué me espera?”, te inquieres desesperado mientras te acercas con rapidez hacia aquella luz blanca…

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Proyecciones macabras (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Decidido a no hacerle mucho caso a su pensamiento, salió unos minutos después de la ducha. Se vistió y se acostó de nuevo en su cama. Miró hacia su ventana y después cerró los ojos, tratando de invitar al sueño. “Una sombra, una sombra”, se repitió como mantra en su cabeza al tiempo que el soponcio oscurecía su mente.

“Miércoles”, exclamó al levantarse de pronto. Vio su reloj. Eran siete y media, ¡y su clase comienza a las ocho! “Tarde, siempre tarde”, se dijo para sí al cambiarse apresuradamente. Salió de su casa y fue directo a la panadería a comprarse un pan dulce y un jugo de naranja. Luego espero y espero el bendito carro que lo llevara a su clase.

Finalmente, decidió subirse a cualquiera aunque tuviera que pagar unos centavos más. Vio al cobrador acercarse por el pasillo. Empezó a sacar las monedas cuando oyó aquella voz susurrante: “Estuviste allí”. Levantó la mirada. La sombra sin rostro se acercó hasta él, oliendo, devorando su aliento.

“Hey, hey”, lo despertó el cobrador, “tu pasaje pex”. Comprendió que todo había sido un rezago de su mal sueño. “Cóbrate”, le pasó las monedas aún medio somnoliento…

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El faro del abismo (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

Anselmo logró despertarse. Vio a la embarcación hundirse, con su tripulación de borrachos, aquellos condenados que gritaron con fuerza ante la fosa oscura que se los tragaba. También miró a Zenón, su capitán que, sereno y resignado, miraba hacia el abismo de su perdición. A diferencia de ellos, no clamó. Sólo cerró los ojos, como queriendo imaginar otra mar por navegar.

La tormenta amainó, y el sobreviviente remó todo lo que pudo hasta la orilla cercana. Una vez que alcanzó la playa, corrió hacia aquel faro, aquel malhadado edificio. Desfalleciente, llegó hasta él. Mientras la luz del faro se desvanecía, pudo observar el abismo esconderse bajos las enormes olas. Anselmo empezó a llorar. Unos minutos después, algo desquiciado, quiso lanzarse al mar.

No pudo. Unos hombres lo contuvieron y lo alejaron de la orilla. “¿Por qué? ¿Por qué?”, gritaba desaforado el marino, “Era mi deber morir también Zenón. ¿Por qué me salvaste? ¿Por qué?”. Los hombres pensaron que enloqueció de pronto y lo dejaron depositado en ese sanatorio…

– Hasta que llegaste tú, hijo mío –le dijo a Artemio-. Ahora podré cumplir mi destino.

(continúa)
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