El hombre en la capucha (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

Jano llegó a su casa, se sacó la capucha y se echó sobre la cama de su habitación. Miró hacia el techo, intentando calmar el sentimiento perturbador que lo carcomía por dentro con pérfida insistencia.

Siempre sin misericordia, aplicando la justicia sin mirar a quién… Ahora decides perdonar una vida, arriesgando el ser descubierto por la ciudad entera… poniendo precio a tu cabeza entre los criminales… Todo por un amigo, que ni sabe quién en realidad eres… un amigo que, a partir de lo ocurrido, no querrá defender al hombre en la capucha…

“Basta”, gritó Jano al despertarse. Se levantó y fue al baño para lavarse la cara. Habían pasado cerca de dos horas que comenzaron aquellos tortuosos pensamientos, lo cual le dejó aún más cansado. Se disponía a dormir cuando sonó el timbre.

No iba a atender pero la segunda timbrada lo convenció de abrir la puerta. “¿Qué te…?”, su pregunta quedó inconclusa ante el sorpresivo abrazo de la recién llegada. Era Mirella quien, con algunos moretones y cortes visibles, empezaba a llorar sobre su pecho…

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Crimen en la calle Indiferencia

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Es medianoche y las luces de los postes alumbran tenuemente la calle. Una señora, que vuelve de trabajar hacia su domicilio, camina con algo de rapidez, en pasos asustados que ignoran dónde pisan. Sin embargo, sus ojos cansados observan un auto estacionado en la acera de enfrente.

El letrero de “taxi” encima del techo y la apariencia del hombre en el asiento del conductor, con la cabeza recostada, los brazos reposados y la boca algo abierta, le hicieron pensar que era alguno de esos borrachos que, de pronto, se dio cuenta que no podía continuar.

Siguió adelante sin prestar más atención. Llegó a la puerta de su casa, la llave abrió la puerta y entró. Pasaron seis horas en aquel reparador sueño, hasta que el insospechado ruido de sirenas la despertó. Saltó de la cama y salió a la calle. Uno que otro curioso salió a la calle mientras varios policías recolectaban pistas en la escena del crimen

“¿Qué pasó, seño?”, preguntó la recién llegada. “No lo sé, pero hay dos muertos”, respondió su vecina. La señora miró el asiento de atrás y vio el cadáver de una mujer embarazada que había sido baleada. Especularon con muchas teorías: un robo fallido, una pena o una culpa entre dos, o simplemente una ‘carrera’ que salió mal. Tantas versiones… y tan sólo una verdad…

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El hombre en la capucha (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

Demetrio estaba temeroso. Se encontraba aterrado al leer el papel que la noche anterior había encontrado debajo de la puerta de su bodega, apenas un semana después de la visita del amigo de Neto. “Eres el próximo”, decían las letras rojas escritas sobre el papel, y Demetrio sabía bien a qué se refería: dos microcomercializadores habían sido atacados en sus guaridas con sendos bombazos; ataques perpetrados por un desconocido.

Aquella noche, Neto paseaba por la zona cercana a la bodega, esperando a un amigo con quien hacer otro negocio. Miraba a la calle con el cigarrillo en sus labios y aire despreocupado. De pronto, pasó por allí un extraño al que no le pudo ver la cara porque tenía colocada una capucha negra encima. Concentrado en hacer piruetas con el humo del cigarrillo, no le dio importancia.

El hombre en la capucha ingresó en el establecimiento. Se dirigió a uno de los anaqueles y botó algunos productos al piso. Luego se escondió cautelosamente y espero que el viejo se acercara. En efecto, alertado por el ruido, Demetrio avanzó hacia aquel lado de la tienda. Sorprendido de no encontrar a nadie, miró un momento afuera.

Luego recogió los productos caídos y, cuando volvía hacia el mostrador principal, el desconocido lo atajó. El viejo iba a reclamarle, cuando el encapuchado sacó una pequeña daga y lo derribó al bodeguero. Amenazándolo con empezar a cortarle los dedos uno por uno, el desconocido preguntó de quién era la mercadería.

-No sé de qué me hablas.
-De las pastillas. Sé que en este barrio comercializas.
-No, estás equivocado.
-¿También quieres que me equivoque al cortar tus dedos?
-(entre sollozos) No, por favor… no lo hagas…
-Entonces dime, ¿quién es tu proveedor?
-No lo sé…
-Bueno… creo que comenzaré con…
-¡Espera, espera!… Ya recuerdo… sólo sé que le dicen Yerbo… es el nuevo jefe aquí…
-¿Sabes? Te creo…

“Pero mis puños no”, agregó el encapuchado, asestando un certero derechazo en el pómulo de Demetrio, dejándolo medio inconsciente. El viejo sintió cómo la arrastraban fuera de la tienda y terminaba tirado en la acera. El hombre en la capucha caminó al interior del establecimiento, y quitó el seguro a una granada.

“Tu negocio ha sido cerrado”, dijo. Lanzó el artefacto dentro del cuarto de las bolsas y salió raudo hacia la calle. Una vez fuera, empezó a caminar con tranquilidad y se metió las manos a los bolsillos, mientras el fondo de la calle se iluminaba con la potente explosión…

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El fuego celeste (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

Miguel se abalanzó contra el guardia, pero Nimes se desvaneció en la bruma sólo para atacarlo de forma brutal. El joven era empujado por una fuerza incontenible que lo levantaba del piso y lo arremolinaba en medio de la niebla. Finalmente cayó pesadamente sobre el piso, golpeándose de forma durísima la rodilla. Su grito desgarrador remeció la tétrica y silente noche.

Nimes recobró su forma humana, y se acercó a paso lento pero seguro hacia el joven. Lo levantó agarrándolo del cuello. “Este es tu final”, indicó el falso guardia, listo para el golpe de gracia. Sin embargo, una voz lo detuvo: “Espera”, dijo Carla arrodillándose ante su presencia. Juntó sus manos y le rogó que le perdonara la vida a su enamorado.

El asesino, entonces, recordó el gesto de su amada, y soltó al muchacho. Avanzó hacia la Carla, que mostró un inusitado coraje en medio de esa escena de horror. El brillo del dije empezó a aumentar a medida que Nimes se acercaba cada vez más. Nimes tomó el accesorio en su mano y le preguntó a Carla si estaba dispuesta a hacer un sacrificio.

“Sí”, respondió ella sin dudar. En ese momento la luz del dije los envolvió por completo unos segundos y luego desapareció. “¡Carla!”, la llamó Miguel en su intento por caminar. Pero ella no lo escuchó: sólo reflejó una mirada de amor hacia Nimes. Él la abrazó con fuerza: “Esposa mía”. “Esposo mío. Ya no volverás a estar solo”, habló el espíritu dentro del cuerpo de Carla.

El longevo mago volteó hacia Miguel, decidió curarlo y le entregó el dije que aún brillaba. “Para que recuerdes siempre el sacrificio que un día ella hizo para salvar tu vida”, dijo con una triste solemnidad. Luego tomó de la mano a su esposa, y ambos saltaron en el fuego celeste, el mismo que empezó a consumirlos y se apagó rápidamente, mientras el joven lloraba incontenible ante la pérdida de su enamorada. Sigue leyendo

Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Rodrigo llegó al punto de reunión y se sentó en la banca frente a la sala de estudios. Pasaron diez, quince, tal vez hasta veinte minutos antes que se percatara que Emilia probablemente no vendría. Así que decidió entrar en el aula, y escogió una mesa lejana a la puerta para desarrollar con mayor comodidad las tareas de otros cursos.

La calculadora comenzó a hacer maravillosos cálculos y resultados que el lapicero describió en trazos precisos que anotaba sobre el papel. De pronto, una inusitada agitación rompió la susurrante calma del ambiente. Rodrigo levantó la mirada solamente para dar un pequeño guiño al evento sorpresivo, pero ‘algo’ en ese atisbo le devolvió la cabeza en dirección hacia la puerta.

Quizá había imaginado la ondeante cadencia de su cabellera al caminar y también ese polo celeste sin mangas que dejaba ver sus ágiles brazos, pero nunca pensó que Emilia se vestiría aquella ceñida y corta falda negra que, al dejarlo sin aliento, hizo que al joven se le resbalaran los anteojos a medio poner por tamaña desconcentración.

“Hola Rodri”, dijo ella algo apurada, “sorry pero es que no sabía bien qué ponerme”. “Descuida”, comentó él aún reponiéndose, “se te ve muy bien”. Rodrigo se aprestaba abrir uno de los libros para empezar con la explicación, cuando Emilia le pasó su cuaderno abierto junto con una frase que de golpe lo devolvió a la cínica realidad: “¿me dejas copiar las respuestas?”

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El hombre en la capucha (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Pasaron cerca de cinco días antes que Jano, consumidas las pastillas que le entregó Neto, empezara a sentirse sin temblores. “De nada man”, le dijo Neto. “¿Y sigue tu tío con esa bodega?”, preguntó Jano, “Porque no encuentro muchas cosas baratas por mi zona”. Neto asintió, animándolo a que fuera porque desde hace mucho que su tío no lo veía.

Más tarde aquel mismo día, el joven se encaminó hacia la tienda de Demetrio. El viejo avaro y su sobrino estaban allí. “A los años”, lo saludó efusivamente el hombre, mientras le invitaba una gaseosa. Estuvieron conversando alegremente cerca de una hora, hasta que Jano indicó que se tenía que ir, y preguntó si le podía prestar su baño.

“Cómo no, sobrino”, afirmó Demetrio con una ligera sonrisa, “por el pasillo, en la segunda puerta a la derecha”. Jano avanzó por el corredor poco iluminado hasta llegar al baño. Sin embargo, sintió un olor extraño en dirección de la puerta contigua. Entró en dicha habitación: acumulados en dos de las paredes se encontraban varias bolsas grandes y oscuras.

No tardó mucho en descubrir su contenido: el tipo de pastillas que Neto le envió la otra noche. Rápidamente salió de allí, fue al baño y, un par de minutos después, volvía por el pasillo. “Me alegra verlo tan bien”, dijo algo agitado a Demetrio, “cuídese mucho”. “Nos vemos”, se despidió de Neto, que le respondió de igual forma…

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El fuego celeste (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

“Los dioses son caprichosos, ¿saben?”, comenzó Jerónimo su monólogo: “Hace mil quinientos años yo sólo era hombre sencillo, viviendo con mi mujer… hasta que descubrimos la magia… ambos empezamos a desarrollar nuestros poderes, y la gente supo de ellos… empezaron a llamarnos… que necesitaban más luz para sembrar los campos… y se la dimos… que no soportaban el dolor de ver partir a sus seres queridos… y les otorgábamos un soplo de vida…”

“Los dioses, que tan juiciosos se mostraron al inicio, empezaron a incomodarse… creyeron que desafiaba su poder y no escucharon mis explicaciones… me persiguieron y tuve que defenderme… aquella última vez, dejándome casi moribundo… iba a ser arrojado en esa celeste hoguera… sin embargo, mi mujer suplicó, orando de rodillas por mi vida… le hicieron caso, pero a un alto precio: fue convertida en ese dije que llevas en tu cadena…”

Señaló el accesorio que Carla miró atentamente: resplandecía con cada vez más brillo. Entonces, Jerónimo continuó su narración: “Fue su castigo por haberse rebelado… y al mismo tiempo, el mío también porque no podía tenerla… fui además convertido en este despojo viviente… sólo para saldar con sangre las vidas que había recuperado… y tuve que pasar todas estas dificultades… hasta que vagando bajo otra piel y otro nombre… la hoguera pude encontrar”.

En ese momento, el aire empezó a enfriarse nuevamente y la neblina empezó a cubrir la noche. “Eres el monstruo asesino”, gritó Miguel. “No trates de olvidar mi nombre… Jerónimo oculta mi antiguo rostro, Ieru Nimes”, dijo el guardia ante la sorpresa de los muchachos, “o lo que es lo mismo, Nimes Ieru”. Petrificados, Carla y Miguel no sabían qué hacer, pero el asesino tampoco les dio ninguna opción: “¿y quién será mi próxima víctima?”…

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El hombre en la capucha (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Aquella noche, Neto va a la bodega de Demetrio, su cincuentón y avaro tío. Cuando llega a eso de las diez, la puerta del negocio está cerrada a pesar que atiende hasta pasada la medianoche. “Qué extraño”, piensa el joven mientras golpea insistentemente en la puerta. Para un momento. No contestan. Vuelve a golpear y una voz colérica le pregunta quién es.

“Soy yo, tío, Neto”, habla el joven. Demetrio le dice que vuelva más tarde. “No puedo”, se excusa Neto, “es un pedido urgente”. “Ya voy”, dice el viejo, “¿de cuánto hablamos?”. “Diez”, le contesta el de afuera. “Está bien, espera un momento”, responde el viejo mientras busca la mercancía. Luego de tres minutos, Demetrio abre la puerta y le entrega sendos paquetes de pastillas de Neto.

– Aquí tienes sobrino.
– Demoraste tío.
– Negocios pues, sobrino…
– Ah… ¿Está el nuevo men aquí?
– Calla, Neto, no seas tan chismoso.
– Está bien, tío.
– ¿Y el dinero?
– Aquí tienes.
– Bien sobrino…
– Hey, ¿mi comisión?
– Toma cinco pues…
– ¿Cinco? Ya pues tío…
– ¿Qué más quieres? Has bajado tu cuota… Bueno, cinco más.
– ¿Ves que hablando nos entendemos?
– Ya… ¡Largo de aquí!

Demetrio cerró la puerta del negocio y Neto se alejó presuroso de allí en dirección a la casa de Jano. “¿Quién era?”, preguntó el otro hombre en el lugar. “Era mi sobrino, Neto”, se disculpó el viejo, “él me ayuda con el negocio”. “Ya veo”, respondió el otro, “pero espero que la próxima no interrumpa nuestra charla”. “No te preocupes Yerbo, no volverá a ocurrir”, lo animó Demetrio, al tiempo que el otro encendía un cigarrillo, cuyo humo oscurecía más la visión de su rostro…

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El fuego celeste (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

“Me dijiste que sólo era una leyenda”, se aterró Miguel al ver la pequeña figura de la mujer que ora iluminada por aquel resplandor. “Me mintieron: yo tampoco sabía que era verdad”, se defendió Carla de la injusta acusación. La neblina poco a poco empezó a amainar y los dos jóvenes empezaron a observar una luz a lo lejos. “Algo alumbra allá, vamos”, sugirió él mientras los dos dejaban los arbustos.

Empezaron a correr en dirección hacia aquella zona iluminada. Pero, a mitad de camino, el horror los embargó: más cuerpos ensangrentados aparecían por el camino. Reconocieron a varios de ellos como los que desistieron de seguir a Miguel en la huida. Avanzaron ambos lentamente, cabizbajos y llorosos, pensando en que tal vez les tocaba el mismo destino de sus infortunados amigos.

Finalmente, llegaron hasta el lugar. Un fuego celeste nacía desde un hueco en el campo, un fuego del cual los jóvenes sentían su calor pero que, al tocar sus llamas, no los quemaba. “¿Cómo es esto posible?”, se cuestionó Miguel intentando comprender el misterioso fenómeno. “Lo mismo me pregunté yo”, habló una voz. Los jóvenes voltearon, mientras el guardia canoso se acercaba en calma…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

– Sí, sobre tus piernas… ¿algún problema?
– Es que…
– No me digas: estás excitado. ¡Lo que me faltaba!
– ¡Yo lo digo por tu seguridad!

El bus dobló una esquina. Emilia casi se cae y tuvo que agarrarse del cuello de Rodrigo, al que poco más y lo ahorca.

– ¡Eso no está mejor!
– Claro, primero te pones sabroso… y ahora te pones faltoso.
– ¿Sabes qué? No tengo que andar soportándote. Además sólo te estoy haciendo un favor…
– ¿Un feivor? Ni siquiera pedí tu ayuda…
– Bueno, al profe… y él te envió a mí.

Emilia estuvo con berrinche todo el trayecto que hubo hasta que finalmente logró conseguirse un sitio libre. “Me iré a estudiar con mis amigos”, pensó para sí, “y me olvidaré de este luser”. Pasadas dos semanas más y, a pesar de los vanos esfuerzos de sus amistades, Emilia desaprobó otra evaluación más.

Casi llorando, ella corrió hacia el asiento a Rodrigo: “¿me ayudas? ¿Sí? ¿Sí?”. “Está bien”, dijo el muchacho mientras era samaqueado por su abrazo, “mañana nos vemos a las 4, ¿te parece?”. “Sí, Rodri”, aceptó Emi. “Rodri… ¿por qué Rodri?”, preguntó él. “Pa’ no gastar saliva”, comentó ella volviendo a su parco hablar…

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