El hombre en la capucha (capítulo quince)

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(viene del capítulo anterior)

“Te protegeré”, dice convencido Neto, sacando el revólver del bolsillo y apuntándole a Jano en la cabeza, mientras aprovecha para colocarse detrás de su amigo. “No me obliguen a matarlo”, amenaza Neto haciéndole creer a Domínguez y los demás que él es el encapuchado. Retrocede hacia el bosque pero los policías se mantienen a distancia prudente.

Ya algo adentrados en la espesura, y tomando ventaja de la noche sin luna, Jano saca un par de granadas que llevaba en el cinto y las lanzó contra los oficiales. “Corre”, le gritó a Neto antes que los artefactos estallaran en una lluvia de fuego fulminante. Los heridos disparaban desde el suelo balas que sólo herían al viento. Los muertos, como Domínguez mismo, estropean con su sangre el verdor el bosque.

Jano y Neto corrieron hasta que llegaron a un claro en el bosque. “Te debo la vida”, habló Jano extendiéndole la mano, pero Neto la rechazó: “sólo te lo aceptaré una vez que acabes con Yancarlo”. Salieron caminando hacia la ciudad, y Neto llamó al narco. “Y bien”, respondieron al otro lado, “¿murió el criminal?”. “No, pero ya sé la verdad”, enfureció Neto, “voy por ti, Yancarlo”, dijo apagando el celular…

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El faro del abismo

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Artemio llegó a aquella edificación, desolada por el viento. Había pasado los últimos cinco años de su vida buscando con insistencia a su anciano padre, un viejo marino que se perdió en un naufragio y que, llevado por las noticias que encontró por los polvorosos caminos, podría estar vivo en aquella edificación de arcilla cercana a la costa continental.

Apenas entra en el lugar, un hombre lo recibe. Parece ser el encargado de la casa. “Bienvenido”, lo saluda el hombre, que viste una gasa protectora de la arena sobre su cabeza, “¿a quién busca?”. “A Anselmo, es mi padre”, respondió el recién llegado. El encargado lo guía hacia el segundo piso. “Me temo que no vivirá mucho”, le advierte. Artemio se acerca al viejo marino.

Su blanca barba no puede ocultar las muecas de dolor que la enfermedad le produce. “Padre, soy yo, Artemio”, se presenta el joven cogiendo la mano del enfermo. Anselmo apenas si puede abrir los ojos: “Hijo mío, estás aquí”. Trata de incorporarse pero se encuentra muy débil. “¿Cómo fue que te sucedió esto?”, le pregunta su hijo. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, el anciano empezó a narrarle su último viaje…

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El hombre en la capucha (capítulo catorce)

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(viene del capítulo anterior)

Luego que Jano se despidió de él, Neto llamó a Yerbo: “Tengo buenas noticias”, abrió la conversación. “Bien, me encargaré de él”, dijo el narcotraficante luego de escuchar la información. “Prefiero encargarme yo solo de este asunto”, habló Neto de forma decidida. “Como gustes”, cerró Yerbo. A continuación el narco realizó otra llamada.

Neto y Jano caminan por la calle esa noche. “¿Crees que valdrá la pena matarlo?”, preguntó Jano con seriedad. “Sí, ese maldito tiene que pagar”, respondió el otro con entereza. Al fin, llegaron al sitio. Era un parque rodeado de algunas casas. Esperaron al borde del parque cerca de diez minutos.

Neto se cansó de esperar. “Como el cobarde que es, no vino”, comentó amargamente Neto, “ya vámonos”. Sin embargo Jano, que se había sentado, no se quiso mover. “¿Por qué no te levantas?”, le preguntó su amigo. “Porque él está aquí”, dijo Jano incorporándose, “yo soy el hombre a quien buscas”.

Neto se quedó sorprendido. “No fue mi intención herir a tu tío”, prosiguió Jano, “más bien yo, que soy inmisericorde con los criminales, lo dejé vivir”. “¿Tú?”, se indignó Neto, “¿cómo te atreves a hacer esto?”. “No quería que estuvieran involucrados en este negocio”, explicó el joven encapuchado, “Yancarlo es muy peligroso”.

“¿Yancarlo?”, se sorprendió más su amigo, “mi jefe es Yerbo”. Jano ahora fue el que quedó sorprendido. “¿Podría ser posible que…?”, empezó a pensar, cuando unos policías llegaron al lugar. De uno de los carros bajó el comisario Domínguez. “Y bien, ¿quién es el encapuchado?”, preguntó el oficial mientras Neto miró a Jano tratando de tomar una decisión…

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Crimen en la calle Indiferencia (capítulo siete)

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(viene del capítulo anterior)

Jorge logra disparar a una de las llantas del auto, con lo que Aurelio no tiene más opción que cuadrarse a un costado de la calle. “Es mi marido”, dice asustada Verónica al verlo avanzar. “No se preocupe”, le señaló el taxista sacando una pistola de su guantera, “él no le hará daño”.

Mientras abría su puerta, Jorge lo sorprendió y le disparó a quemarropa. Mientras Aurelio se desvanecía logró disparar un disparo que lastimó el codo derecho del esposo. Verónica salió del vehículo y empezó a correr, hasta que un dolor en la pierna la hizo caer repentinamente al piso. Cuando se tocó la zona doliente, vio que su mano estaba ensangrentada.

El violento hombre la cogió de un brazo y la llevó medio a rastras de nuevo al taxi. “Ayúdenme”, grito ella una, dos, tres veces. Nadie contestó su llamado. Finalmente, su esposo la cargó y la desplomó sobre el asiento trasero. “Por favor”, imploró Verónica con abundantes lágrimas, “no me dañes, no dañes a tu hijo”.

Estas palabras enfurecieron aún más a Jorge. “Yo no tengo hijos”, dijo a secas efectuando un disparo contra el vientre de su esposa. “¿Por qué?”, fue lo último que ella pronunció antes de reclinar su cabeza. Él cerró la puerta de atrás y se disponía a irse cuando recordó la pistola de Aurelio. Suponía que se había caído cuando el fallecido taxista intentó ayudar a Verónica.

Levantó el cuerpo de Aurelio y lo colocó en el asiento del conductor. Miró luego al suelo, pero no vio el arma. “¿Buscabas esto?”, escucho una voz en dirección hacia la cual volteó siendo sorprendido por un mortal disparo. El cuerpo de Jorge cayó mientras el desconocido, dejando el arma en la mano del taxista, abandona en la moto la escena del crimen…

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Una reflexión en 28 de julio

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¿Qué es lo que nos impide avanzar a los peruanos? Es una de las preguntas recurrentes que vuelven a actualizarse cada 28 de julio. Escuchaba al presidente García hablar con cierta impotencia sobre el tema de la corrupción, la cual ha golpeado de forma muy dura su gobierno.

Al margen de que cada uno de los peruanos puede o no creerle a sus palabras en este apartado, para mí la corrupción representa una consecuencia y no una causa en sí de por qué los peruanos no podemos avanzar más. Puesto que mucho se habla que un peruano es una persona trabajadora, emprendedora y de ingenio ante la necesidad.

Pero también algo desordenada y con tendencia a las maneras informales de hacer las cosas. Por lo cual me animo a pensar que la causa primera de todas esas virtudes y todos aquellos defectos es el hecho de ser voluntariosos, en vez de ser voluntarios. Porque al voluntario lo anima el deseo de ayudar al otro, sin esperar qué recibir a cambio.

Al contrario, el voluntarioso sólo hace algo si puede conseguir un beneficio, temporal o permanente, que lo motive hasta que deje de ser importante para él. Y es ése el que considero como el principal drama de la peruanidad: en la mayoría de los casos, las “virtudes” antes mencionadas aparecen por acción de la actitud voluntariosa.

John F. Kennedy decía en un discurso “no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país”. Algo de esa nueva mentalidad empieza a florecer en los peruanos, a partir de su gastronomía, algunos triunfos deportivos y los emprendimientos de pequeños empresarios y exportadores.

Pero ese impulso puede ser otra oportunidad perdida si queda sepultado ante la apatía y la mediocridad de los que aún piensan que hay “maneras fáciles”, pero no necesariamente éticas, de conseguir logro económico y bienestar en este país. Por lo que (en la mentalidad de los peruanos) hay entonces, como decía Vallejo, mucho por hacer… Sigue leyendo

Crimen en la calle Indiferencia (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

Si bien no se veía su cara por el casco, la impresión de su mirada es la de un hombre furibundo: Jorge está decidido a acabar con su esposa. Mira otra vez el rastreador del celular y no hay duda: en ese taxi está Verónica. Antes de encender la moto, saca de su bolsillo la pistola que le dio su primo.

“No te preocupes”, recuerda que le dijo el capitán Rodríguez, “que el número de matrícula del arma está borrado”. Cuando tomó en sus manos por primera vez el artefacto de muerte, sintió por un instante aquella sensación de poder infinito. “Será mejor que te pongas estos guantes”, lo aconsejó el oficial antes de despedirlo.

Y ahora está ahí, viendo alejarse el taxi de Aurelio del estacionamiento. Lo sigue algunas cuadras en sigilo, pero su carácter lo va dominando. “No puedo esperar”, dice mientras saca el arma del bolsillo y aumenta la velocidad de la moto. Dispara contra el auto, que empieza a huir velozmente por la calle a oscuras…

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El hombre en la capucha (capítulo trece)

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(viene del capítulo anterior)

El celular estaba sonando y Neto se aprestó en contestar. Era Mirella. “Hola amiga”, dice en tono socarrón, “¿en qué puedo ayudarte?”. “Necesito hablarte de algo importante”, le contesta. Él pregunta si no se lo puede contar ahora. “Es sobre tu tío”, es la respuesta que enfurece a Neto: “¿qué es lo que sabes?”. “Te lo diré el lunes, después de clase”, corta ella la conversación.

En efecto, aquel día Neto no estaba concentrado en la pizarra; sólo fijó su mirada en la carpeta de Mirella. Cuando la clase terminó, él fue directamente hacia ella. “¿Qué sabes?”, preguntó furioso. Mirella lo llevó aparte: “el encapuchado me dio este papel”. “¿Quién es él?”, preguntó él, pero como ella no le contestó, la presionó con un forcejeo.

“No lo sé”, dijo finalmente entre sollozos, “se apareció de la nada y me dijo si te conocía; luego me dio el papel”. “Te creo”, señaló Neto antes que ella se alejara. De pronto apareció Jano: “¿qué pasa man?”. “Creo que encontré al responsable de lo que le sucedió a mi tío”, contestó Neto.

-¿Y qué harás cuando lo encuentres?
-Lo mataré.
-Entonces, será mejor que te ayude.
-No creo que sea buena idea.
-Será más fácil limpiar el lugar.

“Está bien”, respondió Neto sin ningún rubor.

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (final de temporada)

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(viene del capítulo anterior)

“Llegaré 4 y media”, fue el mensaje de texto que recibió Emilia mientras iba camino a su reunión con Rodrigo. Contrario a su disposición inicial, pensó que probablemente seguía repasando para explicarle la clase de hace unos días. “No problem”, le devolvió el mensaje, recitándolo al mismo tiempo.

Sólo le quedaba un asunto pendiente que no resolvió aquella vez que se “reencontraron”: ¿cómo le agradezco?”. Dado que conocía tan poco de sus gustos, había descartado los peluches, camisas o jeans. Incluso consideró la posibilidad de una calculadora, “pero él ya tiene una”…

Ansiosa porque no pudo escoger ningún regalo adecuado, se sentó en una de las sillas junto a las mesas del amplio salón. Pasaron diez minutos, quince. Finalmente, Rodrigo apareció por la puerta. Emilia se levantó como un resorte y se abalanzó sobre él. El joven apenas si pudo reaccionar y la saludó también, aunque no tan efusivamente.

Sacó el cuaderno y empezó a explicarle a Emilia, cuya mente estaba ya entre las nubes. Rodrigo paró entonces la sesión: “¿Emi, te pasa algo?”. “No sabía cómo agradecerte tu ayuda el ciclo pasado”, le contestó ella. “¿Y en qué habías pensado?”. “En esto”, respondió ella, inclinándose hacia el muchacho, poniendo sus brazos sobre los hombros de Rodrigo y robándole un beso.

Él se quedó sorprendido por la actitud de Emilia pero, recuperando pronto la compostura le señaló: “Gracias, pero no era necesario que hicieras eso”. “¿Acaso no te gustó?”, inquirió ella, algo molesta. “Obvio que me gustó pero… hay algo que debo decirte”, respondió él. Y escucharlo pronunciar esas palabras fue para Emilia como detonar una bomba en su cara: “ya tengo enamorada”.
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El hombre en la capucha (capítulo doce)

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(viene del capítulo anterior)

Mirella intentó correr sin éxito hacia la puerta del cuarto, tropezando con la sábana que llevaba puesta. Jano se acercó a ella, cuya mirada tenía una expresión asustada. Sin embargo, él la levantó del piso con delicadeza y le dijo: “Perdóname”. La joven perdió el miedo y lo abrazó, mientras él no dejaba de besarla en la frente y en los labios.

Más calmada, Jano le empezó a contar a Mirella su encuentro con la capucha, sus vicisitudes con las pastillas y, sobre todo, la razón por la que no le contó su secreto antes. “En aquellos días, sentía que sólo podría protegerte si guardaba silencio”, comenzó a explicar Jano, “pues que tú supieras que yo era el hombre en la capucha te haría blanco de mis enemigos”.

“Pero esta vez es distinto, tú eres la que está directamente en peligro”, prosiguió el joven. Mirella se enteró que Yancarlo era un narco en ascenso y que la fábrica de telas, que Jano destruyera hace varios días, le pertenecía a su organización criminal. “Por favor, aléjate de él”, le pidió Jano. “Lo haré”, respondió ella de forma resoluta.

Mirella terminó de vestirse. Con la confesión de Jano, le quedaba claro que probablemente no volvieran a estar juntos; así que cuando él procedió a abrir la puerta de la casa, ella se abalanzó sobre él y le robó otro beso. Jano se conmovió un momento y también la besó. Luego endureció el semblante y, como recordando algo, dijo: “antes que te vayas, quiero pedirte un favor”…

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Crimen en la calle Indiferencia (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Verónica fue apropiadamente curada de sus heridas por una doctora y un par de enfermeras, las que también revisaron la condición de su vientre. “El niño está en buen estado”, dijo la doctora luego de hacerle la resonancia. La gestante lloró de saber que su pequeño no había sufrido daño.

Más de media hora después, cuando salía sentada en la silla de ruedas por la recepción, Aurelio la esperaba en una de las bancas. “¿Por qué lo hizo?”, preguntó la mujer. “Me recuerda a mi hija”, dijo el viejo taxista, “y además porque necesitaba ayuda”. “No tenía que hacer todo esto, pero gracias”, se emocionó Verónica.

Le dio un beso en la frente a Aurelio, que aceptó el gesto y la condujo en la silla de ruedas hasta el auto. La colocó con suavidad en el asiento de atrás y luego abrió la puerta de conductor para encender el carro. El taxi salió del estacionamiento mientras, a media cuadra de distancia, una moto empezó a seguirlos con sigilo…

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