El faro del abismo

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Artemio llegó a aquella edificación, desolada por el viento. Había pasado los últimos cinco años de su vida buscando con insistencia a su anciano padre, un viejo marino que se perdió en un naufragio y que, llevado por las noticias que encontró por los polvorosos caminos, podría estar vivo en aquella edificación de arcilla cercana a la costa continental.

Apenas entra en el lugar, un hombre lo recibe. Parece ser el encargado de la casa. “Bienvenido”, lo saluda el hombre, que viste una gasa protectora de la arena sobre su cabeza, “¿a quién busca?”. “A Anselmo, es mi padre”, respondió el recién llegado. El encargado lo guía hacia el segundo piso. “Me temo que no vivirá mucho”, le advierte. Artemio se acerca al viejo marino.

Su blanca barba no puede ocultar las muecas de dolor que la enfermedad le produce. “Padre, soy yo, Artemio”, se presenta el joven cogiendo la mano del enfermo. Anselmo apenas si puede abrir los ojos: “Hijo mío, estás aquí”. Trata de incorporarse pero se encuentra muy débil. “¿Cómo fue que te sucedió esto?”, le pregunta su hijo. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, el anciano empezó a narrarle su último viaje…

(continúa)

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