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Seminario sobre el arbitraje en la contratación pública

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El día de 23 de agosto de 2024 se desarrolló el Seminario titulado El Arbitraje en la Nueva Ley de Contrataciones del Estado, organizado por la Cámara de Comercio Americana del Perú (AmCham Perú). Sin lugar a dudas un evento importante y que abría la posibilidad a un debate o intercambio de ideas sobre la situación actual de este asunto.

En este Seminario se desarrollaron tres mesas sobre los siguientes temas:

  1. Arbitrabilidad en las contrataciones públicas, con la participación de Laura Gutiérrez, Presidenta del OSCE, Víctor Baca, Ricardo Gandolfo y María Teresa Quiñones, con la moderación de Álvaro Aguilar, Secretario General del Centro Internacional de Arbitraje de AmCham Perú.
  2. Registro de instituciones arbitrales, facultad supervisora y sancionadora del OECE, con la participación de Roger Rubio, Presidente de la Corte de Arbitraje de AmCham Perú, Augusto Martin Curay, Director de Arbitraje del OSCE, Rolando Eyzaguirre y Franz Kundmüller, con la moderación de María Isabel Simko, Secretaria General Adjunta del Centro Internacional de Arbitraje de AmCham Perú.
  3. Nuevo alcance de las medidas cautelares en los arbitrajes dentro de la Ley General de Contrataciones Públicas, con la participación de Ana María Arrarte, Carlos Núñez, Fernando Cantuarias y Mario Linares, con la moderación de Daniel Cuentas.

Lamentablemente, por una Audiencia Arbitral, llegué tarde, cuando la segunda mesa ya se encontraba en pleno desarrollo, razón por la que no puedo hacer ningún comentario sobre lo planteado o debatido por los panelistas en esos dos primeros bloques.

En el caso de la Mesa relacionada con las medidas cautelares, esta me pareció sumamente interesante. Sin embargo, debo enfatizar que se dejó sentir la falta de pluralidad en cuanto a las opiniones y enfoques sobre el tema, pues resultaba totalmente claro que el punto de vista unánime de los panelistas tenía una base eminentemente privatista. Entonces, se trató de un intercambio de ideas, con algunas mínimas (casi inexistentes) diferencias conceptuales o de enfoque, dentro de lo que podría denominarse como “pensamiento único del arbitraje privado”. Dicha perspectiva o enfoque teórico académico me parece plenamente válido, pero habría sido enriquecedor el que participaran también expertos o académicos con un punto de vista publicista. Y es que la pluralidad de ideas en el debate lo enriquece, mientras la unanimidad lo empobrece.

El arbitraje en contratación pública: ¿arbitraje comercial o un arbitraje distinto?

Fue Fernando Cantuarias quien planteó el tema central en esa mesa (a pesar de que no era el objeto de la misma): “hay que ‘matar’ las normas de arbitraje contenidas en la Ley de Contrataciones del Estado”. Al margen de que no comparto su estilo para cuestionar las normas o a sus autores (la “mileización” del debate tiene muchos adictos  en nuestro país), creo que él estableció el eje en el que se sostuvo el intercambio de ideas y opiniones de todos los panelistas. ¿Cuál es ese eje? Que el arbitraje en contratación pública es un arbitraje común (comercial) y que, por tanto, no requiere de regulación especial; es más, precisó que, en todo caso, su regulación excesiva y errática por personas que no son competentes ha generado corrupción y el supuesto arbitraje no lo es, y debieran llamarlo como quieran, pero no es arbitraje.

Sobre este particular, Cantuarias es coherente con su punto de vista, el mismo que ha mantenido a lo lago del tiempo. Recuerdo que en un artículo titulado “Participación del Estado Peruano en arbitrajes comerciales” sostuvo que el artículo 62 de la Constitución Política del Estado “habilita que sea una ley la que determine la actuación del Estado en arbitrajes comerciales” (Revista Advocatus Nº 007, Lima, 2002). Entonces, para él, el arbitraje en contrataciones del Estado es simple y llanamente un arbitraje comercial, en el que participa el Estado. También en el Perú, Alfredo Bullard sostuvo en un artículo titulado “Enemigos íntimos. El arbitraje y los contratos administrativos” que el arbitraje comercial ha sido considerado como un tema entre privados y “es quizás la parte más privada del Derecho Privado, una diseñada y que opera en la práctica como un mecanismo de emancipación de los pactos individuales de pesadas reglas imperativas que en nombre del orden público limitan lo que las partes pueden hacer” (Revista Peruana de Arbitraje Nº 2). Reitero que este punto de vista es interesante y goza de enorme difusión, pero no es ni remotamente el único.

En el evento bajo comentario, Cantuarias planteó que el arbitraje es contrato y, por tanto, “hago con él lo que me da la gana, mientras no se viole el derecho de defensa”. ¿Es esto sostenible desde una mirada más especializada en Derecho de la Contratación Pública? No, por supuesto. Ni con el contrato estatal ni con el arbitraje con el Estado las partes pueden hacer “lo que les dé la gana”. Conforme a lo que él mismo afirmó, la premisa de la que parte  es que nos encontramos en un sistema en que “el mercado funciona”. Por tanto, su punto de vista parte de una concepción idealista del mercado.

¿El mercado de la contratación pública funciona realmente en el Perú? Categóricamente, no, tiene muchas deficiencias o, como lo plantearían desde el análisis económico del Derecho, genera muchas externalidades e ineficiencias. En aquel mismo artículo de 2002, afirmaba que la decisión de que los “conflictos comerciales del Estado con los particulares” se sometan a arbitraje, no fue gratuita, sino que detrás de ella estuvo “el reconocimiento de que es mediante la práctica del Arbitraje que el Estado puede contratar en mejores condiciones la provisión de los bienes y servicios que requiere”. Tras veintiséis años de aplicación práctica del arbitraje en la contratación pública, ¿existen elementos empíricos que sustenten que efectivamente el Estado peruano contrata mejor?, ¿funciona mejor el mercado de la contratación pública?

Cantuarias y sus copanelistas habrían respondido negativamente ambas preguntas, aunque las causas que habrían identificado como origen de los males de la contratación pública, siendo parcialmente ciertas, no lo son del todo, pues los grandes problemas de la contratación pública no se origina exclusivamente en la incapacidad de las burocracias o de quienes elaboran las normas, sino que el “capitalismo realmente existente” promueve, muchas veces, no ese ideal de competencia propia de escenarios ideales (el óptimo de Pareto), sino la maximización de los beneficios de proveedores de bienes y servicios, aun a costa —o en perjuicio de— los consumidores, con la complicidad fáctica de un Estado inerme y raquítico, incapaz de regular racionalmente esas actividades o, cuando corresponda, de supervisar esos ámbitos económicos o incluso de imponer las sanciones correspondientes.

En este punto habría sido interesante contar con la presencia de algún panelista que, sea desde el Derecho Administrativo o desde el propio Arbitraje, esté más en línea con la necesidad de regular el arbitraje del Estado desde una perspectiva pública, como un arbitraje distinto al meramente comercial.  Es decir, una ley de arbitraje que regule este medio de solución de controversias en las diferentes actividades del Estado en que se haya previsto (contratos estatales, expropiaciones, etc.). Pensé que Linares podría hacer algún planteamiento interesante sobre este particular, pero se limitó a referir que “toda normativa de contratación pública se centra en un esquema de privilegios estatales y garantías para el ciudadano, debiendo existir un equilibrio entre ambos”, precisando que esos privilegios no pueden extenderse a la parte procesal.

No obstante, olvidó que el propio Derecho Administrativo está pensado como un sistema de garantías para los ciudadanos frente a los poderes públicos. En esa línea, una regulación adecuada del arbitraje con el Estado debiera tener presente justamente ambos aspectos: reconocer que en la contratación estatal existen una serie de prerrogativas a favor del Estado, sobre la base de la necesidad de velar por el interés público (concepto ciertamente indeterminado pero de importancia innegable), pero con las garantías correspondientes establecidas a favor de los proveedores o contratistas.

Debe tenerse en cuenta que, por ejemplo en Europa, se está debatiendo actualmente respecto a los roles del “contrato” y de la “ley” como instituciones organizadoras de la sociedad, pues, como señala José Esteve Pardo, eminente profesor de Derecho Administrativo, hoy se asiste “a una expansión galopante del contrato que no solo ha recuperado espacios, sino que ha conquistado territorios hasta ahora situados en la exclusiva órbita de la regulación legal”. Precisa incluso que “el avance exponencial del contrato a costa de la ley conduce derechamente a la desigualdad, pues la igualdad ante la ley es inherente a esta mientras que el contrato en ningún momento la requiere. La ley, dice Claudio Magris, es la defensa de los débiles. Al contrato en cambio se llega desde posiciones negociadoras materialmente diversas que pueden ser abiertamente desiguales sin reparar en la debilidad de alguna de las partes” (consultar el libro “El camino a la desigualdad. Del imperio de la ley a la expansión del contrato”). Este debate se dio en el Perú en los años noventa del siglo pasado y durante la primera década de este siglo en el Perú, claro que en un contexto de globalización y  liberalización intensa, cuya resaca hoy se vive con el renacer de los nacionalismos justamente en EEUU y Europa.

El anonimato de quienes elaboran los proyectos de normas de contrataciones del Estado

Un tema propuesto por Cantuarias y que me pareció fundamental fue cuando señaló que el proyecto de Reglamento de Arbitraje del Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Lima fue elaborado, al menos inicialmente, por él mismo, por Alfredo Bullard y por Cristian Conejero. Destacó que ellos dieron la cara siempre; asumiendo su responsabilidad. En esa línea, planteó la interrogante de ¿por qué quienes elaboran el proyecto de Ley de Contrataciones del Estado no dan la cara nunca?

Cuando Ricardo Salazar fue presidente de CONSUCODE se realizó unos talleres con la participación de representantes de los sectores público y privado (si no recuerdo mal, se realizaron en el año 2001) que permitieron desarrollar (de manera altamente democrática, además) propuestas modificatorias que contaron con mayor legitimidad y, creo, con mayor conocimiento real del sector. Es más, se tomaron en cuenta con transparencia los diferentes intereses en juego. Luego de esa experiencia, las sucesivas gestiones del CONSUCODE/OSCE optaron más bien por desarrollar proyectos no participativos y respecto a cuyos autores, como dice Cantuarias, no se cuenta con mayor información. Sería importante retomar la experiencia participativa o, por lo menos, conocer quiénes en efecto elaboran esos proyectos, para poder identificar también los intereses que pueden encontrarse subyacentes y que explican la mala calidad regulatoria o simplemente esa obsesión modificatoria del marco normativo. ¿Se trata únicamente de oscuros burócratas y actores del sector público o también de prístinos actores y representantes del sector privado velando por intereses particulares y sectoriales?

Linares planteó en relación con este punto que existe un “estatocentrismo”, término por el que —entiendo— alude a que se le otorgaría prerrogativas o privilegios al Estado sin la justificación necesaria y de manera arbitraria, en desmedro del interés de los privados, a quienes se culparía de todo, desconociendo, según su afirmación, “la existencia de extorsionadores en el sector público”. Creo que esta perspectiva privatista muestra solamente una parte del problema al igual que la perspectiva estatista. No puede desconocerse que la corrupción en el ámbito de la contratación estatal es un esquema perverso —pero muy eficiente— de colaboración “público-privada”. Y combatir este mal endémico requiere un diagnóstico integral no simplemente el señalamiento parcial de responsabilidades.

El arbitraje es un contrato

Sobre la base de esta premisa, Cantuarias planteó que el arbitraje es una figura eminentemente contractual, formulando una pregunta candente: ¿Cómo es posible que una medida cautelar sea dictada por un árbitro designado por un centro no acordado entre las partes? Eso legaliza —señaló— la corrupción. Y esto es posible por el diseño de la normativa de contrataciones del Estado.

No falta razón a Cantuarias cuando hace esta afirmación tajante, aunque discrepe con él respecto a la naturaleza jurídica del arbitraje, pues me encuentro más bien entre quienes le atribuyen naturaleza jurisdiccional. Y en el caso de un arbitraje con el Estado, con mayor razón aun. Pero resulta muy mala decisión regulatoria el haber habilitado a que las partes inicien sus arbitrajes en general ante el centro de arbitraje que quieran. Eso legaliza la arbitrariedad y, por sobre todo, permite que actúen instituciones arbitrales sin mayores filtros que garanticen mínimos de calidad y de transparencia. Y tampoco en este punto es cierto que la autorregulación haya sido la varita mágica. Se requiere de una regulación racional que garantice, por un lado, que los y las mejores profesionales actúen en calidad de árbitros y que las instituciones arbitrales doten organicen y administren con transparencia y eficiencia los arbitraje en materia de contratación estatal.

El Código Procesal Civil y su aplicación supletoria

Arrarte cuestionó que el artículo 85.2 de la nueva Ley General de Contrataciones Públicas haya establecido, en relación con las medidas cautelares, como normas de aplicación supletoria “el Decreto Legislativo 1071, Decreto Legislativo que norma el arbitraje, o el Código Procesal Civil, en ese orden de prelación”. En este punto ella precisó que el Código Procesal Civil no es de aplicación supletoria en ningún caso, pues no es compatible con el arbitraje. Es más, indicó que gracias al artículo 34-1 de la Ley de Arbitraje, dicho Código no será nunca aplicable.

Concuerdo con dicho planteamiento, aunque hay abogados y árbitros que creen más bien en la posibilidad de aplicar el Código Procesal Civil, por lo que resultaría importante también conocer ese punto de vista. No se trata de solo escuchar las opiniones que concuerdan con nuestro punto de vista.

Orden público

Nuñez, en relación con el artículo 76.2 de la Ley General de Contrataciones Públicas, que establece como de orden público la prelación en el derecho aplicable a los arbitrajes, afirmó que el orden público no puede establecerse en una norma. No explicó, sin embargo, el por qué de esta afirmación y, menos aun, el por qué la Ley de Arbitraje, considera como causal de anulación de un Laudo el que este vulnere el orden público internacional y cuál sería la justificación de omitir una causal similar en el caso del orden público nacional.

Iniciando un análisis comparativo de la Ley General de Contrataciones Públicas

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¿Se trata de una Ley General? Me parece que no, pues se trata de una Ley especial para el régimen contractual de aprovisionamiento de bienes, servicios y obras.

¿Alguna justificación para introducir principios que ya se encontraban en la Ley de Procedimiento Administrativo General?

¿Una regulación tan minuciosa del arbitraje no debería sincerarse con la elaboración de una Ley Especial de Arbitraje en Contratación Pública?

 

 

La Contraloría y su rol en la lucha contra la corrupción: entre la realidad y la formalidad

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El periodista Ricardo Uceda ha publicado en el Diario El Comercio un artículo cuyo título es “Por un puñado de soles” y que transcribo abajo. Si bien dicho título podría dar a entender cierta complacencia sobre las denominadas por él mismo como “infracciones de bagatela”, lo cierto es que nos enfrenta, desde la perspectiva del quehacer administrativo, con un problema común al Derecho en general y al Derecho Penal en particular, que es el trato desigual o arbitrariamente diferenciado de las conductas contrarias al ordenamiento jurídico, por el que cierto tipo de infractores gozan de la mayor impunidad.

En el ámbito administrativo, el sistema nacional de control ha priorizado la persecución de las infracciones formales más allá de su lesividad o incluso al margen del daño efectivo al patrimonio público. De esa manera, las responsabilidades administrativas, civiles y penales que se identifican por cuestiones menores —y hasta irrelevantes— son cuantitativamente mayores a las que se identifican por cuestiones realmente importantes. En ese sentido, cuando Uceda concluye su artículo afirmando que “Una línea de trabajo de la CGR podría ser la estimación del despilfarro que generan estos procesos aparatosos, en los que se denuncia a todos y por todo, con resultados deprimentes”, aborda un tema medular. Sin dudas, este desperdicio de recursos públicos constituye una de las mayores injusticias y atentados contra el interés público.

Por otro lado, desde la criminología crítica se ha construido el concepto de delito de “cuello blanco”, el mismo que puede definirse “como un delito cometido por una persona de respetabilidad y status social alto en el curso de su ocupación”, lo que no quita que el costo financiero de este tipo de delitos “es probablemente varias veces superior al costo financiero de todos los delitos que se acostumbra a considerar como el ‘problema delictivo’ […] Esta pérdida financiera del delito de ‘cuello blanco’, grande como es, es menos importante que el daño a las relaciones sociales. Los delitos de ‘cuello blanco’ violan la confianza y, por lo tanto, crean desconfianza; esto reduce la moral social y produce desorganización social. Muchos de los delitos de ‘cuello blanco’ atacan los principios fundamentales de las instituciones […] Los delitos comunes, por otra parte, producen poco efecto en las instituciones sociales o en la desorganización social” (Edwin Sutherland, El delito de cuello blanco, 1999).

¿Cómo se aprecian las manifestaciones administrativas que corresponderían a esos delitos de cuello blanco desde el sistema nacional de control?, ¿se han desarrollado investigaciones que hayan producido resultados esclarecedores suficientemente fundamentados para que se sancione a los funcionarios responsables de esos casos relevantes económicamente, pero también desde una mirada social?, ¿se ha investigado y sancionado a sus cómplices en el sector privado?

Lo planteado por Uceda nos presenta un tema de imprescindible actualidad para el debate público.

 

Por un puñado de soles
Ricardo Uceda.

“¿Se justifican los recursos empleados en una larga investigación, en auditores y jueces administrativos, para lograr el objetivo de velar por el buen uso del patrimonio estatal?”.
El economista Carlos Linares dimitió recientemente a la presidencia de Petro-Perú tras haber sido sancionado por una infracción que niega haber cometido. La renuncia era obligada, pues fue inhabilitado por un año para trabajar en el Estado. Según el Tribunal Superior de Responsabilidad Administrativa (TSRA), un organismo autónomo de la Contraloría General de la República (CGR), Linares usó indebidamente fondos de la caja chica cuando presidía Cofide (2019–2023). La noticia causó estupor. Tanto por la pequeñez de la suma objetada −S/933 en el lapso de tres meses− como por la severidad del castigo, que corresponde a una falta “muy grave” en los cánones de la CGR. Sorprendió también el impacto, o mejor dicho el perjuicio involuntario causado a Petro-Perú, una empresa al borde del abismo, que tuvo que prescindir de un valioso directivo.
El suceso promueve varias preguntas. ¿Compras impropias mediante una caja chica, que por definición emplea fondos exiguos, son falta gravísima? ¿El escarmiento corresponde a la dimensión del perjuicio al Estado? Estamos ante una infracción de bagatela, no un delito. Aceptando que fue cometida, lo que ha sido negado, no conllevó necesariamente deshonestidad. Pudo ser una negligencia. ¿Se justifican los recursos empleados en una larga investigación, en auditores y jueces administrativos, para lograr el objetivo de velar por el buen uso del patrimonio estatal? ¿No será que está habiendo un mal uso de ese patrimonio precisamente? Algunas críticas publicadas al respecto han ido más allá, señalando que la CGR, al obsesionarse por el cumplimiento de los manuales más que por los resultados de gestión, contribuye a ahuyentar del sector público a los buenos funcionarios, que están ante un campo minado de sanciones. Una crítica mayor sostiene que la CGR ha paralizado al Estado.
La discusión, pues, es más amplia, pero aquí nos concentraremos en las cajas chicas, cuyos fondos sirven para que el funcionamiento de una entidad no se vea obstaculizado por necesidades imprevistas. Una secretaria maneja la del máximo ejecutivo, quien usa otra partida para sus gastos de representación. Huelga decir que el empleo de estos recursos tiene un fin institucional. En las empresas privadas, el gasto en invitaciones suele estar asociado a la imagen de la compañía y a la preservación de clientes. Son una herramienta o una inversión. El director de un importante diario latinoamericano me contó que cuando estaba recién nombrado el gerente general le explicó que había una partida destinada a desembolsos indispensables para obtener una información importante.
−En el recibo escribe “Postres del director” y soltamos el dinero −le dijo−. No necesitamos saber más.
En el Estado hay más control y sanciones de los supuestos excesos. Debemos a la Unidad de Investigación de Latina el conocimiento de varios gastos llamativos de cajas chicas. En el 2020 reveló que la fiscalía investigaba al excontralor Edgar Alarcón por visar compras en supermercados que no corresponderían a gastos institucionales cuando era gerente central de operaciones de la CGR, entre el 2012 y el 2013. El monto comprometido era S/8.896. Figuraban verduras crudas, frutas, pastas dentales, toallitas para bebes, bebidas energizantes. Sin embargo, el Ministerio Público denunció constitucionalmente a Alarcón por otro tipo de gastos de caja chica, durante su período como contralor general. Dijo que había usado fondos de esa partida para contratar servicios ficticios. La acusación no obtuvo en el Congreso los votos necesarios para desaforarlo, aunque luego los parlamentarios sí aprobarían acusarlo por presunto enriquecimiento ilícito. Actualmente, la Corte Suprema juzga a Alarcón por este motivo. Mientras tanto, la causa por sus compras de cuando era gerente tiene un destino incierto en un juzgado provincial.
Otro caso: el de los almuerzos que la ministra de Vivienda, Construcción y Saneamiento, Hania Pérez de Cuéllar, invitó a su personal para reuniones de trabajo. Por 11 convites entre enero y junio se pagó S/2.531. Aparentemente comen rico, con platos provenientes de un chifa −uno de ellos denominado, provocativamente, “Banquete Mandarín”− y de un restaurante de platillos vernáculos. Pero no parecen infringir ninguna norma. Es razonable que un ministro pida servicio externo para comer con sus funcionarios o invitados durante reuniones de trabajo. Actividades de este tipo pueden tener múltiples beneficios institucionales. Claro que el ministerio les podría cobrar a sus funcionarios el costo de la jamancia. Lo hacía Jimmy Carter, según refiere Hedley Donovan, quien fuera editor de la revista “Time” y después asesor especial en la Casa Blanca. En su libro “Encuentros de un periodista con nueve presidentes”, dice que el equipo de política exterior se reunía a desayunar con Carter todos los viernes, y disfrutaban con apetito jugos, café, huevos revueltos, tocino y donas, mientras pasaban revista a las ocurrencias del mundo. Al salir, el despacho presidencial le cobraba US$2,55 a cada uno (eran dólares de 1979: ahora equivaldrían a US$12). Interesante, pero ¿le serviría el sistema a un ministro en el Perú? Probablemente no.
Un tercer ejemplo mostrado fue el del exministro de Defensa, José Luis Gavidia, por almuerzos y cenas pagados desde su caja chica. Para cada reunión declaraba haberse reunido con personajes militares. El reportaje objetó la verosimilitud de su versión, sugiriendo accesos de gula del ministro, quien, en efecto, se castigaba bien. Pero el problema planteado aquí no es que haya excesos y mentiras, sino la forma de enfrentarlos. ¿Es necesario que el máximo tribunal de la CGR examine este tipo de situaciones? Veamos el caso de Linares.
En el 2022, un informe de auditoría sostuvo que, por gastos indebidos de caja chica, asignación por atenciones oficiales, más supuesto uso improcedente de un vehículo, con chofer y gasolina, Linares causó un perjuicio de S/355.237 al Estado. Al año siguiente, el órgano sancionador bajó el menoscabo a S/25.000. En la última instancia, el TSRA, se le reprocharon solo S/933 gastados en la caja chica. Adquirió desayunos, almuerzos, víveres frescos, golosinas, lácteos y edulcorantes, entre otros. El TSRA no aceptó los argumentos de Linares de que eran gastos normales en Cofide desde antes de que asumiera la presidencia. El tribunal los consideró compras personales y, por lo tanto, violatorias de la política de la caja chica establecida por la institución.
La CGR se ha reservado para sí la sanción de las infracciones “muy graves”, lo que puede derivar en una valoración surrealista. El TSRA no aporta mucho si muestra productividad con fallos desproporcionados. Hay faltas que debe resolver el control institucional, sin llegar al TSRA (o solo excepcionalmente). Lo peor es cuando terminan en el Poder Judicial. Es el caso de Edgar Alarcón, quien, además del juicio por supuesto enriquecimiento ilícito −a todas luces pertinente−, afrontará otro inútil por compras menores de hace 12 años en la CGR. Un ejemplo extremo es el de Rosa María Pazos. Como funcionaria de la Defensoría del Pueblo compareció por peculado ante el Poder Judicial del Cusco por una presunta apropiación de viáticos recibidos para un viaje de trabajo. Fueron solo S/281. Estuvo coimputado uno de los fundadores de la institución, Silvio Campana, quien los autorizó.
Según una denuncia, Pazos no realizó el viaje de trabajo. Largamente investigaron el organismo de control de la defensoría, la Dinincri y dos instancias del Ministerio Público. Hallaron abrumadoras evidencias de que la acusación era falsa. En el 2020, ocho años después de los hechos, el juez Carlos Román dictó un archivo definitivo, oponiéndose a la Procuraduría Anticorrupción, que aún pretendía continuar. Una línea de trabajo de la CGR podría ser la estimación del despilfarro que generan estos procesos aparatosos, en los que se denuncia a todos y por todo, con resultados deprimentes.

Sobre “El camino a la desigualdad”, de José Esteve Pardo (Parte 1)

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A finales del año 2023 se publicó, por la editorial Marcial Pons, y de manera simultánea en Buenos Aires, Madrid, Barcelona y Sao Paulo, “El camino a la desigualdad. Del imperio de la ley a la expansión del contrato”, libro escrito con una prosa de gran estética sin dejar la maestría técnica, por José Esteve Pardo, profesor español muy destacado de Derecho Administrativo.

En esta ocasión, me permito intentar hacer una reseña, algo extensa, del referido libro. Se trata de un libro jurídico, claro, aunque propuesto también desde una perspectiva multidisciplinaria, que abarca la filosofía, la política, la economía, la sociología.

Debo, en primer lugar, llamar la atención por los muy precisos epígrafes elegidos por el autor y que, desde el Derecho, la literatura o la música, nos presentan cada uno de los capítulos. Se trata de una cuidadosa selección de textos que, desde una mirada desencantada de la realidad, nos adentran en las ideas que se exponen luego.

Una crítica constructiva, dirigida más bien para la editorial, es que es evidente la ausencia de un prolijo trabajo de corrección, pues no son infrecuentes las erratas que pueden encontrarse.

El libro contiene cinco capítulos, además de la introducción y el epílogo.

En la Introducción, Esteve Pardo nos plantea de inicio lo que constituye el eje medular del libro: la relación conflictiva entre la ley (el estatuto) y el contrato (autonomía de la voluntad) como criterios organizadores de las sociedades a lo largo de la historia. Evidentemente, se refiere a la historia de lo que se puede denominar el mundo occidental, agregando además a América Latina, como ámbito geográfico de influencia occidental.

Destaca que, luego de la segunda guerra mundial, se generalizó en Europa el denominado “Estado social”, que se construye “sobre una serie de leyes que desarrollan y concretan derechos sociales establecidos por las constituciones”; de ese modo, los servicios públicos y las prestaciones a cargo de ese Estado social se rigen por leyes y reglamentos, que establecen el estatuto legal “del que derivan sus derechos y obligaciones”. Afirma, entonces, que el siglo XX, al menos en su segunda mitad, fue “el siglo de la ley” (página 15).

Esa tendencia empezó a invertirse con el cambio de siglo, pues hoy se asiste “a una expansión galopante del contrato que no solo ha recuperado espacios, sino que ha conquistado territorios hasta ahora situados en la exclusiva órbita de la regulación legal” (página 15), aunque “ese contraataque ha ido mucho más lejos”, pues “no solo está desmantelando el entramado legal del Estado social, sino que se adentra de lleno en la estructura interior del Estado de Derecho, deconstruyéndola también en muchos espacios” (página 16).

Esteve Pardo afirma que “el contrato no es ningún virus, ningún demonio”, pues al contrario “ha sido y es un formidable instrumento de progreso para la articulación de las relaciones personales, sociales, económicas”, pero lo que cuestiona es si “no se está adueñando de espacios que no le corresponden según el diseño constitucional, espacios donde se desenvuelven las funciones más nucleares del Estado y situados por ello bajo el imperio estricto de la Ley” (páginas 18 y 19).

El Capítulo I se sintetiza en la frase con que se cierra: “Lo relevante, y disruptivo, de la expansión del contrato en el presente siglo es que está ganando espacios del Estado infiltrándose en sus circuitos internos” (página 55).

Nos recuerda Esteve Pardo que fue el movimiento liberal que se inició “con las revoluciones burguesas de finales del XVIII y principios del XIX el que da al contrato su mayor impulso, hasta convertirlo en el principal instrumento del tráfico jurídico y de su articulación social. Se produce entonces una de las transiciones que a lo largo de la historia se han dado desde el estatus al contrato” (página 28).

Nos indica que “el estatus vendría a equipararse a la ordenación legal que se impone a la disponibilidad individual”, aunque ahondando afirma que “la idea de fondo que subyace a la noción de estatus es la de vinculación” a un grupo, por ejemplo, familia o estamento (página 29). Y el contrato ha logrado la desvinculación de los individuos de esos regímenes estatutarios, emancipándolos y permitiendo que se conviertan “en nuevos sujetos del tráfico contractual que se ensanchaba a su vez con la entrada en él de nuevos bienes” (página 30).

Sin embargo, la misma burguesía liberal que destruyó los regímenes estatutarios, ensalzó a la ley “Como expresión democrática de la voluntad general y como manifestación de la razón” (página 30) y que, a través de la codificación, “fijaron un marco muy definido de los contratos” (página 31), siendo que durante el siglo XIX, desde la legislación y también desde las facultades de Derecho se fue cuestionando la regulación de esos códigos que privilegiaban los intereses de la burguesía, “precarizando por contra la posición de la clase trabajadora y los desposeídos” (página 33).

Luego, la doctrina de la causa destacó el componente objetivo del contrato frente a una visión exclusivamente subjetivista, abriéndose “a la visión de los aspectos materiales de equivalencia de prestaciones” (páginas 35-36).

Un episodio que se destaca en el libro es el de las pugnas que enfrentó el ex presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Roosevelt, para instaurar su “New Deal”, pues su principal obstáculo fue la Corte Suprema. Sin embargo, el Estado Social y de Derecho tuvo su impulso más importante en la Europa luego de la segunda guerra mundial. “El gran instrumento de realización del Estado social es la ley […] Es al legislador al que corresponde decidir entonces si las prestaciones que requieren los derechos sociales han de recaer sobre el sector público o si se encomiendan también, y en qué medida y con qué garantías, al sector privado” (páginas 43, 44).

En esa línea, la evolución de la dialéctica entre la ley y el contrato, que en el siglo XX mostró el predominio de la primera, en el siglo XXI da cuenta de “una expansión rampante del contrato, con una potencia y capacidad de penetración como no se había conocido antes” (página 48).

El Capítulo II desarrolla, primero, cómo el contrato se ha convertido en un importante productor de normas. En este punto, Esteve Pardo afirma que la autorregulación tiene como una de sus principales funciones la función normativa, es decir, la producción de diversas normas: “desde las normas técnicas, que dominan todos los sectores tecnológicos y la regulación de riesgos, hasta los códigos éticos que establecen sus referencias sobre todo en los complejos territorios de vanguardia donde la ética y la moral se tornan borrosas. Todo el flujo abundante de la autorregulación normativa […] mana de la fuente de la autonomía de la voluntad. Son normas resultantes de acuerdos o convenciones que ordinariamente alcanzan asociaciones y agrupaciones diversas (página 58).

Ahora bien, afirma que el carácter vinculante de esas normas privadas de origen contractual lo dota el mercado, la propia sociedad. “No son consideraciones y condiciones de legitimidad en términos democráticos, sino la propia operativa del mercado la que presiona por disponer de normas unificadas que, de hecho, por ser normas únicas, acaban teniendo fuerza vinculante general”, saltando a la vista que los mercados “han consumado procesos de unificación normativa con una velocidad y eficacia muy superiores a las de los poderes públicos en procesos similares” (página 60).

Luego, en ese mismo capítulo, nos presenta diferentes casos de lo que denomina la infiltración del contrato en el aparato ejecutivo del Estado. Empieza planteando la idea de que la Administración Pública se ha pluralizado en diferentes administraciones autónomas, que se relacionan entre ellas a través de “convenios”; es decir, la red de estas administraciones pública se teje sobre la base de esos convenios que tienen una naturaleza contractual. Este proceso en el Estado habría seguido al que se vivió en el ámbito privado por el que las empresas se reorganizan en pequeñas empresas que luego se relacionan contractualmente y facturan entre ellas. El Estado deviene en un ente negociador; una de las actividades en las que esto se muestra de manera evidente es la de los servicios públicos, que se han “despublificado” y se han entregado “al mercado y a la libre competencia entre operadores, con la consecuencia de que la relación entre prestadores y usuarios se ha convertido en una relación genuinamente contractual desplazando el régimen estatutario, ordenado rigurosamente por la ley” (página 65).

Explora después el terreno de lo que denomina “justicia negociada”, situación que se presentaría con la incorporación de elementos convencionales en lo que se llama “resolución de conflictos”, pareciendo dejar de lado la “administración de justicia” que habría sido, al menos en el ámbito de la cultura occidental, una función del poder público.

Sin embargo, reconoce que a lo largo del tiempo ha sido posible que, por acuerdo de voluntades, las partes de un conflicto eviten la jurisdicción ordinaria, recurriendo a medios convencionales sea autocompositivos o heterocompositivos; destaca entre ellos el arbitraje, medio heterocompositivo más extendido. En ese caso, la decisión, “el laudo, que adopte el árbitro o el tribunal arbitral recibe toda su fuerza del contrato compromisorio de arbitraje que las partes han concluido previamente” (página 69). En este punto la experiencia peruana con el arbitraje en contratación pública quebraría de alguna manera esa perspectiva puramente contractualista del arbitraje, tomando en consideración que la propia Constitución Política del Estado reconoce que el arbitraje es una jurisdicción independiente.

Esteve Pardo afirma que le llama la atención “la presión desde instancias públicas europeas y nacionales para fomentar esos métodos alternativos y desistir de la vía jurisdiccional”(página 69). En este punto, al menos en el caso del arbitraje en la normativa de contratación pública peruana, fue voluntad política del legislador el que las controversias que se suscitaran en ese ámbito se resuelvan casi exclusivamente mediante arbitraje, quedando unas pocas materias respecto a las que debería acudirse al Poder Judicial. Si esta decisión obedeció a una presión externa, lo cierto es que hoy ya constituye una política del Estado aceptada y que es objeto de modificaciones frecuentes.

Después el autor se aboca a los denominados “contratos procesales”, los que considera como una verdadera feria “con sus diversas casetas o stands: el de los hechos, el de las medidas cautelares, el de los recursos, el de las pruebas, el de los medios de ejecución, y cualquier otro sobre trámites o acciones procesales” (página 70). De esta manera, el contrato se adentra ya “en la órbita del proceso jurisdiccional” (página 71), aunque en este caso, “No solo hay un tránsito, uno más, de la ley […] al contrato, a los contratos, que concluyen las partes, sino que hay también una migración física del centro de actuación: de la sala del tribunal al bufete de abogados en el que los contratos procesales se redactan, muchas veces atendiendo a los intereses de una de las partes —ordinariamente la poderosa, el cliente— como puede ser una compañía de seguros para la que puede diseñarse toda una gama de contratos para los procesos judiciales en los que pueda verse incursa”(página 72).

Otro tema que desarrolla es el correspondiente al ámbito del proceso penal, en el que la negociación, el acuerdo, el contrato han entrado. “Las negociaciones y acuerdos, conformidades, no se entablan aquí entre dos sujetos privados […] sino entre un sujeto privado, el acusado, y un órgano defensor de la legalidad y los intereses generales, el Ministerio Fiscal” (página 73), considerando como justificante la eficiencia. Esto lo tenemos también en el Perú con todas las ventajas que se han destacado de la figura de la “colaboración eficaz”, pero también con todos los cuestionamientos que se dirigen contra esa figura y los efectos que está suscitando.

Sin embargo, con el criterio de eficiencia “Solo hay un sujeto que puede verse perjudicado con la opción por la vía de la negociación y el acuerdo: el inocente, quien así habría sido declarado tras la tramitación completa del proceso, pero que aceptó una condena en una negociación en la que pudo verse forzado a entrar ante el temor de una pena superior” (página 74).

El último eje que aborda es el de la disponibilidad y contratación sobre derechos fundamentales. Afirma que el contrato no ha lanzado “un ataque aparatoso y violento para adentrarse en ese nuevo bastión, el de los derechos fundamentales. Tampoco se apoya en una base doctrinal que propugne la contractualización de los derechos fundamentales, ni en una reivindicación política o social con esa orientación. Inadvertidamente, el contrato se introduce por cualquier rendija, como la que pueda ofrecerle un equívoco artificio dogmático. En este caso, la distinción entre titularidad y ejercicio de los derechos”, distinción que puede darse en el espacio Derecho civil, pero cuya extensión a los derechos fundamentales resulta más que cuestionable” (página 78).

Uno de los aspectos que más cuestiona es que la autonomía real muestra en verdad que existen diversas condicionantes de esa libre autodeterminación y en el plano contractual, en el acuerdo voluntades autónomas, se producen situaciones de desigualdad o de claro dominio de una parte desde una posición negociadora más fuerte. Por ello, “con el Estado social se desarrolla otra concepción, material, de la autonomía de la voluntad, que requiere de una serie de derechos que dispensan cobertura a las posiciones débiles y por eso se considera entonces que la extensión horizontal de esos derechos a las relaciones privadas no atenta contra la autonomía de la voluntad, sino que, antes bien, la hace realmente efectiva”(páginas 84-85).

El Capítulo III, que se abre con el epígrafe más interesante a mi criterio, busca explicar las causas de la expansión contractual, precisando que el contrato “se propaga porque se incrementa el número de sujetos que lo utilizan y, sobre todo, porque se fortalecen sus fibras subjetivas, la autonomía de la voluntad o el poder de disposición. También el contrato se expande paralelamente a la ampliación de su base objetiva, al ofrecerse nuevos objetos susceptibles de contratación” (páginas 87-88).

En esa línea, afirma Esteve Pardo, que resulta trascendente y novedosa la emergencia de nuevos tipos de sujetos. “Entre ellos se cuentan los mayores poderes económicos del mercado, las mayores empresas del mundo, que hacen de la contratación el eje prácticamente exclusivo de su actividad, aprovechando al máximo las posibilidades tecnológicas que ofrecen las plataformas desde las que se desarrollan esa actividad. A diferencia de lo que ocurría en la era industrial, el gran poder económico no se alcanza hoy con la acumulación de capital y la detentación de bienes, sino mediante el dominio en los circuitos de la contratación, promoviendo de manera masiva los contratos y transacciones entre los que siguen creyendo en la titularidad sobre bienes y patrimonios personales” (página 88).

Sin perjuicio de lo anterior, destaca que “las novedades relevantes del elemento subjetivo están en lo cualitativo, en su potenciamiento: en la afirmación cada vez más radical de la subjetividad, de la individualización, de la autonomía de la voluntad, de la autodeterminación personal. Es algo que se advierte en la progresiva relajación de los vínculos comunitarios, estatutarios, que todavía quedaban y la imposición de la voluntad individual como único canon” (página 89), tan es así que ahora “Se contrata la vida y se contrata la muerte” y “Una tupida trama contractual se ha desarrollado así en el interior de la familia, individualizando posiciones, derechos y obligaciones que antes venían dadas en un régimen estatutario, no contractual” (página 94).

En línea con ese marcado desencato por el desarrollo social, resulta importante también su planteamiento de que “el dominio de lo general […] es el espacio propio de la ley, que decae ahora y se ve desbordada por la expansión de las individualidades que tienen en el contrato su principal instrumento de relación” (página 99).

Nuevamente, se adentra en el tema de la desvinculación de sujetos y objetos de sus “estatutos”. Afirma, por ello que en la actualidad, “la desvinculación tiende a conectarse instrumentalmente con la titulización […] En el sector privado esa desvinculación se ha realizado sobre todo a través de operaciones de ingeniería contractual y financiera. Un ejemplo lo ofrecen los llamados contratos de swaps […] y otros con una operativa similar, como los futures y options”(página 100).

Esta desvinculación ha alcanzado también los espacios del quehacer público. Así, los Estados “han promovido políticas y legislaciones que admiten y promueven la desvinculación y la titulización para crear o potenciar un mercado en el que esos títulos se negocian” (páginas 100-101) y es que “la legislación ya había permitido la transmisibilidad de títulos administrativos, sobre todo autorizaciones y concesiones, requiriendo simplemente para ello la transparencia y la transmisión y el conocimiento de la misma por parte de la Administración que inicialmente otorgó el título que ahora se transmite […] Se trata de un mercado que se organiza en dos fases […] En la primera fase se realiza la asignación de títulos por una autoridad pública con arreglo a un procedimiento determinado y aplicando criterios objetivos […] de adjudicación […] Una vez realizada la asignación pública se permite, en la segunda fase, la negociación y transmisión de esos títulos, siempre que sea transparente y con el conocimiento de la autoridad administrativa” (página 101).

Un ejemplo de esto último sería el de los certificados que autorizan a determinada persona o empresa a contaminar ciertas cuotas. Dicho certificado sería transmisible.

A fin de no extenderme más, publico esta primera parte y luego haré la reseña de los Capítulos IV y V, así como del Epílogo, que publicaré en un siguiente post.

 

 

 

Sobre la anulación de laudos: una publicación de mucho interés

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Hace poco se presentó el libro Estudio de anulación de laudos 2022 (en su versión digital se puede bajar desde aquí), editado por el Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Lima y que recoge el trabajo desarrollado por el ex magistrado Julio Martín Wong Abad, además de Sandra Montes Gózar, Julio Olórtegui Huamán y Gino Rivas Caso.

Resulta un precedente realmente importante en cuanto al arbitraje, en general, y en cuanto al arbitraje institucional, en particular, que el Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Lima haya impulsado esta investigación que nos enfrenta a las fortalezas y a las fragilidades del sistema arbitral peruano y, lo más importante, nos muestra su plena vigencia, confrontándolas justamente con el control que el Poder Judicial ejerce sobre la actividad arbitral a través de los procesos de anulación de laudos. Creo que el balance que muestra este libro resulta, hechas las sumas y restas, favorable al arbitraje como sistema de resolución de conflictos.

Además, soy de la opinión que este libro constituye un manual de consulta necesario, si no obligado, para los profesionales que actúan como árbitros, pues a partir de su conocimiento podrán elaborar laudos mejor sustentados, robustos técnica y jurídicamente.

El trabajo se desarrolla en dos partes que en el presente post se analizarán de manera independiente.

Primera parte

Se presentan algunas cifras que resultan esclarecedoras y que dan cuenta de que “El porcentaje de anulación de laudos [18%] es bajo y armoniza con el promedio de años anteriores. Sin embargo, el porcentaje de sentencias fundadas es alto si lo comparamos con países como Austria (3,6 %), Inglaterra (0,89 %), Suecia (9 %), Suiza (7,53 %) o China (10,5 %)” (página 15). En este caso, creo que resulta poco pertinente y hasta infructuoso el comparar la realidad de nuestro sistema arbitral y su control judicial con los sistemas de países industrializados y con sólidas estructuras institucionales; habría sido mucho más adecuado conocer, comparativamente, los porcentajes de anulación de laudos en países con mayores similitudes al Perú, como, por ejemplo, los países de la región. Se habría tratado de una radiografía más realista.

Otro dato muy importante es que, “posiblemente, del universo total de arbitrajes que se realizan en nuestro país, tres cuartas partes de ellos califican como arbitrajes con el Estado. Este dato confirma la especial relevancia del régimen de contratación pública y otros regímenes especiales que establecen que las disputas deberán ser resueltas vía arbitraje, y no ante el Poder Judicial” (página 16). Es decir, el grueso de los arbitrajes desarrollados en el Perú son, en términos de los autores, arbitrajes “públicos”. Por tanto, estos datos confirman que la intensidad de la actividad arbitral en el Perú se ha presentado gracias a que el Estado tomó la decisión de que el arbitraje sea la vía ordinaria para la solución de controversias relacionadas a los contratos en que este sea parte. Esta decisión, es claro, no fue y no resulta baladí en el importante desarrollo del arbitraje en el Perú. Y, además, este dato abona en la importancia de que los árbitros sigan mejorando sus capacidades y conocimientos respecto no solo al arbitraje sino al derecho público, en general, y al derecho de la contratación pública, en particular.

Asimismo, resulta muy importante destacar que el “porcentaje de éxito” en los procesos de anulación de laudos arbitrales (es decir, los casos en que el Poder Judicial declara nulo el laudo) es prácticamente el mismo, se trate de arbitrajes “privados” (17%) o “públicos” (18%), lo que “abonaría a señalar que el análisis de las cortes sobre la configuración de una causal de nulidad es el mismo, sin que se considere la presencia del Estado como un factor que influye en la decisión” (página 18). Por tanto, el Poder Judicial estaría decidiendo en porcentajes muy similares por la anulación de laudos, independientemente de si estos tienen o no como parte al Estado. Esto daría cuenta de que la anulación de esos laudos se debe a que se habría incurrido de manera efectiva en alguna causal.

Por último, un dato preocupante es que “9 de cada 10 casos de anulación que llegan a las cortes judiciales versan sobre la motivación del laudo” (página 20).

Estos últimos datos resultan muy importantes y dan cuenta de la necesidad de que se profundice en el análisis y la investigación, a fin de determinar si el porcentaje de laudos que son anulados muestra alguna debilidad en el ejercicio del cargo de árbitros por los profesionales que se dedican a esa actividad o si obedece, m´s bien, a cuestiones normativas excesivas en la regulación de las formalidades.

Segunda Parte

Se aborda diferentes casos de laudos cuya anulación se solicitó ante el Poder Judicial, de manera clasificada según diferentes categorías.

Así, tenemos en primer lugar el rol del árbitro (imparcialidad, independencia, recusación, etc.). En este punto, se concluye que el Poder Judicial sí está legitimado “para evaluar las cuestiones de imparcialidad e independencia abordadas en la decisión de recusación” y que “emitir un laudo cuando existe un trámite de recusación pendiente constituye una actuación irregular, lo que justifica la anulación del laudo” (página 29).

Un segundo tema es el de la determinación de cuestiones controvertidas y aplicación de normas. Un subtema desarrollado es el relativo a la caducidad, respecto al cual se concluye que “la declaración de caducidad de oficio no constituye un exceso de autoridad (pronunciamiento extra petita); una decisión en sentido contrario atentaría contra la naturaleza de la caducidad, pues esta es una cuestión de orden público. Segundo, la declaratoria de oficio y el iura novit curia pueden ejercerse siempre que se haga sin afectar el debido proceso y, en específico, el derecho de defensa de las partes. Para lograr ello, basta con que las partes tengan una oportunidad para alegar y pronunciarse sobre el punto que es traído de oficio” (página 38).

En cuanto al iura novit curia, el Poder Judicial tendría claro que, “al haberse emitido un pronunciamiento respecto de una pretensión que no fue objeto del debate arbitral, esto es, que no fue materia de la pretensión arbitral, ni de la contestación de la demanda se ha incurrido en vulneración al debido proceso” (página 39) y que, “si se declara improcedente la demanda por una defensa no propuesta por la parte demandada y, por tanto, respecto de la cual la parte perjudicada no pudo pronunciarse, se lesiona el derecho de defensa. Esta lesión justifica la anulación del laudo” (página 40).

Es interesante apreciar que el Poder Judicial pone mucho énfasis, conforme a lo glosado en el libro, en el respeto riguroso por parte del Tribunal Arbitral del derecho de defensa de las partes, siendo esto una premisa de validez del laudo arbitral.

El tercer tema planteado es el de las reglas especiales fijadas por las partes. Sobre este punto, el Poder Judicial ha establecido que, “si bien por el principio de flexibilidad que caracteriza el arbitraje y por su naturaleza de ser el tribunal arbitral un órgano resolutor independiente incluso de las partes, el tribunal arbitral goza de facultades para adoptar decisiones discrecionales en la conducción del procedimiento, sin embargo, éstas sólo operan a condición de no existir regla taxativa fijada previamente por las partes, pues de existir ésta, el margen de discrecionalidad arbitral se encuentra restringido por aquella deliberada configuración procedimental, cuyo incumplimiento importa en verdad un incumplimiento del contrato de arbitramiento [sic] que relaciona a las partes con el tribunal arbitral y que es fuente de la competencia decisoria de éste” (página 41).

Un cuarto ítem está referido a la motivación y valoración de prueba. En este caso, el Poder Judicial, considerando que el arbitraje no es un proceso inquisitivo, afirma que, “si una parte desea que el tribunal arbitral haga un análisis específico de cierta prueba, lo ideal sería que invoque enfáticamente la misma durante el arbitraje, explicando cómo esta se vincula con sus afirmaciones y el grado de importancia de la misma para su teoría del caso” (página 45). ¿Esto que, sin dudas, resulta razonable desde la perspectiva del Tribunal Arbitral, se condice con el principio de verdad material que guía el Derecho Administrativo y, por tanto, inspira también el derecho de contratación pública?

Se destaca también que el Poder Judicial ha establecido que “Los árbitros deben analizar las pericias y expresar las razones por las que estas les generan convicción” (página 47). Por tanto, no basta con hacer referencia a lo opinado por un perito sino que corresponde que el Tribunal Arbitral efectúe una valoración del dictamen pericial, precisando por qué le genera convicción, y, “si existe más de una pericia sobre un mismo tema, el tribunal arbitral tendría que contrastarlas y exponer en su motivación cómo una prevalece frente a las otras y su posición frente a las observaciones de la pericia que le generó convicción” (página 50). El estándar de la valoración de la prueba que establece el Poder Judicial se eleva considerablemente y de manera razonable.

Respecto a los gastos arbitrales, destacan los autores que “La fijación de la asunción de los costos y costas arbitrales no resulta un tema menor en arbitraje, al contrario, al igual que toda pretensión requiere que sea acompañada de una justificación debida, considerando argumentos como el pacto de las partes y la conducta procesal que se haya desenvuelto a lo largo del arbitraje” (página 59). Es decir, requiere también de motivación este aspecto.
Un quinto tema es el relacionado con, específicamente, las cuestiones relativas a contratación pública.

En este punto, los asuntos relacionados con materia arbitrable son los más relevantes. Lamentablemente, en este punto los autores no han profundizado de manera integral. Recuérdese que el artículo 45.4 de la Ley de contrataciones del Estado establece que no son arbitrables “La decisión de la Entidad o de la Contraloría General de la República de aprobar o no la ejecución de prestaciones adicionales”, precisando que tampoco son materia arbitrable “Las pretensiones referidas a enriquecimiento sin causa o indebido, pago de indemnizaciones o cualquier otra que se derive u origine en la falta de aprobación de prestaciones adicionales o de la aprobación parcial de estas”. ¿El enriquecimiento sin causa o las indemnizaciones son no arbitrables de manera absoluta o solo cuando se encuentran vinculadas a presupuestos adicionales o a las decisiones de la Entidad y/o la Contraloría General de la República? Habría sido importante conocer, a partir de las decisiones del Poder Judicial, también la opinión de los autores.

Destacan que “La Segunda Sala Comercial reitera su criterio respecto a que los gastos generales que derivan de presupuestos adicionales aprobados no pueden someterse a arbitraje. Por tal motivo, declara de oficio la nulidad del laudo”. Sin perjuicio de ello, los autores precisan que “La prohibición legal establece que no se pueden arbitrar las controversias derivadas de la falta de aprobación de presupuestos adicionales; la Sala parece no considerar trascendente la notoria diferencia con controversias que surgen de la aprobación de los presupuestos adicionales” (página 65).

Por otro lado, los autores plantean también que el Poder Judicial “impone al árbitro de contratación pública el deber de examinar de oficio los requisitos de una ampliación de plazo en el marco de un contrato de obra sujeto a la Ley de Contrataciones con el Estado, aun cuando la entidad haya guardado silencio ante la solicitud del contratista” (página 69). Este criterio iría de la mano con el principio de verdad material que inspira el Derecho Administrativo y no parecería ser muy congruente con lo señalado en la página 45 (comentado antes). Ahora bien, se exige de esta manera una actuación con mayores niveles de diligencia por parte de los árbitros, superando el análisis puramente formal y procedimental.

Otro punto relevante es cuando los Tribunales Arbitrales deciden que no corresponde aplicar la normativa de contrataciones del Estado. Sobre este particular, los autores afirman que habría “una tendencia jurisprudencial que parecería cimentada en la Segunda Sala respecto a que, en los casos de contrataciones públicas, si un tribunal arbitral pretende alejarse de la normativa especial aplicable tiene que desarrollar de forma específica y detallada las razones para tal decisión”. Asimismo, dicha Sala considera que el hecho de que el Tribunal Arbitral invoque el principio de “equidad” o “equilibrio económico-contractual”, recogidos en la Ley de Contrataciones del Estado, resultaría una razón “manifiestamente insuficiente” para el caso en concreto (página 72).

En un arbitraje sobre expropiación, el Poder Judicial concluye que “La motivación exige razones extraídas del ordenamiento jurídico, y eso no se cumple consignado el número de las disposiciones” y que en el caso bajo análisis, “tratándose del presupuesto competencia, lo que corresponde es definir y zanjar en forma clara y expresa, a la hora de resolver la excepción, si las pretensiones postuladas son o no de competencia del tribunal de acuerdo a las reglas previstas en la ley, lo que no se ha hecho” (página 73).

Finalmente, como quinto ítem se presentan casos de anulación de laudos referidos a “otras cuestiones”.

Un primer caso es el de la ejecutabilidad del Laudo; los autores concluyen que, conforme al Poder Judicial, “Los árbitros tienen la obligación de emitir laudos ejecutables”. En el caso que analizan, “es razonable considerar que el árbitro incumplió con esta obligación, pues su laudo no iba a derivar en que la parte ganadora pueda cobrar las cifras que solicitó, sino que más bien iba a tener que iniciar un nuevo procedimiento arbitral para lograr acreditar que los mayores gastos generales ascendían a las cifras que reclamó” (página 76).

Otro caso es el de la contradicción en que incurre el propio Tribunal Arbitral. “El Árbitro Único efectivamente incurrió en defectos de motivación al no haber analizado las implicancias de su laudo parcial en el laudo, pues en dicha decisión se declaraba fundada la excepción de caducidad en contra de la misma pretensión que en el laudo se declaraba fundada” (página 79).

Por último, respecto a la extemporaneidad en la emisión y notificación de un Laudo, “las Salas Comerciales —en línea con lo establecido en el artículo 63.4 de la Ley de Arbitraje— tienen una valla muy alta respecto al requisito de reclamo previo para la causal 63.1.g. Así, no es suficiente pedir ‘celeridad’ o que ‘se emita un pronunciamiento’ como se hizo en este caso, sino es necesario denunciar de forma expresa la extemporaneidad del laudo para que la causal en comentario sea procedente” (página 83).

¿Puedo ser proveedor del Estado sin necesidad de contar con RNP?

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Este tema ya fue abordado antes en este mimos blog. Para ello, pueden acceder a esa entrada antigua.

Ahora bien, la normativa vigente de contrataciones del Estado ha regulado de manera algo más amplia los supuestos en los que, para ser proveedor del Estado en el marco de la normativa de contrataciones del Estado, no se requiere estar inscrito en el Registro Nacional de Proveedores.

El artículo 46 de la LCE establece que “Para ser participante, postor, contratista y/o subcontratista del Estado se requiere estar inscrito en el Registro Nacional de Proveedores (RNP)”. En línea con esta disposición, el artículo  9.9 del RLCE señala que “Los proveedores son responsables de no estar impedidos, al registrarse como participantes, en la presentación de ofertas, en el otorgamiento de la buena pro y en el perfeccionamiento del contrato“.

En el artículo 9.10 del mismo RLCE se prescribe que “En los momentos previstos en el numeral anterior, las Entidades verifican en el RNP el estado de la vigencia de inscripción de los proveedores”. Por tanto, si bien es requisito para los proveedores del Estado contar con inscripción vigente durante todo el desarrollo del proceso de contratación, la verificación de la vigencia se hará por lo menos en esos cuatro momentos.

Ahora bien, en el artículo 10 del RLCE se establecen las excepciones respecto al RNP, estableciendo que no requieren inscribirse como proveedores en el RNP:

  • Las Entidades del Estado,
  • Los patrimonios autónomos para celebrar contratos sobre bienes y servicios; tales como sociedad conyugal, sucesión indivisa, masa hereditaria, fondo de garantía, fondos de inversión, entre otros conforme a la ley de la materia.
  • Aquellos proveedores cuyas contrataciones sean por montos iguales o menores a una (1) UIT.

Entonces, vale preguntarse si, sobre la base de esta norma, ¿esos “patrimonios autónomos” podría vender o arrendar bienes y prestar servicios diversos a las Entidades sin contar para ello con RNP? La respuesta es afirmativa. ¿Se ha previsto las eventuales consecuencias de esto?

¿Qué es lo que plantea el Proyecto de Ley Nº 2736/2022-PE?

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El Proyecto de Ley Nº 2736/2022-PE es una propuesta legislativa compleja y que incluye una Exposición de Motivos bastante sustentada, incluso sobre la base de casuística judicial y arbitral, que propone modificar, en relación con varios temas, tanto la Ley de Arbitraje, aprobada por Decreto Legislativo Nº 1071, como la Ley de Contrataciones del Estado, Ley Nº 30225, además de la Ley que regula el proceso contencioso administrativo, Ley Nº 27584, y la Ley General del Sistema Financiero, Ley Nº 26702.

He desarrollado un cuadro que permite apreciar con cierta claridad las modificaciones que se proponen. Creo que es fundamental, primero, comprender el alcance de dicha propuesta y, a partir de ello, efectuar un análisis crítico de la misma. No se trata, como he venido leyendo, de descalificar dicha propuesta sin mayores argumentos. Se necesita hacer una crítica racional y fundamentada, desde las fortalezas del arbitraje.

En una próxima entrega efectuaré dicho análisis. Por lo pronto, comparto con ustedes los cuadros comparativos que he elaborado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Récord histórico de ejecución de inversión pública

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Quizá como parte de una generación previa al internet y a las redes sociales, no termino de entender esos fenómenos. Sin embargo, comparto con la politóloga española Arantxa Tirado que dichas redes sociales, entre ellas Twitter, por ejemplo, no se encuentran “diseñadas para el intercambio de ideas sino para las consignas, la simplificación de argumentos y la polémica, donde se pueden posicionar y replicar fake news”. No obstante, hay excepciones importantes a destacar, como el hilo que David Grández (quien se presenta en su perfil como abogado de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Master en Administración Pública por la Universidad de Melbourne, que trabaja actualmente en el Ministerio de Economía y Finanzas) ha efectuado en relación con la ejecución presupuestal en la “inversión pública” correspondiente al año 2021. En este caso, creo que es importante darle eco a voces como las de Grández, que, más allá de filias o fobias ideológicas, señalan objetivamente éxitos de la Administración Pública en el Perú.

Transcribo a continuación los diferentes tweets que conforman ese hilo y, entre corchetes, hago algunos comentarios que creo ayudan a comprender mejor su alcance:

“La buena noticia del 2021 en inversión pública: alcanzamos un récord histórico de ejecución (S/39,103 millones) superando una limitación que nos acompañó por años. Ahora toca identificar las mejoras para romper nuevas marcas en el 2022. Aquí algunas ideas para lograrlo:

  • Desde el 2013 toda la maquinaria del Estado (Gobierno Nacional, gobiernos regionales y municipalidades) parecía incapaz de ejecutar mucho más de S/30,000 millones sin importar el presupuesto que se le inyecte. La cifra se mantuvo casi igual por varios años. [En este tweet, Grández vincula al artículo de Diego Macera en El Comercio].
  • En el 2021, sin embargo, la ejecución llegó a los S/39,103 millones, monto histórico superior en 21% al 2018, año prepandémico con la mayor ejecución (S/32,275 millones). Es decir, superamos por lejos nuestro habitual límite y no fue por el efecto rebote!Imagen
  • Por si no conocen el sector público, ejecutar obras es + difícil que en el privado. Además del INVIERTE confluyen otros sistemas (presupuesto, abastecimiento y la temida CGR), c/u con sus normas y limitaciones. También participan ministerios (permisos arqueológicos, ambientales); las municipalidades (licencias, autorizaciones); la población (adquisición de predios, servidumbres) y hasta las empresas privadas (interferencias). Alguna vez me tocó ejecutar y doy fe que es retador y hasta peligroso. Aún así, las entidades lo lograron!
  • Pero ¿a qué se debió el éxito del 2021? Varios apuntan a los G2G [acuerdos de Gobierno a Gobierno]. Estos acuerdos han sido valiosos por sus medidas excepcionales que en el caso de la @AutoridadRCC [Autoridad para la Reconstrucción con Cambios] le permitieron ejecutar más que ministerios con similar presupuesto pero que no cuentan con estas disposiciones.Imagen
  • Las importantes medidas G2G que deben replicarse en los sectores y en lo posible en los gobiernos subnacionales son: masificar la contratación de las PMO; incorporar los contratos colaborativos en la Ley de Contrataciones; expandir el control concurrente y acelerar el plan BIM [Perú, que es la medida de política que define la estrategia nacional para la implementación progresiva de la adopción y uso de la metodología Building Information Modeling en los procesos de las fases del ciclo de inversión desarrollados por las entidades y empresas públicas sujetas al Sistema Nacional de Programación Multianual y Gestión de Inversiones, de manera articulada y concertada, y en coordinación con el sector privado y la academia].
  • Pero hubo ministerios con más avance que la ARCC. Así, más allá de los G2G que son la excepción, en el 2021 el @MEF_Peru
    implementó una estrategia doble para la inversión pública: por un lado, asignó un importante presupuesto 21% más alto que el 2020 y 14% más que el 2019.
  • Y como el mayor techo presupuestal exigiría a las entidades mayor esfuerzo en la gestión de inversiones, el MEF dio también un fuerte acompañamiento, seguimiento y asistencia técnica a los funcionarios de los tres niveles de gobierno, porque la clave está en las personas!
  • Si no me creen, vean los datos del 2021: 13,700 asistencias técnicas a gobiernos regionales y municipalidades y 1,100 capacitaciones con un total de 120,613 funcionarios a nivel nacional, cifra superior en 106% a lo realizado en el 2019 prepandemia. Eso es generar capacidades!
  • Lo anterior permitió alcanzar el % ejecución a nivel nacional más importante de los últimos años: 71%. Asimismo, 889 gobiernos locales y 11 gobiernos regionales superaron el 75% de su ejecución presupuestal [hacia arriba], la misma que durante los últimos años fue particularmente baja.Imagen
  • Hay, sin embargo, una importante tarea pendiente. En el 2021, 355 entidades no llegaron a superar el 50% de ejecución (de las cuales 345 son municipalidades). Más de S/2,000 millones parados en los GL y GR todo el año sin desarrollar infraestructura de servicios públicos!Imagen
  • Peor, las tasas más bajas de ejecución están en municipalidades ricas por la minería, pero con brechas significativas. Un caldo de cultivo de conflictos en zonas estratégicas para la economía. El problema se repite en regiones con potencial competitivo. [En este tweet, Grández vincula al artículo de Israel Lozano Girón de El Comercio].
  • Aquí deben enfocarse las futuras acciones del MEF involucrando aún más a sus direcciones clave de la inversión pública (programación, presupuesto y abastecimiento). Asimismo, si el personal calificado no llega a estos GL y GR por la alta corrupción y rotación, entonces reformemos la Ley SERVIR para estimular la meritocracia y permanencia de los mejores en las Unidades Ejecutoras. Otras medidas pueden ser permitir nuevamente la reactivación de las obras paralizadas; adelantar el saneamiento físico legal de los terrenos para evitar riesgos de arbitrajes; exonerar de licencias y permisos a las obras públicas (o regular su posterior regularización); expandir los beneficios de los proyectos del MTC y PNIC relativos a la liberación de interferencias y tasaciones; generar confianza para que vengan más y mejores constructoras al país.
  • Lo anterior, aunado a los concursos del fondo “FIDT” [Fondo Invierte para el Desarrollo Territorial, fondo concursable creado mediante el Decreto Legislativo N° 1435, Decreto Legislativo que establece la implementación y funcionamiento del FIDT, cuya finalidad es reducir las brechas en la provisión de servicios e infraestructura básicos, que tengan mayor impacto en la reducción de la pobreza y la pobreza extrema en el país y que generen un aumento de la productividad con un enfoque territorial, mediante el financiamiento o cofinanciamiento de inversiones y de estudios de pre inversión a nivel de perfil y fichas técnicas, de los Gobiernos Regionales y Gobiernos Locales], que financia los proyectos de los GR y GL con más impacto en la reducción de la pobreza, debería hacer la diferencia el 2022! Para este año ya se aprobó una transferencia de S/120 millones pero debería ser la 1era de muchas!Imagen
  • Disclaimer: trabajo en el MEF pero este hilo no es de autocomplacencia ni sobonería sino para resaltar lo que funcionó en el 2021, repetir, profundizar y complementar dichas medidas, y con ello cosechar mayores éxitos este año. La inversión pública contribuye a la reactivación económica, el crecimiento sostenible y el cierre de brechas. Nada peor que vivir sin agua, luz, salud o educación. Es urgente dar mayores y mejores servicios a los todos los peruanos, así que vamos por mucho más el 2022″.

Transparencia en los arbitrajes con el Estado: entre la nimiedad y el absoluto

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Prometheo CDA ha publicado un artículo titulado “Transparencia en los arbitrajes con el Estado: entre la nimiedad y el absoluto”, el mismo que transcribo a continuación:

En diciembre de 2020, conforme a una encuesta realizada por IPSOS bajo el título de What worries the world, en plena pandemia por el Covid-19, la corrupción era —luego de aquella— el segundo problema más preocupante para la población en nuestro país.

Uno de los terrenos más fértiles para la corrupción a nivel global es, sin lugar a dudas, el de la contratación pública. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) publicó la Guía sobre medidas contra la corrupción en la contratación pública y en la gestión de la hacienda pública, en la que se afirma que “Un sistema de contratación que carezca de transparencia y competencia es el caldo de cultivo ideal del comportamiento corrupto; es por ello que los códigos internacionales más importantes de lucha contra la corrupción y de contratación pública descansan firmemente en estos principios fundamentales a fin de desalentar la corrupción”[1].

Es claro, además, que no resulta necesario “insistir sobre la importancia que la lucha contra la corrupción tiene en el ámbito de la contratación pública, tanto cuantitativa como cualitativamente. En términos cuantitativos, se estima que un 20% del PIB de la UE se moviliza a través de la contratación pública, porcentaje al que se debe añadir el efecto inducido que esta actividad pública produce sobre el conjunto de la economía”[2].

En el Perú, al menos desde una perspectiva formal, se busca que los procedimientos que dan lugar a los contratos públicos en los diversos regímenes existentes cumplan con esos principios (transparencia y competencia) entre otros. Así, por ejemplo, la vigente Ley de Contrataciones del Estado, Ley Nº 30225, establece en su artículo 2 la relación extensa —y hasta redundante— de 10 principios que rigen dichas contrataciones: Libertad de concurrencia, igualdad de trato, transparencia, publicidad, competencia, eficacia y eficiencia, vigencia tecnológica, sostenibilidad ambiental y social, equidad e integridad. No se olvide que esta Ley regula solo uno de los regímenes de contratación pública en el Perú, en un sistema totalmente disperso.

En línea con la necesidad de promover mayor eficiencia, en la Ley de contrataciones y adquisiciones del Estado, Ley Nº 26850, la misma que entró en vigencia en septiembre de 1998, se introdujo el arbitraje como medio de solución de controversias. Creo que dicha decisión fue acertada y de mucha relevancia para la solución efectiva de controversias. Independientemente del periodo gubernamental en que se aprobó esta norma, debe evaluarse con mayor serenidad y sin pretender falazmente que la solución administrativa y judicial de estas controversias fuera mejor. Sin embargo, tampoco puede afirmarse, como hacen algunos académicos miopes, que el arbitraje sea una suerte de panacea, pues dicha afirmación no solo es falsa sino, por sobre todo, cínica, considerando todos los problemas que se han presentado en ese terreno, incluyendo la corrupción.

Ahora bien, el principio de transparencia fue el que sustentó la decisión legislativa que se tomó hace ya muchos años para que los laudos arbitrales que resolvieran controversias relacionadas con las contrataciones del Estado se publicaran, quebrando con el principio de confidencialidad que regía, como un dogma incuestionable, el arbitraje común y también inicialmente el arbitraje en contratación pública. Creo que esa decisión fue un primer paso en línea con la búsqueda de transparencia como medida de prevención y lucha contra la corrupción. Pero no resulta suficiente de ninguna manera.

El escándalo de corrupción en los arbitrajes fue algo que sacudió este campo. Y, sin embargo, las medidas que se vienen tomando para lograr una mayor transparencia en los arbitrajes no resultan pertinentes y menos eficaces en la mayoría de los casos. Por ejemplo, se ha creído necesario que los profesionales que se desempeñan como árbitros cumplan con “transparentar” sus vínculos personales y relaciones profesionales y comerciales. Eso es correcto y va en línea con lo que se denomina como el “deber de revelación” en el derecho arbitral, como una suerte de herramienta para garantizar la imparcialidad e independencia con la que los árbitros deben actuar en los arbitrajes que conozcan; es decir, la obligación que tienen los árbitros de informar de las posibles situaciones que podrían afectar su independencia e imparcialidad para actuar en determinados casos o en relación con determinadas partes.

Vale la pena recordar que en 2019 el gobierno aprobó y publicó el Decreto de Urgencia Nº 020-2019, norma que estableció la obligatoriedad de la presentación de la Declaración Jurada de Intereses (en adelante, DJI), incluyendo entre los sujetos obligados a los árbitros. El referido Decreto de Urgencia muestra, primero, que quienes vincularon esta norma a la labor de los árbitros desconocen cuestiones básicas del arbitraje. ¿Sabían ellos que los árbitros están obligados a formular lo que se denomina el “deber de revelación” a fin de evitar esos conflictos de interés?, ¿no habría sido mejor que el OSCE y los Centros de arbitraje estén obligados a manejar una base de datos de los árbitros y los casos que conocen, vinculando esta información con las partes y tomando en consideración, por ejemplo, designaciones recurrentes o participación en otros arbitrajes con los mismos árbitros o abogados o asesores en general?, ¿no habría sido indispensable que se evalúe documentos internacionales como las “Directrices IBA sobre Conflictos de Intereses en Arbitraje Internacional 2014?

Dicha norma fue reglamentada mediante el Decreto Supremo Nº 091-2020-PCM, pero lamentablemente los problemas que se avizoraban con el Decreto de Urgencia no solo no fueron abordados en esta norma, sino que se profundizaron. Si la norma ya es compleja y hasta confusa para los servidores y funcionarios públicos, además de los locadores de servicios y consultores, en el caso de los “árbitros” (artículo 3-g), tenemos un primer caso de extensión de la confusión y de la regulación imprecisa. Téngase en cuenta que los Tribunales Arbitrales Unipersonales o Colegiados, independientemente de su forma de designación, tienen una relación contractual-jurisdiccional con ambas partes. Los alcances generales de las DJI reguladas en esas normas tiene como base la relación de dependencia y/o subordinación de los servidores o funcionarios públicos respecto a la entidad de la que se trate y, por ello, debe presentarse esa declaración hasta en 3 momentos: al inicio, durante el ejercicio del cargo y al momento de cesar en el mismo. Todo esto se ha previsto de manera mecánica y automática para el caso de los árbitros, pese a que se trata de supuestos que son totalmente diferentes y considerando que los árbitros no se encuentren subordinados a ninguna de las partes y son, además, independientes de estas.

Luego de casi 2 años de promulgado el Decreto de Urgencia, ya habiéndose aplicado y, por tanto, en mi calidad de árbitro que viene cumpliendo con la presentación de estas DJI, puedo concluir que si esta norma pretendía ser una herramienta eficiente en la lucha contra la corrupción, se trata, en la realidad y paradójicamente, de una herramienta confusa e ineficaz, además de ineficiente para el fin que se la desarrolló y aprobó.

Primero, carga a las Entidades públicas —y, por tanto, a sus servidores y funcionarios— una tarea adicional, cual es la de “reportar” a estos árbitros a través de la Plataforma Única de Declaración Jurada de Intereses denominada como Sistema de Declaraciones Juradas para la Gestión de Conflictos de Intereses (SIDJI). Téngase en cuenta que un mismo profesional puede actuar como árbitro en una pluralidad de arbitrajes en los que la misma entidad sea una de las partes; por ello, conforme a lo que está regulado y al sistema que viene funcionando, la Entidad tendrá que efectuar ese reporte tantas veces como arbitrajes tenga el profesional con dicha entidad y el árbitro tendrá que cumplir con efectuar la DJI tantas veces como arbitrajes conozca de esa misma Entidad. ¿Es esto razonables o relevante para prevenir los conflictos de interés eventuales? Desde mi punto de vista, no.

Una vez que este reporte se cumpla, puede llegar un correo electrónico al sujeto obligado (árbitro), aunque podría ser que no. En todo caso, el profesional que actúe como árbitro, cuando ingrese a la plataforma referida, encontrará los reportes efectuados por las Entidades que lo hayan hecho.

Segundo, el profesional que actúe como árbitro debe proceder a cumplir con la Declaración Jurada de Intereses. Lo realmente irracional es que, para cada caso, es decir, para cada reporte efectuado por la Entidad debe cumplirse con efectuar la referida DJI, procediendo a llenarla en la plataforma. Digo que es irracional, pues la información, en primer lugar, resulta más relevante para el caso de servidores y funcionarios públicos y no en verdad para árbitros. En segundo lugar, aun en el caso de que fuera relevante la información para arbitrajes, resulta totalmente ineficiente que se tenga que efectuar la misma declaración tantas veces como el árbitro haya sido reportado en tal calidad por diferentes Entidades, cuando esa información podría estar almacenada en el perfil de cada árbitro y eso permitiría que las diferentes partes en conflicto puedan tener información actualizada sobre ese profesional. ¿No habría sido mejor que dicha información pueda ser utilizada las veces que corresponda y solo modificar aquello que haya necesidad?

La información que se incluye es, entre otras, la denominada como “Datos Generales”, que incluyen los nombres y apellidos del profesional, su estado civil, documento nacional de identidad, registro único de contribuyente (RUC), dirección domiciliaria, dos correos electrónicos, los datos del cónyuge o conviviente.

Luego se pasa a un segundo ítem de información, ya denominada propiamente como “Declaración Jurada”, en la que se debe completar información relacionada con:

  • Información relativa a empresas, sociedades u otras entidades públicas o privadas, en las que el profesional y/o su cónyuge o conviviente “posea alguna clase de participación patrimonial o similar; constituidas en el país o en el exterior”.
  • Sobre representaciones, poderes y mandatos otorgados al profesional “su cónyuge o conviviente por personas naturales o jurídicas, públicos o privados”.
  • Participación del profesional, “su cónyuge o conviviente en directorios, consejos de administración y vigilancia, consejos consultivos, consejos directivos o cualquier cuerpo colegiado semejante, sea remunerado o no, en el país o en el exterior”.
  • “Empleos, asesorías, consultorías y similares, en los sectores público y privado, sea remunerado o no, en el país o en el exterior”.
    Información relativa a la participación “en organizaciones privadas, tales como organizaciones políticas, asociaciones, cooperativas, gremios y organismos no gubernamentales y otros”.
  • Información relativa a la participación “en Comités de Selección de licitación pública, concurso público, contratación directa y adjudicación simplificada, fondos por encargo y otros”.
  • Se incluye una relación de personas con las que el profesional tiene vínculo de consanguinidad hasta el cuarto grado y vínculo de afinidad hasta el segundo grado. Por tanto, debe incluirse información de padres, abuelos, hijos y nietos, suegros y cuñados.
  • Toda esa información, que, insisto, no creo sea la más relevante para el caso de los árbitros en línea con detectar eventuales conflictos de interés y luchar contra la corrupción, pierde relevancia por completo si se reitera una y otra vez, como la única información. ¿Por qué no se pensó en un perfil para cada árbitro en esa plataforma en la que, además de la información indicada, cada profesional llene la información de los arbitrajes que ha conocido en el pasado y que viene conociendo en el momento, indicando las partes, sus representantes, sus abogados, asesores. Esta información resultaría más relevante y útil para el fin perseguido.

¿Podrá mejorarse esta herramienta o seguiremos deambulando, sin fin, en ese camino de la nimiedad por el hecho de pretender lo absoluto?

Arbitraje con el Estado, transparencia en el laberinto

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Después de mucho tiempo, vuelvo a este blog con un tema que ya traté en un post anterior, bajo el título de De la “burocracia weberiana” a la “burocracia burocrática”: arbitraje en la contratación pública. En ese artículo hice un análisis crítico del Decreto de Urgencia Nº 020-2019, norma que estableció la obligatoriedad de la presentación de la Declaración Jurada de Intereses (en adelante, DJI), incluyendo entre los sujetos obligados a los árbitros. En ese post firmé que “el Decreto de Urgencia muestra, primero, que quienes vincularon esta norma a la labor de los árbitros desconocen cuestiones básicas del arbitraje. ¿Sabían ellos que los árbitros están obligados a formular lo que se denomina el “deber de revelación” a fin de evitar esos conflictos de interés?, ¿no habría sido mejor que el OSCE y los Centros de arbitraje estén obligados a manejar una base de datos de los árbitros y los casos que conocen, vinculando esta información con las partes y tomando en consideración, por ejemplo, designaciones recurrentes o participación en otros arbitrajes con los mismos árbitros o abogados o asesores en general?, ¿no habría sido indispensable que se evalúe documentos internacionales como las “Directrices IBA sobre Conflictos de Intereses en Arbitraje Internacional 2014”?”. Y concluí que “el cumplimiento de la obligación de presentar DJI me suscita dudas en cuanto a la eficacia de sus resultados”.

Dicha norma fue reglamentada mediante el Decreto Supremo Nº 091-2020-PCM, pero lamentablemente los problema que se avizoraban con el Decreto de Urgencia no solo no fueron abordados en esta norma, sino que se profundizaron. A este tema dediqué otro post, bajo el título de Transparencia, incertidumbres y burocracia, en el que afirmé que, “Si la norma ya es compleja y hasta confusa para los servidores y funcionarios públicos, además de los locadores de servicios y consultores, en el caso de los “árbitros” (artículo 3-g), tenemos un primer caso de extensión de la confusión y de la regulación no precisa. Téngase en cuenta que los Tribunales Arbitrales Unipersonales o Colegiados, independientemente de su forma de designación, tienen una relación contractual-jurisdiccional con ambas partes”.

Luego de casi 2 años de promulgado el Decreto de Urgencia, ya habiéndose aplicado y, por tanto, en mi calidad de árbitro que viene cumpliendo con la presentación de estas DJI, puedo concluir que si esta norma pretendía ser una herramienta eficiente en la lucha contra la corrupción, se trata, en la realidad y paradójicamente, de una herramienta confusa e ineficaz, además de ineficiente.

Primero, carga a las Entidades públicas una tarea adicional, cual es la de “reportar” a estos árbitros a través de a través de la Plataforma Única de Declaración Jurada de Intereses. Una vez que este reporte se cumpla, puede llegar un correo electrónico al sujeto obligado (árbitro), aunque podría ser que no. En todo caso, cuando ingrese a la plataforma referida, encontrará los reportes efectuados por las Entidades que lo hayan hecho.

Lo realmente irracional es que, para cada caso, es decir, para cada reporte efectuado por la Entidad debe cumplirse con efectuar la referida DJI, procediendo a llenarla en la referida plataforma (aunque quizá fuera más eficiente hacerlo de manera física y no virtual, paradojas que van contra la modernidad). Digo que es irracional, pues la información, en primer lugar, resulta más relevante para el caso de servidores y funcionarios públicos y no en verdad par árbitros. En segundo lugar, aun en el caso de que fuera relevante la información para arbitrajes, resulta totalmente ineficiente que se tenga que efectuar la misma declaración tantas veces como el árbitro haya sido reportado en tal calidad por diferentes Entidades. ¿No habría sido mejor que dicha información pueda ser utilizada las veces que corresponda y solo modificar aquello que haya necesidad?

La información que incluye es, entre otras, la denominada como “Datos Generales”, que incluyen los nombres y apellidos del profesional, su estado civil, documento nacional de identidad, RUC, dirección domiciliaria, dos correos electrónicos, los datos del cónyuge o conviviente.

Luego se pasa a un segundo ítem de información, ya denominada propiamente como “Declaración Jurada”, en la que se debe completar información relacionada con:

  1. Información relativa a empresas, sociedades u otras entidades públicas o privadas, en las que el profesional y/o su cónyuge o conviviente “posea alguna clase de participación patrimonial o similar; constituidas en el país o en el exterior”.
  2. Sobre representaciones, poderes y mandatos otorgados al profesional “su cónyuge o conviviente por personas naturales o jurídicas, públicos o privados”.
  3. Participación del profesional, “su cónyuge o conviviente en directorios, consejos de administración y vigilancia, consejos consultivos, consejos directivos o cualquier cuerpo colegiado semejante, sea remunerado o no, en el país o en el exterior”.
  4. “Empleos, asesorías, consultorías y similares, en los sectores público y privado, sea remunerado o no, en el país o en el exterior”.
  5. Información relativa a la participación “en organizaciones privadas, tales como organizaciones políticas, asociaciones, cooperativas, gremios y organismos no gubernamentales y otros”.
  6. Información relativa a la participación “en Comités de Selección de licitación pública, concurso público, contratación directa y adjudicación simplificada, fondos por encargo y otros”.
  7. Se incluye una relación de personas con las que el profesional tiene vínculo de consanguinidad hasta el cuarto grado y vínculo de afinidad hasta el segundo grado. Por tanto, debe incluirse información de padres, abuelos, hijos y nietos, suegros, cuñados.

Esa información, que, insisto, no creo sea la más relevante para el caso de los árbitros en línea con detectar conflictos de interés y enfrentar la lucha contra la corrupción, pierde relevancia por completo si se reitera una y otra vez. ¿Por qué no se pensó en un perfil para cada árbitro en esa plataforma en la que, además de la información indicada, cada profesional llene la información de los arbitrajes que ha conocido, indicando las partes, sus representantes, sus abogados. Esta información resultaría más relevante y útil para el fin perseguido. ¿Podrá mejorarse esta herramienta o o seguiremos deambulando, sin fin, en ese camino de laberinto?