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El arbitraje en la picota

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Vuelvo a afirmar categóricamente que la introducción del arbitraje en el ámbito de las contrataciones del Estado fue una decisión de mucha relevancia para la solución efectiva de controversias. Y esta decisión se dio con la Ley Nº 26850, Ley de contrataciones y adquisiciones del Estado, la misma que entró en vigencia en setiembre de 1998. Independientemente del periodo gubernamental en que se aprobó esta norma, debe evaluarse con mayor serenidad y sin pretender falazmente que la solución administrativa y judicial de estas controversias fuera mejor.

La crisis de la justicia administrativa y judicial es de antigua data. Ya Manuel González Prada, el célebre anarquista peruano, escribió en su libro Horas de Lucha, una drástica sentencia contra los magistrados —lamentablemente vigente—, manifestando que “Nada patentiza más el envilecimiento de una sociedad que la relajación de su Magistratura. Donde la justicia desciende a convertirse en arma de ricos y poderosos, ahí se abre campo a la venganza individual, ahí se justifica la organización de maffias y camorras, ahí se estimula el retroceso a las edades prehistóricas. Y tal vez ganaríamos en regresar a la caverna y al bosque, si lo realizáramos sin hipocresía ni términos medios; porque vale más el estado salvaje donde el individuo se hace justicia por su mano, que una civilización engañosa donde los unos oprimen y devoran a los otros, dando a las mayores iniquidades un viso de legalidad”

Tampoco se trata de defender el arbitraje escudándose en los defectos y problemas de la administración de justicia en los ámbitos judicial y administrativo. Lo que pretendo en estas líneas es señalar que el arbitraje resulta una herramienta muy importante para la solución de controversias efectivas en la contratación pública, destacando entre sus ventajas la posibilidad de tener como árbitros a profesionales especializados y la posibilidad de resolución célere de los conflictos (esta podría ser una de las mayores ventajas y en algunos casos los funcionarios públicos se sienten amenazados por esto, ya que, al menos en el caso de los funcionarios de elección por períodos específicos, las consecuencias de sus decisiones podrían ser conocidas dentro de sus propios periodos de gestión). Por otro lado, las empresas proveedoras más serias encuentran en el arbitraje un incentivo a participar en la contratación pública, pues si no tendrían que acudir a la vía judicial (sumamente lenta e imprevisible) para resolver eventuales controversias. Y esto en el terreno de las obras públicas (un campo altamente conflictivo per se) es de mucha importancia. Por tanto, eliminar el arbitraje generaría, probablemente, que las empresas más serias en las diferentes actividades económicas se abstengan de participar, quedando aquellas más predispuestas al litigio.

Sin embargo, también en este blog he señalado en múltiples oportunidades que el arbitraje tiene una serie de riesgos que lo amenazan y que en muchos casos son consecuencia de los propios actores u operadores arbitrales. En ese sentido, uno de los temas recurrentes a los que he dedicado mis reflexiones es la conducta de algunos árbitros y la presencia innegable en el arbitraje de prácticas corruptas (casos podrían señalarse varios).

Frente a ello, planteé, entre otras medidas necesarias, la incorporación de causales de anulación del Laudo Arbitral específicas, por ejemplo para los casos en que se vulnerara normas de orden público nacional o, siguiendo el Reglamento de Arbitraje del CIADI, cuando existiera corrupción o fraude. Además, una pregunta clave era quién controla a los árbitros; para ello desde este blog se propuso que se formara una institución similar al Consejo Nacional de la Magistratura, pues el Tribunal de Contrataciones o las Comisiones formadas no cuentan con el respaldo institucional o la jerarquía requeridos. Es más, ahora que la Ley de contrataciones del Estado ha optado porque el arbitraje sea exclusivamente institucional, ¿qué rol más allá de la simple organización y administración de los procesos corresponde a las instituciones arbitrales?, ¿qué filtros deben establecer para lograr laudos cuantitativa y cualitativamente mejores?, ¿se reducirán sus mecanismos de control al simple “derecho de admisión” de los árbitros que formen sus listas?

Desde la órbita arbitral, la mayoría de especialistas se niegan a aceptar la conveniencia de estas medidas. Aunque, claro está, hoy la situación está cambiando a gran velocidad porque los escándalos de corrupción destapados por la justicia brasilera han generado un terremoto tal que ha remecido diferentes países latinoamericanos, entre ellos el Perú. Ahora se hace crítica del arbitraje más frecuente, cuando antes su defensa era cerrada.

A raíz de ello, IDL Reporteros publicó un breve artículo titulado Arbitrajes a la Odebrecht. En él, Leslie Moreno y Ernesto Cabral, luego de la investigación realizada, concluyen que “el arbitraje, terminó siendo un sifón a través del cual la transnacional brasileña sacó decenas de millones de dólares más a un Estado inerme, incompetente o cómplice”. Ahora bien, aunque no existen seguramente estudios sobre el particular, los resultados económicos para el Estado en épocas en que la solución de controversias suscitadas en relación con sus contratos era administrativa y judicial, seguramente no eran mejores, pero eran resultados que se daban muchos años después; por tanto, el sifón no se inaugura, en todo caso, con el arbitraje. De sobra encontraremos casuística en el estudio de Alfonso Quiroz (Historia de la corrupción en el Perú) que destaca cómo los poderes ejecutivo, legislativo y judicial confabulaban para permitir y hasta garantizar la impunidad de las prácticas corruptas. Afirma Quiroz que “Parlamentarios y jueces, juntamente con las autoridades del ejecutivo, participaron de modo más amplio en el tráfico de influencias y corruptela”; un caso destacado es el del denominado contrato Dreyfus, conocido por su carácter enormemente lesivo de los intereses del Perú.

Ahora bien, en efecto, el Estado ha actuado frente a los arbitrajes en general de las tres maneras señaladas:

  • Inerme. Muchas veces la normativa de contrataciones del Estado genera tantos requisitos y tantas formalidades para aplicar ciertos correctivos, que la falla en una de esas formalidades desencadena la invalidez de todo el procedimiento. Así, por ejemplo, frente a ampliaciones de plazo, adicionales, liquidación de contratos, las normas establecen supuestos de “silencio administrativo positivo”; es decir, si la Administración no resuelve un pedido del contratista, se asume que le otorga el derecho. Esto dio lugar a que Tribunales Arbitrales dispongan obligaciones económicas muchas veces contra la ley y, sobre todo, contra el sentido común. En este punto, agregaría que uno de los mayores problemas que afronta el Estado en los arbitrajes es la pésima defensa de sus intereses; hoy los arbitrajes están a cargo de las Procuradurías Públicas en los casos en que las Entidades las tengan. Dichas unidades son ajenas a la gestión de los contratos, razón por la que haber dejado en estas la defensa de la Entidad en los arbitrajes ha sido una muy mala decisión. En todo caso, esta defensa debería darse sobre una indispensable coordinación de la Entidad contratante (que conoce la realidad del contrato) con la Procuraduría, sin perjuicio de que sería muy recomendable que se contratara —lo que a la larga es una inversión y no un gasto— el apoyo de asesoría legal especializada en arbitraje y contratación pública, pues solo así podría discutir con un nivel adecuado en los foros arbitrales.
  • Incompetente. El Estado no cuenta con funcionarios especializados en estos temas y la alta rotación de la burocracia atenta contra la mínima especialización de sus servidores. Esto hace más vulnerables a las Entidades, especialmente a nivel de gobiernos subnacionales. El carácter elefantiásico de las administraciones afecta los reflejos para respuestas oportunas; además, el reclutamiento de personal obedece muchas veces a criterios distintos a los de competencia. En muchos casos, los funcionarios, poniendo en evidencia su incompetencia, designaban como árbitros a profesionales conocidos por su abierta animadversión contra el Estado, lo que, de inicio, no garantizaba un mínimo de imparcialidad. Debe considerarse también aquí que en la ejecución de los contratos las Entidades muchas veces desarrollan ineficiente y equivocadamente sus actuaciones, frente a lo cual, en lugar de aceptar esa realidad y corregir esos yerros oportunamente, a fin de evadir eventuales responsabilidades, persisten en el error o en la grosera arbitrariedad y no rehuyen arbitrajes que evidentemente son causas perdidas; es decir, van a un arbitraje perdido de antemano.
  • Complicidad. Existen casos en los que se ha puesto en evidencia la complicidad de los funcionarios y servidores públicos con arbitrajes amañados, cuyo resultado ya estaba establecido de antemano. O incluso una facultad como la de designación de árbitros dio lugar también a corruptelas que no buscaban a profesionales competentes como árbitros, sino a profesionales  sin los mínimos conocimientos o competencias para llevar a cabo un arbitraje.

Estas tres razones identificadas en el artículo de IDL Reporteros explican por tanto los malos resultados que muestra el Estado en los arbitrajes en general, pero también, seguramente, lo explicarían en otros ámbitos como el administrativo y el judicial.

El artículo de los investigadores de IDL Reporteros es bastante contundente en cuanto a los resultados que expone: 42 arbitrajes en los que era parte Odebrecht, de los que se emitieron laudos favorables a esta empresa en 35 casos, pues solo en 7 “ganó” el Estado. Una primera pregunta aquí es si en estos 7 casos realmente ganó el Estado o solamente no perdió, que es distinto; más aun cuando solo uno de los 42 arbitrajes fue iniciado por el Estado, pero se perdió al final. Resulta interesante que se destaque que SEDAPAL fue la única Entidad que no perdió ningún arbitraje, lo cual muestra que la defensa de dicha Entidad debe ser de mayor efectividad en comparación con las otras Entidades (debe destacarse que los contratos de SEDAPAL incluyen normalmente unas cláusulas de solución de controversias bastante draconianas, en el sentido de que cargan todos los costos al proveedor que quiera iniciar un arbitraje).

No obstante que el artículo de Moreno y Cabral es prolijo, incurre en un error respecto al marco normativo que regula el arbitraje, pues confunde la Ley Nº 26572 y el Decreto Legislativo Nº 1071. Dichas normas regulan el arbitraje en diferentes momentos y no conviven como pareciera que se entiende en el texto analizado. Es más, uno de los mayores problemas desde mi punto de vista es la dispersión normativa de las contrataciones públicas, lo que afecta también la regulación del arbitraje según se trate de:

  • Régimen de contrataciones del Estado. En este caso, la norma especial incluye algunas regulaciones especiales del arbitraje, como la obligación de remitir los Laudos al OSCE.
  • Regímenes de concesión de obras públicas o de asociaciones público privadas. En estos últimos dos casos, el arbitraje se desarrolla conforme a la ley de arbitraje común y, por tanto, rige de manera plena el principio de confidencialidad, lo que podría incluir al Laudo Arbitral.

Finalmente, cuando refieren al caso de un arbitraje entre la misma empresa y el Proyecto Especial Huallaga Central y Bajo Mayo, señalando que el arbitraje “lo pasaron” a la vía judicial,  y que “se encuentra actualmente en la Sala Civil Permanente de la Corte Suprema de Lima para ver si procede o no su anulación”, lo que se quiere informar es que estamos frente al caso de la interposición del recurso de anulación de Laudo Arbitral; es decir, seguramente en ese caso el arbitraje terminó y el Laudo Arbitral emitido fue favorable a la referida empresa y la Entidad está cuestionando (por aspectos específicos y fundamentalmente de forma) dicho Laudo Arbitral; no significa esto que se cuestione el fondo del mismo. Por ello, habrá que esperar el resultado de ese proceso de anulación para conocer si el laudo es declarado válido o nulo.

El arbitraje en la contratación pública y la Contraloría General de la República

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Gracias a un breve post de Ricardo Rodríguez Ardiles en su perfil de Facebook, tomé conocimiento de que la Contraloría General de la República ha emitido un extenso informe titulado “El arbitraje en las contrataciones públicas durante el periodo 2003 – 2013”. Aun no he podido leer el mismo, pero pude leer la nota que publica el diario Perú 21 y la propia Nota de Prensa que expidió la CGR. En ella se destaca que  se analizaron 2796 Laudos Arbitrales (todos los que están publicados en la web del OSCE), un importante universo de estudio por tanto; además, precisa que del análisis realizado, “se desprende que solo en el 27% de los arbitrajes, el Estado obtuvo resultados favorables y en el 3% restante culminó con la controversia mediante un acuerdo conciliatorio”. Concluye esa nota de prensa que los arbitrajes “no muestran resultados alentadores para el Estado debido, principalmente, a la gestión de los procesos de contrataciones”.

Por otro lado, se señala que por los referidos arbitrajes, el Estado tuvo que pagar la suma de 1 128 millones de nuevos soles, de los que el 78,96% están relacionados con contratos de obras públicas. En esos arbitrajes, 723,5 está relacionados con contratos del Gobierno Central, de los que el 11,83% están referidos a pagos por indemnizaciones por daños y perjuicios (esto muestra algo importante, pues a diferencia de lo que ocurre en los procesos judiciales, los árbitros sí estarían pronunciándose directamente respecto a un concepto complejo como el de las indemnizaciones; lo preocupante, como señala el Resumen Ejecutivo del Informe es que este monto es una pérdida absoluta para el Estado). El 37,35% del monto pagado por el Gobierno Central está relacionado con contratos de Provías Nacional.

Concluye, además, que “los resultados desfavorables no se encuentran en la figura del arbitraje en sí misma sino en la gestión de los procesos de contrataciones, que requiere ser fortalecida”. Por tanto, el arbitraje per se no es el problema, sino que esto debe rastrearse en primer lugar en la mala gestión de las contrataciones, lo que nos enfrenta con una realidad lamentable en la que la burocracia peruana no tiene niveles de estabilidad y de capacitación que permitan una continuidad y eficiencia de los mejores cuadros burocráticos). Y esto es más preocupante aún, pues una de las instituciones líderes en materia de ejecución de obras (Provías Nacional) es la que ha generado mayores desembolsos del erario nacional; entonces, si la conclusión (mala gestión de las contrataciones) es la razón fundamental de los resultados en el arbitraje, es difícil establecer cuál será la forma de lograr una adecuada gestión de las contrataciones, pues en esta entidad, hay una continuidad en su organización y funcionarios que seguramente se acerca a los dos lustros. Si esto se presenta en esta importante entidad, ¿cuál será el panorama en otras entidades con presupuestos importantes pero sujetas a los vaivenes políticos o en otras con presupuestos irrisorios?

Entendí la conclusión planteada como parcial y ciertamente preocupante, por ello, busqué algo más de información y me encontré con Control, Boletín Institucional N° 31, de marzo de 2015, publicado por la CGR. En este documento, páginas 6-8, se trata del tema bajo análisis y nos da una muestra más precisa del informe referido. Así, se formula la pregunta de ¿Cómo reducir los resultados desfavorables para el Estado en el arbitraje?, y la contesta con cuatro puntos específicos:

  1.  Mejorar la capacidad de gestión efectiva de los procesos de contratación en el Estado, evitando potenciales controversias por situaciones que por lo general le son imputables.
  2. Reforzar las áreas encargadas de las contrataciones para minimizar las deficiencias en el proceso de selección y promover una mayor coordinación con las áreas involucradas en el seguimiento a la ejecución de los contratos.
  3. Fortalecer la defensa de los intereses del Estado con especialistas capacitados que dominen temas sobre contratación pública, arbitraje y derecho administrativo. Los procuradores también deben dominar estos temas.
  4. El desarrollo del arbitraje debe ser público y transparente para que las instituciones competentes y la ciudadanía ejerzan control sobre la responsabilidad que tienen los árbitros en la solución de los conflictos.

Este último punto, me parece también fundamental y ha sido incluso de mucha relevancia en el arbitraje internacional de inversiones extranjeras, motivo por le cual se han implementado algunas mediadas para transparentar el arbitraje. Sin embargo, la CGR no parece estar muy al tanto de que las medidas de transparencia y de control de los árbitros se reducen a la publicación del Laudo Arbitral y el recurso de anulación, sumamente acotado y restringido por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

También se señalan las principales controversias discutidas en el arbitraje. Veamos el siguiente gráfico:

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Por último, ya pude revisar el Resumen Ejecutivo del Estudio efectuado por la CGR y muestra un panorma más complejo. Creo que yerra al afirmar que la publicación en el SEACE de los Laudos es una obligación de los árbitros que ya se está cumpliendo.

Merece la pena leer este estudio, comprenderlo, analizarlo y debatirlo.

 

 

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¿Solo el Estado hace las cosas mal en materia de arbitraje?

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Un último artículo de Alfredo Bullard en El Comercio me ha permitido sacudirme del embrujo y apasionamiento de los temas en los que trabajo hoy y volver a la otra pasión que me anima y dio a luz este blog: el arbitraje. Se titula, con engañosa parquedad, Cuando se hacen las cosas bien (dar click para acceder al artículo de Alfredo Bullard). Y es que, en concepto del autor, desde el Estado normalmente se hacen mal las cosas, a diferencia del sector privado (entendiendo por este al conglomerado de corporaciones) en el que, normalmente, se harían bien. Esta premisa, desde mi punto de vista, es errada, al igual que es errado el prejuicio de que en el Estado solo encontraremos “funcionarios públicos y abogados administrativistas despistados”. Se trata de una mirada puramente ideológica, aunque no accidental.

Coincido en plenitud con la afirmación del autor respecto a que los resultados positivos que en materia de arbitraje puede lograr el Estado se sustentan en lograr articular una estrategia de defensa congruente y, sobre todo, fundamentada, para lo cual es necesario contar con una asesoría legal y técnica de primer nivel. En ese sentido, luego de hacer un análisis costo-beneficio, seguramente las sumas y restas tendrán un saldo positivo por los resultados que puedan obtenerse en el arbitraje. Y quizá, en materia de arbitraje de inversiones, los buenos resultados que destaca, hayan tenido su punto de partida en la decisión de crear el “Sistema de Coordinación y Respuesta del Estado en Controversias Internacionales de Inversión”. Es más, creo que en materia de contratación pública debería crearse un sistema altamente especializado de defensa del Estado en materia de arbitraje, claro que con sujeción al presupuesto (exiguo) de la mayoría de entidades públicas, realidad que Bullard parece desconocer profundamente. Sin embargo, discrepo con la conclusión que identifica a esta falta de asesoría como causa fundamental y hasta única para que el Estado no pueda “exhibir un ránking tan espectacular” en el arbitraje estatal doméstico. Hay otras causas tan o quizá más importantes para esos resultados, pudiendo destacar entre ellas las redes de corrupción tejidas sobre la base de principios propios del arbitraje y la falta de controles sobre los árbitros (las noticias de estos días me dispensan de tener que explicar este punto). Esto es algo que los abogados “privatistas”, miopes real o interesadamente, no quieren ver.

En materia de inversiones, lo primero que debe tenerse en claro es que se requiere de un nivel de estabilidad jurídica en el país receptor, que garantice que si los inversores fueran realmente afectados, sean compensandos económicamente, para lo cual el recurso al arbitraje es una herramienta fundamental. En este campo el derecho debe regular las conductas de las dos partes: del inversor y del Estado receptor, a fin de garantizar que las inversiones sean eficientes y sustentables, lo que desde la perspectiva del inversor implica que sea rentable y desde la perspectiva del Estado receptor implica que las inversiones generen realmente un desarrollo integral como país. Bullard resume su postura ideológica sobre el particular, concluyendo que el Perú tiene resultados “espectaculares” en sus arbitrajes (esto habría que estudiarlo con detenimiento y mayor profundidad) “porque nos portamos bien y porque nos defendemos bien”. Esta frase me suena ciertamente pueril, pues parece que el Estado receptor de inversiones es como un “niño” y el requisito para que no sea “castigado” es que se “porte bien”. Solo si se porta bien, podrá defenderse bien. Y destaca algunos países, entre ellos Argentina, como “niños malcriados”, orientados a incumplir sus obligaciones. Juan Pablo Bohoslavsky, abogado argentino tiene un trabajo muy interesante sobre este particular en el que nos muestra el tema con mayor complejidad; en él, primero, cuestiona la inmutabilidad del dogma que sustenta la ecuación economicista inversiones extranjeras directas = beneficios múltiples y diversos para el país receptor (algo que también ha hecho Joseph Stiglitz), pues señala que “existe evidencia empírica contradictoria acerca del impacto que las inversiones extranjeras generan en el país que las aloja”, habiendo casos en los que no solo no generaron efectos positivos, sino que “de hecho perjudicaron netamente al país” (p. 17).

En segundo lugar, destaco la afirmación de Bohoslavsky que bajo los Tratados Bilaterales de Inversiones (TBIs), “la conducta soberana está sujeta a un control obligatorio, lo que hace que esos tratados sean normas que típicamente conforman el llamado derecho administrativo global. Por ese motivo, las normas jurídicas que regulan el poder estatal y su control deben jugar un rol preponderante en los arbitrajes de inversión: no son arbitrajes comerciales entre sujetos privados sino que involucran poder soberano (Van Harten y Loughlin, 2006), con lo que las normas de derecho público y su traducción jurídica global deben ser observadas por los árbitros (Kingsbury y Schill, 2009). Estas consideraciones técnicas pretenden significar que los principios regulatorios comunes, de hecho, forman parte del derecho internacional que los árbitros deben observar cuando definen el derecho aplicable en las disputas por inversión” (p. 66). Por tanto, el arbitraje en materia de inversiones es una manifestación del arbitraje público a nivel internacional, como el arbitraje de contratación pública lo es a nivel doméstico, y debe considerar las dimensiones política, social, económica y ambiental, justamente para balancear los intereses en disputa (p. 70).

Estos temas no son vistos por los abogados “privatistas” más ilustres, insisto que por miopía real o aparente. Y, por supuesto, muestran que ni siquiera en materia de inversiones basta una contratación de los mejores abogados para la defensa del Estado, sino que se requiere de regulaciones más atentas a la realidad y no solo pensadas en función al concepto de lucro.

En el ámbito doméstico, el Perú es un país de vanguardia, pues incorporó en 1998 el arbitraje como jurisdicción exclusiva para la solución de las controversias en materia de contratación pública. Esta decisión acertada hay que mejorarla y hasta protegerla con regulaciones que lo distingan como un arbitraje distinto al arbitraje comercial y que considere las mismas dimensiones antes señaladas. Las consecuencias nefastas que hoy podemos apreciar en muchos arbitrajes fortalecen los argumentos para incorporar mayores mecanismos de control de la actuación de los árbitros y mayores niveles de tutela efectiva del debido proceso y el respeto al ordenamiento jurídico, que protejan a las dos partes involucradas: la entidad pública y el contratista.

Hace algún tiempo atrás, el Centro de Arbitraje de la Pontificia Universidad Católica del Perú elaboró un Estudio sobre Laudos Arbitrales en el que concluía que “El 74.8% de las controversias se originan en ineficiencias o incumplimientos del propio Estado”. Esto muestra, si se tiene evidencia empírica que sustente esta cifra, que hay que trabajar seriamente en mejorar y fortalecer capacidades entre los funcionarios del Estado, lo que sin una burocracia meritocrática será imposible. Este estudio nos entrega otras cifras: El Estado “gana” 24.8% de los arbitraje, pues no recibe condena alguna. Esta conclusión no resulta sólida, pues se diría que ganar es igual a no perder o, incluso, a perder en una controversia puramente jurídica. La pregunta que cabe hacer es cuándo el Estado gana efectivamente un arbitraje y si en esos casos el contratista resulta obligado a pagar algún monto por daños ocasionados al Estado (y a través de él a sectores vulnerables de la sociedad), más allá de los costos del arbitraje. La siguiente conclusión también es discutible, al menos en el enfoque que se le da: “Cuando el Estado pierde no pierde siempre el 100% (Solo un 35.4% es condenado a pagar del 81% al 100% del monto de la controversia)”. ¿Es esto un buen signo para el arbitraje?

Tenemos, entonces, tanto a nivel internacional como nacional, la tarea pendiente de que las relaciones entre los Estados y los particulares se regulen de mejor manera, resguardando a los particulares del abuso o la arbitrariedad estatal, pero también cautelando el interés público que subyace a la actividad estatal, de la corrupción, que tiene dos caras: el particular corruptor y el funcionario público corrupto. Un arbitraje con los niveles de control adecuados es una herramienta poderosa para ello.

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