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Árbitros

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Transcribo un artículo de Juan Pablo Bohoslavsky, Investigador de la Universidad de Nueva York, publicado en el diario argentino Página 12.

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Árbitros

El andamiaje jurídico moderno de protección de las inversiones extranjeras está montado sobre el sistema de arbitraje, siendo el Ciadi el más conocido y extendido. Los árbitros deciden sobre las demandas que los inversores extranjeros presentan contra los países que las alojaron y presuntamente frustraron de manera ilegítima.

A diferencia de lo que ha ocurrido con el comercio mundial, que ha sido detalladamente regulado por la Organización Mundial del Comercio, las reglas jurídicas formales aplicables a las inversiones extranjeras son prácticamente inexistentes. Es por eso que los árbitros mismos han tenido que desarrollar esas pautas, que se encuentran en permanente evolución.

Quiero mencionar una de las ineficiencias que ese sistema de arbitraje ha demostrado padecer, en cuya corrección se juega la sustentabilidad del propio sistema de protección de los derechos de los inversores: si todas las partes no creen en sus bondades, el sistema simplemente no puede funcionar para siempre. Se trata de la rigidez con que los árbitros interpretan los contratos que vinculan a los inversores con los gobiernos. Las regulaciones y políticas públicas, aun cuando no sean arbitrarias, pueden afectar las inversiones extranjeras. Por ejemplo, cuando las normas de protección ambiental se tornan más rigurosas. O cuando, para superar una situación extraordinaria se dictan normas de emergencia, como sucedió en Argentina luego de su colapso en 2001, o en numerosos países asiáticos al derrumbarse sus sistemas financieros y bancarios en los ‘90. Salvo contadas excepciones, tal como lo demuestran los laudos del Ciadi que castigaron a Argentina en el sector del gas, la situación de emergencia nacional no ha permitido al país acceder a un reajuste de los derechos y obligaciones de las partes involucradas en esas inversiones.

La manera de calcular las indemnizaciones tampoco ayuda. Como se suelen reconocer los daños y las ganancias proyectadas que finalmente no se pudieron obtener, eso significa que el inversor estará en la misma posición que si hubiera realizado la totalidad de la inversión y el negocio hubiese funcionado perfectamente durante todo el período de la inversión. No es casual que la Agencia de Seguros de Depósitos Federales de Estados Unidos no paga intereses futuros. Se presume que el afectado, una vez que cuente con el dinero, lo aplicará a otra actividad productiva y rentable.

Todo esto puede generar estímulos perversos, tanto en los inversores como en los gobiernos. Por ejemplo, los inversores se ven tentados a demandar antes que renegociar y reajustar los contratos. También lleva a que busquen deliberadamente proyectos de alto riesgo político, pues existirán mayores probabilidades de que se produzca la contingencia y se lleven todas las ganancias proyectadas, pero anticipadamente y sin trabajar. Adicionalmente, no se prioriza la prudencia en la administración del negocio (usualmente vinculados a recursos naturales o servicios públicos), ya que los árbitros analizan exclusivamente el comportamiento de los Estados –no de los inversores– a la hora de decidir las compensaciones. Por su parte, los gobiernos se vuelven reacios a realizar modificaciones regulatorias, aun cuando de esa manera promoverían el interés público o beneficiarían intereses económicos más generales.

Si comparamos la rigidez con la que los árbitros suelen interpretar los contratos de inversión extranjera con la extensión en la que los jueces de los países industrializados permiten a esos gobiernos modificar los derechos de las empresas fundados en el interés público, surge un notable desfasaje. En Estados Unidos y la Unión Europea es mucho más lo que les está permitido hacer a los gobiernos (cambios en la regulación) que lo que los árbitros internacionales le permiten a los países en desarrollo. Dicho desfasaje se presenta incluso en el mismo ámbito de la economía mundial: cuando se trata de deudas financieras, en mayor o menor grado, los clubes de París y Londres entienden que las crisis fuerzan a modificar las condiciones contractuales originales, nada de lo cual suele permitirse a los Estados cuando se trata de inversiones.

Si el diagnóstico realizado en esta nota es correcto, debería llevar a Argentina, que viene jugando un rol central como demandado en el sistema de arbitraje, a modificar sus Tratados Bilaterlaes de Inversiones (TBI). Eso no significa que los deba denunciar. Sí en cambio debería promover la incorporación de reglas claras en esos TBI, que aseguren un equilibrio entre la “santidad de la letra de los contratos” y los intereses públicos involucrados al momento de implementarse una nueva regulación en el país que aloja las inversiones.

Argentina debería aprender de sus propios laudos y promover cambios en los TBI en la dirección señalada, caso contrario, pensando a mediano y largo plazo, la rigidez con que los árbitros castigan al país no encontrará más límite que el trabajo que puedan hacer los abogados que representan al Estado en el Ciadi. De esa manera se pierde la dimensión política de esta cuestión legal, y por inercia se repiten errores de los ‘90.

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