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Sobre “El camino a la desigualdad”, de José Esteve Pardo (Parte 1)

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A finales del año 2023 se publicó, por la editorial Marcial Pons, y de manera simultánea en Buenos Aires, Madrid, Barcelona y Sao Paulo, “El camino a la desigualdad. Del imperio de la ley a la expansión del contrato”, libro escrito con una prosa de gran estética sin dejar la maestría técnica, por José Esteve Pardo, profesor español muy destacado de Derecho Administrativo.

En esta ocasión, me permito intentar hacer una reseña, algo extensa, del referido libro. Se trata de un libro jurídico, claro, aunque propuesto también desde una perspectiva multidisciplinaria, que abarca la filosofía, la política, la economía, la sociología.

Debo, en primer lugar, llamar la atención por los muy precisos epígrafes elegidos por el autor y que, desde el Derecho, la literatura o la música, nos presentan cada uno de los capítulos. Se trata de una cuidadosa selección de textos que, desde una mirada desencantada de la realidad, nos adentran en las ideas que se exponen luego.

Una crítica constructiva, dirigida más bien para la editorial, es que es evidente la ausencia de un prolijo trabajo de corrección, pues no son infrecuentes las erratas que pueden encontrarse.

El libro contiene cinco capítulos, además de la introducción y el epílogo.

En la Introducción, Esteve Pardo nos plantea de inicio lo que constituye el eje medular del libro: la relación conflictiva entre la ley (el estatuto) y el contrato (autonomía de la voluntad) como criterios organizadores de las sociedades a lo largo de la historia. Evidentemente, se refiere a la historia de lo que se puede denominar el mundo occidental, agregando además a América Latina, como ámbito geográfico de influencia occidental.

Destaca que, luego de la segunda guerra mundial, se generalizó en Europa el denominado “Estado social”, que se construye “sobre una serie de leyes que desarrollan y concretan derechos sociales establecidos por las constituciones”; de ese modo, los servicios públicos y las prestaciones a cargo de ese Estado social se rigen por leyes y reglamentos, que establecen el estatuto legal “del que derivan sus derechos y obligaciones”. Afirma, entonces, que el siglo XX, al menos en su segunda mitad, fue “el siglo de la ley” (página 15).

Esa tendencia empezó a invertirse con el cambio de siglo, pues hoy se asiste “a una expansión galopante del contrato que no solo ha recuperado espacios, sino que ha conquistado territorios hasta ahora situados en la exclusiva órbita de la regulación legal” (página 15), aunque “ese contraataque ha ido mucho más lejos”, pues “no solo está desmantelando el entramado legal del Estado social, sino que se adentra de lleno en la estructura interior del Estado de Derecho, deconstruyéndola también en muchos espacios” (página 16).

Esteve Pardo afirma que “el contrato no es ningún virus, ningún demonio”, pues al contrario “ha sido y es un formidable instrumento de progreso para la articulación de las relaciones personales, sociales, económicas”, pero lo que cuestiona es si “no se está adueñando de espacios que no le corresponden según el diseño constitucional, espacios donde se desenvuelven las funciones más nucleares del Estado y situados por ello bajo el imperio estricto de la Ley” (páginas 18 y 19).

El Capítulo I se sintetiza en la frase con que se cierra: “Lo relevante, y disruptivo, de la expansión del contrato en el presente siglo es que está ganando espacios del Estado infiltrándose en sus circuitos internos” (página 55).

Nos recuerda Esteve Pardo que fue el movimiento liberal que se inició “con las revoluciones burguesas de finales del XVIII y principios del XIX el que da al contrato su mayor impulso, hasta convertirlo en el principal instrumento del tráfico jurídico y de su articulación social. Se produce entonces una de las transiciones que a lo largo de la historia se han dado desde el estatus al contrato” (página 28).

Nos indica que “el estatus vendría a equipararse a la ordenación legal que se impone a la disponibilidad individual”, aunque ahondando afirma que “la idea de fondo que subyace a la noción de estatus es la de vinculación” a un grupo, por ejemplo, familia o estamento (página 29). Y el contrato ha logrado la desvinculación de los individuos de esos regímenes estatutarios, emancipándolos y permitiendo que se conviertan “en nuevos sujetos del tráfico contractual que se ensanchaba a su vez con la entrada en él de nuevos bienes” (página 30).

Sin embargo, la misma burguesía liberal que destruyó los regímenes estatutarios, ensalzó a la ley “Como expresión democrática de la voluntad general y como manifestación de la razón” (página 30) y que, a través de la codificación, “fijaron un marco muy definido de los contratos” (página 31), siendo que durante el siglo XIX, desde la legislación y también desde las facultades de Derecho se fue cuestionando la regulación de esos códigos que privilegiaban los intereses de la burguesía, “precarizando por contra la posición de la clase trabajadora y los desposeídos” (página 33).

Luego, la doctrina de la causa destacó el componente objetivo del contrato frente a una visión exclusivamente subjetivista, abriéndose “a la visión de los aspectos materiales de equivalencia de prestaciones” (páginas 35-36).

Un episodio que se destaca en el libro es el de las pugnas que enfrentó el ex presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Roosevelt, para instaurar su “New Deal”, pues su principal obstáculo fue la Corte Suprema. Sin embargo, el Estado Social y de Derecho tuvo su impulso más importante en la Europa luego de la segunda guerra mundial. “El gran instrumento de realización del Estado social es la ley […] Es al legislador al que corresponde decidir entonces si las prestaciones que requieren los derechos sociales han de recaer sobre el sector público o si se encomiendan también, y en qué medida y con qué garantías, al sector privado” (páginas 43, 44).

En esa línea, la evolución de la dialéctica entre la ley y el contrato, que en el siglo XX mostró el predominio de la primera, en el siglo XXI da cuenta de “una expansión rampante del contrato, con una potencia y capacidad de penetración como no se había conocido antes” (página 48).

El Capítulo II desarrolla, primero, cómo el contrato se ha convertido en un importante productor de normas. En este punto, Esteve Pardo afirma que la autorregulación tiene como una de sus principales funciones la función normativa, es decir, la producción de diversas normas: “desde las normas técnicas, que dominan todos los sectores tecnológicos y la regulación de riesgos, hasta los códigos éticos que establecen sus referencias sobre todo en los complejos territorios de vanguardia donde la ética y la moral se tornan borrosas. Todo el flujo abundante de la autorregulación normativa […] mana de la fuente de la autonomía de la voluntad. Son normas resultantes de acuerdos o convenciones que ordinariamente alcanzan asociaciones y agrupaciones diversas (página 58).

Ahora bien, afirma que el carácter vinculante de esas normas privadas de origen contractual lo dota el mercado, la propia sociedad. “No son consideraciones y condiciones de legitimidad en términos democráticos, sino la propia operativa del mercado la que presiona por disponer de normas unificadas que, de hecho, por ser normas únicas, acaban teniendo fuerza vinculante general”, saltando a la vista que los mercados “han consumado procesos de unificación normativa con una velocidad y eficacia muy superiores a las de los poderes públicos en procesos similares” (página 60).

Luego, en ese mismo capítulo, nos presenta diferentes casos de lo que denomina la infiltración del contrato en el aparato ejecutivo del Estado. Empieza planteando la idea de que la Administración Pública se ha pluralizado en diferentes administraciones autónomas, que se relacionan entre ellas a través de “convenios”; es decir, la red de estas administraciones pública se teje sobre la base de esos convenios que tienen una naturaleza contractual. Este proceso en el Estado habría seguido al que se vivió en el ámbito privado por el que las empresas se reorganizan en pequeñas empresas que luego se relacionan contractualmente y facturan entre ellas. El Estado deviene en un ente negociador; una de las actividades en las que esto se muestra de manera evidente es la de los servicios públicos, que se han “despublificado” y se han entregado “al mercado y a la libre competencia entre operadores, con la consecuencia de que la relación entre prestadores y usuarios se ha convertido en una relación genuinamente contractual desplazando el régimen estatutario, ordenado rigurosamente por la ley” (página 65).

Explora después el terreno de lo que denomina “justicia negociada”, situación que se presentaría con la incorporación de elementos convencionales en lo que se llama “resolución de conflictos”, pareciendo dejar de lado la “administración de justicia” que habría sido, al menos en el ámbito de la cultura occidental, una función del poder público.

Sin embargo, reconoce que a lo largo del tiempo ha sido posible que, por acuerdo de voluntades, las partes de un conflicto eviten la jurisdicción ordinaria, recurriendo a medios convencionales sea autocompositivos o heterocompositivos; destaca entre ellos el arbitraje, medio heterocompositivo más extendido. En ese caso, la decisión, “el laudo, que adopte el árbitro o el tribunal arbitral recibe toda su fuerza del contrato compromisorio de arbitraje que las partes han concluido previamente” (página 69). En este punto la experiencia peruana con el arbitraje en contratación pública quebraría de alguna manera esa perspectiva puramente contractualista del arbitraje, tomando en consideración que la propia Constitución Política del Estado reconoce que el arbitraje es una jurisdicción independiente.

Esteve Pardo afirma que le llama la atención “la presión desde instancias públicas europeas y nacionales para fomentar esos métodos alternativos y desistir de la vía jurisdiccional”(página 69). En este punto, al menos en el caso del arbitraje en la normativa de contratación pública peruana, fue voluntad política del legislador el que las controversias que se suscitaran en ese ámbito se resuelvan casi exclusivamente mediante arbitraje, quedando unas pocas materias respecto a las que debería acudirse al Poder Judicial. Si esta decisión obedeció a una presión externa, lo cierto es que hoy ya constituye una política del Estado aceptada y que es objeto de modificaciones frecuentes.

Después el autor se aboca a los denominados “contratos procesales”, los que considera como una verdadera feria “con sus diversas casetas o stands: el de los hechos, el de las medidas cautelares, el de los recursos, el de las pruebas, el de los medios de ejecución, y cualquier otro sobre trámites o acciones procesales” (página 70). De esta manera, el contrato se adentra ya “en la órbita del proceso jurisdiccional” (página 71), aunque en este caso, “No solo hay un tránsito, uno más, de la ley […] al contrato, a los contratos, que concluyen las partes, sino que hay también una migración física del centro de actuación: de la sala del tribunal al bufete de abogados en el que los contratos procesales se redactan, muchas veces atendiendo a los intereses de una de las partes —ordinariamente la poderosa, el cliente— como puede ser una compañía de seguros para la que puede diseñarse toda una gama de contratos para los procesos judiciales en los que pueda verse incursa”(página 72).

Otro tema que desarrolla es el correspondiente al ámbito del proceso penal, en el que la negociación, el acuerdo, el contrato han entrado. “Las negociaciones y acuerdos, conformidades, no se entablan aquí entre dos sujetos privados […] sino entre un sujeto privado, el acusado, y un órgano defensor de la legalidad y los intereses generales, el Ministerio Fiscal” (página 73), considerando como justificante la eficiencia. Esto lo tenemos también en el Perú con todas las ventajas que se han destacado de la figura de la “colaboración eficaz”, pero también con todos los cuestionamientos que se dirigen contra esa figura y los efectos que está suscitando.

Sin embargo, con el criterio de eficiencia “Solo hay un sujeto que puede verse perjudicado con la opción por la vía de la negociación y el acuerdo: el inocente, quien así habría sido declarado tras la tramitación completa del proceso, pero que aceptó una condena en una negociación en la que pudo verse forzado a entrar ante el temor de una pena superior” (página 74).

El último eje que aborda es el de la disponibilidad y contratación sobre derechos fundamentales. Afirma que el contrato no ha lanzado “un ataque aparatoso y violento para adentrarse en ese nuevo bastión, el de los derechos fundamentales. Tampoco se apoya en una base doctrinal que propugne la contractualización de los derechos fundamentales, ni en una reivindicación política o social con esa orientación. Inadvertidamente, el contrato se introduce por cualquier rendija, como la que pueda ofrecerle un equívoco artificio dogmático. En este caso, la distinción entre titularidad y ejercicio de los derechos”, distinción que puede darse en el espacio Derecho civil, pero cuya extensión a los derechos fundamentales resulta más que cuestionable” (página 78).

Uno de los aspectos que más cuestiona es que la autonomía real muestra en verdad que existen diversas condicionantes de esa libre autodeterminación y en el plano contractual, en el acuerdo voluntades autónomas, se producen situaciones de desigualdad o de claro dominio de una parte desde una posición negociadora más fuerte. Por ello, “con el Estado social se desarrolla otra concepción, material, de la autonomía de la voluntad, que requiere de una serie de derechos que dispensan cobertura a las posiciones débiles y por eso se considera entonces que la extensión horizontal de esos derechos a las relaciones privadas no atenta contra la autonomía de la voluntad, sino que, antes bien, la hace realmente efectiva”(páginas 84-85).

El Capítulo III, que se abre con el epígrafe más interesante a mi criterio, busca explicar las causas de la expansión contractual, precisando que el contrato “se propaga porque se incrementa el número de sujetos que lo utilizan y, sobre todo, porque se fortalecen sus fibras subjetivas, la autonomía de la voluntad o el poder de disposición. También el contrato se expande paralelamente a la ampliación de su base objetiva, al ofrecerse nuevos objetos susceptibles de contratación” (páginas 87-88).

En esa línea, afirma Esteve Pardo, que resulta trascendente y novedosa la emergencia de nuevos tipos de sujetos. “Entre ellos se cuentan los mayores poderes económicos del mercado, las mayores empresas del mundo, que hacen de la contratación el eje prácticamente exclusivo de su actividad, aprovechando al máximo las posibilidades tecnológicas que ofrecen las plataformas desde las que se desarrollan esa actividad. A diferencia de lo que ocurría en la era industrial, el gran poder económico no se alcanza hoy con la acumulación de capital y la detentación de bienes, sino mediante el dominio en los circuitos de la contratación, promoviendo de manera masiva los contratos y transacciones entre los que siguen creyendo en la titularidad sobre bienes y patrimonios personales” (página 88).

Sin perjuicio de lo anterior, destaca que “las novedades relevantes del elemento subjetivo están en lo cualitativo, en su potenciamiento: en la afirmación cada vez más radical de la subjetividad, de la individualización, de la autonomía de la voluntad, de la autodeterminación personal. Es algo que se advierte en la progresiva relajación de los vínculos comunitarios, estatutarios, que todavía quedaban y la imposición de la voluntad individual como único canon” (página 89), tan es así que ahora “Se contrata la vida y se contrata la muerte” y “Una tupida trama contractual se ha desarrollado así en el interior de la familia, individualizando posiciones, derechos y obligaciones que antes venían dadas en un régimen estatutario, no contractual” (página 94).

En línea con ese marcado desencato por el desarrollo social, resulta importante también su planteamiento de que “el dominio de lo general […] es el espacio propio de la ley, que decae ahora y se ve desbordada por la expansión de las individualidades que tienen en el contrato su principal instrumento de relación” (página 99).

Nuevamente, se adentra en el tema de la desvinculación de sujetos y objetos de sus “estatutos”. Afirma, por ello que en la actualidad, “la desvinculación tiende a conectarse instrumentalmente con la titulización […] En el sector privado esa desvinculación se ha realizado sobre todo a través de operaciones de ingeniería contractual y financiera. Un ejemplo lo ofrecen los llamados contratos de swaps […] y otros con una operativa similar, como los futures y options”(página 100).

Esta desvinculación ha alcanzado también los espacios del quehacer público. Así, los Estados “han promovido políticas y legislaciones que admiten y promueven la desvinculación y la titulización para crear o potenciar un mercado en el que esos títulos se negocian” (páginas 100-101) y es que “la legislación ya había permitido la transmisibilidad de títulos administrativos, sobre todo autorizaciones y concesiones, requiriendo simplemente para ello la transparencia y la transmisión y el conocimiento de la misma por parte de la Administración que inicialmente otorgó el título que ahora se transmite […] Se trata de un mercado que se organiza en dos fases […] En la primera fase se realiza la asignación de títulos por una autoridad pública con arreglo a un procedimiento determinado y aplicando criterios objetivos […] de adjudicación […] Una vez realizada la asignación pública se permite, en la segunda fase, la negociación y transmisión de esos títulos, siempre que sea transparente y con el conocimiento de la autoridad administrativa” (página 101).

Un ejemplo de esto último sería el de los certificados que autorizan a determinada persona o empresa a contaminar ciertas cuotas. Dicho certificado sería transmisible.

A fin de no extenderme más, publico esta primera parte y luego haré la reseña de los Capítulos IV y V, así como del Epílogo, que publicaré en un siguiente post.

 

 

 

Una mirada crítica y objetiva de la modificación de la Ley de arbitraje

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El 24 de enero de 2020 se publicó en las Normas Legales del Diario Oficial El Peruano el Decreto de Urgencia Nº 020-2020 (DU 020), que modifica la Ley de arbitraje (LA), aprobada mediante Decreto Legislativo Nº 1071. Esta norma fue publicada días después de que el cotarro arbitral peruano, casi exclusivamente ubicado en Lima, criticara, casi sin análisis, la “injerencia” estatal en este mecanismo de solución de controversias “privado” por antonomasia.

Algunos días después de que se publicara el DU 020, se hizo una publicación en la que se lamentaba esta medida pues “desalentaría” las inversiones. El argumento por el que se señalaba esto era, en síntesis, que la LA peruana era una moderna y excelente Ley, pues seguía el modelo establecido por la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI) o UNCITRAL (por sus siglas en inglés). Al leer ese comunicado creí que las modificaciones habrían sido realmente graves o sustanciales. Los interesados puede acceder al texto de la Ley Modelo de la CNUDMI sobre Arbitraje Comercial Internacional y apreciarán que, como su título lo indica, es una norma “modelo”. Y entre otros textos publicados en esa web, podrán encontrar también, algo que el dogma ya antiguo de la “confidencialidad” en el arbitraje, proscribía como concepto en los inicios del arbitraje en la contratación estatal en el Perú, que es la aplicación del principio de transparencia. Y es que en el ámbito internacional, los arbitrajes en los que interviene el Estado (específicamente los arbitrajes sobre inversiones) han generado como demanda la regulación de una necesaria aplicación de ese principio; de ese modo, el 2014 entró en vigor el Reglamento de la CNUDMI sobre la Transparencia en los Arbitrajes entre Inversionistas y Estados en el Marco de un Tratado. En este último caso, ya no estamos frente a un “modelo” sino estamos frente a una norma que se aplica de manera vinculante a esos arbitrajes. ¿La LA peruana está en línea con esos requerimientos vigentes de transparencia o sigue apostando por un dogma desvencijado?

Ya pasados unos días, creo necesario desarrollar un análisis racional de esta norma y evaluar si las modificaciones efectuadas constituyen una medida de solución respecto a alguna problemática, y si, en todo caso, serán efectivas. Antes de ello, pego aquí un cuadro comparativo de las modificaciones efectuadas, añadiendo si en la normativa de contrataciones del Estado se encuentra alguna regulación especial sobre el particular.

El Decreto de Urgencia 020 bajo análisis establece en su artículo 1 que las modificaciones efectuadas tiene por objeto “impulsar las políticas públicas nacionales y sectoriales dirigidas a definir y optimizar la participación del Estado en los procesos arbitrales”. Por tanto, esta norma reconoce, primero, que el Estado peruano participa de manera recurrente en arbitrajes, sean nacionales o internacionales; segundo, de manera implícita señala que su participación no resulta  positiva o eficiente, y, tercero, que requieren establecerse mejoras para lograr una mejor participación y, por tanto, ejercicio de la defensa de sus intereses. Y esto resulta plenamente comprensible, toda vez que el Estado peruano tuvo la osada decisión de que sus controversias contractuales se diriman en arbitrajes incluso a nivel nacional, medida que no tiene parangón alguno en el ámbito internacional. Así, al menos de manera aparente, esta norma podría estar pensada y desarrollada a partir de una experiencia real.

Cabe preguntarse sin embargo si existen “políticas públicas nacionales y sectoriales dirigidas a definir y optimizar la participación del Estado en los procesos arbitrales”. La respuesta es rotunda: No. Quizá con la designación del nuevo procurador general del Estado pueda empezarse a trabajar, en serio, políticas públicas para el ejercicio de la defensa del Estado en arbitrajes nacionales e internacionales.

Un asunto sumamente relevante que no ha sido abordado en este DU es el de la aplicación temporal de estas modificatorias. En primer lugar, no se indica desde qué momento entra en vigencia el DU; por tanto, conforme al artículo 109 de la Constitución Política del Estado, “La ley es obligatoria desde el día siguiente de su publicación en el diario oficial, salvo disposición contraria de la misma ley que posterga su vigencia en todo o en parte”. Por tanto, el DU está vigente desde el 31 de enero de 2020. Sin embargo, ¿se aplica a todos los arbitrajes o solamente a los que se inicien desde la fecha de entrada en vigencia? No se ha señalado nada sobre el particular, razón por la que debería seguirse el mismo criterio que establece la Segunda Disposición Transitoria de la LA que establece, contrariu sensu, que se regirán por esa Ley las actuaciones arbitrales cuando la solicitud de arbitraje se haya presentado en la fecha de entrada en vigencia de la LA o de manera posterior. En otras palabras, estas modificaciones serían aplicables a los arbitrajes que se hayan iniciado desde el 31 de enero de 2020.

Ahora bien, el DU 020 modifica 7 artículos de la LA e incorpora un artículo a esta. Además, incluye dos disposiciones complementarias finales. Hay que recordar que la Ley de Contrataciones del Estado (LCE) y su Reglamento (RLCE) regulan de manera especial el arbitraje para el caso de los contratos bajo el ámbito de su aplicación. Y, conforme al artículo 45.11 de la LCE, la LA es de aplicación supletoria; por tanto, estas modificaciones tienen (o podrían tener) incidencia también en el arbitraje en contrataciones del Estado. Por otro lado, no debe confundirse la “contratación pública” con las “contrataciones del Estado”; estas últimas son un régimen entre varios otros regímenes que conforman el sistema de contratación pública, régimen que cuenta con un arbitraje especializado y regulado por sus propias normas.

Modalidad y tipo del arbitraje

La norma bajo análisis agrega un numeral al artículo 7 de la LA, a fin de señalar que en los arbitrajes en los que una parte sea el Estado, la modalidad de dichos procesos será la denominada “institucional”. Solo podrá ser “independiente” (ad hoc) cuando el monto de la controversia no supere las 10 UITs. La pregunta es cuál fue el criterio para establecer este límite, ¿por qué no se reguló de manera congruente con lo que se hizo en contrataciones del Estado que tiene un límite bastante mayor? Esto da cuenta de un defecto recurrente en nuestra actividad legislativa y regulatoria: la falta de congruencia y hasta de lógica para el diseño de nuestras normas y “políticas públicas”. ¿Cómo explicar que en algunos casos podrán acordarse que los arbitrajes sean “ad hoc” hasta 5 millones de soles y en otros casos solo hasta 42 000? No encuentro lógica a esta divergencia, pero si existiera alguna, esta debería haberse explicado.

En la modificación efectuada se introduce, en relación con el tipo de arbitraje, una variable interesante por la que, en general, el arbitraje con el Estado será de derecho; sin embargo, en el caso de arbitrajes derivados de contratos de Asociaciones Público Privadas y cuando las controversias sean de “naturaleza técnica” podría acordarse que el arbitraje sea “de conciencia”. Sobre este particular, creo que se pierde una magnífica oportunidad para regular (y esa habría sido una modificación importante) el arbitraje técnico, toda vez que el arbitraje de conciencia no es tampoco el adecuado para esos casos. Sobre ese particular escribí varios post anteriores, e incluso la ley de arbitraje colombiana ya lo regula. Esto muestra que la actitud dogmática de ceñirse a lo que hoy existe como tipos de arbitraje (derecho y conciencia) no se modifica, pues pudo haberse introducido el “arbitraje técnico”, lo que podría haberse hecho modificando el artículo 57.

Medidas cautelares

En este punto, la experiencia del arbitraje en contrataciones del Estado muestra que el ejercicio de esta facultad por los árbitros ha sido heterogénea y se han presentado casos realmente abusivos y de una arbitrariedad total. Quizá ello explica que se imponga con la modificatoria del artículo 8 de la LA como requisito para otorgar una medida cautelar la presentación de una Carta Fianza equivalente en monto la garantía de fiel cumplimiento. Esta norma, no existiendo regulación especial en la LCE y el RLCE, resultaría de aplicación supletoria a esos arbitrajes. El problema es que la modificatoria no se hizo de manera atenta a la diversidad de supuestos, pues una contracautela única en cuanto al monto puede ser una limitación grave del derecho de defensa en algunos casos. En todo caso, se requeriría mayor detalle para su aplicación con los matices que la realidad presenta y exige.

Incompatibilidades

Aunque la modificación del artículo 21 es poco más que incomprensible, aún así el resultado es más diáfano que el artículo 231 del RLCE, que regula extensamente los impedimentos para ser árbitro en contrataciones del Estado. Es innegable que frente a todos los casos de conflictos de interés que pueden apreciarse en la práctica arbitral, se necesita una norma que ayude a evitar y sancionar dichos conflictos, pero el párrafo añadido por la modificatoria no añade nada relevante al párrafo ya existente.

Recusación

En el artículo 29, en lugar de añadir un literal independiente, lo más recomendable habría sido añadir un párrafo al numeral 2. Ahora bien, la finalidad de esta modificación es, por lo que entiendo, evitar que los propios árbitros de un Tribunal colegiado resuelvan la recusación en casos de arbitrajes con el Estado, siendo responsabilidad de la Cámara de Comercio respectiva en el caso de arbitrajes ad hoc. Y esto siguiendo la línea de lo que es el procedimiento de recusación en el arbitraje en contrataciones del Estado (artículo 234 del RLCE), en los que es el OSCE el competente para resolver esas recusaciones. Resulta una modificatoria que “institucionaliza” el arbitraje ad hoc en cuanto al procedimiento de recusación; me parece positiva.

Abandono

La incorporación del artículo 50-A me parece quizá la más importante modificación. Y es que la experiencia en el arbitraje en contrataciones del Estado da muestra de una mala práctica por la que se iniciaban arbitrajes que solamente suspendían procedimientos sancionadores o dilataban una situación de inestabilidad en un contrato. Por tanto, resulta destacable que se haya señalado que “En los arbitrajes en que interviene como parte el Estado peruano, si no se realiza acto que impulse el proceso arbitral durante cuatro (4) meses, se declara el abandono del proceso arbitral de oficio o a pedido de parte. Si el arbitraje es institucional, esta declaración es efectuada por la Secretaría General del Centro de Arbitraje. Si el arbitraje es ad hoc, la declaración es efectuada por el/la árbitro/a único/a o el/la presidente/a del tribunal arbitral. La declaración de abandono del proceso arbitral impide iniciar otro arbitraje con la misma pretensión durante seis (6) meses. Si se declara el abandono por segunda vez entre las mismas partes y en ejercicio de la misma pretensión, caduca el derecho”.

Esta norma será de aplicación supletoria al arbitraje en contrataciones del Estado.

Ahora bien, habría sido importante también que se regule qué sucede en el caso que sea el Tribunal Arbitral el que tenga en “abandono” el arbitraje.  ¿Cómo se resuelve esa situación?, ¿qué herramientas tienen las partes para ello?

Confidencialidad

La modificación del artículo 51 establece que los arbitrajes con el Estado son públicos en sus actuaciones y el Laudo, debiendo tenerse en cuenta las normas de transparencia y acceso a la información pública. En este caso se amplía el alcance al establecer que son públicas también las actuaciones arbitrales, lo que no fue previsto en la normativa de contrataciones del Estado.  Sin embargo, la implementación de esta modificación requiere de una criterio racional, que no perjudique el desarrollo del arbitraje. Quizá debió regularse, como en el caso del arbitraje internacional sobre inversiones y en línea con el principio de transparencia más que de publicidad, la posibilidad de que participen amicus curiae, presentando escritos o memoriales para conocimiento del Tribunal Arbitral.

Costos del arbitraje

La modificación del artículo 56, que tendría la finalidad de limitar el pronunciamiento de los árbitros respecto a los costos del arbitraje, aparentemente busca proscribir alguna práctica que se habría presentado.

Sustitución o recusación de árbitros cuyo Laudo fue anulado

Si el Laudo Arbitral fue declarado nulo porque una de las partes no ha sido debidamente notificada del nombramiento de un árbitro o de las actuaciones arbitrales, o no ha podido por cualquier otra razón, hacer valer sus derechos, cualquiera de las partes puede solicitar la sustitución de los árbitros o su recusación. La modificatoria del artículo 65, entonces, parece razonable.

Registro Nacional de Árbitros y de Centros de Arbitraje en territorio nacional

El Decreto de Urgencia 020 crea este registro. No entiendo por qué el afán de crear más y más registros que a la larga son inmanejables. Podría haberse potenciado el Registro Nacional de Árbitros (RNA-OSCE) ampliando sus capacidades y ámbito de aplicación, diversificando los capítulos de ese Registro según el ámbito de aplicación del arbitraje. Hoy el Registro Nacional de Árbitros se sustenta casi de modo exclusivo en requisitos formales (capacitación y experiencia en Derecho Administrativo, Contratación Pública y Arbitraje) y no ayuda a hacer un filtro adecuado. Creo que debió focalizarse la atención en este Registro y ampliarlo y fortalecerlo como un registro único para los arbitrajes en los que el Estado sea parte.

Finalmente, no sé si el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos consultó con profesionales expertos del sector público y el sector privado, o profesionales independientes vinculados al arbitraje, pero estas modificatorias no parecen haberse pensado o trabajado a partir de ese conocimiento y experiencias, sino que dan la impresión de haberse desarrollado solo con buenas intenciones para resolver algunos problemas que existen. Sin embargo, no parecen que vayan a resultar efectivas para conseguir el ambicioso objeto que sustenta el DU 020.

 

¿Es el Derecho de la Contratación Pública un macro Derecho Administrativo Sancionador?

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El Derecho de la Contratación Pública, en tanto rama jurídica que regula una actividad económica de gran importancia, debe lograr que las actividades contractuales del Estado se desarrollen cumpliendo “los principios de objetividad, transparencia, publicidad y no discriminación, para garantizar el establecimiento del mercado interior y evitar que la competencia resulte falseada” (José Antonio Moreno). La normativa de contrataciones del Estado en el Perú, por tanto, debería buscar que las contrataciones del Estado peruano, en sus distintos niveles, se efectúen de manera no solo transparente, sino eficiente; es decir, logrando que la asignación de riesgos y ventajas sea beneficiosa tanto para el Estado como para el proveedor privado.

¿Nuestra normativa tiene esta orientación en su regulación? Claramente, no. Un diseño de una regulación adecuada implica, primero, que se elabore y proponga una política pública sobre contrataciones públicas con la participación de todos los actores, pero con una decisión estatal y gubernamental firme en los objetivos que deben alcanzarse. Y debería constituirse en un marco de incentivos para que los actores se desenvuelvan de manera adecuada y alineada con esos objetivos. Sin embargo, nuestra normativa parece cada vez más el gran código de un procedimiento administrativo sancionador, el mismo que, contrariamente a lo que quizá con buenas intenciones se busca, logra ahuyentar a los mejores proveedores y atrae a los peores, que son los expertos en la trama de reglas formales que deben cumplirse. Al mismo tiempo, la orientación punitiva de nuestra regulación ahuyenta también a funcionarios y servidores públicos competentes y, a los que se quedan, los desalienta respecto a la toma de decisiones relevantes, pues con la presunción de responsabilidades que rige la realidad de este sistema, es menos peligroso seguir haciendo las cosas como se hacen desde siempre, aunque eso sea por demás ineficiente.

El capítulo de infracciones y sanciones es quizá el que mayores modificaciones y más rígidas ha sufrido en los 20 años de la normativa de contrataciones del Estado. ¿Ha mejorado en algo la performance de los proveedores del Estado con estas normas? Creo que no, pues los inescrupulosos siguen participado de la contratación pública activamente, como peces en el agua. ¿La orientación “punitiva” de la regulación ha afectado la contratación pública en general? Sí, eso resulta claro; quizá esto se hace en línea con lo que podríamos denominar como “populismo” jurídico, que pretende calmar las demandas ciudadanas de transparencia y ética, con normas que, formalmente, exigen perfiles o estándares de “santos” o “santas” para puestos que son ejercidos por seres humanos de carne y hueso.

Vale recordar lo que Alejandro Nieto afirma en la introducción a su Derecho Administrativo Sancionador (DAS): los dos cabos del hilo del DAS son “la inevitabilidad de las infracciones y la arbitrariedad de la persecución […] el Derecho Administrativo Sancionador se ha convertido en una coartada para justificar las conductas más miserables de los Poderes Públicos, que sancionan, expolian y humillan protegidos por la ley y a pretexto de estar ejecutándola con toda clase de garantías” (p. 27). Afirma, en cuanto a los ciudadanos, que la inmensa mayoría “son, pura y simplemente, víctimas que soportan resignadamente el peso de una ley que sólo oscuramente conocen. El ciudadano […] sabe perfectamente que está en falta y que su castigo depende exclusivamente del azar y del capricho de la Administración”; y, claro, el ciudadano medio “no puede defenderse: en parte porque se sabe infractor y en parte porque los gastos de la defensa son de ordinario más elevados que la multa. Por ello únicamente se defienden los acosados, los desesperados y los pleitistas vocacionales” (pp. 28, 29). Y en ese escenario, la Administración siempre gana la lotería, pues los que cuestionan sus decisiones son los menos, mientras los que las aceptan con resignación son los más.

La normativa de contrataciones del Estado tiene un total de 15 supuestos de infracción tipificados en la Ley de Contrataciones del Estado, Ley Nº 30225, modificada por Decreto Legislativo Nº 1444. Sin embargo, no se ha clasificado estos supuestos por su mayor o menor gravedad (como sí lo planteaba la Ley Nº 30225 original), sino que directamente se han establecido las sanciones que corresponden a cada uno de estos supuestos; estas sanciones pueden variar entre las multas, la inhabilitación temporal y la inhabilitación definitiva. (En esa modificación permanente del enjambre normativo se dejó en el aire la sanción que correspondería a la infracción de presentación de recursos maliciosos o manifiestamente infundados. No se ha previsto sanción para esta infracción, con lo que no podría aplicarse sanción efectiva).

La clasificación de las infracciones por su gravedad es una determinación política clara de que se quiere desincentivar, con mecanismos adecuados, esas conductas nocivas para la sociedad. De ese modo, las sanciones deberían estar directamente relacionadas con la gravedad de las infracciones. Las multas podrían estar previstas para las infracciones de menor lesividad o, en todo caso, de las que menos consecuencias dañosas tienen o cuya reparación es posible fundamentalmente a nivel material y económico. Por tanto, deberían ser las que aplicara con mayor frecuencia el Tribunal de Contrataciones del Estado.

La inhabilitación debería también vincular el tiempo por el que se aplica con la mayor gravedad de la conducta cuya comisión se busca proscribir. De ese modo, la inhabilitación debería ser por mayor tiempo para el caso de quienes cometan las infracciones de mayor gravedad. No obstante, la normativa de contrataciones establece sanciones de inhabilitación desde los 3 meses hasta 36 meses, en un primer caso, sin distinguir entre las diferentes infracciones según su gravedad; y entre 36 y  60 meses, en el caso de presentación de documentación falsa. Entonces, solo se distinguiría por su gravedad, en función a la sanción, la infracción de presentar documentación falsa.

Por otro lado, se establece que la responsabilidad en general es de carácter “objetivo”, pero se regulan también supuestos y/o criterios de graduación de la sanción de alcance más bien subjetivo, aunque la norma está orientada a una mayor sanción, sin consideración alguna de la gravedad de las infracciones. Esto puede leerse como un incentivo para los funcionarios en el sentido de que “cuanto más sanciones, mejor”.

Las sanciones impuestas por el Tribunal de Contrataciones nos informan que la mayoría son de inhabilitación temporal, seguidas por la inhabilitación definitiva y, finalmente, las de multa. En la página web del OSCE se tiene un listado, a la fecha, de los proveedores sancionados (564 proveedores con inhabilitación definitiva; 2107 proveedores con inhabilitación temporal; 63 proveedores con multas). ¿Qué explicaría este escenario y realidad perversos?, ¿será que se está contemplando como infracciones conductas que son sumamente comunes?, ¿será que los incentivos de la normativa son errados y que orientan  a los proveedores a infringir, sin tomar en cuenta la gravedad de las consecuencias?, ¿cómo se puede explicar que la imposición de multas, que debería entenderse como la sanción vinculada a las infracciones más leves (y comunes) sea cuantitativamente la menos significativa?, ¿qué tipo de proveedores atrae la contratación pública?, ¿qué estamos haciendo mal como sociedad para que, de ser esto cierto, los proveedores del Estado sean en su mayoría “deplorables”?

Estas interrogantes deberían dar lugar a una investigación a mayor profundidad. Sin embargo, solamente el plantearlas denota una problemática que reclama urgentes respuestas.

Por otro lado, hasta donde puede apreciarse, la mayoría de los proveedores sancionados son personas naturales, empresas individuales de responsabilidad limitada. ¿Qué tantos proveedores pequeños, medianos y/o grandes conforman el universo de proveedores sancionados?, ¿qué tanto nos permiten medir esas sanciones la calidad mayor o menor de esos proveedores en el mercado?, ¿en todos los casos había mérito para inhabilitación temporal, no habría bastado con la aplicación de un multa?

Vuelvo a Alejandro Nieto, quien afirma que “Para los ‘poderosos’, para los grandes empresarios el Derecho Administrativo Sancionador no existe. Salvo excepciones muy raras —y que, por supuesto, nada tienen que ver con el Derecho— sus enormes infracciones son sancionadas con multas proporcionalmente reducidas, que no llegan a frustrar la rentabilidad del negocio fraudulento. Y en todo caso tienen a su servicio profesionales inteligentes que saben colarse entre las grietas y remiendos de esa red imperfecta que se denomina legislación sancionadora, máxime si está manejada, como es lo común, por funcionarios incompetentes y desestimulados, que saben de sobra que sólo pueden tener éxito con los ‘pequeños'” (p. 29). La realidad de esta afirmación en nuestro país se puede apreciar claramente en diversos ámbitos, como por ejemplo el tributario, en el que importantes empresas recurren a figuras diversas para no cumplir con sus obligaciones tributarias.

Ahora bien, regresando al terreno de las contrataciones públicas, como ex funcionario público, en general, y ex funcionario del Tribunal de Contrataciones del Estado, en particular, me consta que las funciones que toca atender a la administración pública son muchas y muy complejas y que, para ello, cuentan con escasos recursos, humanos y materiales. Por tanto, no estoy de acuerdo con afirmaciones que generalizan o equiparan burocracia con corrupción; en ese sentido, sé que resulta absolutamente estrecha esa mirada simplista de que los problemas del Estado se explican en una burocracia no competente y además sin mística de trabajo. En el caso de las contrataciones del Estado, los servidores y funcionarios, a fin de no incurrir en responsabilidades, deben cumplir con sus tareas en tiempos reducidos, pese a la abultada carga de labores. Es decir, hay muchas tareas que deben cumplirse con muy pocos recursos y esto es posible, muchas veces, por la voluntad y vocación de los servidores y funcionarios públicos. Sin embargo, creo también que no resulta saludable para el sistema de contrataciones del Estado que se instaure una mentalidad punitiva en la administración pública (como viene sucediendo), porque de lo contrario, tanto funcionarios a cargo de esas tareas como los proveedores en general se verán ahuyentados de estas esferas funcionales; y todo vacío debe ser llenado y en esas tétricas circunstancias, quienes llenan ese vacío no son precisamente garantes ni de calidad ni de eficiencia en los roles que les corresponden, sea en la función pública o en el ejercicio de la actividad privada, si no todo lo contrario.

De los impedimentos

No puede evaluarse todo este alcance punitivo, si no se se analiza también el capítulo de impedimentos para ser participantes, postores, contratistas y/o subcontratistas (artículo 11 de la Ley). En total se trata de 20 supuestos de impedimentos, cada uno ya complejo por sí mismo. Sin embargo, este artículo es el que muestra esa tendencia “populista” de regulación. Vale preguntarse, por ejemplo, si a la luz del acuerdo que el Estado peruano está a puertas de lograr con las autoridades brasileras y la empresa Odebrecht en el marco del caso “Lava Jato”, dicha empresa podrá contratar con el Estado; conforme a los literales m y n, la respuesta sería negativa. ¿Deberían modificarse estas normas recientemente modificadas?, ¿le hacemos el juego con nuestro “puritanismo” a los “peces gordos” que no quieren verse procesados a partir de delaciones que ya se anuncian?

Los medios de comunicación informan permanentemente de que las reparaciones civiles que las personas que fueron condenadas por algún delito adeudan al Estado no se cumplen, no se pagan. Este incumplimiento no obsta para su “reinserción” social y, por tanto, no existe norma que impida que estas personas participen de la contratación estatal; sin embargo, si es deudor incluido en el REDERECI está impedido. ¿No sería mejor que se le permita contratar con cargo a que el Estado se haga cobro de esa reparación con retenciones de los pagos que se le deba efectuar?, ¿o el objetivo real de esta norma es la “muerte civil” de las personas que hayan sido condenadas penalmente y que tengan una reparación civil impaga?

El impedimento regulado en el literal t consistente en que no podrán participar de la contratación pública en el Perú, las personas naturales o jurídicas que se encuentren comprendidas en las Listas de Organismos Multilaterales de personas y empresas no elegibles para ser contratadas, resulta novedoso. ¿Se ha evaluado con seriedad su alcance? En principio, a la luz de la “contratación pública global” esta norma es importante; sin embargo, las sanciones impuestas en el ámbito de esos organismos multilaterales son variadas y debieran ser analizadas conforme a ese contexto, pues existen sanciones diversas y que permiten incluso que sigan contratando “bajo supervisión” y de manera condicionada.

Además, existen impedimentos que se regulan respecto a la función arbitral en el artículo 231 del Reglamento. Respecto a estos impedimentos la regulación debiera ser precisa y, sobre todo susceptible de ser cumplida; no debería quedar en “letra muerta” o constituirse en bombas de tiempo para la arbitrariedad.

Destaco para el presente post el impedimento regulado en el literal n: “Los sancionados por los respectivos colegios profesionales o entes administrativos, en tanto estén vigentes dichas sanciones”. ¿Hay forma de conocer qué profesionales están sancionados por sus respectivos colegios profesionales?, ¿esta información es pública?, ¿las partes de un arbitraje deben solicitar esta información para evaluar la designación de un árbitro?, ¿qué debe entenderse por Entes administrativos?, ¿el Servicio de Administración Tributaria (SAT) es uno?, ¿la multa impuesta por exceso de velocidad y no pagada es una sanción vigente?, ¿impide que alguien sea designado como árbitro?, ¿sería sustento suficiente para que lo recusen? ¿Cuántas sanciones de ese tipo persiguen a los ciudadanos en general?, ¿cuántos entes administrativos existen que pueden imponer sanciones?, ¿se ha previsto las consecuencias de esto?, ¿es relevante para el arbitraje?

Los literales r y s plantean que están impedidos, entre otros, de ser árbitros los deudores del REDERECI y del REDAM (Registro de Deudores Alimentarios Morosos). Nuevamente, es necesario preguntarse ¿qué interesa al Estado respecto de los beneficiarios de estas deudas (el Estado y los niños y niñas que tienen el derecho de alimentos)?, ¿se quiere que esas deudas se paguen efectivamente a esos beneficiarios o, más bien, se quiere “matar civilmente” a los deudores sin importar que los beneficiarios logren hacer efectivas sus acreencias? Si lo que interesa de verdad es que esos acreedores puedan recibir los pagos que se les adeudan, debería más bien establecerse otras medidas como la retención de los pagos que se les efectúen, al menos de manera parcial.

Como colofón, no debemos desarrollar, como país, la regulación de la contratación pública y del arbitraje en ese ámbito en el Perú, como si se tratara de un marco general de derecho administrativo sancionador. Cada una de esas ramas debe regular de manera específica lo que corresponde a sus esferas. Que los criterios punitivos se expandan sin límite genera perjuicios para la contratación pública y el arbitraje, dejando en lo puramente formal los “beneficios” que no se concretan. Sería fundamental entender que “la corrupción a gran escala o ‘sistemática’ se da cuando las normas favorables al desarrollo, tanto formales como informales —las reglas que protegen los derechos de propiedad, reducen los costos de transacción, desalientan la manipulación rentista extraeconómica (rent seeking) y garantizan los pesos y contrapesos políticos—, son inexistentes, están distorsionadas o se muestran inestables. En consecuencia, la falta de disuasivos adecuados impide contener comportamientos oportunistas (free rider behavior) y despóticos, las costumbres rentistas o las ventajas monopólicas de aquellos que tienen acceso al poder político, la Administración Pública y los privilegios económicos. Esto tiene como resultado mayores costos de transacción, la obstaculización del crecimiento y un imperio de la ley vacilante, debido a la carencia de competencia abierta en lo económico y lo político” (Alfonso Quiroz, Historia de la corrupción en el Perú, p. 45).

Repensar la gestión de la contratación pública

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La competencia electoral para gobiernos locales, como ejemplo, encierra en sí misma una paradoja que, además, muestra que los objetivos reales de los candidatos no tienen que ver, generalmente, con el buen gobierno o el servicio público, sino con fines egoístas y lucrativos, a expensas de los recursos públicos. ¿Cómo explicar si no las cuantiosas campañas electorales con las que muchos candidatos intentan persuadir al electorado para llegar a un cargo cuya remuneración no permite, ni remotamente a lo largo del periodo, recuperar esas inversiones?

El sentido común, pero también la evidencia jurídica, muestran que la corrupción en los diferentes niveles de gobierno y del Estado tiene uno de sus terrenos más fértiles en la adjudicación de contratos (especialmente de obras públicas) a determinados proveedores, burlando la competencia que debe darse entre proveedores. La propia OCDE ha señalado que “la contratación pública es un ámbito clave de la actividad económica de las administraciones públicas, que está particularmente expuesto a la mala gestión, el fraude y la corrupción”. ¿Hay un control adecuado de estos procedimientos por parte del OSCE o de la Contraloría General de la República? Lamentablemente, la respuesta es negativa, por varios aspectos. Primero, por los criterios puramente formales que siguen estas instituciones en sus procedimientos de supervisión y/o control, privilegiando el cumplimiento de formas, sin atender a los elementos sustantivos. Segundo, la regulación peruana de contratación pública está orientada al cumplimiento de aspectos legales, no a la eficiencia de la contratación conforme a criterios logísticos. Tercero, la dispersión de los sujetos de supervisión y control es tal, que el brazo escuálido de estas instituciones no permite que se cumplan las tareas de supervisión y control de manera eficaz, porque muchas veces ni siquiera llegaron geográficamente.

Tengamos en cuenta que, conforme al Registro Nacional de Municipalidades 2017 elaborado por el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), existen en el Perú un total de 4 385 municipalidades (196 provinciales, 1 655 distritales y 2 534 de centros poblados). La capacidad económica de esas entidades es diferente, pero tenemos contradicciones (cfr. diario Gestión) como el caso del distrito de Megantoni (Cusco) en que el alcalde gana S/ 2 340, pero administra el mayor presupuesto distrital del país (264 millones de soles). ¿Se habrá hecho controles adecuados a esa gestión?

Más allá del control, el diseño de la gestión pública en nuestro país, ha llevado la descentralización a un nivel disparatado, que permite que esa municipalidad adjudique obras por millones de soles. La gestión de las contrataciones públicas es compleja y debe promover la mayor concurrencia de proveedores, lo que permitiría que se adjudique el contrato a la mejor propuesta. ¿Se tendrá las capacidades y cualificaciones necesarias para ello?, ¿tendrán los recursos humanos técnicos y especializados para una gestión adecuada?, ¿tienen los equipos técnicos y legales para afrontar eventuales controversias?

La adjudicación nacional de obras públicas debe ser excluida de la esfera política y, para ello, debe crearse una entidad con nivel de organismo constitucionalmente autónomo que, con presencia orgánica administrativa y decisoria en las 24 regiones del país, se encargue de la gestión contractual técnica e integral de las obras públicas, esto es, desde la etapa de planificación y actuaciones preparatorias, pasando por la etapa de selección y culminando con la ejecución misma del contrato, que garantice que la adjudicación de los contratos será a la propuesta más ventajosa en un proceso de competencia real. Alfonso Quiroz afirma en su Historia de la corrupción en el Perú que “Los sobornos y favores políticos desplazaban a la competencia abierta en la puja por los contratos oficiales e inyectaba un serio sesgo a la toma de decisiones trascendentales para el desarrollo económico e institucional del país” (p. 195).

La centralización regional de la gestión contractual de las obras públicas tendría ventajas desde la perspectiva técnica y legal, pues debería convocarse a profesionales de primer nivel para conformar esa Entidad y, además, permitiría que las tareas de supervisión y control sean focalizadas y, por tanto, se pueda prevenir y, de ser el caso, combatir las prácticas corruptas de manera más efectiva; esta Entidad, sus actividades y funcionarios deberían estar considerados como obligados a informar a la Unidad de Inteligencia Financiera, lo que permitiría una supervisión material mayor.

Por último, el rol del OSCE y la CGR deben ser más activos, menos formales, orientándose a una supervisión o control concurrentes e in loco de las contrataciones en cada una de sus etapas.

El eterno retorno en las contrataciones del Estado

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Probablemente, Friedrich Nietzsche podría graficar su teoría sobre el “eterno retorno” con una mirada a lo que pasa en la regulación de las contrataciones del Estado en el Perú como ejemplo concreto. Y es que en nuestro país, la idea de que pasado, presente y futuro se repiten ad infinitum, no sorprende a nadie. El movimiento del péndulo en contrataciones del Estado nos lleva de un extremo al otro, sin ningún atisbo de cambio real. Una y otra vez, una y otra vez. Dinámica circular.

 

 

El domingo 16 de setiembre de 2018, se publicó en las Normas Legales del Diario Oficial El Peruano, el Decreto Legislativo Nº 1444, que modifica la Ley Nº 30225, Ley de contrataciones del Estado. Este constante cambio sobre lo mismo no beneficia  —sino que perjudica profundamente— a los operadores (especialmente del sector público) de la normativa. Se requiere que el sistema de contratación pública se regule, de manera integral, pero con un proceso serio de diseño y elaboración de una política pública. No podemos seguir en esta dinámica de modificar normas ya modificadas para volverlas a modificar, sobre la base de miradas de corto plazo. Es indispensable que se aborde este asunto como una política pública de largo alcance. Evidentemente, como cualquier política pública esta debe ser permanentemente evaluada y ajustada, pero esto no significa que año tras año, las normas tengan que cambiarse.

Sin perjuicio de que el Estudio del cual soy socio (Juárez, Hospinal & Latorre Abogados) desarrollará pronto un evento para intercambiar ideas sobre esta nueva modificación de la normativa de contrataciones del Estado, además de que abordaré en este blog las modificaciones efectuadas, en el presente post me aboco al análisis del artículo 45 de la Ley de Contrataciones del Estado (LCE), nuevamente modificado, para plantear mis puntos de vista sobre el particular. Este artículo es particularmente extenso y, en línea con una técnica legislativa adecuada, debería en todo caso haberse dividido en varios artículos dentro de un capítulo consagrado a la solución de controversias en las contrataciones del Estado; en vez de ello, se ha optado con cierta desidia por simplemente numerar todos los párrafos del referido artículo. Su extensión satura la lectura hasta de los más interesados; sorprende, por tanto, que se siga trabajando de manera mecánica y se siga modificando este artículo (tantas veces modificado) aumentando o reduciendo texto.

El numeral 45. 1 abre nuevamente el escenario del arbitraje independiente (o ad hoc) que el Decreto Legislativo Nº 1341 había cerrado por completo, pues las controversias que se susciten se resolverán mediante conciliación o arbitraje (no solo arbitraje institucional como se estableció). ¿Cuál es el alcance de esa apertura? Eso lo determinará el Reglamento.

En el numeral 45.2 se incorpora una modificación bastante relevante, aunque sus alcances serán dados por el Reglamento: “El inicio del procedimiento de solución de controversias no suspende o paraliza las obligaciones contractuales de las partes, salvo que la entidad disponga lo contrario, de acuerdo al plazo y condiciones establecidos en el reglamento”. Esta disposición que parece obvia resulta relevante en algunos casos, pues, bajo el paraguas del arbitraje, las partes podían pretender que, de facto, sus obligaciones contractuales habrían quedado en suspenso.

En el numeral 45.4, cuyo contenido no ha sido modificado, se regula los supuestos de materia no arbitrable (ni conciliable y que tampoco puede someterse a la Junta de Resolución de Disputas). Haciendo una disección de esta norma tendríamos que no son arbitrables las siguientes controversias:

  • Decisión de la Entidad de aprobar o no la ejecución de prestaciones adicionales.
  • Decisión de la Contraloría General de la República de aprobar o no la ejecución de prestaciones adicionales.
  • Pretensiones referidas a  enriquecimiento sin causa o indebido que se derive u origine en la falta de aprobación de prestaciones adicionales o de la aprobación parcial de estas, por parte de la Entidad o de la Contraloría General de la República.
  • Pretensiones referidas a pago de indemnizaciones que se derive u origine en la falta de aprobación de prestaciones adicionales o de la aprobación parcial de estas, por parte de la Entidad o de la Contraloría General de la República.
  • Cualquier otra pretensión que se derive u origine en la falta de aprobación de prestaciones adicionales o de la aprobación parcial de estas, por parte de la Entidad o de la Contraloría General de la República.

Ahora bien, esta norma debió ser mejorada, pues a partir del texto de la misma se entiende que toda decisión de las Entidades (o de la Contraloría General de la República) de aprobar o no la ejecución de prestaciones adicionales (independientemente de que se trate de bienes, servicios u obras) no resulta susceptible de discutirse en arbitraje. No se ha regulado, lamentablemente, el caso de las reducciones o “deductivos”, que pueden presentarse (y en efecto se presentan) en la ejecución de los contratos. ¿Son susceptibles de arbitraje?, ¿el porcentaje correspondiente incide en si son o no arbitrables?

Por otro lado, el enriquecimiento sin causa se ha establecido como no arbitrable en la medida que “derive u origine en la falta de aprobación de prestaciones adicionales o de la aprobación parcial de estas, por parte de la Entidad o de la Contraloría General de la República”. ¿Resultan arbitrables las pretensiones relacionadas con enriquecimiento sin causa cuyo origen no sea el señalado? Existen muchos supuestos que podrían dar lugar a esas reclamaciones. ¿Cuál es el objetivo de esta norma?, ¿prohibir el arbitraje en todo caso de enriquecimiento sin causa? Por tanto, la falta de claridad en la regulación de este supuesto sigue siendo un problema que no se ha afrontado y que quedará a criterio de los Tribunales Arbitrales. Las mismas interrogantes pueden aplicarse al caso de las indemnizaciones, caso en el que la interpretación extensiva resultaría aún más discutible. Creo, sin temor a equivocarme, que la preocupación que da lugar a esta norma ya antigua es que los Tribunales Arbitrales haya admitido y concedido pretensiones directa o indirectamente vinculadas con materias claramente no arbitrables; es eso lo que debiera regularse sin mayor complicación.

En el numeral 45.10 se recoge la disposición de que “Las controversias se resuelven mediante la aplicación de la Constitución Política del Perú, de la presente Ley y su reglamento, así como de las normas de derecho público y las de derecho privado; manteniendo obligatoriamente este orden de preferencia en la aplicación del derecho. Esta disposición es de orden público”. Esta norma no se ha modificado y sigue siendo perfectamente inocua. ¿Cuál es la consecuencia de que un Tribunal Arbitral laude incumpliendo la prelación normativa planteada como de “orden público”? Ninguna, pues un Laudo Arbitral puede ser cuestionado únicamente vía recurso de anulación. ¿Existe alguna causal que establezca que este supuesto es causal de anulación de laudo? No. Por tanto, la inocuidad de esta norma sigue incólume. ¿No se ha tenido conciencia de esto? Si se busca dotar de alguna consecuencia a esta norma, debió incluirse como causal de anulación la afectación de esta disposición o cualquier otra de orden público en el numeral 45.25.

La primacía de la realidad se ha impuesto y se ha suprimido la norma que establecía que “El arbitraje institucional se realiza en una institución arbitral acreditada por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE), conforme a lo dispuesto en la directiva que se apruebe para tal efecto”. Y es que en realidad hasta el día de hoy no existe ni una sola institución arbitral acreditada. ¿Cómo se daba cumplimiento a esa norma imposible en las entidades públicas? Esto muestra lo absurdo de incluir normas por recomendación de “expertos” sin una adecuada valoración de la misma; políticas públicas a ciegas.

En el artículo 45.12 se establece que “Durante la conciliación o ante la propuesta de acuerdo conciliatorio, el titular de la Entidad, con el apoyo de sus dependencias técnicas y legales, realiza el análisis costo-beneficio de proseguir con la controversia, considerando el costo en tiempo y recursos del proceso arbitral, la expectativa de éxito de seguir el arbitraje, y la conveniencia de resolver la controversia en la instancia más temprana posible. En ambos casos, se puede solicitar opinión de la procuraduría pública correspondiente o la que haga sus veces”. Salvo que el Reglamento distorsione el sentido de esta norma, es función del Titular de la Entidad el evaluar si resulta razonable o no seguir un arbitraje. Si bien esto dota de seriedad a una decisión trascendente como esta, lo más acertado habría sido que se disponga que, en todo caso,  se podrá delegar a la máxima autoridad administrativa de la Entidad. Resulta importante, además, que se cuente con la opinión de las Procuradurías. De ese modo, el inicio de los arbitraje debería ser una decisión racionalmente sustentada y no la actuación mecánica para evitar o reducir responsabilidades administrativas.

En el numeral 45.16 se ha efectuado una modificación que seguirá profundizando la nociva diferencia de “árbitros de parte” y, en el caso de las contrataciones del Estado, de “árbitro de contratista” y “árbitro de Entidad”. En esta norma se ha establecido que “Para desempeñarse como árbitro designado por el Estado en una institución arbitral o ad hoc, se requiere estar inscrito en el Registro Nacional de Árbitros administrado por el Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado (OSCE) o el que haga sus veces. Asimismo, para la designación residual del presidente del Tribunal Arbitral en una institución arbitral o ad hoc, el árbitro a designarse debe estar inscrito en el referido Registro Nacional de Árbitros”. Este requisito, con las debidas medidas de simplificación administrativa, debería ser de aplicación a todo árbitro que quiera desempeñarse en tal cargo en materia de contrataciones con el Estado. Por tanto, esa distinción no se sostiene por ningún motivo. ¿Cuál es su objetivo? En los sonados casos de corrupción en arbitraje, los árbitros involucrados no fueron necesariamente los designados por las Entidades, sino, de manera común, también los designados por los contratistas.

La modificación efectuada en el numeral 45.21 es muy importante y simplifica el arbitraje con un criterio de mayor seguridad. Dicha norma señala que “El laudo arbitral es inapelable, definitivo y obligatorio para las partes desde el momento de su notificación, debiéndose notificar a las partes a través del Sistema Electrónico de Contrataciones del Estado (SEACE) para efecto de su eficacia. Contra dicho laudo solo cabe interponer recurso de anulación de acuerdo a lo establecido en el Decreto Legislativo 1071, Decreto Legislativo que norma el arbitraje o norma que lo sustituya”. Se ha dejado de lado la notificación “personal”, que además de resultar un anacronismo, podía mal interpretarse como la necesaria notificación en persona. Ahora todo Laudo se notificará a través del SEACE, con lo que el OSCE tendrá conocimiento pleno de los Laudos que se emitan. Esta disposición se caía de madura. Ahora bien, corresponde que el OSCE y el Poder Ejecutivo como tal doten al SEACE de las funcionalidades requeridas para esto y, por sobre todo, que dicho sistema sea lo suficientemente estable como para no constituirse (como a veces lo es) en una carga para los operadores.

En el numeral 45.23 se ha dejado de lado el absurdo y casi imposible procedimiento previsto en la normativa anterior para acudir en anulación de Laudo ante el Poder Judicial. Es cierto que se trata de una medida que debería ser excepcional y que debe ejercerse con responsabilidad, pero de ahí a haber planteado un procedimiento kafkiano solo para las Entidades del Poder Ejecutivo, resultaba no solo antitécnico, sino a todas luces abusivo. Con esta nueva norma se establece lo siguiente: “Las entidades solo pueden iniciar la acción judicial de anulación de Laudo previa autorización del Titular de la Entidad, mediante resolución debidamente motivada, bajo responsabilidad, siendo esta facultad indelegable. Para tal efecto, se realiza el análisis costo- beneficio, considerando el costo en tiempo y recursos del proceso judicial, la expectativa de éxito de seguir la anulación. Constituye responsabilidad funcional impulsar la anulación del laudo arbitral cuando el análisis costo-beneficio determina que la posición de la entidad razonablemente no puede ser acogida”. Se trata de una facultad indelegable del Titular de la Entidad que debe ejercerse, además, bajo responsabilidad y de manera sustentada. Sin embargo, es cuestionable que se mantenga la disposición de que “Los procuradores públicos que no interpongan estas acciones no incurren en responsabilidad” (45.24); cabe preguntarse si esta “irresponsabilidad” es para todos los casos o si se justifica en los casos que no tenga sustento iniciar un proceso de anulación.

En un contexto en el que sigue escuchándose que un principio fundamental del arbitraje es la reserva y la confidencialidad (lo que se justifica para el desarrollo del proceso, pero no cuando este ha concluido en que el expediente debe entenderse como parte del acervo documental público), me resulta preocupante que se haya suprimido la disposición que contenía el numeral 45.11: “Los medios de solución de controversias a que se refiere la presente Ley o su reglamento, se desarrollan en cumplimiento del Principio de Transparencia”. El Reglamento debería precisar esto, pues no puede retrocederse en materia de publicidad y transparencia..

Los dejo aquí con estas reflexiones iniciales.

Algunas sugerencias para el procedimiento administrativo que se sigue ante el Tribunal de Contrataciones del Estado

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Como lo he dicho antes, tengo un aprecio especial por el Organismo Supervisor de Contrataciones del Estado (OSCE) y por el Tribunal de Contrataciones del Estado (TCE), no solo porque trabajé ahí y debo mucho de los conocimientos que tengo a la experiencia que me tocó vivir allí, sino porque son instituciones con un rol muy importante en nuestra sociedad. En el caso del TCE, creo, además, que su conformación actual es muy interesante, pues tiene entre sus miembros varios connotados profesionales que, además, cuentan con una trayectoria impecable en la Administración. En esa línea, me permito desarrollar las siguientes ideas a manera de una crítica constructiva y planteando propuestas  de medidas a tomar en favor de la ciudadanía y que, creo, permitirían que el TCE se legitime ante sus usuarios.

El Derecho Administrativo es el “conjunto de disposiciones jurídicas (escritas y no escritas) específicas de la Administración (de la actividad, del procedimiento y de la organización administrativos)” y que también “regula las relaciones existentes entre la Administración y los ciudadanos, estableciendo derechos y obligaciones de estos últimos, aunque, eso sí, referidos siempre a su relación con la Administración” (cfr. Hartmut Maurer, Derecho Administrativo, p. 79).

A los ciudadanos se les sigue denominando “administrados” en el Derecho Administrativo, término poco adecuado, pues “parece argüir una posición simplemente pasiva de un sujeto, que vendría a sufrir o soportar la acción de administrar que sobre él ejerce otro sujeto eminente y activo, la potentior persona a que llamamos Administración Pública”. Sin embargo, esta connotación pasiva “es inexacta hoy, tanto política como jurídicamente (quizás menos sociológicamente: la burocracia tiende a heredar con ventaja al Príncipe absoluto)”; de ese modo, los individuos dejan “de ser súbditos para convertirse en ciudadanos […]”  (cfr. Eduardo García de Enterría y Tomás Ramón Fernández, Curso de Derecho Administrativo, T II, p. 904).

En esa línea, conforme al artículo IV numeral 1.2. del Texto Único Ordenado de la Ley de Procedimiento Administrativo General (LPAG), se ha establecido los alcances de un principio fundamental como es el del debido procedimiento administrativo. Por este, “Los administrados gozan de los derechos y garantías implícitos al debido procedimiento administrativo. Tales derechos y garantías comprenden, de modo enunciativo mas no limitativo, los derechos a ser notificados; a acceder al expediente; a refutar los cargos imputados; a exponer argumentos y a presentar alegatos complementarios; a ofrecer y a producir pruebas; a solicitar el uso de la palabra, cuando corresponda; a obtener una decisión motivada, fundada en derecho, emitida por autoridad competente, y en un plazo razonable; y, a impugnar las decisiones que los afecten”.

En diciembre de 2006 se efectuó (de manera arbitraria y sin atender a la realidad) modificaciones a la normativa de contrataciones del Estado. Una de ellas dispuso que el único recurso impugnativo que era posible interponer en los procedimientos de selección era el de apelación, y tenía que ser resuelto, en todos los casos, por el Tribunal de Contrataciones del Estado (TCE). La carga que esto generó en dicho órgano fue realmente aplastante, a pesar de que de dos se ampliaron a cuatro salas el año 2007. Con el fin de sortear dicha situación de embalse (utilizando las Tecnologías de la Información y Comunicación) se dispuso que las actuaciones relacionadas con las apelaciones  se notificarían de manera virtual, incluyendo la decisión final del Tribunal, es decir, la Resolución. En ese momento, esa medida permitió que los procedimientos se resolvieran, a pesar de todo, dentro de los plazos previstos. Una de las debilidades de este procedimiento era que se exigía que los “administrados” acudieran al Tribunal para recabar los escritos o informes que se presentaran en el procedimiento; es decir, las notificaciones que se hacían a través del Toma Razón Electrónico solo eran informativas, pues si daban cuenta de escritos u otros documentos presentados, el “administrado” que quisiera contar con ellos debía acudir al propio OSCE. Esto afectaba sin lugar a dudas el derecho de los “administrados” a ser notificados propiamente e incluso de acceder al expediente, pues se centralizó todo el trámite en Lima.

Once años después, este procedimiento “virtual” no ha tenido mayores mejoras (soslayando el desarrollo de audiencias virtuales, que es un avance destacable) y se regula por la Directiva Nº 008-2012-OSCE/CD que es casi una réplica de las directivas que se emitieron para tal efecto desde 2007.

Esta situación implica que se están vulnerando no solo principios sino normas específicas del procedimiento administrativo. Así, conforme al artículo 30.1, sin perjuicio del uso de medios físicos tradicionales, “el procedimiento administrativo podrá realizarse total o parcialmente a través de tecnologías y medios electrónicos, debiendo constar en un expediente, escrito electrónico, que contenga los documentos presentados por los administrados, por terceros y por otras entidades, así como aquellos documentos remitidos al administrado“. Asimismo, el artículo 30.2 señala que el procedimiento administrativo electrónico debe respetar “todos los principios, derechos y garantías del debido procedimiento previstos en la presente Ley, sin que se afecte el derecho de defensa ni la igualdad de las partes, debiendo prever las medidas pertinentes cuando el administrado no tenga acceso a medios electrónicos”.

La idea respecto a los servicios que presta la Administración Pública al ciudadano es que estos mejoren. Y si se trata de cautelar un debido procedimiento esto está pensado, fundamentalmente, a favor de las partes del procedimiento. De ese modo, resulta fundamental e indispensable que el TCE y el OSCE doten de mayores funcionalidades al sistema en el que administran la información de los procedimientos relacionados con las apelaciones en procedimientos de selección. De ese modo, deben garantizar el acceso de las partes a través de esos medios virtuales a todos los escritos y documentos en general que se presenten durante las actuaciones correspondientes. No resulta ni razonable ni eficiente que se exija que los “administrados”, para ejercer derechos fundamentales para su defensa (como son los de acceso a los escritos y demás documentos actuados en el procedimiento) tengan que acudir a la sede central del OSCE o a alguna de sus oficinas desconcentradas. Esto vulnera directamente el principio del debido procedimiento administrativo, pues impide (o por lo menos obstaculiza de manera importante) el ejercicio del derecho de defensa de las partes.

Por ejemplo, si una de las partes del procedimiento (sea el “impugnante” o algún “tercero administrado”) tiene su domicilio en una de las tres regiones en las que no existe oficina desconcentrada del OSCE, ¿cómo hace para poder manifestar lo que convenga a su derecho (lo que abonaría en mayor información para el TCE) si no puede acceder a la información que se presente físicamente en el procedimiento? Las alternativas que se le darán, si quiere leer el expediente, es que acuda a la sede central; y si quiere recabar copia de algún documento, deberá solicitarla por correo electrónico con al menos un día de anticipación. Es más, en el caso del acceso a los documentos presentados, si quien presentó el documento no adjuntó el número de copias necesario (cuestión que se “informa” a través de unos códigos casi encriptados que solo los entendidos en el tema comprenderán), el interesado debe pagar la tasa correspondiente al número de copias a reproducir. Y, además, en el correo que autoriza el recojo de las copias no se indica nada respecto a si corresponde o no efectuar pago alguno por las copias; en esos casos, la entrega de esas copias podría frustrarse por  cuestiones burocráticas como la imposibilidad, por la hora a la que citaron al administrado, de efectuar el pago de la tasa. ¿Qué se indicará? Que tiene que volver en otro momento. Esto es evidencia de un servicio deficiente a los ciudadanos.

Vale la pena tomar en cuenta que en el ámbito judicial, mediante Resolución Administrativa  N° 093-2018-CE-PJ del Consejo Ejecutivo, se ha establecido como criterio que los litigantes, abogados y/o apoderados podrán tomar notas de los expedientes judiciales utilizando sus celulares u otros equipos electrónicos que permitan tomar fotos, copiar o escanear un documento. ¿No podría implementarse con mayor facilidad esto en el caso del TCE? Actualmente, no se permite ingresar con teléfonos móviles a efectuar la lectura del Expediente. Por tanto, los “administrados” tienen que sortear muchos obstáculos para acceder a información relevante para el ejercicio de su defensa.

Además, es curioso que la Directiva Nº 008-2012 considere como un documento que no requiere decreto el de la información que presenten terceros a los que el TCE las haya solicitado. Esta información podría ser fundamental para la resolución de la controversia, pero se anexará directamente al Expediente. ¿Cómo ejerce su derecho de defensa sea el impugnante o el tercero administrado o incluso la Entidad?

La notificación a la que alude la Directiva Nº 008-2012 debería incluir, conforme lo requiere el artículo 30.1 de la LPAG “los documentos presentados por los administrados, por terceros y por otras entidades, así como aquellos documentos remitidos al administrado”; de lo contrario se vulnera el debido procedimiento administrativo, máxime cuando existen una serie de trabas administrativas y burocráticas para acceder al expediente.

El paso que debería darse a nivel del TCE es el contar con un procedimiento electrónico real e integral, que cuente con un Expediente Electrónico y que, incluso, permita la presentación virtual o electrónica de los diferentes escritos y documentos. Los costos para esto no resultan demasiado altos. Y, luego, con un cambio de cultura administrativa, debe entenderse más a los “administrados” como ciudadanos que tienen derecho a estar informados de todas las actuaciones que se desarrollen dentro del procedimiento administrativo.

Algunas Propuestas para una mejora inmediata

  1. En tanto no sea posible implementar de manera integral y real el procedimiento administrativo electrónico, debería establecerse como obligación de las partes de un procedimiento el presentar el número de copias necesario para entregar a los intervinientes. Si esto no se cumple, no debería cargarse con el costo al interesado, sino que la entrega debería ser gratuita, pudiendo ser incluso una entrega virtual (documento escaneado), lo que facilitaría las cosas para el TCE y las partes.
  2. La lectura de expedientes debe ser entendida como derecho de los “administrados” y, en esa medida, se puede facilitar las gestiones referidas al mismo, tanto para las partes como para el propio TCE, permitiendo que se tomen fotografías de los documentos que conforman el expediente, lo que  reduciría trámites a cargo del Tribunal e implicaría una descarga de labores irrelevantes.

Presidenta Ejecutiva del OSCE

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El día de hoy se publica en las Normas Legales del Diario Oficial El Peruano la Resolución Suprema Nº 010-2018-EF, mediante la cual se designa a Sofía Milagros Prudencio Gamio en el cargo de Presidenta Ejecutiva del Organismo Supervisor de las Contrataciones del Estado.

Esta decisión resulta muy relevante y hay que destacar que Sofía Prudencio es una reconocida profesional y tecnócrata en materia de contratación pública. Ella trabajó durante un importante periodo en el CONSUCODE (luego OSCE), lo que es garantía de que conoce la institución y sus necesidades por dentro; además de que ha tenido participación en diferentes momentos de reforma normativa y regulatoria sobre el particular. Y esto mismo hace que esta designación, a diferencia de otras anteriores, tenga mayor solidez y sustento.

Es cierto que la gestión de una Entidad y del OSCE en particular no solo implica una formación técnica, sino que requiere de cualidades políticas y de gestión propiamente. Y eso es lo que tendrá que apreciarse en la cancha. Y uno de los primeros temas candentes que tendrá que afrontar es el del arrendamiento del inmueble institucional, tomando en consideración que mediáticamente ese contrato ya fue “condenado” a una terminación anticipada, siendo que se trata de un contrato ya firmado (6 de abril de 2018) y que, hasta donde entiendo, incluía la implementación del local. Por tanto, más allá del ruido político y del escándalo mediático, es necesario evaluar cómo se daría por terminado anticipadamente el contrato, sin perjuicio de lo cual seguramente el propietario y arrendador del inmueble, tomará las acciones que correspondan.

Desde este blog, le deseo a la nueva Presidenta Ejecutiva del OSCE, éxitos en la gestión de dicha institución, y me permito recomendarle que asuma el reto de una reforma profunda, pensando más en un país que anuncia su decisión de incorporarse a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), lo que implica tener una regulación que no amordace a sus instituciones a reglas e institutos contractuales anticuados y puramente formales.

Habría que recordar que el jefe de contratación pública de la OCDE manifestó expresamente hace pocos años que las contrataciones estatales “son un área de alto riesgo debido a la cercana interacción entre esferas públicas y privadas” y que “un sistema de contratación pública exitoso incluye: 1. Reglas y procedimientos claros, simples y que garanticen un acceso a las oportunidades de contratación. 2. Instituciones efectivas que lleven a cabo procedimientos de contratación y planeen, concluyan, administren y monitoreen las contrataciones públicas. 3. Herramientas electrónicas apropiadas. 4. Recursos humanos suficientes, tanto en número como en destrezas para planear y llevar a cabo procesos de contratación. 5. Administración de contratos competentes“.

 

 

Riesgo Entidad

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Me permito compartir una breve reflexión de mi amigo y socio Luis Juárez Guerra que plantea un punto de partida muy interesante para mejorar la gestión contractual de las Entidades Públicas. Esto recuerda el planteamiento de Octavio Paz al referirse al Estado como el “ogro filantrópico”.

RIESGO ENTIDAD

Luis Juárez Guerra

A veces nos preguntamos por qué dos entidades públicas compran un mismo bien, obra o servicio a un precio distinto, o por qué los productos u obras que adquieren algunas de ellas son de baja calidad o presentan fallas regularmente, o por qué no le venden al Estado proveedores con mayor reputación en el mercado o, si lo hacen, son selectivos con las entidades públicas a las que proveen. En las siguientes líneas trataremos de esbozar algunas respuestas a estas interrogantes.

Como insumo del presente análisis, resulta útil recurrir al concepto “riesgo país”, entendido como la probabilidad de que un país incumpla sus obligaciones de crédito soberanas, la cual se mide a través de indicadores basados en la predictibilidad de que tal evento (el incumplimiento) suceda, asignándose a dicho país un ratio o índice específico. En términos prácticos, cuando un Estado pretenda obtener un crédito soberano se le asignará una determinada tasa de interés, acorde al grado riesgo país asignado al mismo, de manera que, a mayor riesgo país, mayor costo del crédito.

En el Perú, la normativa de contrataciones públicas ha optado por la desconcentración en la adquisición de bienes, servicios y obras que requiere la Administración Pública para el cumplimiento de sus fines u objetivos; es decir, no existe un ente centralizado que los adquiera, sino que cada Entidad Pública, integrante del aparato administrativo, realiza sus propias adquisiciones. El artículo 3º de la Ley de Contrataciones del Estado (la Ley) establece las entidades comprendidas bajo su ámbito, siendo más de tres mil a nivel nacional.

Hoy, esta múltiple demanda es cubierta o satisfecha por proveedores (contratistas) privados por un monto global que bordea los 26 mil millones de soles y que representa el 5% del PBI nacional. Lo relevante del caso es que los proveedores se vinculan (contratan) con toda clase de entidades públicas, cada una con una diferente “cultura” o “forma de contratar” (acorde a su nivel de gobierno corporativo), asumiendo los primeros distintos riesgos, según la entidad de que se trate, consistentes en demora en los pagos, bases administrativas deficientes, retraso en el cumplimiento de otras obligaciones, burocracia (en el mal sentido del término), expedientes técnicos deficientes, demora en la respuesta a solicitudes (de prestaciones adicionales, de ampliaciones de plazo), corrupción, entre otros.

A estas vicisitudes, que varían de entidad a entidad, me permito denominarlas en conjunto como “riesgo entidad”, entendido como el grado o expectativa de incertidumbre que se genera al contratar con una determinada entidad pública, y que incide en el resultado o rentabilidad del negocio para la parte privada. A nuestro entender, ésta puede ser la causa de las situaciones que, a manera de interrogante, planteamos líneas atrás.

Hasta donde sabemos, no existe en el Perú ningún tipo de estudio o investigación que i) describa o detalle el comportamiento (performance) de las entidades públicas en las contrataciones que realizan, ii) identifique las fallas o deficiencias que se vienen presentando y, iii) distinga a las entidades según el grado de cumplimiento de las disposiciones de la normativa de contrataciones públicas, bajo estándares de eficiencia, como la denominada “gestión por resultados”.

Por tanto, a fin de dotar de mayor eficiencia a las contrataciones públicas, consideramos importante madurar el concepto de riesgo entidad antes esbozado, mediante la implementación de mecanismos que permitan hacer una medición certera y objetiva del grado o nivel de cumplimiento de los contratos por parte de las entidades públicas.

La principal fuente de información debería provenir de las propias experiencias del sector privado, canalizadas a través de la plataforma virtual del SEACE, vía encuestas u otros. Asimismo, de las resoluciones del Tribunal de Contrataciones del Estado y de los laudos arbitrales.

El resultado final debería consistir en la confección de un ranking de entidades públicas según el grado de riesgo entidad asignado, a ser difundido en el propio SEACE. Entendemos que las primeras interesadas en mejorar su índice serán aquéllas entidades que cuenten con un elevado grado de riesgo, generándose así un círculo virtuoso de búsqueda de mayor eficiencia, por parte de las mismas.

En suma, la respuesta a las interrogantes iniciales podría ser entonces que, al asignar los privados un mayor riesgo a una determinada entidad, la “castigarán” con un mayor precio (cotización), o simplemente, dejarán de venderle, en cuyo último caso, serán abastecidas por proveedores de baja reputación con productos de menor calidad.

De alguna manera, lo que se busca con el presente análisis es desenfocar el problema en la parte privada, para situarlo en la parte pública, a fin de identificar las fallas que se vienen presentando y sus posibles soluciones.

Mentiras, verdad y derecho

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Mario Vargas Llosa nos dice en La verdad de las mentiras, que “las novelas mienten”, pero “expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es”. Mientras para el periodismo o la historia, “la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira”, en la novela la verdad depende de su propia “capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia”.

Como abogado, siempre me pregunté cuál es la relación entre el derecho y la verdad, considerando que el fin último de aquel (en tanto ideal) es la justicia, sin perder de vista su rol como medio de control social. Michel Foucault, en Poder, derecho y verdad, se pregunta “qué reglas de derecho hacen funcionar las relaciones de poder para producir discursos de verdad, qué tipo de poder es susceptible de producir discursos de verdad que están, en una sociedad como la nuestra, dotados de efectos tan poderosos”; y afirma  que “estamos sometidos a la producción de la verdad del poder y no podemos ejercer el poder sino a través de la producción de la verdad”, considerando además que el derecho transmite y hace funcionar relaciones de dominación, a través de procedimientos de sujeción. Por tanto, en esa perspectiva la verdad tendría una naturaleza funcional.

En el ejercicio del derecho hay también, como en la literatura, la búsqueda o la construcción de la verdad a través de la persuasión y, por ello, en la universidad, parte del entrenamiento de los futuros abogados consiste en ejercitarse en la sustentación de posiciones de partes en controversia, sin importar cuál es la “verdadera”, pues se trata de persuadir a un tercero. Este ejercicio profesional debería tener límites éticos en línea con la justicia. Fernando del Mastro afirma que la abogacía es “una profesión pervertida por el narcisismo de sus profesionales, que se sienten más allá del bien y el mal y no sienten la justicia y la verdad como fuerzas que animen su trabajo”. Y se pregunta si los abogados “¿No perciben que están enseñando que quien está en la posición de poder hace con la ley lo que quiere?”.

Dicho lo anterior, me genera sorpresa que eminentes abogados, profesores de derecho intelectualmente serios y muy respetables, pongan sus capacidades y habilidades retóricas y discursivas como propagandistas del statu quo.

Creo que el último artículo de Alfredo Bullard, titulado ¡Qué tal lisura! , calza en esa clasificación. Desde el título, evoca una frase de antaño, profundamente conservadora. Sus doce primeros párrafos son un relato lleno de afirmaciones fáciles y ligeras, que denuestan al demonio mayor contra el que combate: el Estado. Pero ese relato, además de absurdo, solo tiene el efecto de satisfacer la demanda de “discursos de verdad” de una tiranía por la cual el individuo puede ser engañado a condición de que sea un feliz consumidor. Y esto es inadmisible; volviendo a Vargas Llosa, “Los hombres no viven sólo de verdades; también les hacen falta las mentiras: las que inventan libremente, no las que les imponen”. Con el artículo bajo comentario, se reinvindican, más bien, las mentiras que nos han sido impuestas durante años, sistemáticamente, y que hoy, consumidores desinformados y, peor aún, engañados, asumen como verdades.

Los “discursos de verdad” producidos en artículos como este, legitiman un mercado salvaje en el que la producción engañosa es admitida, a fin de lograr consumidores cautivos y ciegos. Es decir, ese “ciudadano” reducido a la condición de “consumidor” se come una “golosina” pero, sobre la base de publicidad mentirosa, asume que lo que está disfrutando es un “chocolate”. Y cuando una instancia estatal aprueba (más por presión social o política que por vocación de servicio o sentido del deber) una medida que exige simplemente que se le llame “golosina” a ese producto y no “chocolate”, se afirma que “quien define el significado de un término no es el Estado, sino quien necesita entender a qué se refiere el término. Los consumidores sabemos muy bien qué esperamos”. El principio de esta retórica es el mismo que sustenta las retóricas de religiones fundamentalistas, que niegan la evidencia científica, por ejemplo, en relación con el origen del ser humano. Es decir, el Estado no debería interferir en la fe prestando servicios educativos laicos y los ciudadanos no deberíamos ni siquiera cuestionar la imposición de una “verdad” como, por ejemplo, que el hombre fue creado por dios hace no más de diez mil años. Decir amén a esas mentiras no elegidas, sino impuestas. Ese es el perfil del creyente deseado; y del consumidor ideal también.

Volviendo a los temas de mercado, los consumidores debidamente informados deberían tener la libertad de decidir si, por ejemplo, consumen o no bebidas gaseosas. Pero en el esquema de “libertad y tradición” que plantea Bullard, no importa si son bombardeados de publicidad que oculta los efectos perjudiciales que afectan la salud individual e incluso la salud pública, igual tienen el derecho de seguir consumiendo esos productos sumidos en la oscuridad de algo que no conocen. Así, se repetirá que los países desarrollados consumen tantos litros de bebidas gaseosas per capita al año, mientras que países subdesarrollados consumen una cantidad mucho menor; ergo, si queremos ser un país desarrollado debemos consumir más gaseosa. Y, de acuerdo a esa perspectiva, el Estado no debe interferir entre los productores y los consumidores señalando la información relevante de ese producto ni promover políticas públicas de alimentación saludable, pues los consumidores saben qué quieren y si le digo “chocolate” a lo que no es más que una “golosina”, es chocolate y punto. O vayamos a un mercado tradicional y comamos “seco de gato”, pero creyendo que, en verdad, es “seco de cabrito” y que ningún impío anarquista pretenda decirme que ese plato sabroso no es de cabrito, sino de gato, pues yo tengo el derecho de ser engañado y creer esa mentira y nadie tiene por qué quebrar mi ilusión. ¡Qué tal lisura!

No discuto el derecho de la gente de creer lo que quiera, que el ser humano fue creado de barro hace unos pocos miles de años, negando la evidencia científica, o de llamar chocolate a una golosina cualquiera. Reinvindico como derecho fundamental y previo que estas elecciones sean con pleno conocimiento y en ejercicio real de su libertad.

El artículo de Bullard es un “discurso de verdad” profundamente político y maniqueo, funcional a las relaciones sociales vigentes. De ese modo, podría sincerarse el discurso: “deja que crean que esa golosina es chocolate, pues, además, esas personas por su pobre nivel adquisitivo no podrán acceder, por precio, a un chocolate que cumpla con ciertos estándares, entonces es preferible que sigan pensando que la golosina que comen es chocolate. Déjalos ser felices en su ceguera, en su pobreza”.

En el texto, lo más chocante es que compara la mentira racionalmente construida para llamar “chocolate” a una simple golosina, con el hecho social de llamar “leche de tigre” a una comida específica. Por supuesto que, en ese caso, nadie le daría como alimento lácteo a un niño esa “leche de tigre”, pero sí muchos daban a sus hijos la supuesta leche evaporada que era en realidad un mezcla láctea, engañados por la desinformación.

Cuando una mentira se construye, racionalmente, para mantener y reproducir relaciones de dominación, o hábitos de consumo, o la rentabilidad de un negocio, son mentiras que quiebran la libertad de las personas, pues las convierte en autómatas, en consumidores pasivos y engañados o en feligreses de una fe falsa. Ante esas circunstancias, deberíamos defender nuestra libertad y eso implica rebelarnos contra la mentira que nos ciega; deberíamos buscar la luz e informarnos. Solo así podremos ejercer de manera auténtica nuestra libertad.

Excesos del Contralor

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El diario El Comercio ha publicado hoy un editorial que nos permite reflexionar sobre los excesos (políticos) en los que incurre el Contralor General de la República, planteando políticas que generarán incentivos perversos para los funcionarios públicos, generando que los mejores se vayan (o no ingresen a dicha función) y solo se queden aquellos que no tienen otra alternativa. Estas propuestas políticas son igual de lesivas que aquellas medidas populistas que se implantaron entre el 2006 y el 2010, con la rebaja de remuneraciones para funcionarios públicos.

Todo esto debilita más el ya débil Estado peruano. ¿Será una decisión apresurada o más bien pensada justamente con esa finalidad?

Transcribo el editorial aludido

Editorial: Sin defensa y sin control

Un proyecto de ley de la contraloría dejaría sin defensa legal a los funcionarios que la propia contraloría señale.

El contralor general de la República, Edgar Alarcón, y la institución a la que representa, han vuelto a la palestra esta semana a raíz de la presentación del informe de auditoría respecto de la adenda al contrato de concesión del aeropuerto de Chinchero. Mientras algunas voces del gobierno han cuestionado duramente el pronunciamiento de la contraloría calificándolo de “netamente político” y “nada técnico”, en la oposición han hecho eco de sus conclusiones para atribuir culpas a ministros, viceministros y al Ejecutivo en general.

La idoneidad del documento de la contraloría y sus repercusiones, seguramente, continuarán siendo materia de debate. Pero la coyuntura hace importante el análisis sobre el rol que viene desempeñando el contralor Alarcón y las consecuencias que las intervenciones de dicha institución generan. Más aun, cuando, recientemente, el mencionado organismo público ha presentado un proyecto de ley, por el cual, la propia contraloría podría decidir quitar el beneficio de defensa y asesoría legal, a cargo del Estado, a los servidores públicos.

De acuerdo con la Ley del Servicio Civil, los funcionarios tienen –como regla general– el derecho a contar con “defensa y asesoría legal, asesoría contable, económica o afín” en los procesos que se les sigan por el ejercicio de sus funciones, y con cargo a los recursos de la entidad para la que laboran. Una prerrogativa lógica y razonable que apunta a dar cierta tranquilidad a los trabajadores estatales frente al riesgo latente de afrontar demandas o denuncias administrativas, civiles o penales, con ocasión de la labor que desempeñan. Sin perjuicio de este derecho, el funcionario al que se le encontrara responsable de alguna inconducta deberá reembolsar el costo del asesoramiento recibido al Estado.El reciente planteamiento de la contraloría, sin embargo, cambiaría sensiblemente este esquema. De acuerdo con el proyecto legislativo, los funcionarios ya no accederían al beneficio si el proceso o investigación se ha iniciado en su contra en atención a las “recomendaciones para la determinación de responsabilidades, formuladas en los informes de control emitidos por los órganos del Sistema Nacional de Control”. Es decir, perderían el derecho a la defensa cuando la contraloría así lo determine.

Esta propuesta presenta varios problemas. En primer lugar, al quitarles a los funcionarios el derecho a recibir asesoría con el solo informe de la contraloría, esta última prácticamente se estaría arrogando potestades jurisdiccionales, al otorgarle a sus propios dictámenes el mismo valor que el de una sentencia judicial firme. Por más que el señor Alarcón pueda atribuir a sus informes la condición de verdad irrefutable, lo cierto es que ni la contraloría ni ninguna entidad administrativa puede determinar la existencia de responsabilidad civil o penal en una persona (esta tiene que ser establecida por un juez), e incluso la responsabilidad administrativa puede ser cuestionada en sede judicial.

Peor aun, presumiendo quizá su propia infalibilidad, el contralor Alarcón no ha previsto en su iniciativa siquiera la posibilidad de reembolsar los costos de defensa legal en los que hubiera incurrido un servidor público en caso se determine que este no ha cometido ilícito alguno.

El mayor peligro que esta propuesta acarrea, no obstante, es el probable efecto desincentivador para los funcionarios actuales y los que quieran ingresar a la carrera administrativa en el futuro. ¿Qué funcionario dará un visto bueno a algún informe, firmará un contrato o impulsará algún proyecto si sabe que, en adición a las eventuales denuncias que vienen con el puesto, ni siquiera contará con el respaldo de su institución en el proceso legal subsecuente? ¿Qué personas capacitadas querrán trabajar para un Estado que le da la espalda cuando enfrenta un juicio?

Parece que el afán de protagonismo de un contralor que, al poco tiempo de haber asumido el cargo, decretó sumarle al organismo que dirige las funciones de “gestor” y “orientador” de las decisiones estatales, lo ha motivado también a definir qué funcionarios deben perder el derecho a obtener del Estado una apropiada defensa legal. Pero con ello, viene demostrando a la opinión pública qué funcionario está perdiendo el control.