Juan Manuel Trayter publicó, en la Revista de Administración Pública N° 143 (Mayo-Agosto, 1997, Madrid), un artículo que creo que es fundamental para entender el arbitraje en materia de contrataciones del Estado. El título de aquel artículo era “El arbitraje de Derecho Administrativo”; en el mismo, Trayter plantea una idea que me parece central: “la introducción del arbitraje en el Derecho administrativo, así como otras figuras de corte convencional o negocial, inaugura un nuevo sistema de relaciones entre las Administraciones Públicas y los ciudadanos […], en un intento de legitimación democrática de la actividad administrativa en detrimento de la actividad imperativa clásica”.
Creo que ese concepto es indesligable de la implementación del arbitraje en el ámbito de la contratación pública. Creo, lamentablemente, que este objetivo fundamental se ha perdido de vista y ha primado, más bien, una tendencia a la “administrativización” del arbitraje.
Resulta de público conocimiento mi permanente afán crítico con los excesos que se han cometido en el desarrollo del arbitraje, atendiendo a que ha sido un terreno especialmente atractivo para la corrupción originada en una suerte de “colaboración” público-privada; sin embargo, no pocas veces la cura resulta siendo peor que la enfermedad.
Con motivo de la promulgación de la Ley N° 29873, que modificó la Ley de Contrataciones del Estado (con mayor precisión, en relación con el Dictamen que emitió la Comisión de Economía del Congreso), opiné también, contra lo que es la mayoritaria opinión de los expertos, a favor de la incorporación de una nueva causal de anulación, en los casos en los que se alterara el orden de prelación en la aplicación del derecho (artículo 52.3). Esto me ha valido no pocas críticas, las mismas que, en todo caso, no me amilanaron para seguir manteniendo mi punto de vista favorable en relación con esa modificación. Es más, creo que con la aprobación de las modificaciones del reglamento se perdió una oportunidad importante para poder efectuar algunas precisiones en relación con este tema.
Ahora bien, con la publicación del Decreto Supremo N° 138-2012-EF, con el que se modifica el Reglamento de la ley de contrataciones del Estado, cobran realidad lamentables temores de una administrativización del arbitraje, lo que le quita la naturaleza propia que tiene esta figura.
Hace ya varios años, publiqué un artículo titulado “El arbitraje en las contrataciones públicas”. En dicho artículo entendía la incorporación y difusión del arbitraje en materia de contrataciones del Estado como que “la concepción de un Estado paternalista, centralizado y autoritario cede frente a la necesidad de legitimar un Estado promotor, descentralizado y democrático”. Lamentablemente, el paternalismo amenaza con volver nuevamente, con todas sus consecuencias. Escribía, además, que el arbitraje de derecho administrativo era una figura construida para un ámbito especial, que requería que su tratamiento normativo se haga “de modo completamente independiente de mecanismos estrictamente administrativos o consensuales, pues constituye un campo híbrido, en el que convergen características que se han entendido, hasta ahora, muchas veces incompatibles unas con otras”. Es decir, el arbitraje en contrataciones del Estado no es el arbitraje común (como muchos pretenden hasta hoy), pero tampoco es una extensión del procedimiento administrativo (como pretenden otros).
De facto, algunos árbitros pretendieron dejar de lado estas especificidades e hicieron de sus prerrogativas verdadera “patente de corso”, generando en el sector público una sensación de omnipotencia y, además, de la más absoluta impunidad. Eso llevó, primero, a que se planteen ciertas restricciones en la regulación del arbitraje y, luego, que se excluyeran ciertas materias (adicionales de obra, por ejemplo). Pese a ello, se encontraron figuras que se constituyeron en resquicios por los que seguían filtrándose esos temas. Con la Ley N° 29873 se perdió la oportunidad de precisar de manera más clara el ámbito objetivo de materias arbitrables.
Por el otro lado, desde el ámbito del sector público, ante los excesos de algunos árbitros, se encontró la coartada perfecta para responsabilizar al arbitraje de todos los males del Estado. En ese sentido, si bien desde la otra perspectiva el Estado pierde los arbitrajes por su ineficiencia, desde esta perspectiva se plentea una hipótesis igualmente parcial: el Estado pierde los arbitrajes porque el arbitraje no tiene controles. Esta última palabra parece haber dejado un eco de mucha gravedad al momento de aprobar lasa modificaciones. Desde mi punto de vista, la participación del Estado en los arbitrajes es un tema de alta complejidad: diversidad de intereses en juego (corrupción incluida), la organización burocrática de la Administración, la alta rotación de funcionarios, las deficiencias en la defensa arbitral del Estado que carece de órganos especializados, el formalismo y la no prevención de conflictos, etc.
Añadido a ello, la tendencia, desde mi punto de vista equívoca, en la regulación del Derecho de la Contratación Pública, tiene desde hace años un marcado acento barroco, es decir, un horror al vacío que hace que se incurra en una “SOBRERREGULACIÓN”. Esta sobrerregulación genera mayores costos en las transacciones y, lo peor de todo, incentiva que los mejores proveedores renuncien a la posibilidad de hacer negocios con el Estado, dejando ese campo abierto a los proveedores con mayor experiencia en los “procedimientos”, antes que en las prácticas comerciales. De ese modo, el terreno de la contratación pública seguirá siendo un campo de acción de abogados antes que de expertos en mercado. Si los abogados ocupamos un sitial central, entonces la solución de controversias seguirá siendo también un campo de acción fundamental para los abogados. Los proveedores del Estado y sus contraparte, los especialistas en logística del Estado, ven supeditadas sus actividades al cumplimiento de procedimientos legales y formales.
Un primer tema que debiera haberse modificado en el reglamento es que el OSCE, en tanto institución arbitral, evite la sobrecarga de arbitrajes, centrándose quizá en los de mayor envergadura. Lamentablemente, con el artículo 216 se mantendrá esta tendencia a “acumular” arbitrajes de una manera puramente cuantitativa, lo que afectará sus reales posibilidades de administrar de manera idónea los arbitrajes a su cargo. En todo caso, un tema al que debiera dársele importancia y prioridades altas es a la implementación de los tribunales arbitrales permanente (artículo 233-3); esta tarea sigue pendiente desde hace varios años atrás y, a través de ella, se lograría permitir el acceso al arbitraje de proveedores y Entidades en controversias relacionadas con contratos de montos poco significativos.
Hay que saludar el que se recurra al SEACE como medio de notificación de designaciones y recusaciones.
Además, hay que saludar que se promueva la aprobación de un nuevo Código de Ética para árbitros; sin embargo, este Código debería tener como documentos referentes en el ámbito internacional a Códigos verdaderamente trascendentes en materia arbitral como el Código de ética para árbitros comerciales elaborado por la American Arbitration Association y el International Centre for Dispute Resolution o las Directrices sobre Conflictos de Interés en el Arbitraje Internacional publicado por la International Bar Association. Sin embargo, cuando se asume que los árbitros son “funcionarios” que están resolviendo “procedimientos administrativos” se llega al extremo de someter a estos representantes de una jurisdicción reconocida constitucionalmente a un Tribunal de carácter eminentemente administrativo e, incluso, de calificar sus decisiones de acertadas o no, con lo que se quiebra, administrativamente, el principio de la cosa juzgada que protege el Laudo Arbitral. Sobre este particular, en un post anterior escribía que “Resulta, por otro lado, muy preocupante el que se haya regulado una posible sanción administrativa a los árbitros por parte del Tribunal de Contrataciones del Estado, órgano que, en el pasado inmediato, fue muestra de una clara y lamentable politización, que afectó su imagen de manera grave. En tal sentido, debería conformarse para esa finalidad, si es que se cree que es una solución realmente, un organismo similar al del Consejo Nacional de la Magistratura, pero especializado en arbitraje, considerando, además, que los árbitros son jueces (recuérdese que la Constitución le reconoce rango constitucional al arbitraje). Bajo los alcances de la propuesta, estos jueces estarían siendo sancionados por un Tribunal Administrativo que, además, no tiene, por su ámbito de competencia, mayor conocimiento del tema arbitral”.
Entonces, se retrocede en la concepción del arbitraje. Antes, las Entidades públicas para designar a sus árbitros desarrollaban procesos de selección; se tuvo que precisar que no estamos frente a “proveedores” del Estado sino ante jueces privados propiamente. Hoy, volviendo a esa concepción de “proveedores” se sujeta a estos árbitros al control de un Tribunal administrativo. Esto resulta francamente cuestionable y peligroso.
Las sanciones que pueden imponerse a los árbitros, cual proveedores, son las de inahbilitación temporal o definitiva. En este punto, las buenas intenciones de combatir los vicios que se han generado en relación con el arbitraje, han generado una solución que, a la larga, ahuyentará a los mejores profesionales del arbitraje en contratación pública y atraerá únicamente a los profesionales con tendencia a la litigiosidad pero de menores capacidades o calidades para el desarrollo del arbitraje. En otras palabras, el arbitraje ha sido reducido, de esta manera, a la condición de un procedimiento administrativo.
Sugiero ver el artículo de Ricardo Gandolfo sobre el particular. Con Gandolfo, aunque con sustantivas diferencias en algunos temas como el de la causal de anulación, coincido en la preocupación por estas medidas. Leer más