El hombre en la capucha (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

La clase había terminado pero en la mente de Jano nunca comenzó: sentía que necesitaba hablar con Mirella, aunque sea un par de palabras. La joven ya se iba, así que tuvo que correr un poco para alcanzarla…

– Mirella, hola.
– Hola.
– ¿Podemos hablar?
– No tenemos nada que hablar…
– Te debo una explicación.
– ¿Y se supone que ahora debo escucharla? Cuando te di la oportunidad no la dijiste.
– Fue para protegerte.
– ¿Y decírmelo ahora me protegerá? Ahórrate las palabras.

“¿Interrumpo algo?”, escucharon detrás. Era Yancarlo, viendo a Mirella. “No es nada Yanca, ¿nos vamos?”, lo distrajo la joven. Mientras ella caminaba, Ramírez miró desafiante a Jano, pero él ni se inmutó durante todo el tiempo que ellos se alejaron. “Sorry man, debí contártelo antes”, confesó Neto, que lo había alcanzado. “Normal, tío”, tranquilizó Jano a su amigo y luego le pidió un favor: “¿y sabes donde conseguirme unas ‘pastillas’?”.

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El fuego celeste (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

“Vengan por acá”, señaló Jerónimo a un grupo de alumnos, al mismo tiempo que Miguel pedía que lo siguieran. Sentía que no podía confiar en el guardia, pero sólo lo obedecieron Carla y otras cuatro personas: el resto no le hizo caso por el temor enclaustrado en ellos y su endeble liderazgo. Los seis corrieron entre la densa neblina mientras trataban de encontrar la cabaña en la dirección que se dirigió el profesor.

“¡Estamos caminando en círculos!”, exclamó el joven. Carla lo abrazó. La desesperanza de Miguel era grande, y si no hacía nada por contenerlo, se volvería loco. Miguel pareció calmarse, pero la tranquilidad del momento duró poco: escucharon otra vez ese sonido chillante y decidieron volver a correr. De pronto, él cayó, tropezándose con algo.

Pensó que era un montículo de tierra, pero Carla le avisó de una mancha en su pantalón. “Es sangre”, dijo. La desagradable sorpresa los obligó a voltear las caras: era el cuerpo destrozado de su profesor. “No es tiempo para lamentos, ¡huyamos!”, habló uno de los muchachos mientras levantaba a Miguel y Carla, que empezaba a llorar por el shock.

No habían transcurrido ni cinco minutos cuando, aprovechándose de la neblina, algo empezó a golpear a los muchachos, desapareciéndolos entre la espesura blanca. Miguel y Carla, que lograron esquivar el ataque, decidieron tomar un descanso detrás de unos arbustos. Entonces, ella sintió un calor creciente en su pecho. Sacó su dije y vio que estaba iluminado…

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El hombre en la capucha (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

Yancarlo arriva a la planta en su auto deportivo. Apenas baja, comprueba la vista desoladora. Paredes ennegrecidas, manchas de sangre y algo de la sustancia blanca que conoce bien. “¿Usted es el dueño?”, escuchó preguntar detrás suyo. Era el comisario Domínguez, un regordete policía que se le acercó con confidencia, mientras los hombres a su cargo empezaban a recolectar pistas.

“Venga conmigo que necesito su declaración”, dijo el oficial yendo hacia uno de los patrulleros. Yancarlo empezó a explicarle que era un joven y próspero empresario textil, que suponía que este desastre había sido un sabotaje de la competencia. “Bien, entonces creo que podríamos ir a la delegación a sentar la denuncia”, sugirió Domínguez encendiendo el motor. A Yancarlo no le quedó otra que asentir.

Antes de llegar a la delegación, Domínguez hizo un giro inesperado en una esquina y detuvo el auto. “Ahora, negocios son negocios”, dijo. El oficial le hizo saber a Yancarlo que no era tonto y que conocía bien los restos de aquel polvo encontrado. También le comunicó que sus hombres estaban listos para recolectar toda la evidencia y “perderla”.

“Así que, ¿puede ponerle un camión de chelas a mis muchachos?”, sugirió Domínguez. “Por supuesto”, dijo el joven sacando dos mil dólares de un fajo que tenía en su saco, “y tendrá más si encuentra al responsable”. Domínguez sonrió socarronamente: “Gracias, los muchachos estarán contentos”. “Gracias a usted, comisario”, cerró Yancarlo…

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El fuego celeste (capítulo tres)

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(viene del capítulo anterior)

“Bu, esa historia no dio miedo”, dijo Miguel haciendo reír a todos los presentes. Uno de los muchachos preguntó quién tenía otra historia para pasar el rato. Así que Carla se animó y, sujetando el dije de su cadena, empezó a contar:

“Hubo hace mucho tiempo un muerto viviente llamado Nimes Ieru. Este había sido antes un mago trastornado, que había sido castigado por los dioses porque convirtió la noche en día y revivió a numerosos muertos, sólo para demostrarle a los inmortales el inmenso poder que poseía. Como consecuencia de ello, se le condenó a pasar una eternidad enmendando su error. Y se dice, que las noches muy negras y frías, en donde la luz parece desaparecer, es porque Nimes Ieru anda detrás de nuevas almas que completen su cuota sangrienta…”

Entonces, alguien tocó la puerta y los gritos nerviosos saltaron en el grupo. Era el viejo guardia, que regresaba con las cobijas y un par de linternas. “Vaya hombre, ya era tiempo”, habló Miguel reponiéndose del susto, “¿y el profesor?”. “Me envió donde ustedes mientras él seguía buscando lo demás”, dijo el hombre canoso. Aceptando la respuesta, Miguel le pidió a su enamorada que continuara con la historia pero ella mintió: “y bueno, esa es la historia”.

Como no veía en los ojos de Jerónimo señal que la situación fuera a cambiar, Miguel le pidió al grupo que intentaran descansar un poco. Aprovechó ese momento para acercarse a Carla y preguntarle por qué no terminó la historia. “Tú sabes que no soy buena narrando relatos”, dijo ella, “además la historia se haría increíble si mencionara que el dije era la fuente de su poder”. Se sintió aliviada que justo hubiera llegado el guardia, haciendo un giro terrorífico a su aburrida narración.

De pronto, escucharon otra vez aquellos horribles gritos y la confusión se expandió entre los estudiantes. “Este ya no es un lugar seguro”, casi gritó Jerónimo, “hay que huir”. Horrorizados por la afirmación del guardia, los alumnos salen en tropel del edificio…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada…

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Mitad de ciclo, y Emilia sigue sin entender alguna de las fórmulas que pone el profesor en la pizarra. Desesperada, se le acerca a él al final de la clase, a ver si puede darle una asesoría o algún trabajo que pueda ayudarla con su nota. “No estoy acostumbrado a hacer ese tipo de concesiones”, dijo el profesor con cierta simpatía, “pero puedo recomendarte a uno de mis mejores estudiantes para que te apoye”.

Emilia ya se lo alucinaba al pata. “Un cuero, un churro, un bombón”, pensó de inmediato, hasta que escuchó al maestro llamar “Rodrigo”. Volteó y de sólo ver al medio nerd algo chato de anteojos, la dejó paralizada. Rodrigo esbozo una sincera sonrisa ante la mueca de espanto de la chica. Ella le susurró al oído del profesor si no tenía otro alumno disponible. “Última opción: o lo tomas o lo dejas”. Emilia salió rauda.

Ni siquiera dejó que Rodrigo le estrechara la mano para saludarla y se dirigió al paradero para tomar. El carro demoraba y vio como el chico nerd se acercaba por la vereda. “Hola”, dijo él con cortesía. Ella ya sentía que lo comenzaba a odiar: “hola”, dijo a secas. En eso vio que el carro se acercaba. Casi susurró un “hasta nunca”, y se dispuso a subir por la puerta de adelante. Y tuvo tan mala suerte que no encontraba ningún asiento libre en esa zona. Sin embargo vio uno al final del pasillo.

Empezó a correr a todo lo que pudo, pero segundos antes de alcanzar su objetivo, alguien más se sentó allí. “¿Tú?”, fustigó con dureza al mismo chico nerd que había osado hablarle en el paradero. “Sorry, pero el asiento estaba libre”, utilizó un tono como disculpándose, “y ahora, ¿qué harás?”. Ella lo miró un tanto sorprendida y furiosa al mismo tiempo. No quería estar cerca suyo, pero sentía que él le había arrebatado el asiento y no estar parada, así que…

– Wow… ¿sobre mis piernas?

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El hombre en la capucha (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

Jano se despertó. Tenía que hacerlo, pero aún sentía un pequeño temblor en el cuerpo. Igual no le hizo mucho caso, se duchó, cambió de ropa y cargó la mochila directo hacia la universidad. Volver a ese trote después de cinco años le pareció algo extraño, pero dejó de lado esos pensamientos y se enfocó en leer una separata dentro del transporte.

Apenas si llegó a tiempo, se sentó en cualquier lado e iba sacando el cuaderno cuando una voz lo llamó. Era Neto y su peculiar “chispa” para hablar.

– Tío, ¡¡¡a los años!!! ¿Onde tabas?
– No muy lejos. Y tú, ¿siempre biqueando?
– Ya pe tío, seré biquero pero no triquero… además sé mucho más de este mundo que tú, man…
– Eso parece…
– Pero vaya… ¡Miren a Mirella!… ¿qué tal mi reina?

“Zonzo”, le contestó ella y por poco no le da un lapo. “Hola”, dijo Jano con simpleza. Mirella se detuvo. La esbelta morena de cabellera larga lo miró con nostalgia. “Hola”, dijo ella con cierta desazón y bajando la vista. “Asu man”, le murmuró Neto, “no sabía que tenían su historia”. “Prefiero no pensar en ello”, sentenció Jano.

El profesor iba a comenzar la clase cuando se fijó en uno de los alumnos, que contestaba una llamada de su celular. “Disculpe, ¿señor?”, habló el profesor. El alumno no se dio por aludido hasta que alguien le pasó la voz:

– Ramírez… Yancarlo Ramírez.
– Señor Ramírez, apague por favor su celular que estamos por comenzar.
– Perdone, pero es un asunto muy urgente.
– Entonces hable afuera.

Yancarlo salió. “Aún no sabemos quién colocó las granadas”, dijo la voz al otro lado de la línea. “¡No me importa cómo pero me encuentras al que hizo esto!”, gritó encolerizado. “Además la policía investiga”, señaló con tono preocupado el otro. “En eso no pienses, ¿ok? Yo me encargo de ellos”, cerró la conversación.

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El hombre en la capucha

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Detrás de mi ventana vigilo aquel camión sospechoso que empieza a cuadrarse… Entonces, empiezo de nuevo a temblar consumido por la durísima abstinencia de mi vicio, aquel mismo vicio que en forma de medicina llegó hasta mí para calmar mi dolor hasta que… no, no debo pensar en ello… pero aún recuerdo aquella primera pastilla que tomé…

Aquella falaz y efímera sensación de comodidad para resistir el dolor de las heridas… y de paso ser un héroe, o sentirme como un héroe… en su pedestal granítico, alto y firme… pero, ¿cómo podría sostenerme si los pies son de barro?… ¿cómo sostenerme si mi voluntad fue débil al tomar esa droga?… qué contradictorio: no puedo ser héroe si rompo con tal ligereza mi línea de conducta…

Pero, por más que filosofe, mi error ya cometí y aún me recupero de ello… vuelvo a ver el camión: están descargando… son paquetes y paquetes de ese sucio vicio… no puedo esperar más a detenerlos… controlaré mis temblores y me colocaré la capucha… oh, sí… como hoy y como antes… el hombre en la capucha hará otra vez justicia…

Habían terminado de descargar cuando el anónimo justiciero hizo su rápida aparición. Ni pudieron reaccionar porque las granadas que lanzó el desconocido estallaron por todos lados. Los que tuvieron suerte, huyeron ensangrentados. Los demás, se consumían en el fuego. El hombre en la capucha esbozó una malévola sonrisa: “y otra vez, se hizo justicia”.

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El fuego celeste (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

El profesor salió y constató que aquel cuerpo sangrante y destrozado era el de su pupilo. Al instante volteó hacia Jerónimo. “¿Qué le hiciste?”, gritó mientras golpeaba con sendos puñetazos al guardia, al que había arrinconado contra una pared. Como no se contenía, Miguel y otro alumno tuvieron que alejarlo.

“¿Qué le hiciste?”, preguntó de nuevo. El guardia se defendió señalando la pierna del muchacho. El profesor levantó la basta del pantalón y verificó que había una grave herida debajo de una gasa. “Para qué lo iba a matar si lo estaba curando”, concluyó el hombre canoso. El maestro quiso responderle pero inquietudes cercanas lo interrumpieron.

“Las linternas no iluminan mucho”, dijo uno de los muchachos. Jerónimo chequeó las luces y reconoció que las pilas estaban por vencerse. A pesar de su reticencia inicial, el profesor tomó la decisión de ir con el cuidador de nuevo al otro lado para buscar más cargas y linternas. “Te quedas a cargo”, dijo mirando a Miguel, “y nadie sale hasta que yo vuelva”.

Los dos hombres caminaron hasta una cabaña. Durante el trayecto, la neblina se hizo más fría, así que apenas llegaron al sitio el profesor empezó a buscar cobijas. “¿No tienen mantas?”, preguntó el profesor. Jerónimo contestó que las guardaban en otro lado. “Ve por ellas y llévalas allá”, le ordenó. El hombre canoso salió de la cabaña mientras el otro probaba las linternas y las cargas.

Había terminado de arreglar las luces cuando sonaron pasos fuera. “¿Jerónimo?”, llamó pensando que el cuidador no encontró las mantas. Sin embargo, no obtuvo respuesta. Envalentonado, salió molesto de la cabaña. Luego, abrió grandemente sus ojos, sólo para que vieran por última vez el ataque que recibió…

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El fuego celeste (capítulo uno)

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“Y ahora pasaremos a hacer…”, la voz del profesor se interrumpió con el sorpresivo apagón que dejó en penumbras el salón. Un par de encargados fueron avisados y salieron corriendo a revisar qué había ocurrido. Al poco rato, uno de ellos regreso y comunicó la mala noticia: el generador había sido afectado y la clase no continuaría. “Que fastidio”, se dijo para sí Miguel, mientras le indicaba la salida a Carla, su enamorada.

Tomaron junto con el todo el grupo la senda principal para salir del amplio recinto. Sin embargo, cuando llegaron junto a la gran puerta, los guardianes no los dejaron salir. “Hay muchos disturbios afuera”, dijo uno de ellos, haciendo eco de los sonidos de ululantes sirenas y gente corriendo por todos lados, unos asaltando y otros huyendo.

El profesor los guió hasta una edificación cercana, de pocos pisos y algo añeja. Los recibió uno de los guardias, un hombre alto y algo canoso, que se identificó como Jerónimo. “José, ve con el guardia en busca de las linternas”, mandó el profesor, ya que las luces estaban en otro lado. Jerónimo se fue con el muchacho en medio de una fría y densa neblina que empezaba a formarse.

“Ya pasó media hora”, dijo Carla, “y todavía no regresan”. Miguel la reconfortó: “seguro siguen buscando”. Apenas terminó la frase cuando la puerta se abrió. Era Jerónimo, que regresaba sin el muchacho. “¿Qué sucedió con José?”, protestó el maestro. El hombre canoso contó que había sufrido una lesión durante el trayecto y que se quedó en el otro lado.

“Aquí les traigo dos linternas”, dijo Jerónimo mientras se oyeron dos gritos horripilantes. Inmediatamente después, un bulto cayó cerca de la puerta. Atemorizado, el profesor se acercó hacia la ventana, y sus ojos se asustaron con la indescriptible escena que observó…

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Los dos lados del espejo (capítulo final)

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(viene del capítulo anterior)

Bruno despertó del letargo y miró a su alrededor. “¿He vuelto?”, se dijo incorporándose, momento en el que unos brazos le rodearon el cuello. Era Noelia, que había quedado impactada por el extraño fenómeno. Él sonrió. “Estoy en casa”, pensó para sí y luego la besó.

Bruno se incorporó. Aún se encontraba algo mareado cuando Leslie se acercó a él. “¿Te sientes bien?”, le preguntó mientras acariciaba su rostro. “Sí… estoy en casa”, le contestó dibujando una sonrisa. Luego la abrazó fuerte durante unos eternos segundos.

“¿Nos vemos mañana?”, preguntó Noelia. Bruno asintió con la cabeza al tiempo que ella se alejaba. Del otro lado Leslie, ya más tranquila, le dijo que tenía cosas por hacer. “Ve, nos vemos mañana”, dijo Bruno. Ambos muchachos vieron para el piso, posando sus miradas en los martillos que iban a utilizar.

El espejo parecía otra vez tan sólo un mueble. Bruno se acercó y lo observó con cierta tristeza. “Aunque en distintos espacios… tenemos la misma conciencia… Ya no te necesito”. Dicho esto, los martillos quebraron la superficie del espejo, cuyos pedazos quedaron esparcidos por el suelo mientras su poder mágico, en una gris incandescencia, de súbito se desvaneció.
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