Archivo de la categoría: Relatos por Entregas (serie uno)

Relatos literarios escritos por entregas

La muerte del vampiro (parte tres)

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(viene de la parte dos)

Tras llegar al sitio en que yace el segundo cadáver, el análisis repetitivo y las fotos de rigor, ahora sí Gómez empezaba a considerar, ciertamente con cautela, toda creencia del forense pero, sin una pista clara que delate al asesino, aún se devana la cabeza procurando tener una explicación lógica a crímenes ilógicos. A los cinco días, otra llamada remeció la delegación. León entró en el despacho del detective quien, con sólo mirarlo, entendió la indirecta. Recordando a la segunda víctima, Gómez salió raudo de allí diciendo: “Veamos quien te sigue, Camila Calenda”.

“¿Qué hallamos?”, preguntó el detective al presenciar a la tercera occisa. Jenifer Garza, 27 años, soltera, delgada, vecina de la zona, fue la escueta descripción del oficial de policía que arribó primero. León volteó el cuerpo, encontrando las mismas marcas en el cuello, mas una peculiaridad se destadaba: encontró un par de jeringas usadas. “De Almeida no es médico”, señaló Gómez. “Pero también puede que sea un despiste”, opinó el forense.

“¿Y si quizá…”, el detective empezó a cuestionarse mientras volteaba la mirada y veía la gente que se juntaba a curiosear en torno a la escena del crimen. Como en una súbita iluminación, divisó a un joven que lo miraba fijamente. Vestía casual, con pelo corto y unos lentes, mediana estatura y de faz poco agraciada. Entendiendo que tenía su atención, el curioso levantó las manos, las mismas que estaban cubiertas por guantes de látex manchados de sangre.

Gómez olvidó pasar la voz y se lanzó a correr detrás del desconocido, el que huía por una esquina hacia la calle del lado izquierdo. El detective lo persiguió mientras las patrullas intentaban cercar al fugitivo por el otro lado del camino. Antes de llegar a una moto estacionada, el de lentes fue embestido por uno de los patrulleros, al tiempo que, más tranquilo, el detective sacaba las esposas de su bolsillo.

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La muerte del vampiro (parte dos)

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(viene de parte uno)

Gómez examinó el cuerpo mientras León tomaba fotografías de la escena del crimen. “Identificación: María Rodríguez”, señaló el detective al hallar la tarjeta de la víctima. “¿Qué se ve allí?”, preguntó León indicando el cuello de la occisa. Gómez movió un poco el cuerpo para que el forense lograra captar la imagen de la mordida de dos colmillos.

“El animal que haya hecho esto”, opinó Gómez, “debe haber sido muy cuidadoso. No quedaron rastros de sangre”. León hizo una mueca de extrañeza, y más bien se aventuró en esbozar una teoría: “pienso que fue un vampiro”. El detective, incrédulo, echó sonoras carcajadas. “¿Un chupasangre, en esta ciudad?”, rió de nuevo. Gómez lo conminó a dejar de lado esas fantasiosas conjeturas y buscar pistas en la declaración del testigo.

Ya en la delegación, ambos empezaron a interrogar a Enio de Almeida, el hombre alto y bien parecido que vio por última vez con vida a la infortunada. Había llamado unos minutos después del deceso, desde el paradero penúltimo de la línea de buses de la calle 38. Según su versión, ella se alejó de la esquina para llegar a la parada final y, a una cuadra de allí, fue atacada por un desconocido.

Gómez tenía cierta corazonada pero no tenía forma de acusarlo. El testigo pidió ir al baño, momento que aprovechó el detective para hurgar en el saco que Enio había dejado en la silla. Pasados diez minutos, Enio volvió de los servicios, y Gómez le mostró la pequeña bolsa con hierbas que encontró en el bolsillo izquierdo.

“Quién sabe si es coca u otro estimulante”, sugirió el detective. De Almeida tan sólo esbozo una sonrisa sarcástica: “Mas bien creo que eso no le servirá de mucho, detective”. Entonces, León, que había salido un momento, entró en la sala con el rostro desencajado: hallaron otro cuerpo con las mismas características a veinte cuadras de la comisaria. “Y esa hierba es eucalipto”, lo contrario el forense.

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La muerte del vampiro

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Es una noche sin luna y la mujer camina con cierta prisa, intentando llegar al próximo paradero. En la esquina del colectivo se encuentra con un hombre alto y bien parecido. Luego de un rato esperando, ella le pregunta hace cuánto pasó el último transporte.

“Diez minutos como mínimo”, contesta el sujeto con seguridad. Él le aconseja caminar unas cuadras hasta una parada más cercana. Ella agradece el consejo pero no quiere ir sola: la noche que avanza y la confianza que le inspira la animan a pedirle compañía.

Apenas sus pasos llegan a la siguiente esquina, ella se siente mareada y los pies no le responden. A punto de caer, dos brazos la sostienen. “Gracias”, dice ella. Entonces, dos punzadas aterrizan sobre su cuello; intenta zafarse pero es inútil. Sus fuerzas se van de pronto mientras consigue observar dos ojos de suma brillantez.

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El roche de aquel año (parte final)

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(viene de parte tres)

En este punto de su narración, Gino se calló. Sus amigos vieron ante sí el alto portón verde donde detuvo su caminar. “¡Qué tal roche, peor que el mío!”, comentó César. “Pucha yo nunca me hubiera imaginado algo así”, dijo Jared. ¿Y que es este portón?”, inquirió el gordo. “Llegamos a mi cole”, habló Gino, algo emocionado. Tocó la pequeña puerta del costado, abrieron, dijo un par de palabras y a continuación agregó: “vengan, pasen”.

Rui, el blanquiñoso y César pudieron constatar el amplio patio junto al edificio de salones. También el balcón y la escalera, con sus resplandescientes lozas y metálicos barandales. Gino subió a uno de las aulas. Bajó luego de un rato acompañado de un hombre con el pelo encanecido. “Les presento al profesor Gálvez”, les señaló a su profesor de Literatura.

Se quedaron un momento conversando de diversos temas, y otras anécdotas que, entusiasmado, Gálvez contó a los jóvenes. Luego que el profesor se retiró, sus amigos aún le hacían un tanto de chacota al pobre Gino. De pronto, Jared le preguntó: “¿Y cómo termina la historia?”. Gino, tras exhalar un suspiro, prosiguió:

Tras disculparme con mis compañeros por el bochorno, me dirigí hacia los lavabos, a tomar un poco de agua. Después, sólo me senté en una banca del patio, a ver cómo terminaba el día. Fue entonces que el sol que se apagaba fue tapado por mi sol, Celeste. Ella se quedó en silencio un rato, sentada a mi lado y después preguntó cómo me sentía.

Sólo atine a decirle que ya me sentía mejor. Pronunció “Ven” y, como pidiéndome que la siguiera, caminó hacia la escalera. No me lo quedé pensando y también caminé con ella. Subimos hasta el balcón. Aún asustado, no sabía a qué venía su actitud. “Quiero escuchar tu poema”, fueron sus palabras. Sólo quería olvidar ese mal rato y no volver a revivirlo.

“Solamente yo estoy aquí”, dijo ella y, acto seguido, me robó un beso, uno largo, uno dulce. La miré con cara de asombro y mi seguridad, antes perdida, empezó a aflorar de nuevo. Comencé pues a recitar de nuevo aquel poema, que esta vez sí finalicé. Celeste me volvió a besar y dar un abrazo en el balcón testigo del roche que aquel día ocurrió. Sigue leyendo

El roche de aquel año (parte dos)

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(viene de la parte uno)

Era una tarde de setiembre de clima cálido que el profe de Literatura anunció la primera edición de un concurso de declamación. Yo me inscribí, confiando demasiado en mis “dotes” de poeta y esperando ganar no sólo jugosos puntos en el promedio general del curso, sino también la fama y gloria de gran recitador de la clase y del colegio entero.

“¿Qué escribes?”, me preguntó Celeste, la chica que me cortaba el aliento de sólo mirar sus ojos, aquellos profundos ojos del color de su nombre. Como era entonces un chiquillo inexperto, oculté rápido el papel y sólo le respondí que escribía mi tarea. Pero ella fue más astuta y buscó sacarme el secreto del papel. “Déjame leerlo y te daré un beso”, dijo con malicia. Cual pobre iluso, acepté el trato.

Su cara cambió, en instantes, de una sonrisa pícara a una mueca de extrañeza. “Bueno, aún no está terminado”, me disculpe nervioso, “pero espero que cumplas tu parte”. Me acercaba ya cuando el “tengo que comprar algo” detuvo mi ansiedad. Me devolvió el escrito, y pasaron cinco, diez, quince minutos. La campana sonó, devolviéndome a la realidad, y subí al salón con el alma cansada.

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El roche de aquel año

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La sonora cachetada recibida no sólo le movió un tanto la quijada, sino que también lo aturdió un buen rato. Las chicas de la mesa comenzaron a reirse sarcásticas mientras César, con una mano en la mejilla, volvió a su sitio donde Gino y su argolla lo esperaban entre carcajadas.

“Hay que ser bien monse para que se te ocurra decir eso”, lo lapidó el blanquiñoso Jared de entrada. “Hubieras sido más cauteloso”, comentó el gordo Rui. “Dejémoslo así, total, un roche lo sufre cualquiera”, quiso Gino bajarle al asunto. “Bueno, como el mío, ninguno”, bromeó el desafortunado César, rompiendo todos otra vez a carcajear con más fuerza.

“Tal vez”, dijo Gino. “¿Con una flaca?”, se interesó el gordo. “No directamente”, respondió G, “pero si quieren saber más, será mejor que me acompañen”. Y levantándose como por un resorte, empezó a caminar. “¿A dónde nos dirigimos, man?”, preguntó el blanquiñoso. Nostálgico, Gino contestó: “al lugar que un día mi roche ocurrió”.

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Historia de Sérvulo (última parte)

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(viene de la parte seis)

“Soy yo”, dijo Sérvulo. Rolando volteó sorprendido la vista. Vio al menor de sus hijos vestido con aquella túnica negra, la misma con que apareció el día que le entregó el cuerpo de Legardo. Sérvulo observó el epitafio, se rió con sarcasmo, y lo criticó: “la dádiva perfecta, llevado por la escoria. La verdad, esperaba de ti una mayor tristeza”. Rolando se levantó y quiso abrazarlo, pero el príncipe desenvainó la espada y obligó al rey a ponerse en guardia. “Peleemos”, retó el príncipe.

Sérvulo embistió al rey quien, con no poco esfuerzo, evitó el envión. Rolando aprovechó para mandar un golpe de puño al príncipe, que cayó al costado de la piedra lisa. Envalentonado, el rey pateó el arma del joven y levantó la suya en dirección al cuerpo de su oponente. Quiso dejarla caer, pero Sérvulo contuvo el ataque, y aplicó un par de patadas sobre las piernas del rey, haciéndole trastabillar y hundiendo la espada en el campo. El príncipe prosiguió su ofensiva, esta vez con puñetes sobre la cara y el abdomen de Rolando.

Por fin, cansado de la golpiza, el rey cayó pesadamente sobre el terreno y se quedó respirando agitado. Entonces, Sérvulo cogió su espada y la levantó. “No harás más daño porque ya no estarás”, pronunció el príncipe, y antes que Rolando dijera algo, su cabeza rodó cercenada. Galías se acercó tranquilamente hacia el joven, quien empezaba a llorar. “Ya, hijo mío, no llores más”, lo consoló el rebelde y agregó: “Tu madre estaría orgullosa de cómo la vengaste”. Sérvulo lo sabía pero no olvidaba el sacrificio de Legardo.

“Acabaste con sus pecados y, en el camino, redimiste los tuyos”, lo animó Galías. El príncipe, confortado, levantó su cabeza y miró al cielo que empieza a ocultarse. “¿Qué harás ahora?”, le preguntó el rebelde. “El reino te lo puedes quedar. Sé que lo gobernarás bien”, asintió Sérvulo. “En cuanto a mí”, añadió, “es el tiempo de irme”. El príncipe montó en su caballo y dio un rodeo por la lápida, aquella que siempre lo habría de recordar. Sigue leyendo

Historia de Sérvulo (penúltima parte)

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(viene de parte cinco)

Al clarear el nuevo día, Jerzó, jefe de la guardia real, ordenó a sus hombres dirigirse al bosque de Galden. Cabalgando entre el ejército de a pie, aún no salía de su extrañeza al recordar las palabras de Rolando. “Causa el mayor número de bajas en los rebeldes”, hizo un pequeño mutis el rey para luego añadir, “y no te preocupes por Sérvulo, es probable que también esté muerto”. Al llegar al límite de aquel infierno verde, Jerzó ordenó a los arqueros disparar las flechas llameantes contra las copas de los árboles.

Los rebeldes empezaron a caer, muertos y quemados, desde lo alto y los que escapaban por tierra eran alcanzados por las fieras espadas. Con el factor sorpresa ejecutado, Jerzó y su guardia se internaron bosque adentro sin encontrar resistencia. Así fue como finalmente llegó al claro donde aquella nefasta noche tuvo lugar la muerte de Legardo. El jefe de la guardia se sorprendió de no encontrar rastro de los caídos en el terreno. Temeroso de haber sido emboscado, emprendió la retirada. En ese momento, una flecha silbó desde la espesura.

Parado frente al ventanal del aposento, el rey Rolando dirige su mirada hacia el horizonte. Uno de sus servidores le avisa, “acaba de llegar un mensajero”. El rey asiente con la cabeza, callado y sombrío, su cabeza gira lentamente para ver a aquel que la noticia viene a dar. “Está hecho, mi señor. El rebelde ha sido vencido”. Tras unos momentos de desolación sobre las sábanas de su cama, mojadas de la tristeza, el rey Rolando cambia de túnica y ordena al soldado: “llévame donde está el cuerpo”.

Tras dos horas de viaje, el grupo se detiene. Cuerpos degollados, alcanzados por lanzas o flechas, nutren el campo de batalla. El mensajero lo guía hasta el cuerpo del líder rebelde, que envuelto está en túnicas negras. Constató el rey Rolando la identidad de su enemigo, y señaló al mensajero, “caven en la tierra”. A los demás ordenó: “Busquen una piedra, lisa y rectangular, que guarde su memoria”. Encontraron una piedra como la descrita en una cantera cercana, la pulieron apenas, y la entregaron al rey. Éste escribió un epitafio que siempre habría de recordar:

Sérvulo, Sérvulo,
he reservado para ti
el premio ansiado,
la dádiva perfecta.

La he adornado
con ocasión del triunfo
tuyo, imperecedero,
constante y memorable.

Ay Sérvulo,
lo has rechazado
como el mar a las olas,
como el sol a la noche.

Has dejado que se imponga
tu sinrazón y malicia,
que oscura refleja
la rebelde escoria.

Sérvulo, al exilio
hoy te tienes que marchar,
fuera de mi dicha y mi lumbre,
de mi vida y mi hogar.

“Déjenme solo”, ordenó el rey. Tocó la piedra, y no pudo evitar llorar de nuevo. Fue entonces que, en el pasto de la tumba, una silueta humana se proyectó.

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Historia de Sérvulo (parte cinco)

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(viene de parte cuatro)

El rey vio llegar uno a uno a los pocos guardias heridos. No ver a sus hijos entre ellos le estremeció profundamente, y empezó a llorar. Pasada la medianoche, Rolando bajó de sus habitaciones y salió del castillo. Sólo quería mirar el negro fúnebre de aquella luna menguante. Absorto en sus pensamientos, no oyó llegar al reducido grupo de jinetes que se aproximó hasta donde estaba. “Soy Galías”, habló el jefe del grupo, cuya cabeza estaba cubierta con la capucha negra. “¿Qué has hecho con mis hijos?”, rugió el rey. Los rebeldes descargaron el cuerpo de Legardo y se lo entregaron a su padre, además de un envoltorio enrrollado.

Rolando se apresuró en abrir el envoltorio, encontrando el medallón dorado en forma de disco solar que le regaló a Sérvulo cuando apenas cumplió catorce. “Es la pueba de que tu otro hijo es mi prisionero”, dijo el rebelde y agregó: “Si quieres que siga viviendo, me entregarás tu reino. Sólo así te lo devolveré”. Rolando, doliente por la muerte de Legardo, gritó su desesperación, convirtiendo su deseo de venganza en incontenible. “Mañana, lo único que quiero es acabar contigo”, sentenció el rey. El rebelde quedó un minuto quieto y luego, con la voz entrecortada, señaló a sus hombres: “Marchemos”.

Antes de que pudiera avanzar, Rolando se le acercó y, tirando con todas sus fuezas, arrancó la capucha negra al rebelde. Silente en medio del terreno, Rolando observó aquel rostro y aquellas lágrimas que caían de su adversario, quien se alejaba ya raudamente. Porque, aunque hubiera creido todo lo que le dijo, nunca pudo imaginar que el mensajero que llamase Galías, no era tal. Abrazado al cuerpo de Legardo, volvió de nuevo a derramar algunas lágrimas. Llegado al castillo, ordenó al jefe de la guardia real: “Prepara a tus hombres. Mañana, hay un reino que salvar”.

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Historia de Sérvulo (parte cuatro)

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(viene de la parte tres)

“Será mejor el ataque nocturno”, sentenció Legardo. Siguiendo el consejo del rey y tras poblar el bosque con una serie de informantes, el mayor está seguro que precisa de esta táctica para acabar con el enemigo. “Ordena a la guardia que aceite las puntas de flecha”, señaló a Sérvulo. El menor recordó aquella estrategia de batalla. “Como ante Galías”, murmuró para sí, trayendo de su memoria el día que su padre derrotó a aquel rebelde que amenazaba la tranquilidad del reino.

Al caer la noche, la guardia marchó en dirección al campamento rebelde. Legardo posesionó a los arqueros tras los árboles que rodeaban el claro. A la voz del príncipe, los arqueros encendieron las puntas de flecha y comenzaron a disparar a las carpas. Los rebeldes salieron a toda prisa de ellos, sólo para caer muertos ante la segunda ráfaga del ataque. La guardia, con Legardo y Sérvulo a la cabeza, entró en el campamento y empezaron el mortal inventario. “Sólo hay ocho o diez cuerpos aquí”, el jefe de a guardia informó a los hermanos. “Retírense”, gritó el mayor.

La lluvia de flechas cayó sobre la guardia real. Legardo y Sérvulo apenas lograron reaccionar mientras sus hombres caían mortalmente heridos en medio del incendiado campamento. El menor vio cómo se deslizaban sogas desde lo alto de los árboles circundantes y los enemigos de negro, vencida toda resistencia, traspasaron los cuerpos con sus espadas. Legardo, herido de un brazo, intentó una escaramuza pero, solo y desfalleciente, estaba a merced de sus atacantes: una y otra, y una tercera espada atravesaron su joven pecho.

Sérvulo miró a su hermano desplomarse, ya sin vida, sobre la tierra. Quiso gritar pero alguien lo cogió de la cabellera. El menor lo reconoció como aquel que mató a Lady Rowina. “¿Por qué?”, le inquirió Sérvulo. “Nunca dije que esto sería fácil”, contestó el atacante, quién rápidamente lo golpeó en el rostro, dejándolo inconsciente. El rebelde lo cargó en su caballo y, junto a sus seguidores, dejó aquel lugar.

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