Archivo de la categoría: Fragmentos literarios

Breves creaciones literarias del autor

Asesino descubierto

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Sentado contra la pared miras la cama. Las sábanas están revueltas, la ropa desordenada y la mancha se ha vuelto púrpura. Observas alrededor las paredes sucias y grises, el ropero apolillado y sin una puerta, la mesita de acero oxidada y con desperdicios. Te levantas y caminas por el estrecho pasadizo que separa el cuarto del baño común.

La vieja quinta se muestra alegre a pesar de ser centenaria. Es fiesta latente y los vecinos se aprestan a adornarla. Caminan, corren, ríen, recuerdan. Pero a pesar de tu estancia prolongada, no te sientes uno de ellos. Volviendo a tu cuarto te topas con un chiquillo menudo. Es José, y su rostro te mira ansioso, triste, angustiado. Ves cómo se dirige a la salida de la quinta, presagio de que algo no anda bien. Ya dentro, te pones a ordenar la cama y a limpiar la mesa.

Luego de recoger los desperdicios y ponerlos en una bolsa, reviso cada rincón del cuarto. Considero que tiene un aspecto aceptable, hasta qu me topo con un zapato negro, negro y gastado. Es como de un niño… ¡José! Siento las botas retumbar en el piso y cojo el revólver que guardé bajo mi almohada. Oigo sus voces y su respiración. Oigo el ruego de José, pidiéndome que me entregue.

Pero no hago caso. La puerta es abierta violentamente y alcanzo a realizar dos disparos antes que la ráfaga de metralla abata mis esfuerzos. Sangrante sobre el piso recién limpiado, vuelvo mi mirada hacia el ropero. Mi vista se nubla pero alcanzo a ver cómo sacan el cuerpo de la mujer y lo cubren con la sábana. Mis párpados me vencen y cierro los ojos, señal que ya me voy.

(Escrito 23-03-2007) Sigue leyendo

La noche del apagón

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Y de pronto, la luz se fue. Se convirtió en una incomodidad tremenda porque no había terminado de guardar el archivo en la computadora. Nos dijeron a todos para salir del edificio. Si bien algunas luces de emergencia alumbraban la salida, los transportes no paraban en las esquinas repletas de involuntarios pasajeros. Los segundos que siguieron comenzaron a hacerse confusos entre las personas que comenzaban a caminar.

Rubén fue uno de ellos. Se adentró por unas calles solitarias y oscuras donde la luz no había vuelto. Era una oscuridad tan extraña, que de sólo ver la luz de los autos al transitar por las calles parecía reflejar sus luces a demasiada potencia. Entonces, él se paró un momento para tocarse los ojos que se sentían muy deslumbrados. Apenas apartó las manos, escuchó raros ladridos.

Rubén volteó a ver y se encontró con que, a cierta distancia, un par de lobos con las cabezas deformes querían entrar a unas casas. Pero luego olieron sus pasos, y voltearon en su dirección. Espantado, él corrió a todo lo que dieran sus piernas mientras los animales empezaban la feroz persecución. Corrió y siguió corriendo, hasta que alcanzó una avenida iluminada por los faros en aquella negra noche.

Cesaron los extraños ladridos y Rubén viró otra vez la cabeza en dirección a sus perseguidores. Los lobos habían desaparecido. En su lugar sólo había un par de jóvenes que se agachaban por el cansancio y no comprendían por qué. Él siguió caminado bajo la luz de los faros un buen rato hasta que se topó con otra zona oscura.

Pudo ver que la confusión había dado paso a los gritos y esporádicas ráfagas de armas de fuego. No entendía por qué sucedía, pero no le quedaba otra opción más que dirigirse hacia allí, ya que en un parque cercano se encontraba su casa. Así que, armándose de valor, Rubén ingresó corriendo en esa zona oscura y otra vez sus ojos empezaron a experimentar aquella inesperada molestia.

A pesar de ello, no paró y se acercó lo suficiente a su casa. Quiso abrir la puerta con la llave que tenía en el bolsillo pero alguien no dejaba pasar. Intentó empujar la puerta y extender el brazo, pero tuvo que retroceder cuando la cerraron con fuerza. “No te dejaré pasar, bestia”, gritó su hermano, mientras Rubén quedaba anonadado con la sorpresiva respuesta.

Se retiró un par de metros de la entrada y gritó hacia el segundo piso, a ver si lo podían oír y cambiar de actitud. Se abrió una ventana pero no espero lo que venía. Unas balas atravesaron su cuerpo a toda velocidad y Rubén cayó sobre el pavimento, mientras recordó aquella profecía que de niño le contaron: “el día que la luz se apague, manténganse en casa unidos porque, si están afuera en la oscuridad, nadie los reconocerá”. Sigue leyendo

El polo de la risa

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“De verdad que eres indescifrable”, dijo el señor Orestes al tratar de explicar cómo rayos podía ponerme una delgada chompa en pleno calor. Pero por más que pensara en la razón, Gilberto esbozó una gran sonrisa y se alejó del oficinista sin darle respuesta alguna. Y es que la chompa ya estaba prevista para el joven desde que vio la mañana aturdida de aquel ‘verotoño’.

Gilberto lo llamaba ‘verotoño’ porque, a pesar de ser los meses en que mayor calor debía registrarse, siempre encontraba al levantarse un cielo sin sol y friolento que lo obligaba a sentirse abrigado de alguna forma. Ello implicaba, además de la camisa y del polo que se ponía debajo porque odiaba el bividí, las siempre favorables pero caloríficas chompas delgadas que, por las muchas lavadas, le quedaban algo pegadas al cuerpo.

El clima de aquel día en la oficina le era propicio para mantener cerrada dicha prenda a pesar de las extrañadas miradas de los demás. Sin embargo, arribando al mediodía, el cielo se abrió y dio paso a unos relucientes rayos solares que empezaron a fastidiar a todo el mundo. Mas Gilberto parecía no haberse dado por enterado, hasta que, luego de un par de minutos, empezó a sudar a goteras.

El joven empezó mostrarse inquieto, mientas los otros no comprendían su repentina y terca actitud. Finalmente, y tras mucho pensarlo, Gilberto se dirigió al baño. Pasaron unos cinco larguísimos minutos: Gilberto salió resignado, sin la chompa, con la camisa empapada y translucida y todos empezaron a matarse de la risa.

Sin querer y por salir apurado, había olvidado cambiarse el polo de dormir, y ya la gente de la oficina veía un mensaje promocional en letras negras de un conocido desodorante: “Mantente fresco”. “Y por todo el día”, remató el señor Orestes, dando paso a una segunda oleada de sonoras carcajadas. Sigue leyendo

Beso devuelto

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[Especial de San Valentín]

El amor, el amor. Este sentimiento que desafía la lógica en cada esquina en la que camino, como ver discutir a dos enamorados por una cosa trivial y, treinta segundos después, darse de apapachos y besos de singular pasión. Lo recordé a propósito de lo que me sucedió no hace mucho. Era un sábado cualquiera de juerga infinita, invitado por un amigo a una disco bien tonera.

Me presentó a su grupo de amistades, a los cuales saludé por igual, llegando hasta Sofía, una chiquilla enclenque y no muy alta, que decía tener diecisiete pero cuyo quino era recién dentro de un mes. Yo no había llegado muy animado, así que me quedé sentado sobre uno de los cómodos asientos de ese sector junto con la muchacha, que parecía algo cansada. “Roberto, cuídala”, me dijo mi amigo antes de salir a bailar con su flaca y el resto del grupo.

Y no era para menos: unos patas con pinta de malandros se acercaban a la indefensa que a mi lado había quedado. E hice lo único sensato que pude hacer, jalarla a la pista de baile y ponerla lejos del alcance de esos tipos. Fue entonces que la miré y su rostro se mostraba iluminado y lleno de ilusión. “¿Qué ocurre?”, le pregunté acercándome hacia su oído. Cuando retiraba mi cara, sus manos la sostuvieron con fuerza dirigiéndola hacia ella que me robó un beso ante mi anonadada oposición.

Sentí su calor, sus ganas, su pasión, pero recordé también que ser nueve años mayor que Sofía era casi un crimen colegial. Algo avergonzado, la llevé de nuevo hasta nuestro sitio, donde mi amigo y su grupo acababan de volver. Me despedí rápido, pero de pronto volteé a mirar de nuevo, y se me quedó grabada esa cara, medio enojada medio desconcertada, de la chiquilla enclenque y no muy alta.

Pasaron poco más de siete años, y otra vez volví a estar invitado por el mismo amigo y encontrarme con su mismo grupo, en otra disco de la cual ni recuerdo el nombre. Reconocí uno a uno a los presentes, a excepción de un joven flaco y desgarbado y una mujer que se me hacía conocida pero no lograba descifrar. Ella se me acercó y me dijo: “¿No te acuerdas de mí? Soy Sofía”.

Impresionante era el cambio que había dado, mucho más alta que la primera vez y un cuerpo que, tal vez por el vestido o tal vez no, parecía moldeado por el deseo. Raro que no me hubiera dado cuenta a primera vista, mientras Sofía me reconoció al instante, a pesar de cambiar mi pelo largo de aquella vez por la recortada cabellera y el bigote abundante. Esta vez, ni corta ni perezosa, ella tomó la iniciativa y me sacó a bailar en medio de la sorpresa de sus conocidos.

Para haberla dejado actuar, me sentía bien, salvo por una pequeña incomodidad que pronto hice aparecer, y es que el pata de su costado parecía ser resondrado por sus amistades. “¿Él no es tu novio?”, pregunté. “Hemos salido un par de veces… pero nada serio”, contestó. Tras un rato largo en la pista, siguiendo mi instinto, me la llevé a la barra a invitarle un trago. “¿Por qué?”, pregunté. Sofía me miró extrañada. “¿Por qué yo?”

Contó, entonces, la desdicha que fue no volver a verme tras esa abrupta salida, aquel beso que, apasionada, me dio y la dejó envenenada de amor, esperando que yo se lo devolviera. “En aquel entonces ni siquiera estaba ilusionado”, respondí. “Y ahora, ¿lo estás?”, inquirió ansiosa. Sonreí seguro: “Pruébame”. Y la besé, y ese beso lo sentí en mi corazón, en mi alma: me había convertido en gustoso prisionero encadenado a su amor.

Y escapamos de aquel lugar a toda prisa. Y subimos al primer taxi que pasó por allí. Y paseamos por toda la ciudad, atolondrados y enamorados, en la joven noche en que un beso devuelto ocurrió. Sigue leyendo

Los ojos negros

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Viviana camina fresca y emocionada, el vestido celeste que juguetea con el viento en medio de la calle mientras los rulos de su negra cabellera rebotan en su balanceo. Síntomas que Rodrigo, el apuesto joven que conoció en su última cita a ciegas, la había conquistado. Iba a su encuentro, trayendo de su memoria los recuerdos de aquel día.

Su amiga Grecia, la responsable de conseguirle aquel galán, le había dicho que, si bien Rodrigo tenía cara de buena gente, era muy reservado y pocas veces salía a pasear con el grupo. Pero aquella vez, con tan sólo verlo, esperándola con una rosa blanca en la mano derecha, quedó hechizada.

“Nada que ver”, pensó para sí refutando a Grecia. Unos jeans, la camisa blanca, el pelo recortado pero, sobretodo, aquellos ojos azul verdosos que la dejaban como encantada. Y de tan sólo hablar de un tema, parecía como si Rodrigo le leyera la mente y le diera las respuestas que quería escuchar, pero todo lo decía con tal naturalidad que incluso las leves sospechas se las disipó una mirada de esos ojos seductores.

Esa vez, al terminar la cita yen un arranque de osadía, Viviana le pidió conocer su hogar. Contrariamente a lo esperado, la expresión de su rostro palideció como por susto tremendo, ante lo cual ella le preguntó si todo estaba bien. “No te preocupes, es sólo que no pensé que iríamos tan rápido”, respondió tras recuperar un poco de color.

Y es que ese siempre había sido un misterio: ni siquiera a sus mejores amigos les daba su dirección, a pesar que era muy requerido a la hora de estudiar los cursos. “Te enseñaré mi hogar en nuestra próxima cita”, le prometió Rodrigo esa primera vez, con un nuevo gesto de felicidad en la cara. Y ahora ella iba camino de aquel lugar esquivo. Para cuando llegó al sitio ya había caído la noche y el ambiente volvíase algo tenebroso.

Se acercó a las casa y empezó a verificar el número que le dio Rodrigo. Raro, no lo encontraba. De pronto, sintió una mano en su brazo y volteó sobresaltada. Mas el susto se acabo de pronto al ver que era él. Viviana lo abrazó y lo colmó de besos. “Ven, es por aquí”, dijo él y la llevó a través del parque. Luego de avanzar un minuto entre los árboles frondosos, Rodrigo se detuvo pero no dijo nada.

Ella quiso hablarle pero súbitamente se sintió paralizada. En el mismo instante, apareció una luz del cielo que concentraba su rayo sobre su persona. Entonces, él se le acercó y Viviana pudo ver que sus pupilas no eran más que dos óvalos negros, tan negros como la noche misma. “Dijiste que querías conocer mi hogar. Hoy viajaremos hasta él”, señaló el viajero alienígena mientras ascendía con su amada a la nave estelar que, una vez con ellos adentro, en la oscuridad se desvaneció. Sigue leyendo

Traspapelado

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Finalmente, tras seis infructuosos meses, había encontrado la oportunidad de robarlo: Eduardo había sido contratado como espía por una empresa multinacional para infiltrarse y obtener los documentos de un nuevo proyecto de un competidor pequeño. Y ahora estaba sentado justo frente al codiciado tesoro que, entre un montón de papeles, se mostraba desamparado.

Cogió las hojas, no sin reemplazarlas por una cantidad similar, y se dirigió al otro extremo del salón para fotocopiarlos. Acertó a pasar por allí Vanesa, la chica más guapa de la oficina, y le preguntó con su suave voz cómo andaba el desarrollo. “De maravillas”, fue lo único que atinó a decir el anonadado infiltrado, mientras trataba de controlar sus apurados latidos.

Apenas ella dio la vuelta, empezó a copiar los folios con cierta angustia. Terminada la tarea, avanzó hacia su sitio y se sorprendió de encontrar a Benítez trabajando en el escritorio donde tenía que volver a poner los papeles. “Disculpa”, se excusó Benítez, “pero es que mi máquina no funciona bien y decidí moverme a esta”. Eduardo, intentando parecer sereno ante su empleado, le dijo que si no le importaba ir a comprarse un café pues ya eran las once.

Benítez aceptó, se levantó y se dirigía hacia el expendedor. Eduardo aprovechó para devolver los documentos, pero se trabó cuando vio que el oficinista volvía de pronto. Cogió angustiadamente los papeles que requería sin verificarlas. “Me olvidaba del sencillo”, mencionó Benítez al alejarse de nuevo. Eduardo caminó hacia el ascensor, no sin antes despedirse de Vanesa pues aquel día había pedido permiso para salir temprano.

Ya en la calle, el espía revisó que los papeles no correspondían con lo que había fotocopiado. Iba de vuelta hacia el edificio, cuando topó con una hoja escrita a mano y reconoció la letra de Vanesa. “Me gustaría salir contigo”, encontró por todo mensaje. Él se enterneció con aquellas palabras; mas cuando retiró el papel de su vista, vio que ella estaba en la vereda, frente a frente. Sus ojos derramaban dos largas lágrimas: “¿Buscabas esto?”, tiró la joven las copias del proyecto al voltearse presurosa en dirección a la oficina. Sigue leyendo

Pero… regresa

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Tabo y yo terminábamos una de esas conversaciones aburridas antes que iniciara la clase. Empieza el invierno y lo que más queríamos era entrar al salón y quedarnos dormidos bajo el arrullo de un soponcio de exposición. Fue entonces que apareció un hombre alto, de contextura algo ancha y una sonrisa dicharachera.

“Pasen muchachos”, dijo el recién llegado. Apenas si miró a los estudiantes y con un “interesante grupo” empezó su disertación. La claridad de las definiciones y lo fluido de su argumentación rápidamente capturaron a su joven auditorio, además de su fácil e hilarante capacidad para responder nuestras obvias preguntas y cancherearnos delante de los demás.

“Y así”, casi entonó la frase al final de ese día, “termina la sesión del señor Mosquera”. Soberbio cierre para quien, sin embargo, le dieron el apodo de “Lucha Reyes”, no por lo criollazo de su personalidad sino por un desafortunado evento ocurrido al avanzar el curso. Fue uno de esos días donde la desesperación por conseguir nota se hacia palpable y los resultados del examen parcial no aparecían por ningún lado.

Mosquera explicó que había sucedido un traspapelamiento en la oficina administrativa y que tenía que atender en persona el asunto. Así que íbamos a esperarlo en el aula y, mientras hacíamos las pautas sobre las que basaríamos nuestro trabajo final, él iría a arreglar el entuerto. “Ya regreso”, señaló sin más.

Paso media hora, una hora, acabó la clase y no volvió. A la semana siguiente, el profesor ofrecía disculpas por su súbita ausencia ya que le comunicaron de un impensado hecho fortuito que requería de su máxima atención. Pero eso no fue impedimento para que, desde entonces y en adelante, cada vez que lo divisaban por allí, cantaran presurosos: “pero… regresa”. Sigue leyendo

La espada de la codicia

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“Acampemos”, la voz dirigente de Euladio resuena en sus hombres que, tras una extenuante caminata, ponen las rodillas en el pasto y empiezan a preparar el alimento. El caudillo se dirige hacia el sacerdote y le pide que ofrende un becerro a los dioses. “Bien”, habló el vidente, “desenvaina tu espada y prepara el altar”.

Euladio observó sobrio aquel acero que, cada vez que lo tomaba entre sus manos, le otorgaba la indiscutible victoria. Degollado el animal, y derramándose su sangre, el anciano hizo una mueca de profundo desagrado. El caudillo se preocupó sobremanera y la preguntó qué había visto. “Traición”, dijo convencido.

Luego de comer la carne asada, Euladio se echó en el suelo. Recostando la cabeza entre sus manos, recordó el momento fatídico en que hizo suya la espada: Eulogio siendo estrangulado por sus manos sólo para arrebatarle el fetiche. La ambición desmedida de su viejo amigo lo había empujado a ese final.

Mas la codicia por el poder sólo se reflejaron en sus ojos, traspasando el ancestral vicio que quería eliminar. Al coger la espada, Euladio se dejó influenciar por esa sensación de poder única que ya no quiso abandonar. Y ahora estaba allí, con el miedo instalado, esperando el augurio de la escena repetida.

El caudillo se levantó y ordenó a la tropa continuar la marcha, avanzando por un sendero algo elevado y cuya pendiente terminaba en un suelo cenagoso. Los hombres caminaban con cuidado por el sendero; sin embargo, el vigía avistó a un grupo de enemigos, obligando a Euladio a retroceder para obtener una mejor posición.

Pero los otros se dieron cuenta y cortaron la ruta de escape haciendo el enfrentamiento inevitable. Así, el caudillo dividió a su gente en dos grupos, lanzando al primero a atacar al adversario mientras intentaba huir bajo el resguardo del segundo. Fue en ese improvisado recorrido que el pie se le atascó y trastabilló mientras sentía una mano apoyándose sobre su hombro.

Euladio intentó salir de la ciénaga, mas descubrió que sus piernas tenían poca facilidad de movimiento. Janos, su segundo, se le acercó y le extendió la mano al borde de la tierra firme: “señor, tome mi mano”, dijo. Pero el caudillo observó en sus ojos aquella misma codicia que lo empujó al crimen.

Mirando hacia su mano, vio que no había soltado el fetiche de Eulogio, la verdadera razón por la que Janos quería “salvarlo”. Entonces Euladio se echó a los brazos de la muerte mientras veía cómo se hundía la espada de la codicia. Sigue leyendo

Un (desafortunado) viaje con gorreo

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Lucio se impacientaba mientras miraba el horizonte de la pista, esperando la combi que pasar por allí. Había tenido un pésimo despertar peleándose con su enamorada, dejando de desayunar y con la camisa un tanto arrugada del intento de planchada a cinco minutos para salir de casa.

Tras algo más de cuarto de hora, él vió uno de esos achatadas unidades, casi lleno. Aún así, levantó la mano y corriendo, como si se le acabara el aliento, entró por la pequeña puerta. Sudando frío, no le importó tener que soportar parado parte del trayecto ni la evidente incomodidad de las otras personas que sufrían aprietos y sofocos.

Luego de un largo trecho, él acertó a encontrar asiento en el final de la combi. “Pasajes”, anunció el cobrador, tomando las monedas de cada pasajero. Lucio buscó en su billetera y sólo encontró una de cinco soles, y se contrarió porque, si entregaba el metálico, recibiría de vuelto sólo tres y no los tres ochenta que deseaba.

Entonces, decidió hacerse el loco si pasaba por su sitio el hombre de los tickets. A su lado, dos jóvenes parecían ajenos a su treta. El cobrador pasó, Lucio hizo su plan y no pagó, el engañado volvió adelante y llegó el momento de bajar. “Esquina baja”, pidió todo fintoso de haberse salido con la suya.

En ese momento también salieron los dos despreocupados muchachos. Lucio ya se regodeaba de su fortuna cuando sintió un puñete en la mandíbula. Quedó aturdido un rato y, cuando despertó, se tocó los bolsillos. Desesperado, empezó a maldecir al no encontrar su billetera: el gorreo le había salido caro. Sigue leyendo

El bailarín del quiebre

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Sentados en la vieja banca de madera, Jorge y Aurelio recordaban aquellos gloriosos tiempos cuando se escapaban del colegio y buscaban las canchas vacías donde jugar con la pelota. En aquellos días sólo eran un par de mozalbetes que, a pesar de sus vicisitudes, las dejaban de lado jugando al toque, el quite y el remate en cualquier cuadrado de cemento o algún extenso pasto. De pronto, vieron aparecer por el sendero a su amigo Vásquez.

“Miren quien viene”, confirmó Jorge, y los tres echaron a reír mientras Vásquez se acomodaba en la grada. A él no se le tenía por muy habilidoso en su juego, más dedicado a defender y a rechazar que a crear pinturitas con la bola. “¿Aún te acuerdas de aquella vez que te ganaste el apelativo de “El Bailarín”?”, preguntó seguro Aurelio. Vásquez afirmó con la cabeza. A pesar de ser una persona amable, era siempre poco dado a conversar, pero la memoria se abrió y dio paso a su relato:

En aquella ocasión, si mal no estoy, jugamos en esta cancha en equipos de cuatro, porque el espacio nos pareció muy chico y no había mucha gente. Aurelio jugó en el equipo de Manongo y yo junto a Germán. Era un partido como cualquier otro, de idas y vueltas, de goles lindos y también horrorosos. Perdíamos, volteábamos el resultado, y nos lo volvían a voltear. Finalmente, nos pudimos poner en ventaja después de un rato y tomamos el trámite con más calma.

Fue en eso que, Aurelio perdió un balón, lo recogí y me fui directo a la portería. Y allí estaba Manongo, todo altivo y sereno, preparado para tapar el tiro que iba a sacar. Sin embargo, en vez de patear, hizo el amague para la derecha, de manera que Manongo tuvo que moverse para el otro lado, momento que le alcanzó a Aurelio para llegar al arco y ayudarlo. Pero cometió el error de dirigirse al mismo lado que su amigo, así que cuando fueron a buscar tapar de nuevo el tiro, el amague a la izquierda los sorprendió.

Tan sólo me bastó el movimiento de cadera para acomodarme y colocar el tiro que a la postre significó que perdieran el partido, porque estaban cansados y eso les bajoneó el ánimo. Fue entonces que Germán todo exclamó “¡Qué tal baile!” y desde entonces me quede con el susodicho apodo. “¿Y ahora bailas?”, inquirió Jorge. “Depende de a quienes hice el quiebre”, dijo El Bailarín y echaron todos a carcajear. Sigue leyendo