El bailarín del quiebre

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Sentados en la vieja banca de madera, Jorge y Aurelio recordaban aquellos gloriosos tiempos cuando se escapaban del colegio y buscaban las canchas vacías donde jugar con la pelota. En aquellos días sólo eran un par de mozalbetes que, a pesar de sus vicisitudes, las dejaban de lado jugando al toque, el quite y el remate en cualquier cuadrado de cemento o algún extenso pasto. De pronto, vieron aparecer por el sendero a su amigo Vásquez.

“Miren quien viene”, confirmó Jorge, y los tres echaron a reír mientras Vásquez se acomodaba en la grada. A él no se le tenía por muy habilidoso en su juego, más dedicado a defender y a rechazar que a crear pinturitas con la bola. “¿Aún te acuerdas de aquella vez que te ganaste el apelativo de “El Bailarín”?”, preguntó seguro Aurelio. Vásquez afirmó con la cabeza. A pesar de ser una persona amable, era siempre poco dado a conversar, pero la memoria se abrió y dio paso a su relato:

En aquella ocasión, si mal no estoy, jugamos en esta cancha en equipos de cuatro, porque el espacio nos pareció muy chico y no había mucha gente. Aurelio jugó en el equipo de Manongo y yo junto a Germán. Era un partido como cualquier otro, de idas y vueltas, de goles lindos y también horrorosos. Perdíamos, volteábamos el resultado, y nos lo volvían a voltear. Finalmente, nos pudimos poner en ventaja después de un rato y tomamos el trámite con más calma.

Fue en eso que, Aurelio perdió un balón, lo recogí y me fui directo a la portería. Y allí estaba Manongo, todo altivo y sereno, preparado para tapar el tiro que iba a sacar. Sin embargo, en vez de patear, hizo el amague para la derecha, de manera que Manongo tuvo que moverse para el otro lado, momento que le alcanzó a Aurelio para llegar al arco y ayudarlo. Pero cometió el error de dirigirse al mismo lado que su amigo, así que cuando fueron a buscar tapar de nuevo el tiro, el amague a la izquierda los sorprendió.

Tan sólo me bastó el movimiento de cadera para acomodarme y colocar el tiro que a la postre significó que perdieran el partido, porque estaban cansados y eso les bajoneó el ánimo. Fue entonces que Germán todo exclamó “¡Qué tal baile!” y desde entonces me quede con el susodicho apodo. “¿Y ahora bailas?”, inquirió Jorge. “Depende de a quienes hice el quiebre”, dijo El Bailarín y echaron todos a carcajear.

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