Fueron horas de extrema desesperación las que me tocaron vivir. De rato en rato, oía algunos disparos y los gritos del jefe de la tropa buscando a los sobrevivientes. Luego, los gritos cesaron pero no salí del escondite hasta que comenzó a clarear el cielo.
Una vez que salí, empecé a caminar por el campo, algo errante, buscando evitar los centros poblados menores. Tras un par de días alimentado del pasto y bebiendo agua de los riachuelos, finalmente llegué a la capital de la provincia, donde sutilmente logré tomar un transporte.
Fue así como volví a la ciudad grande y me alejé del movimiento. La muerte de mis hombres, de Prieto y, sobretodo, de Celina, me dio a entender que no viviría si seguía en esta insania. Y heme aquí, postrado, luego de haber forjado una nueva familia, una nueva vida. Pero el recuerdo de esa noche no me dejó nunca.
“Por eso necesité confesarle esto, por eso es que quiero su absolución”, imploró el moribundo terminando su relato, y cerró los ojos. Esperó durante unos segundos el “Yo te absuelvo” del párroco pero, al no oír nada, volvió a abrirlos: Máximo lo miraba fijamente, con inquieta furia en sus ojos.