Recuerdos de la oscuridad (capítulo ocho)

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(viene del capítulo anterior)

Una vez que se levantó, Mendoza miró a los presentes en la plaza. Acongojados, los pueblerinos no dejaban de llorar a su alcalde. Todavía aturdido por lo que había ocurrido, el profesor se acercó a mí para pedirme enterrar a Nuñovero y los demás.

Me negué rotundamente. “Se quedarán expuestos, quiero que el pueblo entienda el mensaje”, dije para meterle miedo. Sin embargo, no hablaba con la misma actitud de hace unos momentos. “Ya entendieron el mensaje, al menos déjame cubrirlos”, respondió Mendoza con inusitada firmeza.

Me desconcertó la forma cómo me miró, casi desafiante. Le indiqué a Prieto que lo acompañara a su casa pero, antes que se fueran, le advertí: “espero que no sea una treta, o te las verás con mi revólver”. Mendoza asintió y caminó hacia una de las calles que sale de la plaza.

Diez minutos más tarde, y cuando comenzó a oscurecer, Mendoza y Prieto volvieron con las sábanas. Ayudado por los lugareños, el profesor cubrió los cuerpos de los caídos. Me dirigí por última vez a la población: “Que lo que acaban de ver, no lo olviden nunca. Retírense a sus casas, ya”, hablé fuerte, y todos los pobladores salieron de la plaza. Todos, menos Mendoza.

(continúa)

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