“Los dioses son caprichosos, ¿saben?”, comenzó Jerónimo su monólogo: “Hace mil quinientos años yo sólo era hombre sencillo, viviendo con mi mujer… hasta que descubrimos la magia… ambos empezamos a desarrollar nuestros poderes, y la gente supo de ellos… empezaron a llamarnos… que necesitaban más luz para sembrar los campos… y se la dimos… que no soportaban el dolor de ver partir a sus seres queridos… y les otorgábamos un soplo de vida…”
“Los dioses, que tan juiciosos se mostraron al inicio, empezaron a incomodarse… creyeron que desafiaba su poder y no escucharon mis explicaciones… me persiguieron y tuve que defenderme… aquella última vez, dejándome casi moribundo… iba a ser arrojado en esa celeste hoguera… sin embargo, mi mujer suplicó, orando de rodillas por mi vida… le hicieron caso, pero a un alto precio: fue convertida en ese dije que llevas en tu cadena…”
Señaló el accesorio que Carla miró atentamente: resplandecía con cada vez más brillo. Entonces, Jerónimo continuó su narración: “Fue su castigo por haberse rebelado… y al mismo tiempo, el mío también porque no podía tenerla… fui además convertido en este despojo viviente… sólo para saldar con sangre las vidas que había recuperado… y tuve que pasar todas estas dificultades… hasta que vagando bajo otra piel y otro nombre… la hoguera pude encontrar”.
En ese momento, el aire empezó a enfriarse nuevamente y la neblina empezó a cubrir la noche. “Eres el monstruo asesino”, gritó Miguel. “No trates de olvidar mi nombre… Jerónimo oculta mi antiguo rostro, Ieru Nimes”, dijo el guardia ante la sorpresa de los muchachos, “o lo que es lo mismo, Nimes Ieru”. Petrificados, Carla y Miguel no sabían qué hacer, pero el asesino tampoco les dio ninguna opción: “¿y quién será mi próxima víctima?”…