Archivo por meses: junio 2010

El fuego celeste (capítulo seis)

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(viene del capítulo anterior)

“Los dioses son caprichosos, ¿saben?”, comenzó Jerónimo su monólogo: “Hace mil quinientos años yo sólo era hombre sencillo, viviendo con mi mujer… hasta que descubrimos la magia… ambos empezamos a desarrollar nuestros poderes, y la gente supo de ellos… empezaron a llamarnos… que necesitaban más luz para sembrar los campos… y se la dimos… que no soportaban el dolor de ver partir a sus seres queridos… y les otorgábamos un soplo de vida…”

“Los dioses, que tan juiciosos se mostraron al inicio, empezaron a incomodarse… creyeron que desafiaba su poder y no escucharon mis explicaciones… me persiguieron y tuve que defenderme… aquella última vez, dejándome casi moribundo… iba a ser arrojado en esa celeste hoguera… sin embargo, mi mujer suplicó, orando de rodillas por mi vida… le hicieron caso, pero a un alto precio: fue convertida en ese dije que llevas en tu cadena…”

Señaló el accesorio que Carla miró atentamente: resplandecía con cada vez más brillo. Entonces, Jerónimo continuó su narración: “Fue su castigo por haberse rebelado… y al mismo tiempo, el mío también porque no podía tenerla… fui además convertido en este despojo viviente… sólo para saldar con sangre las vidas que había recuperado… y tuve que pasar todas estas dificultades… hasta que vagando bajo otra piel y otro nombre… la hoguera pude encontrar”.

En ese momento, el aire empezó a enfriarse nuevamente y la neblina empezó a cubrir la noche. “Eres el monstruo asesino”, gritó Miguel. “No trates de olvidar mi nombre… Jerónimo oculta mi antiguo rostro, Ieru Nimes”, dijo el guardia ante la sorpresa de los muchachos, “o lo que es lo mismo, Nimes Ieru”. Petrificados, Carla y Miguel no sabían qué hacer, pero el asesino tampoco les dio ninguna opción: “¿y quién será mi próxima víctima?”…

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El hombre en la capucha (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

Aquella noche, Neto va a la bodega de Demetrio, su cincuentón y avaro tío. Cuando llega a eso de las diez, la puerta del negocio está cerrada a pesar que atiende hasta pasada la medianoche. “Qué extraño”, piensa el joven mientras golpea insistentemente en la puerta. Para un momento. No contestan. Vuelve a golpear y una voz colérica le pregunta quién es.

“Soy yo, tío, Neto”, habla el joven. Demetrio le dice que vuelva más tarde. “No puedo”, se excusa Neto, “es un pedido urgente”. “Ya voy”, dice el viejo, “¿de cuánto hablamos?”. “Diez”, le contesta el de afuera. “Está bien, espera un momento”, responde el viejo mientras busca la mercancía. Luego de tres minutos, Demetrio abre la puerta y le entrega sendos paquetes de pastillas de Neto.

– Aquí tienes sobrino.
– Demoraste tío.
– Negocios pues, sobrino…
– Ah… ¿Está el nuevo men aquí?
– Calla, Neto, no seas tan chismoso.
– Está bien, tío.
– ¿Y el dinero?
– Aquí tienes.
– Bien sobrino…
– Hey, ¿mi comisión?
– Toma cinco pues…
– ¿Cinco? Ya pues tío…
– ¿Qué más quieres? Has bajado tu cuota… Bueno, cinco más.
– ¿Ves que hablando nos entendemos?
– Ya… ¡Largo de aquí!

Demetrio cerró la puerta del negocio y Neto se alejó presuroso de allí en dirección a la casa de Jano. “¿Quién era?”, preguntó el otro hombre en el lugar. “Era mi sobrino, Neto”, se disculpó el viejo, “él me ayuda con el negocio”. “Ya veo”, respondió el otro, “pero espero que la próxima no interrumpa nuestra charla”. “No te preocupes Yerbo, no volverá a ocurrir”, lo animó Demetrio, al tiempo que el otro encendía un cigarrillo, cuyo humo oscurecía más la visión de su rostro…

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El fuego celeste (capítulo cinco)

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(viene del capítulo anterior)

“Me dijiste que sólo era una leyenda”, se aterró Miguel al ver la pequeña figura de la mujer que ora iluminada por aquel resplandor. “Me mintieron: yo tampoco sabía que era verdad”, se defendió Carla de la injusta acusación. La neblina poco a poco empezó a amainar y los dos jóvenes empezaron a observar una luz a lo lejos. “Algo alumbra allá, vamos”, sugirió él mientras los dos dejaban los arbustos.

Empezaron a correr en dirección hacia aquella zona iluminada. Pero, a mitad de camino, el horror los embargó: más cuerpos ensangrentados aparecían por el camino. Reconocieron a varios de ellos como los que desistieron de seguir a Miguel en la huida. Avanzaron ambos lentamente, cabizbajos y llorosos, pensando en que tal vez les tocaba el mismo destino de sus infortunados amigos.

Finalmente, llegaron hasta el lugar. Un fuego celeste nacía desde un hueco en el campo, un fuego del cual los jóvenes sentían su calor pero que, al tocar sus llamas, no los quemaba. “¿Cómo es esto posible?”, se cuestionó Miguel intentando comprender el misterioso fenómeno. “Lo mismo me pregunté yo”, habló una voz. Los jóvenes voltearon, mientras el guardia canoso se acercaba en calma…

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Entre Emi y Rodri: de repente algo, de repente nada… (capítulo dos)

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(viene del capítulo anterior)

– Sí, sobre tus piernas… ¿algún problema?
– Es que…
– No me digas: estás excitado. ¡Lo que me faltaba!
– ¡Yo lo digo por tu seguridad!

El bus dobló una esquina. Emilia casi se cae y tuvo que agarrarse del cuello de Rodrigo, al que poco más y lo ahorca.

– ¡Eso no está mejor!
– Claro, primero te pones sabroso… y ahora te pones faltoso.
– ¿Sabes qué? No tengo que andar soportándote. Además sólo te estoy haciendo un favor…
– ¿Un feivor? Ni siquiera pedí tu ayuda…
– Bueno, al profe… y él te envió a mí.

Emilia estuvo con berrinche todo el trayecto que hubo hasta que finalmente logró conseguirse un sitio libre. “Me iré a estudiar con mis amigos”, pensó para sí, “y me olvidaré de este luser”. Pasadas dos semanas más y, a pesar de los vanos esfuerzos de sus amistades, Emilia desaprobó otra evaluación más.

Casi llorando, ella corrió hacia el asiento a Rodrigo: “¿me ayudas? ¿Sí? ¿Sí?”. “Está bien”, dijo el muchacho mientras era samaqueado por su abrazo, “mañana nos vemos a las 4, ¿te parece?”. “Sí, Rodri”, aceptó Emi. “Rodri… ¿por qué Rodri?”, preguntó él. “Pa’ no gastar saliva”, comentó ella volviendo a su parco hablar…

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El hombre en la capucha (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

La clase había terminado pero en la mente de Jano nunca comenzó: sentía que necesitaba hablar con Mirella, aunque sea un par de palabras. La joven ya se iba, así que tuvo que correr un poco para alcanzarla…

– Mirella, hola.
– Hola.
– ¿Podemos hablar?
– No tenemos nada que hablar…
– Te debo una explicación.
– ¿Y se supone que ahora debo escucharla? Cuando te di la oportunidad no la dijiste.
– Fue para protegerte.
– ¿Y decírmelo ahora me protegerá? Ahórrate las palabras.

“¿Interrumpo algo?”, escucharon detrás. Era Yancarlo, viendo a Mirella. “No es nada Yanca, ¿nos vamos?”, lo distrajo la joven. Mientras ella caminaba, Ramírez miró desafiante a Jano, pero él ni se inmutó durante todo el tiempo que ellos se alejaron. “Sorry man, debí contártelo antes”, confesó Neto, que lo había alcanzado. “Normal, tío”, tranquilizó Jano a su amigo y luego le pidió un favor: “¿y sabes donde conseguirme unas ‘pastillas’?”.

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El fuego celeste (capítulo cuatro)

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(viene del capítulo anterior)

“Vengan por acá”, señaló Jerónimo a un grupo de alumnos, al mismo tiempo que Miguel pedía que lo siguieran. Sentía que no podía confiar en el guardia, pero sólo lo obedecieron Carla y otras cuatro personas: el resto no le hizo caso por el temor enclaustrado en ellos y su endeble liderazgo. Los seis corrieron entre la densa neblina mientras trataban de encontrar la cabaña en la dirección que se dirigió el profesor.

“¡Estamos caminando en círculos!”, exclamó el joven. Carla lo abrazó. La desesperanza de Miguel era grande, y si no hacía nada por contenerlo, se volvería loco. Miguel pareció calmarse, pero la tranquilidad del momento duró poco: escucharon otra vez ese sonido chillante y decidieron volver a correr. De pronto, él cayó, tropezándose con algo.

Pensó que era un montículo de tierra, pero Carla le avisó de una mancha en su pantalón. “Es sangre”, dijo. La desagradable sorpresa los obligó a voltear las caras: era el cuerpo destrozado de su profesor. “No es tiempo para lamentos, ¡huyamos!”, habló uno de los muchachos mientras levantaba a Miguel y Carla, que empezaba a llorar por el shock.

No habían transcurrido ni cinco minutos cuando, aprovechándose de la neblina, algo empezó a golpear a los muchachos, desapareciéndolos entre la espesura blanca. Miguel y Carla, que lograron esquivar el ataque, decidieron tomar un descanso detrás de unos arbustos. Entonces, ella sintió un calor creciente en su pecho. Sacó su dije y vio que estaba iluminado…

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