El Proyecto de Ley N° 5091/2015-CR, presentado por el congresista Eguren, ha generado un debate entre él y Alfredo Bullard, en El Comercio, en relación con el arbitraje, que evocó en mí la frase: “es un lío de blancos”. Sin embargo, destaco la crítica de Bullard, especialmente en su último artículo, que, parafraseando a González Prada, rompe el infame pacto de hablar a media voz, y no se queda en argumentos ad hominem, como sí su antagonista. Lo que interesa a nuestra sociedad y al arbitraje como tal es qué hacer para que esta institución se siga desarrollando, con más transparencia y combatiendo malas prácticas que han afectado su credibilidad; esto implica una mejor regulación estatal.
La actividad legislativa de Eguren pude apreciarla de cerca cuando se discutía el proyecto de Ley de control de armas de fuego que la Sucamec elaboró y que dio lugar a la Ley N° 30299. Aquella vez, presentó como “técnico” un proyecto alternativo que, en mi concepto, favorecía la proliferación de armas en nuestra sociedad, por la liberalización y descontrol de ese mercado; no la seguridad ciudadana.
No sorprende que su proyecto proponga, entre otras modificaciones a la Ley de arbitraje, la obligación de las instituciones arbitrales de establecer requisitos o circunstancias objetivas para incorporar o excluir árbitros en sus nóminas, debiendo motivar sus decisiones, bajo el sustento de que lo contrario atenta contra el derecho al trabajo (esta repentina preocupación social sí llama la atención). Su aprobación sería un retroceso enorme.
Coincido con Bullard en las críticas al proyecto, pues, “cuando uno empuja leyes con intereses particulares, corre el riesgo de decir cosas absurdas”. Sin embargo, aunque la libertad en el arbitraje es esencial, resulta simplista comparar este ámbito de administración de justicia, con el de un estudio de abogados o un equipo de fútbol, que obedecen exclusivamente a intereses particulares. Como la propia Cámara de Comercio Internacional señala, en el arbitraje se busca asegurar la transparencia, eficiencia y justicia en la resolución de controversias, al tiempo que permite a las partes ejercer su elección sobre varios aspectos. El equilibrio entre libertad y justicia es su fortaleza. Por tanto, el arbitraje, incluso entre privados, tiene indiscutiblemente una alta relevancia pública que es mayor cuando una de las partes, como es el caso del Estado, representa intereses públicos o colectivos. Este último escenario lo vemos en el arbitraje en materia de inversiones extranjeras, pero también en el arbitraje doméstico en contratación pública; en estos campos se han dado algunas decisiones ominosas jurídica y técnicamente, además de injustas, que afectan la imagen del arbitraje.
Como dice Bullard, debe promoverse una mayor competencia entre centros arbitrales, pero no cabe cegarnos con el credo neoliberal, pues esa competencia no basta y es por ello que subsisten, vívidos, centros de arbitraje de dudosa calidad y árbitros con antecedentes umbríos. La mano invisible no ha funcionado tampoco en este caso. Por ello, es fundamental una mejor regulación para que los centros de arbitraje tengan herramientas que les permitan de alguna manera cautelar, por lo menos, que los Laudos emitidos en arbitrajes que administren, tengan un mínimo de calidad y coherencia. Esto haría que el compromiso de esas instituciones por establecer filtros rigurosos para los árbitros, sea mayor y no se restrinja al elitista concepto del “derecho de admisión”. Y en la contratación pública, entidades estatales e incluso proveedores han sufrido el arbitraje, sea por su poca capacidad de defensa y reacción, pero también por la inescrupulosa actuación de algunos malos árbitros.
Entonces, no se trata de atacar la autonomía de esas instituciones privadas como lo hace el proyecto de Eguren, sino que el Estado debe impulsar una mejor regulación arbitral, estableciendo, por ejemplo, como el CIADI, causales de anulación que ataquen frontalmente laudos que legitiman el fraude o la corrupción. Aunque no lo crean, eso no se puede hoy en el Perú, y nuestros polemistas no abordan este problema, pues concuerdan en que siempre, bajo cualquier premisa, el Estado termina siendo el malo de la película.