Todo país tiene —o debería tener— como objetivo central lograr un desarrollo que sea sostenible e inclusivo, tomando como eje central de este a su población, a la gente que habita su territorio; no resulta suficiente, por tanto, que el crecimiento económico sea una realidad o que las cifras macroeconómicas se presenten positivas, más aun si en un país como el nuestro, en el que las cifras eran muy favorables, no se han podido resolver aún problemas estructurales que generan o permiten la reproducción de la pobreza, la inequidad en el acceso a servicios públicos, tales como educación, salud, agua, por solo mencionar algunos. Esto ha llevado a que se plantee que debe reconocerse “las limitaciones del PIB como medida del bienestar. Lo que medimos afecta a lo que hacemos. Si disponemos de mejores sistemas de medición, algunas de las compensaciones entre el ‘PIB’ y el medioambiente pueden resultar compensaciones falsas” (STIGLITZ, Joseph E. La crisis económica global: temas para la agenda del G-20, p. 16).
La situación antes descrita debe ser tal nivel de alarma a nivel global, que incluso la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) ha establecido que “[l]a promoción de un crecimiento económico equitativo, inclusivo y sostenible, así como la mejora del bienestar de todos los ciudadanos, deberían formar parte del núcleo de toda estrategia nacional de desarrollo” (OCDE, Estudio multidimensional del Perú, 2015, p. 10). Por ello, no debe equipararse desarrollo con crecimiento económico, toda vez que el crecimiento del PBI es uno de los elementos necesarios para el desarrollo, mas no el único ni, mucho menos, suficiente. “En el caso de que el aumento agregado de la productividad y de la riqueza material no produzca mejoras significativas en el bienestar de la población de un país, el desarrollo habrá fracasado tanto en términos económicos como humanos. El crecimiento económico es solo un medio para lograr un fin: mejorar de forma justa y sostenible las vidas de las personas” (OCDE, 2015: 14).
Una de las herramientas con las que cuentan los Estados, especialmente los que están en vía de desarrollo, son las denominadas inversiones privadas, nacionales o extranjeras; con especial énfasis la literatura especializada destaca el rol que juega la denominada “Inversión Extranjera Directa” (IED), inversiones que, normalmente, son efectuadas por grandes corporaciones internacionales o transnacionales, que cuentan con suficientes recursos excedentes como para exportar capitales a los países o territorios en los que exista demanda de estos.
Sobre este particular, se ha escrito que “la IED desempeña un papel fundamental como motor del crecimiento económico. Así, en el país, existe un claro consenso entre la academia, el sector privado y el Gobierno acerca de la importancia de atraer flujos de inversión privada como el camino correcto hacia un crecimiento económico sostenible” (DONAYRE, Luiggi. “Repensando el rol de la IED en el Perú: ¿son relevantes sus vínculos con la economía local?”, Revista Economía y Sociedad N° 58, 2005, p. 45). La contribución de la IED con el crecimiento “se centra en su papel de mecanismo de transferencia de tecnología desde los países más desarrollados hacia aquellos en vías de desarrollo”, claro que “las transferencias de tecnología y las externalidades positivas serán posibles solo en el caso que la economía que recibe los flujos de inversión sea capaz de absorber la nueva tecnología” (Donayre, 2005: 46, 47).
En esa línea, debe señalarse que las inversiones constituyen la tarea que le toca desarrollar a los inversores, mientras que al Estado receptor de inversiones —en nuestro caso, el Estado peruano— le tocaría la función de garantizar un ambiente favorable a esas inversiones, pero también el regular esas actividades de manera que las inversiones extranjeras cumplan con su objeto; es decir, aportar al desarrollo del país receptor de inversiones; por ello, se requiere de niveles adecuados de regulación de la inversión, para que estas logren cumplir con eficiencia los objetivos previstos.
Se ha entronizado como verdad absoluta el enfoque con el que, hasta hoy, se mira a los inversores, a esas corporaciones de las que nos habla Stiglitz. Hay una mirada —que resulta tradicional en este momento— que considera a los inversores como la parte vulnerable, afectada por una “asimetría de poder” frente al Estado receptor de las inversiones y, por tanto, “víctima” probable de arbitrariedades e incluso de “falta de neutralidad e imparcialidad de las autoridades locales”, sin dejar de considerar “los riesgos políticos emergentes, la inestabilidad jurídica, el declive de la competitividad y de los indicadores de desarrollo humano en el país receptor de la inversión, entre muchos otros factores que influencian los costos del flujo de inversiones a escala global” (KUNDMÜLLER, Franz y RUBIO, Roger. “El arbitraje del CIADI y el Derecho Internacional de las Inversiones: un nuevo horizonte”. Revista Lima Arbitration N° 1, p. 69).
En esa perspectiva, se ha señalado que “los tratados de inversión no solo pueden ser vistos como un medio para atraer inversiones foráneas (objetivo económico), sino que también pueden servir para controlar y racionalizar la actuación de los órganos estatales frente a los inversionistas (objetivo político) de manera que se cree un clima de inversiones productivo e inclusivo, el cual será condición necesaria para lograr el crecimiento sostenido de la sociedad”; en esa mirada política, el objetivo de protección de los inversionistas “adquiere mayor importancia en países con marcos institucionales débiles como es el caso del Perú. En este tipo de países suele ocurrir que el Estado está en función a los intereses privados de los políticos gobernantes, a los intereses de una élite económica con influencia en el gobierno o a la sola voluntad de la autoridad” (HIGA, César y SACO, Víctor. “Constitucionalización del derecho internacional de las inversiones: los casos de la expropiación indirecta y el trato justo y equitativo”. Revista Derecho PUCP N° 71, 2013, p. 240).
Por tanto, si las cosas son vistas desde esa perspectiva, lo que se requiere es un sistema integral de protección de las inversiones, el mismo que es la base del Derecho de las Inversiones y que incluye, por el lado internacional, los Acuerdos para la promoción y protección recíproca de las inversiones, los Tratados Bilaterales sobre Inversiones, Tratados de Libre Comercio Bilaterales o Multilaterales; mientras que por el lado nacional incluye la normativa interna, especialmente la que se da a fin de promover las inversiones y que se adecúa a los Tratados y Acuerdos Internacionales.
Como parte de ese sistema de protección de las inversiones se tiene los mecanismos de solución de controversias, que con énfasis especial en el arbitraje, permiten que los inversores acudan a foros especializados —de los que el más recurrido es el del CIADI— para formular sus reclamaciones. Estos foros tienen entre otros mecanismos previstos, a la conciliación y al arbitraje como formas para resolver sus controversias. Lo cierto es que es el arbitraje el que se utiliza normalmente y el que ha tenido mayor eficacia en la solución de las controversias suscitadas en cuanto a inversiones extranjeras.
Como podrá apreciarse, desde esta perspectiva, la relación Inversor-Estado receptor ha sido planteada como una relación puramente “técnica”, toda vez que se le quita el contenido político de una relación que, normalmente, tiene subyacente la relación política entre países desarrollados y países en vías de desarrollo; esa sí, una relación asimétrica y compleja, como puede apreciarse, por ejemplo, en las medidas proteccionistas que los países desarrollados toman de manera recurrente, de forma discriminatoria para con los países en desarrollo (Stiglitz, 2010: 6). Por tanto, se aprecia a los inversores como una suerte de “acreedores” del Estado, cuando lo que correspondería es mirarlos más bien como una suerte de “socios”. Así, “(l)os inversores extranjeros no son acreedores de los países en los que invierten sino que se asemejan más a la figura de socio: la suerte del país debe tener algún impacto, positivo o negativo, en la renta final de la inversión”; en ese sentido, debe tenerse muy en cuenta que la inversión extranjera, “como institución con contenido contractual (al igual que cualquier otra, como compraventa, alquiler, concesión, etc.), no debe identificarse exclusivamente con la ganancia que percibe el inversor. Las reglas jurídicas deben tutelar y promover ese tercer género que resulta de las conductas de ambas partes: una inversión eficiente y sustentable, premisas para el desarrollo económico del país que la aloja”( BOHOSLAVSKY, Juan Pablo. Tratados de protección de las inversiones e implicaciones para la formulación de políticas públicas (especial referencia a los servicios de agua potable y saneamiento). CEPAL, 2010).
Existen también miradas más críticas de este fenómeno, como pueden ser aquellas que señalan que justamente el Derecho de las Inversiones, constituido por una “densa trama de convenios y tratados económicos y financieros —internacionales, regionales, subregionales y bilaterales—”, habrían llegado a suplantar “los instrumentos básicos del derecho internacional y regional de los derechos humanos, incluido el derecho a un medio ambiente sano y que han subordinado las Constituciones y las legislaciones nacionales destinadas a promover el desarrollo armónico nacional y los derechos humanos, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales” (TEITELBAUM, Alejandro. Los tratados internacionales, regionales, subregionales y bilaterales de libre comercio. Cuaderno crítico N° 7, 2010).